miércoles, 31 de diciembre de 2008

Tarde de invierno

Esta tarde el tiempo de mi vida se ha detenido ante los viejos edificios del Madrid más antiguo. He recorrido sus calles, ateridas de frío y de granito, calzadas de herraduras de agua de niebla y de lentos silencios. He pasado por viejos soportales, callejones oscuros, plazas desiertas, cafés recogidos al calor de una vela sobre la mesa, donde parejas de jóvenes se miraban largo tiempo a los ojos, ella con un pañuelo de color violeta, él con una bufanda gris y un abrigo de invierno y de futuro. Me he parado en escaparates de librerías, madera gris, puertas que chirrían y dentro, detrás del mostrador, el guardián del secreto, dormido, a la espera.
Bajo un cielo blanco de hielo, de escarcha y vacío, me he hundido en sus calles, sus plazas y sus monumentos, y sin apenas darme cuenta, he pasado revista a los sitios que fueron la esencia de mi vida. La lenta soledad de los suburbios en el centro mismo de la ciudad, donde todo llevaba al origen del mundo y de las cosas, a la Plaza del Dos de Mayo, a la Vía láctea de los sentidos, al camino que lleva al secreto de la Plaza Mayor. Pintores bajo un manto de desesperanza, viejos temas repetidos hasta la saciedad: el torero, el Quijote, la plaza...
Esta tarde he recorrido en silencio, despacio, cada piedra del centro, cada historia de ese mundo que nacía cada noche, y que un día, tal vez, fue mi mundo. El lugar donde todo empezó.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Luces de Navidad

Ricardo había pasado todo el día caminando. Había pedido en la puerta de centros comerciales, en grandes almacenes, en calles atestadas, en parques, en teatros, en plazas y en trenes de cercanías.
Esta noche, después de hacer eso durante cinco años, ha visto la ciudad, iluminada con las luces de Navidad, y ha sentido el peso inmenso de tanta soledad. Ricardo, esta noche, ha comprendido, que lleva cinco años luchando por su vida y su cordura, tratando de entender este extraño destino, este fracaso absurdo, éste estar en la vida sin estar. Ricardo esta noche, ha perdido el último gramo de esperanza y de ganas de existir que aún le mantenía, y debajo de un puente, rodeado de basura, se ha quitado la vida.

domingo, 28 de diciembre de 2008

El cambio

No había sido una buena idea bajar a la ciudad. Después de tantos meses aislado en esa cueva en la montaña, donde todo resultaba esencial, y las reglas del mundo y la existencia estaban claras, donde la intensidad del tiempo se percibía en cada copo de nieve que caía blandamente sobre las piedras, en el vuelo del pájaro, o en el ruido tranquilo del agua del arroyo, regresar a ese mundo pequeño y atestado de los hombres era como ver el destino final de alguna maldición. Así, aquella tarde me di perfecta cuenta, de que, mientras había estado fuera, llegó un momento en el que la mayoría de la gente perdió su identidad. No eran capaces de reconocer nada de lo que les rodeaba, ni siquiera de reconocerse a sí mismos. La vida, entonces, se convirtió en una jungla donde la convivencia adoptó todas las formas de la mezquindad. La esencia de la vida se marchó a vivir a otro lugar y allí sólo quedaron esos cuerpos, abriéndose paso a codazos, luchando unos con otros, atormentados e incapaces de ver su propia realidad. No quedó nada, excepto la desolación de ese existir sin forma ni lugar. Lo banal, lo impermanente se apoderó de todo y el suelo se secó, reseco de ignorancia, dejando la ciudad sin el menor rastro de un existir que pudiera llamarse verdadero. Así pasaban aquellos hombres y mujeres los días de su vida; una vida tullida y miserable de la que nunca serían capaces de escapar. Yo, aquella tarde, mientras caminaba entre ellos, sentía una mezcla de horror y de fascinación al contemplar aquello. ¿Cómo habían podido destruirse de ese modo?

