jueves, 13 de noviembre de 2008

Contenedor TN-85

Se llamaba Marcel. Le conoció en el bar de la casa okupa. Tenía veintiséis años, nueve mayor que ella. También tenía los ojos verdes y un acento francés que la hacía temblar. Fumaron marihuana y bebieron ron toda la noche. Marcel decía: “la gente no hace nada porque aún no se sienten directamente amenazados, están dormidos, pero nosotros no, nosotros lo hemos comprendido, se están cargando el mundo, no queda mucho tiempo, tenemos que luchar”.
Hicieron el amor en un cuartucho de aquella casa abandonada, entre unas cajas de cartón y un par de bicicletas. Antes de amanecer, Marcel le dijo a Eva: ¿porqué no te vienes conmigo a Francia?
El viaje en tren fue una experiencia inolvidable. Marcel era maravilloso. Pasaron todo el tiempo juntos, abrazados, en un rincón al fondo del vagón. Marcel quería a Eva y Eva quería a Marcel.
Cruzaron la frontera y llegaron a Francia, a un lugar llamado League. Era casi de noche. Allí se reunieron con otros compañeros. Durmieron en un saco de dormir. Marcel intentaba encontrar una postura un poco confortable, pero no había manera, lo único que se podía hacer en esa posición era besarse. Estaba amaneciendo. Marcel decía: “¿Qué crees que estás haciendo tú por mejorar el mundo? ¿Qué estoy haciendo yo? Aún no hemos hecho nada. ¿Sabes? Tenemos que empezar a sacudir conciencias. ¿Cómo puedo vivir y no sentir que soy una basura, quejarme de mi mala suerte, comerme un filete en un bar, mientras hay niños que se mueren de hambre en un país del tercer mundo? Dime: ¿no sientes que eres cómplice de todo éste engranaje que está esquilmando el mundo y acaba con la vida de millones de seres cada día? Eva sintió que estaba enamorada.
Al día siguiente viajaron en un coche hasta Gorleben, al norte de Alemania. Se escondieron junto a otros grupos en un bosque hasta que llegó, al fin, el tren que transportaba aquellos residuos nucleares. Salieron de improviso. Hubo mucha tensión. Eran unos doscientos. Tres jóvenes franceses se habían encadenado a una de las vías. Eva pensó que el tren los arrollaba. Saltó como una desesperada, gritando con los otros, hasta que paró el tren. Lo habían conseguido. Habían parado el tren. Estaba entusiasmada. Marcel reía y la besaba. Cantaron y bailaron en medio de las vías.
De pronto se oyeron sonar unos silbatos. Llegó la policía y cargó contra ellos. Uno pegó a Marcel y otro la pegó a ella. Un perro la mordió una pierna. Sintió un golpe en la cara y un dolor muy fuerte. Perdió el conocimiento. Se despertó esposada en un furgón, apoyada en un chico que no conocía de nada. En total eran diez, en un lugar estrecho. Los otros hablaban Alemán. Oyó gritos y unos disparos, pensó en Marcel. Estaba mareada.
Ahora son las doce de la noche. Eva nunca había estado en una celda. Todo está limpio y en silencio, nada que ver con lo que sale en las películas. Si no es por los barrotes se diría que está en un hospital. Le duele la cabeza. Tiene el labio terriblemente hinchado y la ropa manchada de sangre. Eva piensa en Marcel. Se toca la cara con la mano. Le duele tanto. Intenta pasarse la lengua por los labios. De pronto se da cuenta. Se le ha caído un diente. Eva pasa la lengua con cuidado por el hueco del diente. Nota un vacío inmenso. Se tapa la cara con las manos y se pone a llorar. No se oye nada más, el resto de las celdas está en silencio.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Una mujer con un vestido verde

