jueves, 23 de octubre de 2008

Willow in sunset

Puede que hiciera mucho calor aquella tarde, o tal vez no, pero Vincent pintó el cuadro con los colores más calientes que encontró en el caos de sus botes de pinturas. Luego le dio un toque frío al paisaje pintando el río azul y esparciendo reflejos de ese mismo color sobre los troncos de los árboles.
Al ver aquel azul sintió una punzada de soledad en el fondo de su alma. Entonces, a fin de equilibrar el cuadro, mezcló un poco de sangre con tierra del camino y sacó un color carmín garanza oscuro, que usó para dar unas pinceladas, aquí y allá, entre la hierba.
Se acababa la luz y el cuadro estaba terminado. Todo estaba en su sitio; el suelo estaba abajo, el cielo arriba. Detrás de los árboles, vibraba el río azul, y, frente a él, crecían unos sauces. Un día más había sobrevivido a la lenta agonía de vivir. Vincent sintió que, en aquel cuadro, todo era mucho más real que el mundo en que vivía. Se quedó un rato pensativo. Aún brotaba sangre del corte que se había hecho en la muñeca. Al fondo del paisaje, en el margen izquierdo, pintó unas montañas inexistentes, pequeñas, muy pequeñas, apenas una línea de color ocre claro. Contempló el resultado. No estaba mal. Las montañas quedaban lejos. No se entretuvo más. Comenzó a andar. Tenía un largo camino hasta llegar a ellas.

miércoles, 22 de octubre de 2008

El nombre del rey

Les han hecho pasar a una habitación estrecha. Las paredes son de baldosas blancas. Hay una mesa, y en la mesa, un doctor. Es un señor mayor, de aspecto campechano, con poco pelo y bigote. Lleva una bata blanca.
Pegada a la espalda del doctor hay un armario, también de color blanco, repleto de cajas de medicinas. Federico siente un ligero escalofrío. Nota que está destemplado y se da cuenta de que es todo ese color blanco lo que le produce ese desasosiego. Su mujer, Ana, está a su lado, y, sentada en una silla junto a ellos, está su madre.
─Isabel, vamos a ver –dice el doctor con su mejor sonrisa─, ¿hace mucho que la han operado?
Isabel no contesta.
─Hace quince días –responde Ana─.
El doctor levanta la vista y mira a Ana.
─Deje que conteste ella.
─Isabel… Isabel –dice de nuevo el doctor, dando golpecitos a Isabel en el brazo─. ¿Antes de operarse podía ir usted sola al baño?... ¡Isabel! –dice alzando la voz y apretando más fuerte su brazo─, ¿me oye.. Isabel?
La anciana no responde, mira a la mesa. Diríase que está pensando en un suceso muy lejano. Luego, tímidamente, dice: “si, pero no me puedo agachar”.
El doctor continúa:
─Isabel. ¿Qué año nació?
─En mil novecientos…
Isabel no dice nada más. Todos esperan. Se hace un silencio interminable entre los cuatro. Federico y Ana se miran. Federico piensa: ¿es que nunca va a terminar esto?
─Isabel –continúa diciendo el doctor─: ¿cómo se llama el rey de España?
La anciana no responde, se agarra con fuerza las manos, las mejillas se le empiezan a poner coloradas. Gira la cabeza y mira a Federico. Parece a punto de echarse a llorar. Luego se vuelve y mira fijamente la carpeta con papeles que hay sobre la mesa.
Federico observa el pelo de su madre. Ayer por la tarde Ana la llevó a la peluquería, pero esta noche se ha despeinado. Su pelo, completamente blanco, lanza pequeños reflejos azulados a las paredes.
Federico siente que ya no aguanta más.
─Mamá, no te preocupes –dice, apoyando la mano en su hombro─, esto no es un examen… Sólo quieren ver cómo andas de memoria.
La anciana piensa un momento, luego dice:
─Si lo sé. No lo entiendo… Si lo tengo en la punta de la lengua… Es… Fernando o Francisco… Francisco y algo… ¡Francisco de Borbón! –dice de pronto, con una sonrisa de triunfo en sus labios. Federico mira al suelo. Se está poniendo enfermo. Necesita tomarse un café. El frío de la habitación le está calando los huesos. El doctor apunta algo en uno de los papeles que hay sobre la mesa. Luego se levanta y lleva aparte a la pareja.
─Muy bien, dice, se queda aquí. Ahora vendrá una enfermera y la llevará a su cuarto. Ustedes pueden irse.
─Ana dice: ¿pero estará bien? ¿A qué hora podemos venir a verla?
─Pregunten en recepción. Allí les dirán todo.
Federico mira a su madre y recuerda un perro que tuvo de pequeño. Era un pastor alemán. El perro le adoraba. Una vez, jugando, tiró por accidente al suelo a un niño pequeño. Los denunciaron y tuvieron que deshacerse de él. ¿Porqué se acuerda ahora de eso? La anciana permanece sentada en la silla, obediente, mirando a la pared blanca del fondo. No se mueve. Diríase que no respira. La anciana está desconcertada. Sabe que es importante recordar cual es el absurdo nombre del rey de España. Sabe que está en alguna parte, dentro de su cabeza, muy cerca, casi lo tiene al alcance de la mano, lo ha visto en un programa de televisión…