Aún hoy la recuerdo

Ella pensaba que el mundo era muy grande, que al cielo le sobraban algunas estrellas. Que era muy triste no poder verlo todo, sentirlo todo, amarlo todo. En las noches de luna llena, salía a caminar y buscaba esa tranquilidad tan especial que siente una persona cuando camina sola a la orilla del mar. Luego, cuando regresaba tranquila hacia la casa, pensaba que algo de toda aquella intensidad del mundo se había perdido en el camino y sentía una gran melancolía. Así, ella hizo de su vida un continuo movimiento, como su caminar, y a cada instante, no podía evitar sentir que el mundo la esperaba, que una nueva experiencia estaba comenzando. Los viajes habían entrado a formar parte de ella. Era tan fácil sentir mientras viajaba. Llegó un momento en que se hizo adicta a aquella sensación de intensidad y todo en sus ojos reflejaba el cambio de ese mundo con el que había hecho un pacto de amistad. El mundo la había acogido y ella entendió que aquello sería para siempre y que nunca podría dejar de viajar porque ese mundo era su universo, el sitio donde ella era de verdad, donde existía, con su piel y su cuerpo, con su alma y su alegría. Ahora, después de tanto tiempo, algunas veces la recuerdo y en los pueblos pregunto por ella. Muchos me dicen que la han visto en lugares distintos, desiertos desolados, valles perdidos, remotas montañas a las que nunca ascendió nadie, ciudades que sólo existen en la imaginación de los viajeros.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Un hombre sentado

Son las once de la noche del día veinticuatro de diciembre. La calle está desierta; sólo de tarde en tarde se ve pasar a alguien, encogido en su abrigo. La gente está reunida en sus casas alrededor de una mesa. Muchos ya habrán terminado de cenar y estarán brindando alegremente. La Navidad se ha instalado en todos los hogares. Hay un ambiente de esperanza, una pausa en la guerra de la vida, un momento de paz y de armonía.
Mientras sucede esto, hay un hombre sentado en la escalinata de piedra de la iglesia de San José. Está doblado sobre sí mismo, con la cabeza metida entre las piernas. Sus manos son un grito de espanto y de dolor -rígidas como garras, con los dedos crispados y las palmas mirando hacia arriba, parecen suplicar que acabe todo este sufrimiento cuanto antes-. Le observo mucho tiempo. No es un hombre joven, ni viejo. Levanta la cabeza y me contempla. Los dos nos miramos fijamente. Luego lanza un gemido y entierra su rostro, de nuevo, entre las piernas. Todo su cuerpo tiembla. Murmura sufrimientos. Me marcho y le dejo ahí, solo y deshecho en esa escalinata de la iglesia cerrada. Mientras camino calle abajo -también yo ahora estremecido por tanta soledad y tanto frío-, pienso que todos somos él. Esta noche de Navidad todos llevamos dentro la inmensa culpa del dolor que padece este hombre.

jueves, 25 de diciembre de 2008

La ley

Todas las mañanas, mucho antes de que salga el sol, tan temprano que la autopista está completamente vacía, conduce camino del trabajo. Hoy, igual que cada día, ve por el espejo retrovisor como se aproxima a gran velocidad el coche negro. Es uno de esos coches oficiales, blindado, con cristales oscuros, que no dejan ver quién hay en su interior. Ese viene de fiesta, piensa el hombre. El coche pasa bajo el radar, e igual que cada día, ve el destello del flash por el retrovisor. Cada día una multa, piensa, pero el que viaja en ese coche está por encima de nuestras leyes.
El coche negro, enorme, llega a su altura y pasa a su lado, provocando una turbulencia que hace que su pequeño coche se tambaleé un momento. Debe ir a más de doscientos, murmura el hombre. El coche se aleja a gran velocidad, igual que cada día. Corona la cuesta de la autopista, pero hoy, a diferencia de ayer y antes de ayer, y de todos los días, patina en el asfalto, da un brusco giro y se estrella contra el muro de hormigón del puente. Rebota un par de veces contra los quitamiedos, salta la mediana y acaba boca abajo, en el carril contrario. Luego surge una llama y todo queda en silencio.
El hombre llega a su altura y baja del coche. Se acerca. No puede ver si hay alguien vivo dentro. Las puertas no se abren. Da una patada a un cristal, es un cristal blindado. El coche ahora está envuelto en llamas. Se aleja, saca su móvil y llama a emergencias. Mira a su alrededor, no se ve un alma, aún no ha amanecido.
Al cabo de unas horas aparece la noticia en todos los periódicos: “un ministro ha muerto en un accidente de coche esta mañana”. Un testigo que ha visto el accidente dice en el telediario de la noche: “hay una ley que nos iguala a todos”.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Bassenev y los barcos