Fernando miró el reloj: las nueve. La luna brillaba frente a él cubierta parcialmente por unos nubarrones negros. No viene, pensó, ¿porqué iba a venir?
Hacía mucho frío. La ciudad seguía su ritmo, igual que cada noche, ajena a sus pensamientos. Los coches avanzaban hasta llegar a la plaza, y luego, después de rodear la fuente, se perdían a su derecha, cubriendo el asfalto de humo y luces rojas.
No va a venir, pensó. Miró el reloj de nuevo. Pasaban diez minutos de las nueve. De pronto comenzó a llover. Se refugió en un soportal de un banco. Dos adolescentes japonesas llegaron corriendo junto a él. Reían. Fernando las miró. Sacaron una cámara de fotos y le pidieron por señas que les hiciera una. El flash lanzó un destello. Les devolvió la cámara y entonces ellas se pusieron a hablar en japonés.
Se dio la vuelta. Miró el reloj: eran las diez. No va a venir, pensó. Había parado de llover. Las chicas se marcharon. Fernando esperó un rato más. Las diez y media. Miró a su izquierda y luego a su derecha. No va a venir, pensó. Sólo la había visto un día. Se paró en esa esquina, con un vestido verde. De eso hacía ya más de quince años. Fernando salió del soportal. Cruzó la calle. Miró hacia el cielo. La luna ya no estaba.
Da igual, pensó, tal vez mañana venga. De nuevo comenzó a llover.

martes, 11 de noviembre de 2008

Un hombre gris

Toda su vida fue un hombre gris. Nadie le vio entrar en un banco, ni hablar con un amigo, ni tener una relación. Por no tener, no tenía ni un sólo rasgo que le hiciera un poco singular. Siempre vivió con su difunta madre, una mujer anciana, viuda desde que él tuvo uso de razón. Ella murió de pronto, de esto hacía un par de años. Después nada cambió. De día trabajaba de cartero, de noche veía la televisión.
Nunca llegó a saber porqué hizo aquello. El día que cumplió sesenta años, salió de casa. Recorrió algunas calles. Entró en una farmacia, y la atracó. Ni él mismo se creía que estuviera viviendo aquello. Tres calles más abajo entró en otra farmacia. No había que hacer nada especial. Entraba, decía que aquello era un atraco, pedía lo que necesitaba, y luego continuaba su camino. Aquello duró toda la noche.
Empezaba a salir el sol. Pasaba sobre un puente de una conocida vía de circunvalación. Miró las bolsas que había conseguido en las farmacias. Sacó una caja; leyó lo que ponía: “Acinetil”. Sonrió, y una detrás de otra, se tragó las pastillas. Tenía la boca seca. Miró a su alrededor. Cerca había una fuente. Muy bien, pensó. Llenó de agua una litrona que alguien había dejado abandonada. Regresó y se sentó en lo alto del puente. Balanceó las piernas que colgaban en el vacío. Eran las seis y media, los coches pasaban bajo él. Alguien tocó de pronto el claxon. Se le había caído un zapato. Pensó que eso que había allí a sus pies era la gente. La gente gris que iba a trabajar, y se sintió feliz y diferente. El zapato saltaba de un lado para otro, atropellado, cada pocos segundos, por un coche. Respiró hondo. El aire estaba cargado de humedad. Sacó otra caja de una de las bolsas. “Antiobes”. En tres tandas vació la caja en su garganta. Luego bebió dos tragos de agua. Tosió: se había atragantado. Abrió otra caja: “Apsedón”. Muy bueno, dijo, e hizo lo mismo y después continuó. Tragaba las pastillas y leía : “aceglutamida, piritinol, deanol, lisina...”... “Agudil”, sí; éste sabía mejor, “Alsocal”... Hombre, jarabe, todo un detalle... “Aminofilina”... No, éste lo descartó (nunca había soportado eso de los supositorios)... “Fenproporex”... ¡Ah! Éstas sabían muy amargas...”Apsedón”... Atención, abuso peligroso, murmuró, mientras bebía otro trago. Tuvo que regresar hasta la fuente. Se había terminado el agua de la botella. Metió la cabeza bajo el chorro de agua, y con el pelo chorreando y la botella llena, regresó de nuevo al puente. “Denubil”... Perfecto. Se bebió seis ampollas. Después bebió otro trago de agua.
Miró a su alrededor. Estaba amaneciendo. Sintió como le latía muy fuerte el corazón. El cielo ardía en un maravilloso amanecer de un día de otoño. Sobre la ciudad, partículas de humo y polvo se desplazaban aquí y allá, mecidas por las turbulencias que generaban los coches a su paso. En los edificios, cada ventana, le lanzaba un mensaje de una profundidad maravillosa. Sintió que percibía en su interior cada ruido del mundo, como si él fuera el depositario de todos los sonidos y su cuerpo la caja de resonancia de todo ese murmullo universal. El parque olía a musgo, a pino, a materia vegetal en descomposición, todo eso entraba en su nariz y allí, inmediatamente, era clasificado. Al instante toda esa sensación llegaba hasta su alma en avalanchas y cobraba la forma de inmensas olas de calor. A cada instante su cerebro encontraba una palabra para definir de un modo nuevo todo aquello. La vida, la ciudad, el cielo... De pronto comprendió que todo era como el sonido de un gigantesco corazón. Todo era demasiado hermoso, demasiado excitante, demasiado bello, como para sentirlo y más tarde seguir viviendo. Cada átomo del mundo era luz y oscuridad, sonido y silencio, materia y vacío, color e intensidad. Entonces, de pronto, sintió una sensación que no supo expresar. El cielo se había oscurecido. Echó el cuerpo hacia atrás. Sintió que era lo gris que avanzaba hacia él. Luchó por escapar pero no consiguió moverse. No encontraba el nombre de aquello en su cerebro. Buscó desesperadamente. Se puso de pie sobre la barandilla y se lanzó al vacío. Eran las nueve, una hora punta de un día de trabajo, y claro, como sucede siempre en estos casos, dijeron mal su nombre en las noticias, ni una persona le acompañó en su entierro, pero les puedo asegurar que el atasco que se formó aquella jodida mañana de un día doce de noviembre, nunca lo olvidaremos ninguno de los que estábamos debajo de aquel maldito puente.