Futuro

Siete veces había perdido completamente las ganas de vivir y siete veces las había recuperado. Hoy, postrado en una cama de un sórdido hospital en un lugar cualquiera de África, un niño de siete años ya no tiene más ganas de vivir ni de morirse. Se limita, como hacen todos los otros niños, a esperar.

martes, 21 de octubre de 2008

La moto robada

Digamos que se llamaba Pedro, aunque ese no era su verdadero nombre. Pedro era un joven delgaducho, que acababa de cumplir los dieciséis. Su familia era humilde, y por aquel entonces vivía en un barrio de las afueras de Madrid. Pedro quería una moto pequeña, pero eso era un lujo que apenas se podían permitir, así que se las ingenió para conseguir que su padre le comprara una, con la promesa de que la utilizaría para ir a trabajar.
Pedro estrenó su moto y como había prometido, se puso a trabajar. Se hizo representante. Vendía cinta aislante, filtros de aire, bujías, y todo tipo de repuestos para el coche. Con su moto empezó a recorrer los barrios de la periferia, calle tras calle, de taller en taller.
─Perdone –decía mil veces cada día─, ¿Puedo hablar con el encargado?
Pronto le conocían en todos los talleres de la zona y en las ferreterías. Le compraban bastante bien y él aprendió cómo saber los precios de la competencia y cómo jugar con los márgenes que le quedaban, después de los descuentos, para ganar el máximo sin perder una venta.
Todo iba bien, muy bien. Le encantaba ir de un lado para otro con su moto. Llegó un momento en que ya no podía entregar él solo los pedidos, llevándolos en la mochila que cargaba a su espalda. Ahora, al terminar el día, iba a la empresa, dejaba los pedidos, y ellos mandaban todo en una destartalada furgoneta. Pronto se fijaron en él, pues nunca antes nadie había vendido tal cantidad de cinta aislante en esa compañía.
Pedro, cada noche, dejaba su moto aparcada en la plaza de garaje de un vecino de su portal. La guardaba en un hueco, debajo de una rampa. Un día, cuando se disponía a empezar su jornada, se encontró que le habían robado los puños, las manetas, la palanca del cambio, y algunas cosas más. Pedro maldijo su destino, preguntó a todo el mundo, y así localizó al ladrón. Era un asunto feo, el hombre era un tipejo de cuidado. Decidió ir a buscarlo al bar donde paraba.
─¿Estás loco? ─decían sus amigos─ ese tío te va a matar. Pero él estaba decidido. Al menos tenía que hacerse respetar, de lo contrario, le pasaría lo mismo cada día.
Nadie le quiso acompañar. Pedro cruzó solo un barrio de las afueras, luego, con la cabeza hirviendo, cruzó también un descampado, y ya en el poblado gitano, se fue derecho al bar. Allí, en la barra, rodeado de colegas y de un par de fulanas, estaba el tipo aquél. Tenía treinta años, era enorme y tenía fama de ser un animal. Pedro se le quedó mirando, parado en medio del local, y entonces dijo:
─¡El que me ha robado las piezas de mi moto es un hijo de la gran puta y si tiene “güevos” que salga a la calle a partirse la cara conmigo!
Todo el bar se quedó en silencio, mirando al hombretón aquél. Pedro, temblando por la indignación, repitió de nuevo su amenaza.
El tipo se levantó despacio, se acercó un poco a él, y después de un momento de silencio, dijo:
─No te reviento la cabeza a ostias aquí mismo porque tienes cojones. Más cojones que ninguno de éstos ─dijo, señalando con su mano llena de anillos, al resto de sus compañeros, luego se dio la vuelta, regresó hasta la barra, pidió otra copa y se sentó de nuevo.
Pedro continuó:
─Lo dicho –dijo mirando a la gente del bar─, vosotros sois testigos: el que me ha robado las piezas de la moto es un hijo de puta ─y sin decir ni una palabra más, se dio la vuelta y salió del local.
Mientras cruzaba el descampado, con el corazón brincándole en el pecho, aún podía oír las risas saliendo de aquel bar. Pedro no pudo volver a reparar su moto, ni volvió a trabajar. Como solía suceder en aquel tiempo con tantas otras motos, la suya se pudrió sin arreglar. Se jugó el pellejo por nada, pero, curiosamente, después del día aquél, no se sabe porqué, a Pedro le adoraban las fulanas.

lunes, 20 de octubre de 2008

En un lugar sin tiempo

Cuentan que el día en que el señor Bouillard desembarcó en la Isla de Saint James encontró, semienterrados en la arena de la playa, los restos de un viejo galeón del siglo XV. Extrañado y molesto, pues había imaginado ser el primero en poner los pies en esas tierras, regresó a su goleta, y reanudó su travesía hasta alcanzar otra isla, situada unas millas en dirección sureste. La rodeó sin encontrar ningún rastro de civilización y al caer la noche decidió fondear en una amplia bahía.
Al día siguiente, con las primeras luces del alba, el señor Bouillard se puso su mejor camisola y encima una casaca. Ordenó que doce de sus hombres, armados con alabardas y espontones, subieran a uno de los botes y, convencido de que iba a conseguir al fin su anhelado objetivo, se dirigió a tomar posesión de aquella inexplorada tierra para honra, gloria y honor del rey de Francia.
Apenas habían abandonado el barco cuando, de pronto, oyeron un estruendo atronador. Algo inmenso, tan grande como nunca habían visto antes, había encallado en el arrecife, junto a ellos. El objeto infernal había surgido de la nada y parecía un barco a medio terminar, pues carecía de mástiles y velas.
Ajeno a la perplejidad del bueno del señor Bouillard, sobre el puente de mando del navío de la armada americana Cyclops (AC-4), el lugarteniente G.W Worley, y tres de sus suboficiales, perplejos, miraban a su alrededor, mientras se preguntaban cómo demonios habían ido a parar a ese lugar y porqué había fondeada junto a ellos una vieja goleta.