Es corriente que aquel que ha sufrido un desengaño profundo llene su alma de odio. Bassenev llegó a París una mañana de octubre. No llevaba maletas; sólo un abrigo gris que sujetaba, doblado, en su brazo. Salió de la estación y caminó despacio hasta llegar al Sena. Una vez allí continuó a lo largo del río. El tiempo era agradable; lucía el sol y a pesar de la época del año, parecía un día de primavera. Bassenev contempló a unos niños que jugaban frente a la isla de Saint Louis. Estuvo observándolos durante mucho tiempo, mientras su mente daba vueltas a una idea. Se le aceleraba el corazón cuando pensaba en ello. Notaba el peso de la pistola en el bolsillo del abrigo. Cruzó el puente de la Tournelle y cuando llegó a la mitad se detuvo y se asomó sobre el muro de piedra. Sabía que aquel día ella pasaría por allí. Algunas embarcaciones navegaban despacio, río abajo. Respiró hondo y miró hacia el cielo. La vida es injusta -pensó-, y notó cómo se le humedecían ligeramente los ojos. ¿Porqué tuvo que suceder? En ese momento apareció. Iba del brazo de un hombre corpulento, bastante más joven que ella. Notó que le temblaban las piernas. Se apoyó en el muro de piedra que le separaba del vacío y miró hacia el río intentando disimular. Ella le vio cuando pasaban a su lado. ¡Bassenev! -dijo-, ¿qué haces aquí? El hombre que iba con ella miró a los dos sin comprender. ¡Bassenev! -repitió la mujer-.
Bassenev se volvió y se quedó mirándola sin decir nada. Su mano, metida en el bolsillo del abrigo, apretaba con fuerza la pistola, mientras intentaba dominar el temblor que sacudía todo su cuerpo. ¿Quién es este tipo? -dijo el grandullón-. Sólo un viejo conocido -respondió ella, mientras le miraba a los ojos-. Déjalo -la mujer continuó caminando. Arrastraba a su hombre del brazo-. Es un chiflado. ¿No ves cómo me mira? No merece la pena detenerse.
La mujer y el hombre continuaron su camino. Los oyó reír mientras se alejaban. Acabaron de cruzar el puente y se perdieron entre los edificios. Bassenev permaneció de pie, mirando el puente, durante mucho rato. Todo su cuerpo temblaba. Luego, muy lentamente, como si regresara de un sueño, poco a poco comenzó a notar el calor del sol en su rostro. Entonces se volvió. Un sollozo le subió hasta la garganta. Lo sofocó como pudo, miró al cielo, sacó la pistola del bolsillo y la lanzó al agua. Los niños jugaban frente a la isla. Bassenev lloró, apoyado en el muro del puente, hasta que el sol se puso, y luego regresó a la estación. Tras él, unas embarcaciones se perdían en la corriente, río abajo, camino de un lugar desconocido, como si no fueran a regresar jamás a esa ciudad.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Luces de Navidad

Aquella noche de Navidad, las calles estaban atestadas de gente. Carlos caminaba entre la muchedumbre sin dirigirse a ningún lugar concreto. Unos muchachos, al pasar, le lanzaron un petardo, que estalló con un ruido atronador entre sus pies. Se sobresaltó. Carlos detestaba cualquier ruido que le recordara una explosión. Un grupo de gente pasó a su lado, tocando trompetas de cartón y lanzando al aire pequeñas nubes de confeti. Alguien le roció con un spray de nieve y le manchó la ropa. Aquello ya era demasiado. Se metió en un parque para escapar de aquel bullicio.
El parque estaba desierto y en silencio. Carlos se sintió bien. Buscó un banco apartado y decidió sentarse a meditar.
Llevaba un tiempo allí cuando apareció, caminando, una mujer con un abrigo rojo. Lloraba. Carlos no solía hacer ese tipo de cosas, pero por un impulso extraño, se levantó y le preguntó que le pasaba. Ella le respondió que le dolía mucho un tobillo. Él la invitó a sentarse. Hablaron y ella le contó que se llamaba Aksiuha y que se había torcido el tobillo en un ensayo del ballet donde trabajaba. Hablaron de muchas cosas. Aksiuha llevaba un mes en la ciudad y para ella, lo del tobillo, era un serio problema, pues perdería su trabajo si no conseguía recuperarse. Mientras hablaba, Carlos contemplaba su rostro. Tenía unos ojos grandes y claros y su piel era muy blanca. El pelo le caía sobre los hombros y parecía reflejar las luces de la calle. A pesar del abrigo se notaba que era delgada y estilizada. Cada uno de sus gestos hablaba del arte de la danza. Carlos se ofreció a acompañarla y ella aceptó. Caminaron despacio, atravesando la ciudad. No paraban de hablar. Ella se apoyaba en su brazo. De pronto Carlos sintió que aquellas luces que adornaban las calles tenían un sentido. La Navidad era un espacio donde uno podía compartir sus sueños y sus esperanzas. Aksiuha caminaba a su lado, cojeando, y a él le pareció que era una especie de ángel que ocultaba sus alas bajo el abrigo rojo.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Siete días después