lunes, 10 de noviembre de 2008

¿Qué voy a hacer ahora?

Mario guardó silencio. Cuando Clara se enfurecía era mejor no decir nada. Esperaría a que pasara la tormenta. Clara se despachó a gusto. La habían echado del trabajo y estaba enloquecida. Mario aguantó los primeros veinte minutos sin pestañear. A veces asentía con un gesto. Parecía que no iba a acabar nunca. Mario se levantó, fue hasta la nevera y cogió una lata de cerveza. Clara seguía hablando Abrió la lata y comenzó a beber.
-¿Me estás escuchando? -dijo Clara sentándose en el sofá del comedor.
-Te escucho -contestó, mientras volvía al salón.
Clara continuó:
-¡Han sido veinte años! -dijo, tapándose la cara con las manos-, ¡veinte años de trabajo! ¡Veinte años de quitar mierda a los jodidos pacientes de ese hospital! ¡Veinte años de volver a casa y poner la lavadora! ¡Veinte años de fregar los platos y aguantar tus rarezas!, ¡veinte años de cuidar de mi madre y de tu asquerosa madre! ¡Veinte años pagando esta maldita casa!.. ¿Y ahora que? Ahora me han despedido. ¿Sabes? ¡Me han despedido! ¿Me oyes? ¡Qué!, dime, ¡qué! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Es que no tienes nada que decirme?
Mario no dijo nada. Se sentó en el sofá. Oyó toser a su vecino al otro lado del tabique. Bebió otro trago de cerveza. Quería decir algo pero bajó la vista y entonces vio la alfombra. La miró detenidamente. Había envejecido. Recordó como hacía veinte años llegaron achispados de una fiesta e hicieron el amor justo donde él pisaba ahora. La alfombra estaba sucia, se había deshilachado en las esquinas. No parecía ya la misma alfombra. Clara se levantó de pronto y se fue a la cocina. Poco después se oyó el ruido de platos en la pila. Clara lloraba. Se la oía sollozar. Mario no dijo nada. Pasó un buen rato. Los sollozos se fueron apagando. Mario permaneció mirando aquella alfombra, sin decir nada, bebiendo, hasta que se quedó dormido.