domingo, 19 de octubre de 2008

Cécile

Cécile y yo nos habíamos embarcado en ese viaje de una manera alocada y alegre. Cécile tenía veinte años y yo tenía veintiséis. Atravesamos media Europa en viejos trenes oxidados. Una noche, la lluvia nos sorprendió en un estrecho valle, entre los Cárpatos y los montes Apuseni. El valle estaba recorrido por un río bastante caudaloso. Hacía frío y las aguas bajaban desbordadas. Se había levantado un viento frío y comenzó a llover. Corrimos a refugiarnos bajo unos árboles. Fue entonces cuando vimos la mansión. Estaba en la otra orilla.; y un poco más abajo se divisaba un puente y un camino de tierra que ascendía hasta ella.
Atravesamos el río por el viejo puente de piedra. La lluvia arreciaba y corrimos por el camino como almas que lleva el diablo hasta llegar a la puerta de la mansión. El cielo se había oscurecido y no quedaba apenas luz. Llamamos pero nadie salió a abrirnos. Nos dimos cuenta de que la puerta estaba abierta y entramos.
Dentro de la mansión había una inmensa escalera de mármol blanco, adornada con un par de estatuas. Subimos y llegamos a un salón. Nos quedamos extasiados. Era una estancia inmensa, de techos altos. Había dos lámparas de bronce con globos de cristal en los extremos. Las luces estaban encendidas. Una de las paredes estaba cubierta de libros de todos los tamaños. Había viejas ediciones de libros clásicos de gran valor, libros modernos, antiguos, libros de todos los tamaños escritos en lenguas diferentes. En la pared del fondo había una chimenea. El frente de la chimenea estaba fabricado de una madera negra, semejante al ébano, finamente tallada, A los lados había estatuas, y arcos, y columnas, todo ello de madera, junto con dos leones recostados. Todo ello parecía antiguo y muy valioso. La chimenea estaba encendida y nos sentamos junto a ella. Estábamos empapados y el calor que despedía era tan agradable nos hizo olvidar cualquier sentimiento de miedo o aprensión que hubiéramos podido tener por el hecho de estar allí, a solas, por la noche.
Miré a mi alrededor: Cécile estaba muy hermosa, con su pelo mojado y su rostro brillando a la luz de las llamas. Detrás de ella había un gran sofá, sobre él había un libro abierto, y unas gafas doradas. Había almohadones de tela roja, estampada, por todas partes, y nosotros estábamos sentados sobre una gruesa alfombra tejida a mano. Alrededor de la estancia había candelabros diseminados por todos los rincones, con velas encendidas, que daban un ambiente aún más cálido a todo aquel lugar. En una bandeja había una botella con licor y cuatro vasos de cristal tallado. También un frutero de plata con fruta. Junto a los vasos había un jarrón de porcelana blanca decorado con flores azules. Por todas partes había estatuas de todos los tamaños de bronce y de madera, y en cada rincón que miraba encontraba nuevas y diferentes cosas cada vez. Era como si los objetos del salón a cada instante se multiplicaran con la única intención de proporcionar felicidad a los ojos de quienes los contemplaban.
Cécile estaba entusiasmada. Nunca antes la vi tan feliz. Los dueños de la casa aparecieron justo cuando el reloj de la pared marcó las doce. Él era un conde del que nunca conseguí aprenderme el nombre y ella se apellidaba Ionebskaya. Eran muy jóvenes los dos y parecían felices. Eran una pareja tremendamente amable.
Pasamos cuatro meses en su casa. Un día a la semana, después de media noche, subíamos los cuatro a un carruaje tirado por diez caballos negros y, alegres y despreocupados, nos íbamos a alguna fiesta. Pronto fuimos muy populares. Nuestros anfitriones nos presentaron a todos los otros fantasmas del valle y los alrededores. Eran una comunidad de gente inmaterial y divertida. Los había muy pintorescos: nobles que poseían castillos, viejos terratenientes, condesas, cortesanas, hombres que habían participado en la guerra de los cien años... Todos gente extremadamente interesante con muchas historias que contar. Aquella temporada no paramos. Luego, una noche, Cécile se enamoró de un joven campesino que había muerto doscientos años antes. Yo me sentí celoso y dije que me marchaba. Cécile dijo que se quedaba. Yo, despechado, proseguí mi viaje. Crucé solo los Cárpatos, llegué hasta Kiev, y como allí tampoco conseguí olvidarla, seguí aún más lejos mi viaje. Atravesé los helados Montes Urales y anduve años perdido por las inmensas llanuras de la Siberia Occidental. Una tarde llegué a una ciudad llamada Mirny. Conocí a una mujer y nos casamos. Tengo dos hijas y una pequeña granja. ¿Cécile? Nunca más he vuelto a saber nada de ella, pero, aún hoy, después de tanto tiempo, no puedo mirar el fuego de una chimenea sin que mis recuerdos vuelvan de nuevo a ella.