En lo alto de la loma, me senté sobre un muro y contemplé la ciudad, que se extendía ante mí como un desierto de escombros hasta donde alcanzaba la vista. La polvareda que flotaba en el aire le daba a toda la escena un aspecto irreal, como de territorio mágico cubierto por la neblina. A pesar de que habían pasado siete días todavía persistía ese olor, una mezcla de azufre y goma quemada, que se pegaba a la garganta y te hacía toser. No se veía un signo de vida por ninguna parte. Suspiré.
Pasé bastante tiempo allí, siguiendo la trayectoria del sol a lo largo del cielo. Luego, cuando ya casi se ponía, me decidí por fin, y bajé la ladera hasta alcanzar una calle cualquiera. Había algunos coches destrozados entre los cascotes. Un edificio había perdido la fachada, pero el azar había hecho que el resto quedara todavía en pie. Se veía el interior de las habitaciones y restos de multitud de objetos que habían quedado en ellas. En una colgaba, ladeada sobre la fachada, una cama de matrimonio, a punto de caer al vacío. En otra había un espejo que no se había roto. Dos pisos más arriba había una estantería con algunos libros. Observé todo aquello y después me fui de allí. Caminé mucho tiempo por una amplia avenida. En mi cabeza daba vueltas la imagen de aquella cama vacía. Vacía y sin sentido, como lo que quedaba del mundo que un día había sido nuestro.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Y en el doscientos uno descansó (microcuento)

Demasiado cansado para escribir, apoyó su cabeza en la mesa y se quedó dormido. En la pantalla del ordenador su relato número doscientos uno aún no había sido escrito.

martes, 16 de diciembre de 2008

Bárbara en su red

En un rincón de un parque de las afueras de la ciudad, junto a una carretera solitaria, pasa estos días Bárbara. Ha llegado hasta este lugar con la última gota de gasolina que le quedaba en el depósito. Lleva ya cuatro días aquí, dentro del coche.
Es tarde; son las doce y cuarto de la noche y por la carretera ya no circula nadie. Bárbara enciende la luz que hay junto al espejo retrovisor y busca el litro de cerveza. Bebe un trago muy largo y apaga la luz. Todo está en silencio. Fuera del coche el frío y la oscuridad lo llenan todo. Aún queda algo de nieve entre la hierba. Bárbara se estremece. Se pasa la mano por el pómulo, rasca un poco la sangre seca de los bordes, y luego roza con cuidado sus dedos por la herida. Bárbara ya no recuerda bien, sólo sabe que se ha caído y que se ha golpeado con algo. Tiene un corte muy feo. Parecía que nunca iba a dejar de sangrar, pero ahora ya ha parado. Se palpa la parte inferior del ojo. Está bastante hinchado. Respira hondo. La blusa está manchada de sangre y los zapatos de barro. Piensa en que aún le quedan muchas horas por delante hasta que, por fin, amanezca. Busca de nuevo, a tientas, el litro de cerveza.
Bárbara se hunde en sus recuerdos. Piensa en el día en que nació su hija, en el tiempo que vivieron en aquella casa alquilada de la calle Mayor, piensa en su madre y su trabajo. ¿Qué fue de todo aquello? Hace frío dentro del coche. Empieza a tiritar. Las horas pasan, la botella se ha vaciado. Se está quedando adormilada, cuando, de pronto, un golpe le hace dar un brinco en el asiento. Tantea a toda prisa en la guantera buscando la navaja, pero en el caos de trastos no la encuentra. Los golpes se suceden en el cristal del coche. Bárbara está aterrada. ¡Déjeme en paz! -grita, mientras tantea por el suelo-. Una luz la deslumbra desde fuera. ¡Déjeme en paz! -repite sollozando-. Los golpes paran. Se oye una voz: ¡Señora, abra la puerta! Bárbara mira al exterior y luego, muy despacio, baja el cristal del coche. Su corazón aún late desbocado y siente que le duele de un modo horrible la cabeza. La voz desde la oscuridad le dice: buenas noches, señora, ¿me enseña el DNI y los papeles del coche? El hombre se lleva los papeles. Habla por radio. Al instante regresa. Señora -dice-, tendrá que acompañarnos.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Melancolía (relato de no ficción)