domingo, 9 de noviembre de 2008

La vida de las sepias

Allá donde miraba siempre veía una mujer o un hombre discutiendo, una anciana que, sin venir a cuento, protestaba de algo, o hablaba de su vida, unos niños corriendo entre las mesas, un matrimonio que ya no se quería, o un pobre en una esquina, rodeado de ese ambiente de centro comercial, con música enlatada, pastosa y machacona. Todo eso se le pegaba a la piel y le seguía, como un olor persistente, durante el resto del día.
Samuel se refugió en su casa. Encendió el televisor. En la pantalla una voz hablaba de las sepias. Samuel pensó en su vida, en todas nuestras vidas. En el piso de al lado, la vecina chillaba a su marido. Arriba, en el segundo, la loca cantaba una canción que hablaba de la guerra. Lo hacía todo el tiempo. Algunas madrugadas, a las cinco, la oía gritar en sueños. Gritaba a un hombre muerto. Mientras tanto, en la pantalla de la televisión, las sepias se reproducían. Su cuerpo se encendía en mil colores. Son magníficas, pensó Samuel, y miró al cielo por la ventana. Hacía sol. Sonó el teléfono, era una vieja amiga. Samuel recordó los días lejanos de su juventud, cuando todo era intensidad, belleza y alegría. Todo aquello quedaba lejos, perdido para siempre en el pasado. En la pantalla, las sepias peleaban. Es ley de vida, tiene que ser así, pensó Samuel, y sin embargo, parecía tan loco y tan absurdo todo aquello. Samuel no podía retirar sus ojos de la escena. Las sepias se atacaban, perdían sus tentáculos, se herían con una crueldad inusitada. Mientras lo hacían, sus cuerpos explotaban de color. Violeta oscuro, rojo amenazador, azul intenso, verde furioso oscuro. Ferocidad de una lucha descomunal por imponerse.
Samuel pensó en su adolescencia, pensó en sus ilusiones, en las ilusiones de todos los hombres y mujeres que había conocido. Samuel pensó en todo lo que es fugaz y es pasajero. Las sepias, mientras tanto, habían terminado el ciclo de sus vidas. Sus cuerpos, muertos, flotaban en el fondo junto a miles de huevos. Las que quedaban vivas habían perdido su color. Algunas se movían débilmente. Se las veía exhaustas, agotadas. Ahora ya no eran nada más que un saco blanquecino de aspecto repugnante. Parecían espectros, pero aún se peleaban. Samuel no quiso saber ya nada más de aquello. Apagó el televisor. Salió a la calle. Pensó en la vida de los hombres. Era de noche, habían encendido las luces de los escaparates. Miró a su alrededor. Un hombre amaba a una mujer, un niño, cogido de la mano, caminaba junto a ellos. Muy cerca, un vagabundo, pedía en una esquina algo para beber, en la puerta del tanatorio cargaban un féretro en un coche. Samuel continuó caminando, sumergido en un torbellino de vida y destrucción.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Último día triste en el paraíso