jueves, 16 de octubre de 2008

Amanecer a solas en la autopista

¿Azar o destino? Miré el rastro de soledad que había dejado su corazón marcado en el asfalto. Unos cientos de metros más allá un hombre fotografiaba los restos de metal producto del naufragio.
Viajaba solo. Se estrelló en la autopista, contra el pilar de un puente, justo en esa hora extraña en que empieza a amanecer un día cualquiera. Estaba tapado con una de esas mantas de aluminio que nunca tapan nada. Tenía un brazo estirado. Se le había desabrochado la correa del reloj. Llevaba un anillo de casado. Junto a él, alguien había dejado una cartera, sin fotos de familia, sin dinero. Su mano estaba abierta, con la palma vuelta hacia arriba, en actitud de espera. Diríase que a pesar de estar muerto, aún le pedía una limosna de tiempo al nuevo día. El cielo estaba encapotado, el sol, hacía un momento, había salido. Salió muy brevemente, lo justo para deslumbrarle, luego se había vuelto a dormir, casi al instante, tras de la línea gris de un horizonte lejano, inalcanzable.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Otoño, en una esquina del universo

Recuerdo, en la otra orilla, la ladera del monte cubierta de árboles y rocas. Era a principios de otoño, y en la naturaleza se mezclaban los colores calientes con los fríos. Algunas hojas dejaban en el aire manchas verdes. Las rocas eran negras, con fuertes sombras grises, y en las zonas por donde discurría el agua saltaban reflejos plateados. Las copas de los árboles del bosque eran un entramado confuso de manchas amarillas, ocres, siena, granate. Todo flotaba sobre una nube vegetal de color verde oscuro, peinada por el viento. Era un viento ligeramente frío que anunciaba que todo ese color formaba parte de un latido fugaz que acabaría con las primeras nieves del invierno.
Recuerdo aquel otoño, en la otra orilla, el prado estaba cubierto de lavandas, y un poco más arriba, de extensas manchas verdes de gayuba. El agua del lago reflejaba todo el color de ese maravilloso mundo, y en la parte más alejada, el sol doraba el pasto como una bendición.
Te tumbaste a mi lado. Estabas fascinada con el calor del sol. Mirabas el azul del cielo. Te vi desabrocharte la camisa. Llevabas un sujetador de color blanco. Te di un beso en el pelo y me quedé observando. Todo estaba en silencio. Yo pensaba en cometas cruzando el firmamento, volcanes, glaciaciones, galaxias, universos... Estrellas y planetas. Azares y destinos, nacimientos y muertes, dioses, demonios, guerras... Cuántos fenómenos se habían materializado en el inmenso caos de nuestro espacio-tiempo, para que ese sujetador, tú y yo, llegáramos por fin a coincidir en la orilla de un lago de montaña.