En aquel tiempo todos llevábamos a cuestas nuestra pequeña carga de melancolía. La arrastrábamos por las playas desiertas cuando era verano y a través de la nieve en invierno. Algunos llevaban muchos años cargando con aquello, otros, mucho más jóvenes entonces, acabábamos de encontrarnos con ella. La vida se desplegaba ante nosotros como el universo en una clara noche de invierno. Luces aquí y allá, y todo tan fascinante, que resultaba imposible permanecer parado. Hombres, mujeres, niños... Todos embarcados en un viaje con un rumbo y un fin desconocido. Los más viejos sabían todo aquello y nos lo contaban por las noches, cuando nos reuníamos alrededor del fuego. Recuerdo como escuchaba sus historias de barcos, de islas, de pueblos perdidos para siempre en las montañas. Ella tenía diez años y yo tenía doce y éramos libres.
Recuerdo un atardecer de un mes de otoño. Estábamos sentados en la arena cuando, delante de nosotros, el agua del mar se desgarró despacio y surgió el lomo de una ballena. A veces uno recuerda cosas como ésta, cuando ya se han agotado las cosas que uno quisiera recordar. Estuvimos un tiempo mirando aquello, sin decir nada, y luego nos fuimos cogidos de la mano. Nunca antes nos habíamos cogido de la mano.
En una de las cuevas vivía un hombre extraño. Le llamaban El Brujo. Por la noche fuimos a verle. Recuerdo su pelo largo, enredado y lleno de sal de mar. Tenía el cuerpo curtido por el sol como un trozo de cuero viejo, le faltaban los dedos de su pie derecho y estaba tan delgado que uno podía contar cada uno de los huesos de su columna vertebral.
Le encontramos sentado sobre una piedra, al borde del gran acantilado, como un santurrón hindú, frente a una pequeña llama. Le preguntamos qué significaba aquello que habíamos visto y lo único que nos contestó es que nadáramos de noche, siguiendo la estela de la luna sobre el agua. Así lo hicimos. Bajamos por las rocas hasta el mar, nos quitamos la ropa y, desnudos, entre gritos y risas, nos metimos en el agua. La luna llena brillaba enorme y plateada mar adentro. Ella y yo nadamos juntos hacia la luna rompiendo su reflejo sobre la superficie del mar con nuestras manos. Llevábamos un rato haciendo eso cuando, de pronto, comenzó una lluvia de estrellas. Recuerdo que estaban por todas partes; cruzaban el cielo dejando una estela de luz detrás de ellas, y luego caían, haciendo un ruido de chapoteo, como de lluvia, al golpear el agua. Era como una granizada de luciérnagas. Si te sumergías podías ver brillar algunas débilmente, posadas en el fondo. Otras descendían despacio hasta lo más profundo. Nunca nos habíamos reído tanto. Entonces todo era así. Éramos libres y aquello era algo natural. La magia formaba parte de nuestras vidas. Después de aquella noche nunca volvimos a ver a la ballena, pero otros que vinieron después dicen que sí la han visto. ¿Sabéis? El brujo aún no se ha muerto, nadie sabe porqué, pues tiene ya más de ciento cincuenta años. Sigue sentado allá, en la misma piedra, diciendo cosas de esas a los pequeños, y este verano le ha dado por tocar el saxo.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Tocar fondo

Esta tarde hace demasiado frío hasta para los vagabundos. No se ve un alma por este lugar. Cae la tarde y el frío arrecia cuando aparece Lydia. Llega hasta donde estoy, caminando descalza sobre el suelo embarrado, con la mirada perdida. Cada paso que da apoya la planta de los pies con infinito cuidado, como si se quemara. Miro sus pies. Están hinchados y tienen síntomas de congelación. Se sienta junto a mí y bebe un trago. Lleva puesto un pantalón de pijama de color gris, que le cuelga de un modo desolador entre las piernas. Se cubre el pecho con un abrigo azul, y bajo él sólo lleva una camiseta rota. Me pide un cigarrillo.
Lydia tiene el pelo y los ojos negros, dibuja y le gusta escribir. También le gusta hacer teatro, pero hoy no está para esas historias. Ha pasado la noche en la calle, en medio de la nevada, y ahora está al límite de su resistencia. Acaba de cumplir treinta y dos años y lleva los labios pintados con restos de carmín de color rojo que la manchan un lado de la cara y la barbilla. Me dice que se marchó de casa hace dos días porque sucedió algo terrible. “Primero me encerré en el baño, luego salí de allí como alma que lleva el diablo” -dice-, y su cuerpo se estremece mientras recuerda lo que ahora es incapaz de expresar con palabras. Sus labios tiemblan de frío, como sus pensamientos, mientras me cuenta algunas cosas. Sabe que hoy ha tocado fondo. Hasta ella se da cuenta de que la aventura ha terminado. Mientras espero que llegue una ambulancia tenemos tiempo de hablar de muchas cosas, pero está agotada. A ratos comienza a delirar. Murmura sin parar cosas extrañas, y sin embargo, en un momento de extraña lucidez, Lydia me mira fijamente, y me dice que hoy, por fin ha comprendido que sus sueños nunca se cumplirán. Miro sus ojos: el viento se lleva sus lágrimas. A lo lejos se ve llegar a la ambulancia. También viene un coche de policía. ¿Qué vas a hacer mañana? Dice Lydia, temblando de pies a cabeza. Nada –respondo-, lo mismo que he hecho hoy.
Llega la policía. Ve con cuidado, niña -digo, mientras la ayudo a levantarse-, y me marcho de allí. También yo estoy temblando. Se pone el sol y el viento arrecia. Esta tarde, hasta los charcos y el barro tienen frío.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Sobrevivir al paraíso