Detrás de un muro vegetal muy bien cuidado hay una casa inmensa, repleta de escaleras y ventanas, con un jardín que da cobijo a una cancha de tenis que no usa nunca nadie.
Es una tarde aburrida de verano y Elizabeth está tumbada junto a la piscina, con su esbelta figura adolescente, que hace resaltar aún más su bañador de marca.
Suspira, deja el libro que tiene entre las manos. Se quita las gafas de sol. Mira el color azul del cielo, y se sorprende al comprobar que aún hoy, después de tanto tiempo, le recuerda.
Una voz sale de la casa:
-Elizabeth: ¿has preparado la maleta? Tu avión sale a las siete.
Elizabeth no responde a su madre. Recuerda aquellos días. Liarse con un hombre casado... Todo fue una locura, y sin embargo...
-Elizabeth... ¿Me oyes?... ¿Te quieres preparar? Tu avión sale a las siete.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Silencio

Tres de la madrugada. Al otro lado de los cristales sólo hay oscuridad y frío. Dentro, nosotros dos. En la radio suena una canción. Es una voz de mujer, poderosa y sensual. Rebeca tararea la canción mientras mueve la cabeza al ritmo de la música y golpea el volante con las manos. Yo miro, ensimismado, al exterior. A los lados del coche, la oscuridad es total excepto por algunas luces que flotan en esa nada negra. Delante de nosotros se suceden las líneas de la carretera, las curvas, las señales...
-Escucha esta canción -dice Rebeca-, es la mejor canción del mundo.
Presto atención durante unos compases. Luego pregunto el título.
-El título da igual -responde-. Tú sólo escúchala. ¿No es la mejor?
Escucho un poco más. Miro hacia el exterior. La oscuridad lo envuelve todo. La voz repite varias veces una frase. Dice en inglés: “permaneceré junto a ti”, o algo parecido. Lo repite muchas veces.
-¡Mierda! -grita, de pronto, Rebeca, mientras da un brusco giro de volante.
Miro hacia atrás. La oscuridad se traga a un perro atropellado. Durante un breve instante sus ojos han brillado a la luz de la luna. Ha sido un destello fugaz, como el que deja la estela de un cometa.
A los lados del coche, algunas luces flotan en esa nada negra. Rebeca ya no canta. Mira la carretera. La música ha dejado de sonar. El silencio es total. Miro el reloj. Falta mucho para que amanezca.