martes, 14 de octubre de 2008

Montaña Fría

Era temprano: todo estaba en silencio. Tan sólo el crujido de mis crampones clavándose en el hielo rompía la calma del lugar acentuando aún más la soledad de la montaña. El día había amanecido encapotado, hacía demasiado frío y las nubes no me dejaban ver más que una parte de las inmensas paredes que rodeaban el glaciar. Me dirigí hacia una de ellas. La ladera se iba inclinando progresivamente hasta convertirse en un tubo de nieve casi vertical, entonces, en ese punto, bajo una enorme piedra, se encajonaba un poco, y uno debía ascender por una canal de hielo que se perdía de vista en la base de un espolón de roca.
Estaba solo. A mi derecha, el muro de piedra brillaba cubierto por una fina capa de nieve y algo más arriba empezaba una inmensa cascada de hielo vítreo, de color azulado, que ascendía hasta perderse de vista entre las nubes. Contemplé muy despacio el viejo desafío. A los lados de la cascada, la pared de granito era de color negro y brillaba a pesar de la grisácea luz del día. Caía agua por todas partes. Colgado de mis piolets me estremecí ligeramente. ¡Tantas veces había soñado con subir por ahí!
Ascendí ganando altura hasta llegar a un paso estrecho, en penumbra. El hielo estaba tan duro que tenía que golpear varias veces con cada piolet antes de dar el siguiente paso. Sentía bajo mis pies el vacío total de la pared de hielo. Superé ese tramo y, jadeando, llegué hasta una repisa. Tenía la boca seca. Me relajé, probé un poco de nieve. Miré hacia abajo. La vista era espectacular. Pensé que no debía subir solo por estos sitios. Me di la vuelta y miré de nuevo a mi derecha. Entonces sucedió. Le vi caer cabeza abajo desde algún punto de la cascada y se estrelló en la nieve que el viento de la noche anterior había acumulado sobre una repisa inclinada que había en mitad de la pared. Luego, como a cámara lenta, se deslizó de lado, alrededor de quince metros, hasta parar justo al borde del abismo.
No había acabado de entender lo que pasaba cuando noté el golpe de adrenalina en mi interior. Golpeé con los piolets el hielo de la pared, ascendí algunos metros, busque una grieta y la seguí. Avancé en diagonal por ella y salí a una canal de nieve algo más blanda. Luego hice una travesía a la derecha que a mi me pareció eterna. Allí paré un instante. Intenté tranquilizarme un poco. Se me había acelerado tanto la respiración que me estaba asfixiando. Tranquilo, pensé, concéntrate en lo que tienes que hacer. Por fin alcancé la repisa, bajé hasta él, y le agarré de la chaqueta. Pensé: ¡Dios, está inconsciente! ¡Maldita sea! Miré hacia arriba. No había nadie. No se veía ni rastro de una cuerda, pero llevaba puesto el arnés, y colgado de él, gran cantidad de material. Tiré de su cuerpo porque se iba resbalando. Intenté apartarme del borde del barranco, pero me resbalaba en la nieve blanda. ¡No lo muevas!, pensaba, ¡no lo muevas!, pero se me hundían los pies y no podía dejar de tirar. De pronto oí un ruido a mi espalda. Me sobresalté como si hubiera oído el sonido de una avalancha. Casi solté su cuerpo.
Era su compañero. Había rapelado y estaba tras de mí. Gritaba: ¡joder! ¡joder! ¡joder!, y se tapaba el rostro con las manos.
¡Ayúdame!, le dije. Le sujetó y yo monté un anclaje en la pared y me puse a cavar con el piolet una repisa. Le colocamos boca arriba. Entonces le miré a los ojos: tenía las pupilas negras, terriblemente dilatadas. Está muerto, pensé. Le tomé el pulso. No tiene pulso, dije. Hay que hacerle un masaje cardíaco, dijo su amigo, y puso las dos manos en su esternón y comenzó a aplicar presión. Un estertor de muerte indescriptible llegó de sus pulmones encharcados. ¡Para! ¡Para!, le dije. ¡Está reventado! ¡Para!
Nos quedamos los dos mirándonos un momento en silencio. Sólo se oía el jadear de nuestra respiración. Miré su cuerpo más despacio. Su pierna estaba rota en algún punto y caía de un modo inverosímil hacia un lado. Tenía roto su pantalón de nieve y se había orinado. Volví a tomarle el pulso mientras le miraba a los ojos. Está muerto, dije. No se puede hacer nada. Tenemos que bajar a buscar ayuda. Yo bajo, dijo su amigo, y sin decir nada más recuperó su cuerda y descendió perdiéndose por la pared.
Me quede solo en la repisa, junto a ese chico del que no conocía el nombre. Tenía el pelo rizado, de color negro, y una barba de adolescente que apenas le cubría su rostro. Parecía dormir, aunque tenía los ojos completamente abiertos. La montaña estaba vacía y en silencio. Las nubes habían descendido y una humedad terrible se estaba apoderando de todo aquel lugar. Me quité mi plumífero y cubrí con él su cuerpo. No soy médico, pensé, igual sucede algún milagro, pero a continuación pensé también que aquello no era más que un gesto absurdo y, sin embargo, me sentía mejor viendo ese cuerpo así, más abrigado. No le tapé la cara, parecía mirar a algún punto lejano. Nos envolvió la niebla. No se veía nada. Sentí un frío terrible. La montaña estaba vacía, nunca antes había estado tan vacía.

lunes, 13 de octubre de 2008

Sin riego

Probablemente estaba ahí desde siempre, pero ella no se había dado cuenta, hasta que, esta mañana, la había visto por primera vez y se había quedado parada frente a ella. La estuvo contemplando un largo rato.
La planta casi llegaba al techo. Era una especie de arbolillo. Una de esas clásicas plantas de interior. Tenía unas hojas grandes que en algún otro momento de su vida debieron ser de un intenso color verde, pero que ahora caían blandamente, a los lados del tronco, marchitas, como si la soledad y el tiempo hubieran descargado el peso de una inmensa tristeza sobre ellas. Alguien la había situado en un espacio muerto, junto a una columna, en un tiesto de plástico de color blanco, a medio camino entre su mesa y el ahora vacío departamento de legal. ¿Cómo he podido pasar todos estos años sin verla? Pensó, mientras caminaba por el pasillo.
Una vez en su puesto de trabajo, no pudo quitarse la imagen de la planta de su cabeza. Si se asomaba un poco podía verla allí, al fondo del pasillo. Sola, perdida y olvidada, pasando su existencia en este lugar tan poco apropiado a su naturaleza.
¿Cuánto tiempo llevaba esa planta allí? Hizo un esfuerzo, intentó recordar, pero no consiguió recordar nada. En esa zona de la oficina que ahora aparecía desolada, solían celebrarse cumpleaños, ascensos, despedidas… Intentó recordar y su memoria le trajo la imagen de ella misma, sentada allí, en ese mismo sitio. ¿Cuántos años hacía de eso?
No pudo volver a trabajar. Miraba el reloj continuamente y según avanzaba la mañana, sintió que una ansiedad profunda se iba apoderando de ella. Una ansiedad cargada de amargura que llegó a ser tan intensa que apenas la dejaba respirar. Un hombre joven pasó a su lado. Buscaba a alguien. Por un momento pareció que iba a detenerse y preguntar, pero en el último momento pasó de largo sin mirarla. ¿Cuántos años llevaba sentada en esta mesa? Hizo un esfuerzo pero no consiguió recordar. Sintió que iba a llorar. Quería huir de allí, marcharse y desaparecer, pero algo la impedía moverse de esa mesa. Miró a su alrededor: la gente conversaba sobre cosas normales. Mi niño tiene fiebre, me ha llegado el recibo de la luz, se me ha estropeado el coche…