Estaban en el paraíso ¡Qué ilusión, madre mía! Todo era tan perfecto que a uno se le caían los palos del sombrajo. Los árboles, el río, los pájaros, las flores... Eva le preguntaba a Adán que podía contestar a Dios si se acercaba, y Adán le respondía que, con esos ojos, tampoco era muy necesario que contestara nada. Yo creo que Adán estaba enamorado.
Un día apareció un león y, mientras ronroneaba, restregó su melena en las piernas de Eva ─por cierto, unas piernas blancas como la nieve blanca, y es que había que ver aquellas piernas─, y Eva no protestó por que, desnuda como estaba, no podía llenarle de pelos ningún caro traje de ejecutiva. Aquello era perfecto; ¡un paraíso, vamos! Eva decía a Adán: “el que te quiere bien, te quiere grande, grande” y eso ya lo sabía Adán, pero cuando lo decía aquella mujer sonaba aún más importante. Claro, Eva también se había enamorado.
Los días en el paraíso no tienen desperdicio. Eva le preguntaba a Adán si la quería, y Adán miraba al infinito. Yo creo que pensaba en el futuro, en el precio de las manzanas, en los niños que no quieren comer puré, en la oficina... Eva se mosqueaba. Adán miraba al cielo y la besaba.
Un día apareció Dios y Adán supo enseguida que tres iban a ser ya demasiados. Eva le preguntaba a Adán porqué andaba de mal humor, y Adán, que no sabía que contestar, no contestaba nada. Dios era el propietario del terreno y la casa, tenía las llaves del coche, los derechos de autor y las manzanas. ¡Hay que joderse! ─pensaba Adán, medio amargado─, con este tipo dando vueltas por aquí, esto del paraíso ya no me mola nada.
Mientras tanto, los árboles, las flores, y hasta los pajaritos, empezaron a resultar cada vez más cargantes. Eva estaba de mal humor, se mareaba ─yo creo que estaba embarazada─. Dios era un plasta omnipresente que aparecía siempre que ella iba a orinar, ─lo hacía cada dos por tres, y claro, eso la molestaba─. Eva quería mear en paz y se quejaba a Adán, quería comer manzanas, y se quejaba a Adán. Dios no quería ver a Eva cerca de sus manzanas y Eva no quería ver a Dios mientras meaba... Adán estaba hasta los huevos, de Dios, de Eva y de las manzanas.
Un día Eva le dijo a Adán que se largaba. Adán se lo pensó un buen rato, pero al final se fue con ella, porque, como ya he dicho antes, yo creo que la amaba.
Atrás quedó el maldito paraíso, con sus puestas de sol, con Dios y con sus pajaritos. Un frío amanecer se llevaron el coche y, en el fondo del maletero, tres sacos de manzanas. Eva estaba feliz. Sentada junto Adán, con su barriga hinchada, desnuda como un ángel, sonreía.
Adán no sonreía, sólo miraba al horizonte y conducía. Pensaba en niños que no quieren comer puré, en noches trabajando en la oficina, en el precio de la maldita gasolina. Desnudo Adán también, de vez en cuando bajaba la mirada, y mientras contemplaba aquello que colgaba dormido entre sus piernas, pensaba en cómo se las iba a ingeniar, para comprar, pagando con manzanas, un par de pantalones y unas bragas.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Lo que comió la rata