martes, 4 de noviembre de 2008

Yua

Yua estaba sentada en mitad de la sala. Doblada sobre sí misma, se tapaba el rostro con las dos manos. Pasó una nube y la luz desapareció por un instante. Yua levantó la cabeza y varios de sus pensamientos cayeron sobre el suelo. Yua los contempló allí, tirados sobre las frías baldosas de color amarillo, abandonados en ese lugar, igual que ella.
¿He dicho que Yua era preciosa? Tras las rejas de hierro de la séptima planta, a veces Yua contemplaba la ciudad. La ciudad; ese universo recostado en su sillón de humo. La ciudad que bramaba belleza y miseria... Yua, a veces, dejaba que los pájaros picotearan el inmenso laberinto de azoteas sin alma, mientras ella pasaba por encima de todo aquello, con sus gestos sin luz, con sus voces sin voz... Sin embargo, daba igual lo que hiciera, para Yua, todo era entonces un espacio de una irrealidad pastosa y deprimente.
Subí en el ascensor. En la sexta planta se bajó el último pasajero. Estaba claro que algo no funcionaba bien en ella. Yo no conocía a otra que se la pareciera, lo que me hacía pensar que Yua debía ser sólo un problema, un defecto, o una aberración. Algo que la naturaleza había dejado caer, en un gesto de azar, sobre la tierra.
Le pedí al guarda de seguridad que me abriera la puerta.
-Muéstrame el pase -dijo.
-Siempre la misma coña -respondí-, ¿es que nunca te vas a cansar de hacerme pasar por esto?
Igual que cada día, el guarda miró con atención mi foto, me miró a mí, y soltó una carcajada.
-¡Te estás quedando calvo! –dijo, mientras me devolvía el pase.
-¡Ábreme de una vez! -le dije, y di una patada a la puerta de hierro.
-Tranquilo, hombre -me respondió-, no hagas ruido, que me los vas a alterar.
Traspasé la puerta y avancé por el pasillo. Varios pacientes caminaban aquí y allá. Algunos estaban acostados. Entré en la sala. Yua estaba sentada en medio. Miraba a una pared.
En la pared alguien había colgado dos cuadros. Yo no los había visto hasta ahora, y eso que había permanecido junto a ella, sentado frente a esa pared, más de tres meses. Eran dos acuarelas que representaban escenas difusas con flores: un portalón de hierro que daba acceso a un lugar amarillo, una cesta, y a un lado, una especie de tonel de tonos verdes y azulados. Eran dos pinturas detestables. ¿Quién pudo comprar esos absurdos cuadros? -me pregunté-, pero no quise saber la respuesta porque esos cuadros formaban parte de mi vida, aunque yo nunca los hubiera visto antes. Ahora, esos cuadros eran lo único tangible y material que poseía para acercarme a ella, además de mi pasión por traerla de vuelta.
-Las flores... -dije, acercando una silla y sentándome a su lado.
-Las flores... -respondió.
Yua esa tarde necesitaba desahogarse, pero yo no creía ya en los psiquiatras. Sólo creía en las pastillas. Las pastillas que atontan a Yua, que entumecen su mente, que la matan el espíritu y la creatividad.
¿He dicho que Yua era preciosa?
Ahora la nube había desaparecido; el sol entraba por la ventana y rebotaba en sus ojos de color verde. Sentí calor. Por fin calor -pensé-, después de estar helado toda la tarde. Me quité el jersey que me hacía sentir como un anciano y me quedé sólo con una camiseta, pero, al instante, volví a sentir el mismo frío. Yua permanecía inmóvil sobre la silla. Miraba las flores. Tenía en la mano un papel arrugado. No sé muy bien porqué pero pensé en Lázaro y en su “levántate y anda”. Luego pensé en cómo debió apestar aquello y el pensamiento pasó a segundo plano. Matalamuerte -pensé-, ¿no vas a venir a visitarnos? Abrí el frasco, me tomé sus pastillas, y comencé:
-Hola Yua: ¿que tal estás esta mañana?
-Muy bien doctor -me respondió-, ¿y usted?

lunes, 3 de noviembre de 2008

Natalie

Natalie hoy cumple veinte años y pasea sola, en el parque, a la orilla del lago. Camina unos metros. Se sienta. Lleva el pelo muy corto, teñido de rubio muy claro.
En su rostro afilado destacan unos ojos inmensos, inocentes y azules, como el cielo que llena de vida la tarde. Lleva puesta una holgada camisa, una falda vaquera muy corta, unas botas de ante, unas medias muy negras, y un bolso muy grande de color dorado.
Natalie camina unos pasos y se sienta de nuevo. Parece cansada. Son las cuatro. El sol brilla. Hace un día perfecto de otoño. Natalie se queda pensativa, mirando el paisaje. ¿Qué piensa? Espera un buen rato. Se levanta y camina otro trecho. Mientras anda, su bolso cuelga de su mano de un modo descuidado, casi roza el suelo. A veces se detiene, y contempla el paisaje apoyada en la barandilla de hierro. Luego continúa, despacio, con la forma lenta de caminar del que no va a ninguna parte.
Al cabo de un rato llega a un lugar donde la pradera de hierba se extiende hasta la orilla. Se sienta. Mira alrededor. A esta hora apenas hay gente en el parque. Natalie contempla durante largo tiempo el reflejo del sol en el agua. Luego se queda pensativa, mirando el cielo.
Pasa el tiempo. Natalie se ha tumbado de lado. Tendida en la hierba, su cuerpo sin formas, no parece existir, como si dentro de esa camisa sólo habitara el espíritu de alguien que fue y que ahora no existe. Ha recogido un poco las piernas contra su cuerpo. Sus piernas… Tan delgadas, que no parecen de ella. Natalie ayer no comió. Hoy tampoco ha comido, y sólo a duras penas conseguirá comer algo mañana. Natalie se ha quedado dormida sobre el prado de hierba. Mientras la contemplo, pienso en cómo su rostro aún no ha perdido esa increíble belleza que tenía hace apenas dos años. Eso es casi lo único que queda de ella, el resto ya ha muerto. Cae la tarde. Se ha levantado un viento frío. Natalie duerme su desolación en la orilla del lago. Natalie… Tan infinitamente sola, tan infinitamente frágil, tan infinitamente enferma. Su bolso dorado duerme junto a ella, solitario y perdido también, como si alguien lo hubiera olvidado sobre la hierba.