domingo, 12 de octubre de 2008

El mundo de los otros

Carlos tenía programado su despertador para que sonara a las siete, pero a las seis le despertó un estrépito. Su vecina de arriba se había levantado y estaba pasando el aspirador, cinco minutos más tarde abrió la ventana, sacudió la alfombra y dejó caer un jarrón de cristal, que se rompió al estrellarse contra el suelo. Apagó el aspirador, se puso unos zapatos, fue al otro extremo de la casa, y regresó. Volvió a poner en marcha el aspirador. A continuación encendió el equipo de música. Un rap repetitivo sonó a través del techo.
Carlos se resignó. Estaba claro que no iba a dormir más. Se levantó, fue al baño y se vistió. Salió a la calle. Era de noche y hacía frío. Cogió su coche y condujo por la autopista camino del trabajo. Carlos era prudente, respetaba las normas, detestaba enfrentarse con la gente. Un coche hizo una maniobra peligrosa. Pensó: la gente ha perdido la cabeza. Miró el cuadro de mandos: correcto, voy justo al máximo de la velocidad permitida, pensó, y se puso en el carril de la derecha, mientras el resto de los coches le pasaban.
Ya en su trabajo, ─Carlos trabajaba en una pequeña empresa familiar de material de construcción─, aguantó un par de impertinencias de la cuñada de su jefe, que ese día parecía estar de peor humor que de costumbre. Carlos podía haberle dicho algo, pero detestaba enfrentarse con la gente. Desde pequeño, sus padres le habían enseñado ese tipo de educación que está fundada en la prudencia y el respeto a los demás.
Carlos aguantó el día como pudo. Era un mal día. El encargado le llamó al despacho y le comunicó que este año tampoco le subiría el sueldo. También le dijo ─mientras lo decía miraba fijamente unos papeles─, que si no quería tener problemas era mejor que se llevara bien con su compañera de trabajo. “Es su cuñada, ¿entiendes?”, dijo muy serio. Carlos no respondió, se limitó a asentir con la cabeza.
La jornada terminó. Carlos cogió su coche y condujo de nuevo por la autopista. El día había empeorado. La temperatura había descendido y el cielo tenía un aspecto amenazador. Estaba encapotado y tenía un color blancuzco que auguraba una fuerte tormenta.
Las luces de emergencia del coche de delante le indicaron que había que parar. Había habido un accidente. Paró el motor. Al rato pasó por el arcén una ambulancia. Había comenzado a nevar y los copos se acumulaban en el cristal del coche. Esperó. Había un silencio sepulcral. Carlos, de pronto, se sintió perdido en un lugar de un universo al que había dejado de pertenecer hacía mucho tiempo. Un policía golpeó el cristal con los nudillos. Carlos bajó un poco el cristal. El viento helado le devolvió a la realidad. El policía dijo:
─¿Tiene usted una manta o algo parecido? Hay que tapar unos cadáveres.
Carlos le dio su abrigo. Fuera nevaba cada vez más fuerte.

jueves, 9 de octubre de 2008

Futuro

Mañana cumpliré sesenta años -pensó-, mientras miraba el techo de la habitación. Pasó mucho tiempo pensando en eso. Sesenta años… Hacía tres semanas, una mañana, se había sentido algo indispuesto. Un dolor de estómago continuo, en el lado derecho, que no se le pasaba. Fue al medico. Le hicieron un análisis de sangre, luego una ecografía, más tarde un scáner y, cuatro días después, una biopsia. Le dijeron que tenía cáncer de hígado y le mandaron a operar. Le abrieron, le cerraron, y allí estaba ahora, en esa habitación mirando al techo. Su hija entró en mientras pensaba en esto.
─¿Qué tal estás? –le dijo.
─Estoy bien, no te preocupes ─respondió─, regresa a casa, llevas aquí toda la noche.
Su hija estuvo un rato más y luego se marchó. La habitación quedó en silencio, sólo se oía el zumbido del aire.
Mañana cumpliré sesenta años –pensó-. Ayer discutía con ella porque nunca venía a verme, y ahora que ha venido, lo único que pienso es cómo demonios me las voy a ingeniar para que me vea morir con un poco de dignidad.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Gaviotas

Llegué a la estación de madrugada. Faltaba poco tiempo para que comenzara a amanecer y decidí salir a buscar algún lugar donde tomar algo caliente. Me adentré en la ciudad extraña. Eran las cinco y media, y en la calle peatonal los comercios permanecían cerrados. La luz grisácea del crepúsculo daba a la escena un ambiente frío, irreal, que me hizo estremecerme dentro del abrigo. Unas gaviotas chillaban en el cielo. Al llegar a un punto que formaba una esquina con una estrecha calle transversal, me llegó hasta la nariz un olor agrio, intenso. Junto al escaparate de una tienda, un vagabundo dormía sobre un cartón, tapado con una manta. Bajo él se extendía una mancha oscura, mezcla de orines y vino derramado. Un silencio pesado flotaba en el ambiente. Mientras caminaba el eco devolvía el sonido de mis pasos. Al fondo de la calle, las gaviotas se habían posado sobre la acera y caminaban erráticas, graznando, como si discutieran unas con otras. Cuando llegué hasta donde se habían agrupado me paré a contemplarlas. No se asustaban. Pasaron a mi lado ignorándome, sin apartarse, como si no existiera. De pronto se pusieron en marcha. Ahora parecían saber muy bien adónde iban. Me llamó la atención su gran tamaño. La penumbra del día le otorgaba a su plumaje blanco un aspecto extraño y sobrenatural, que me hizo sentirme más solo de lo que nunca antes me había sentido. Noté como el frío me calaba hasta los huesos. Esos seres ya no me parecían pájaros, sino alguna especie de espíritus capaces de sobrevivir a una catástrofe universal. Sus ojos amarillos miraban fijamente a un punto. Todas miraban hacia allí, de un modo tan intenso, que parecían estar hipnotizadas. Me di la vuelta, miré en su dirección y vi al vagabundo. Eran las cinco y media, aún no había amanecido y la calle estaba desierta.