Aquella noche Iris sabía que era algo absurdo y doloroso vivir con esa sensación de ser una infeliz, y sin embargo, algo en su interior le hacía estremecerse de terror, cuando intentaba cambiar cualquier mínimo aspecto de su vida. Allí, en la monotonía de su infelicidad, Iris había construido su casa; un sitio imaginario pero tan real, como el viejo puente de piedra que atravesaba ahora.
Hacía viento y comenzó a nevar. Pequeñas gotas de hielo se quedaban pegadas a su abrigo. Reprimió un fuerte escalofrío, se encogió e intentó caminar más deprisa. Entonces una voz resonó detrás de ella. La oyó con toda claridad. La voz decía: “Iris, no dejes de mirar atrás, porque lo que comió la rata, fue comido por el gato que devoró a la rata, que fue comido por el perro del callejón. ¿Recuerdas, Iris? El perro del callejón, que fue devorado por la rata que había comido aquello”.
Iris miró hacia atrás. El eco de la voz sonaba en su cabeza. La nevada arreciaba. No había nadie. Sólo la oscuridad, rota, aquí y allá, por la tenue y amarillenta luz de las farolas. Iris recordó el perro muerto y aquella rata que estaba royendo su cadáver. Ella era muy pequeña. Sólo era un sueño, ¿o no?, ¿porqué lo recordaba? Sintió un zumbido en la cabeza y de nuevo oyó la voz. Iris caminó más deprisa. Oyó el ruido agitado de su respiración y el golpeteo de la sangre en las sienes. Ya casi había atravesado el puente. De nuevo aquella voz. Se tapó los oídos con las manos. Estaba llegando al otro lado. De pronto se paró y miró hacia atrás. La voz había callado. Un gemido escapó de su garganta. Echó a correr. En medio del puente, la rata de su sueño la esperaba.

martes, 9 de diciembre de 2008

Después de diez años

Después de diez años de nuevo regresé a aquella casa. No había cambiado nada. Yo seguía sentado, leyendo, en el sofá, y Ariadna ordenaba montones de ropa lavada, en la mesa de madera del salón. Mi perro dormitaba en la cocina y había dos bolsas de basura preparadas, junto a la puerta, para que las bajara al contenedor.
Miré la librería. Alguien había colocado una pecera con cinco peces rojos. ¡Qué extraño! ─pensé yo─, no recuerdo haber comprado eso. Dejé el libro a un lado, y me acerqué a la pecera. Cogí un bote y eché un puñado de comida a aquellos peces. Entonces me fijé mejor: yo no era el hombre que estaba alimentando a aquellos peces. Acerqué el bote a mi nariz y olí su contenido. Noté como algo se revolvía en mi interior. El olor era nauseabundo y ese hombre no apartaba la nariz. La comida flotaba sobre el agua. Sentí una repugnancia visceral. Salí de allí como alma que lleva el diablo, dejando a ese desconocido oliendo aquella cosa. Ya no recuerdo nada más, excepto que, después de diez años, de nuevo regresé a aquella casa. No había cambiado nada. Yo seguía sentado, leyendo en el sofá, y Ariadna ordenaba montones de ropa lavada, en la mesa de madera del salón.

Escribir

El Sr. Selkirk se aburría. Aquella mañana había amanecido igual que ayer y antes de ayer. Un día de sol perfecto, un cielo azul sin nubes y el mismo mar interminable de cada día.
En esa isla no había nada que hacer, excepto escribir cada día su nota de socorro, meterla en una de las botellas y luego, lanzarla al mar con la esperanza de que alguien, en algún lugar lejano, la recogiera. Después de eso no había nada más. Sentarse y esperar a que pasara algo.
El Sr. Selkirk miró con aprehensión las cajas de botellas, la pluma y el tintero.
¿Qué pasaría cuando ya no quedara tinta o se acabaran las botellas?

lunes, 8 de diciembre de 2008

Muchacha dormida sobre un cielo violeta

Son las seis de la mañana cuando sobrevuelo los Alpes. Al otro lado del pasillo, cinco asientos a mi izquierda, una muchacha se ha quitado los zapatos y se ha quedado dormida. Detrás de ella, sobre las nubes, el cielo comienza a tornarse de un color violeta anaranjado. Está a punto de amanecer. Miro por la ventanilla y, dos mil metros por debajo de nosotros, se extiende un mundo en penumbra, completamente helado. Un mundo que se desplaza despacio entre las nubes hasta quedar irremediablemente atrás. Mi corazón se llena de nostalgia. Regreso; el viaje ha terminado.
Atrás queda todo lo que pasó: la cálida amistad en medio del frío de la vida, la compañía de una gente que, por unos días, me quiso de todo corazón. Lo nuevo y lo diferente. Ahora que todo ha terminado, desde este punto en medio de la nada, cuando miro al futuro, lo único que veo es esa claridad violeta anaranjada, surgiendo de la línea del horizonte. Un punto de luz y de calor en medio del intenso frío. Un destino final al que uno puede dirigirse en busca de un futuro.
Algunas ráfagas de viento sacuden el avión. Pienso en que el mundo es un paraíso; el escenario perfecto para vivir una felicidad. Por eso, suceda lo que nos suceda, nunca debemos rendirnos al presente. Nunca debemos dejar de buscar. Da igual lo mucho que la vida te haya golpeado, da igual que todo lo que un día conociste haya quedado atrás, lo único que queda es continuar. Seguir buscando hasta el último momento, sin perder la esperanza, y si es posible, guardando un pequeño rescoldo de alegría para convertirlo más tarde en una hoguera, cuando llegue el tiempo de la felicidad.
Miro a mi alrededor: la muchacha y el mundo permanecen dormidos, pero, muy lentamente, la claridad se hace más fuerte. Amanece. Pienso que, en cada fin, se esconde siempre algún nuevo principio, y me digo a mí mismo que muchas cosas habrán de suceder, y que, suceda lo que suceda, nunca voy a dejar de buscar ese punto de luz allá en el horizonte.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Morir a las tres