Tarde de octubre

Cuatro y media de la tarde en el parque. Sentado bajo la estatua del lago contemplo la ola de frío que sacude Madrid. Inmensas nubes negras cubren el cielo. El viento agita las hojas del cuaderno en el que escribo. En la orilla opuesta, el aire se deshilacha en una cortina de agua que desciende hasta cubrir las copas de los árboles. Mis manos se hielan.
La gente se ha ido. Sólo permanece, suspendida en el aire, la melodía del saxo de un músico ambulante. Un fragmento de ¨Strangers in the Night¨, que se repite, una y otra vez, como un lamento, bajo un cielo que amenaza caer sobre la tierra.
En esta parte del lago el tiempo se detiene. La soledad es total. Al rato, atravesando el frío, llegan hasta mí un par de muchachas, con abrigos y gorros de lana. Una de ellas tararea la canción. Al paso de una nube, el agua se oscurece y parece aún más fría. Algunos pájaros cruzan el cielo. Dejo de escribir. ¿Qué hora es? Saco el móvil. Fastidiado, compruebo que se me ha estropeado y me pongo a pensar.
Esperar; como siempre. Esta tarde, todo se reduce a esperar en el frío. Pasa el tiempo y las nubes también. Arrastradas por el viento del norte se dirigen al sur, junto a mis recuerdos. Miro al cielo. Dentro de poco, el sol disipará toda esta oscuridad y regresará el calor. Sólo hay que esperar.
Bajo la estatua, sentado en la base de piedra, mi trasero se ha helado. Pasa una mujer. Arrastra una pesada maleta que salta y se retuerce sobre los adoquines del suelo. Es como un animal atado a una correa que no quisiera atravesar este lugar.
Ahora, sin embargo, mientras espero, el tiempo se transforma y cobra vida, y se materializa en una carpa que salta en el lago, en una hoja que flota en el agua, en una rama caída, en un vagabundo enajenado que busca a su gato, en una mujer que ha perdido los dientes en una batalla librada en alguna pensión. Y luego, sin ninguna razón, la tarde se despliega en el cielo y el sol aparece. La gente regresa despacio y se sientan. Uno aquí, otro allá, otro un poco más lejos. Despacio, en silencio, cada uno ocupa su lugar y se vuelven estatuas. Ya no viven: se limitan a estar. A lo lejos suena una sirena.
Intento escribir. Ahora una paloma blanca, se ha posado a mi lado. Tiene manchas marrones en los extremos de las plumas de sus alas. Está cerca, tan cerca, que por un momento pienso, que va dar un salto y se va a posar sobre mí. La paloma me mira con sus ojos de pájaro y después picotea en el suelo. Regreso al cuaderno. Se ha levantado viento. La luz del sol se refleja en el lago. Una barca atraviesa la luz. No se puede mirar. Deslumbrado, las estatuas de bronce parecen vibrar en color verde oscuro. Hace frío. Una pareja de policías pasa a caballo. Huele a lluvia y a tierra mojada. Hace frío, hace frío. Cubro mis manos con las mangas de la chaqueta. Duelen. Me arde la cara. En el embarcadero, a lo lejos, se oye gritar a unos chavales. Cae la tarde. El sol se pone definitivamente. Mi escritura está en paz. Lo he intentado de nuevo, y de nuevo he desistido. Resulta imposible describir la magia y el misterio que esconde la vida.