martes, 7 de octubre de 2008

Sofía

Carlos apareció un día de agosto, justo cuando Sofía ya no esperaba nada de la vida. Tal vez lo trajo el viento, la lluvia o el sueño de una noche de verano. Nunca lo averiguó. Era alto, moreno, inteligente, con un cuerpo flexible y fuerte, y un carácter excepcional. Charlaron y sin saber porqué, Sofía le contó algunas cosas oscuras de su vida. Se volvieron a ver al día siguiente.
Sofía dejó mal aparcado, al borde del camino, su estado de autismo habitual, en un desesperado intento de ver si aquello era real o sólo estaba siendo un sueño, y él, sin darse apenas cuenta, consiguió hacerla regresar a aquel perdido paraíso en que vivía, antes de convertirse en un objeto muerto sin mundo emocional.
Sofía se sorprendió a sí misma surgiendo de la niebla del olvido. Salieron, conversaron… Él también le contó cosas de su pasado… Todo aquello se hallaba tan cargado de gestos, de futuro, que resultaba extraño, embriagador, sentir en ese instante, de un modo tan intenso, todo aquello.
Así pasó el verano. Carlos era estupendo y era italiano. Un día regresó a su tierra. Ni siquiera se despidió. Sofía, cansada de que cualquier historia suya siempre acabara mal, esa noche se tomó unas pastillas y regresó también a su tierra natal, pero de un modo bastante más rotundo, terrible y literal.

lunes, 6 de octubre de 2008

Todo va a ser mejor

A media mañana sonó el móvil. Era su mujer. Escuchó lo que decía y, de nuevo, descendió al fondo del pozo de su depresión. Cuando colgó, salió a la calle y se metió en un bar. Tomó una copa, y a la una, salió del bar. Estaba un poco más tranquilo, como si la bebida hubiera puesto un poco de orden en su cabeza. No tenía sentido seguir pensando en ella. Se dirigió al hotel donde había quedado con B.
B. estaba preciosa, como siempre. B. le contó que su marido había salido de viaje, que le ponía los cuernos con una chica veinte años menor que ella. B. estaba deprimida. Hicieron el amor sin ganas. Cuando terminaron, se sentaron a los pies de la cama, y en silencio, sin hablar, se bebieron varias de esas pequeñas botellas de licor que había en el mueble bar. Salieron, ella un poco antes, y luego él.
A las cuatro de la tarde entró en un restaurante. Comió solo. Bebió dos martines. Pidió una sopa de la que apenas probó dos cucharadas, y una dorada a la sal, que dejó sin tocar. Bebió dos vasos de vino. Pagó y salió de allí.
A las seis pasó por su despacho. Su secretaria dijo que ella le había llamado. Dudó si llamarla o no. Se sirvió un vaso de güisqui. Llamó.
Quedó con ella a las ocho. R. estaba preciosa, como siempre, aunque se le iba notando el exceso de retoques en la cara. A las nueve y media tomaron una copa, luego fueron a un hotel. Ella le indicó la dirección. Estaba en las afueras. R. le contó que ya habían firmado los papeles del divorcio. Que ahora todo iba a ser mucho mejor entre los dos. Ella puso interés pero él hizo el amor sin ganas. No pudo terminar, y al final, agotados, lo dejaron. Sentados a los pies de la cama bebieron algunas de esas pequeñas botellas de licor que había en la nevera de la habitación. Ella le dijo que le amaba. Él estaba borracho. Ella se vistió y salió de la habitación. Él se quedó a dormir.

domingo, 5 de octubre de 2008

Día hostil

Al regresar del trabajo Virginia abrió el buzón. Lo había hecho tantas veces desde que él se fue, que aquel gesto se había convertido en una rutina más, algo mecánico, como lavarse la cara o cepillarse el pelo. Cuando vio el sobre se quedó mirándolo un instante, desconcertada.
Subió a su casa, se sentó en el sofá y rasgó el borde del sobre con cuidado. Dentro no había una carta: tan sólo una postal. Era un paisaje de algún lugar remoto. Un páramo de tierra de color ocre, desierto y desolado, cubierto de vegetación reseca. A un lado de la foto, recortándose contra un cielo gris, se veía un árbol. El tronco había crecido retorcido y ladeado a causa de su lucha contra el viento. Reconoció su letra. En una esquina de la foto había escrito con tinta de color negro: “El Solito”.
Virginia dio la vuelta a la postal. No había nada más. Abajo, en la esquina de la derecha, ponía: “Patagonia Argentina”.
Virginia dejó a un lado la postal, fue al cuarto de baño, abrió el grifo del agua caliente de la ducha y esperó a que surgiera una nube de vapor. Se desnudó y se colocó debajo. Notó como el calor del agua recorría su cuerpo. Sintió toda esa calidez y comenzó a llorar. Se tapó el rostro con las manos. Sus hombros se agitaban.

jueves, 2 de octubre de 2008

Diario quemado

Cecilia comenzó a escribir su diario a los doce años. El primer día escribió: “he ido con mi madre a la tienda del centro y me ha comprado una muñeca. Es linda, se puede peinar y además tiene dos trajes. Ahora voy a jugar con ella”. Después de escribir eso guardó el diario en un cajón y no volvió a escribir hasta que cumplió los dieciséis. Entonces escribió: “en la pandilla de los chicos hay uno que me gusta, se llama Jorge y es muy gracioso. Tiene unos ojos preciosos”. Cuatro días después volvió a escribir: “Jorge a empezado a salir con Lourdes. Es un imbécil, le odio con todo mi corazón, quiero morirme”. No volvió a escribir durante un tiempo.
El día que cumplió veintidós escribió lo siguiente: “no sé qué hacer: me gusta Paula. Creo que yo también le gusto a ella. ¿Debo decírselo? Voy a esperar… No sé, tal vez le diga algo esta noche”.
Tres años más tarde volvió a escribir: “creo que estoy embarazada. El padre es Jorge. Le odio. ¿Por qué ha tenido que pasarme esto? Luego, sin fecha, aparece una nota escueta: “me he casado, soy muy feliz, mi bebé será una niña y llegará en diciembre”.
En este punto, en el diario aparecen dos páginas en blanco, como si Cecilia hubiera querido empezar una nueva vida o dejar espacio para escribir posteriormente algo que hubiera sucedido. Luego continúa: “tengo una niña, es preciosa, la he llamado Paula”. Debajo, escrito con tinta de color rojo, hay una fecha, y bajo la fecha aparece esta anotación: “hoy Paula ha cumplido seis años. Jorge se ha ido, vivo en la vieja casa de los abuelos en Tetuán. Trabajo en un supermercado. El trabajo va mal, dicen que van a echar a alguna gente”.
Después de escribir esto hay algunas hojas en las que no se entiende nada. Es como si en ellas alguien hubiera derramado agua y posteriormente, tal vez con un estropajo, o un trapo mojado, ha borrado, con rabia, lo que había escrito allí. La tinta aparece corrida o borrada totalmente. Otras páginas han desaparecido o han sido quemadas parcialmente y son ilegibles.
Cuando las hojas del cuaderno dejan de estar deterioradas, con otra letra, mucho más pequeña, Paula ha escrito lo siguiente: “querido diario: mamá está de nuevo en el hospital. La operarán mañana. Estoy sola en la casa de los abuelos. Dicen que está muy mal. ¿Qué voy a hacer? He conocido a un chico. Se llama Jorge, como mi padre, y tiene unos ojos preciosos. Hoy tampoco voy a ir al colegio. He quedado con él… ¡Le quiero tanto!"

Verónica

Eran los años ochenta y en la pequeña isla del mar mediterráneo hacía un día deslumbrante. La vida era un cielo maravillosamente azul y el horizonte una línea de casas de un color blanco inmaculado. Verónica tenía veinte años, un cuerpo adolescente, y unos ojos rasgados que escondían una mirada clara y profunda como aquel mar. Pasamos varios meses viviendo juntos en un mundo fuera del mundo. Recuerdo el modo en que me fascinaba pasar todo el tiempo con ella, contemplarla mientras dormía, hablar de sus sueños y sus anhelos cuando se iba aponer el sol, o adivinar que es lo que pensaría cuando se quedaba mirando fijamente al fuego, o a la luna, cuando brillaba, inmensa y llena, sobre el agua en calma del mar.
Así pasó la primavera y llegaron los turistas, las fiestas, las resacas… Verónica bebía con el furor de una adolescente que desea apurar hasta la última gota de ese contacto intenso con la vida. Conoció a mucha gente, fumaba marihuana y opio, probó la mescalina, se hartó de LSD…
Un día me dijo que se iba con un tipo delgado y alto. La acompañé hasta el puerto. Cuando se despidió me dijo: “mantente vivo y fuerte, no pierdas el contacto con la vida”. Me dedicó su más tierna sonrisa, me acarició muy suave una mejilla, me dio un beso en los labios, y se subió a aquel barco.
Pasaron cuatro años. Yo caminaba solo por la calle de una ciudad cualquiera. Miraba al suelo cuando vi unos vaqueros cubiertos de parches de colores. Levanté la mirada, tenía que ser ella. La había visto tantas veces coserse en los vaqueros esos parches…
Era ella y estaba embarazada. La presté algún dinero. Quería ir a Londres a abortar.
No la volví a ver durante mucho tiempo. Yo pasaba una mala racha y andaba en un suburbio. Allí me la volví a encontrar. Había probado la coca y la heroína, ya no era la de antes, había perdido el brillo su mirada, pero aún tenía un resto de aquella intensidad. Me despedí de ella. Sabía que no la volvería a ver. Le dije: “mantente viva y fuerte, no pierdas el contacto con la vida”, no dijo nada, casi no sonrió. Le di un beso en los labios y me marché de allí.
Esta mañana, de nuevo, en un pasillo blanco, me la he vuelto a encontrar. Cuidados Paliativos. Se muere, está casi a mi lado, en la puerta de enfrente. Llega el doctor, me pone una inyección, y al rato, dulcemente, el mundo se disuelve junto a este gran dolor.