El señor Guerrero, presidente de una importante empresa multinacional con más de medio millón de empleados, no sabía que iba a morir a las tres de la tarde de ese mismo día.
A las nueve en punto se levantó, se dirigió al cuarto de baño, se lavó y se afeitó, y a las nueve y veintidós minutos salió impecablemente vestido y aseado, a tomar un café en la mesa del salón.
A las diez menos diez, su chofer le llevó hasta la oficina en el centro financiero de la ciudad, y a las diez y veintidós ya estaba reunido con tres de sus mejores abogados para supervisar los últimos detalles de cuatro mil despidos repartidos entre las oficinas de Asia Pacífico y centro Europa.
A las once daba las órdenes pertinentes para que se anularan las subidas salariales en Estados Unidos y se redujeran al máximo los gastos en América del Sur. Esto último le llevó menos tiempo del esperado y aprovechó para llamar a su mujer -era su aniversario-. Nadie cogió el teléfono. Su secretaría le recordó que su hija, que estudiaba francés en La Sorbona, cumplía hoy dieciocho años. Llamó al móvil dos veces. Su hija no contestó.
Fastidiado por que no le cogían el teléfono, miró el reloj. Eran las doce. Se dirigió a la sala de juntas e hizo una presentación a seis directivos de bancos y entidades que capitalizaban dos cuartas partes de las acciones de la empresa. Habló de objetivos a corto y medio plazo, de planes estratégicos de acción, de grandes repartos de poder en tres economías emergentes, de compras e inversiones, de inmensos beneficios producto de dos nuevas adquisiciones.
Eran las dos y cuarenta y siete minutos cuando regresó a su despacho con la satisfacción del hombre de negocios que ha hecho su trabajo. Se sentó en el sillón. Miró de nuevo su reloj. Se había retrasado un poco. Eran casi las tres y aún tenía que cerrar dos temas importantes. De pronto, sintió un dolor muy fuerte en la cabeza, respiró hondo; se apretó con fuerza las sienes con ambas manos. ¿Qué demonios sería este dolor? Pasó un rato intentando relajarse, luego miró el reloj: eran las tres y dos minutos. Es lo último que vio. Perdió el conocimiento y se murió. Allí, sobre la mesa, y sí, efectivamente, se había retrasado un poco.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Orden emocional

Bill se levantó y miró por la ventana. Aquella mañana de noviembre pensó en que le había dado todo a esa mujer. ¿Cómo podía decir que nunca le dio nada? Era temprano y el campo estaba cubierto de escarcha. El cuarto del apartamento estaba en silencio. Sólo si uno prestaba atención podía oír el murmullo lejano de algún coche.
Rosy, encendió un cigarrillo y llenó otra taza de café. La casa, sin Bill, parecía más fría y desolada. Al dirigirse a la mesa tropezó con un libro que asomaba por debajo del sofá y un poco de café se derramó en una esquina de la alfombra. Ese maldito estúpido –dijo entre dientes-, ¿cuándo demonios va a venir a llevarse sus cosas?
Era un día de fiesta y Bill no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Respiró hondo. Sintió que le dolía el pecho. ¿Que nunca le di nada? Lo mejor de mi vida -murmuró-, mientras buscaba las pastillas.
Rosy se terminó el café y, después de dudar un momento, encendió otro cigarrillo. Imbécil, egoísta -pensó-, mientras hojeaba el catálogo de un supermercado.
Bill entró en la cocina y miró el calendario. Noviembre -murmuró-, ya casi son dos años. ¿Como puede decir que nunca le di nada?
Rosy aplastó su cigarrillo, lanzó un suspiró prolongado, por un momento pensó encender el televisor, pero miró la hora, se dio la vuelta y regresó a la cama, que ahora parecía gigantesca.
Bill se quedó mirando a la ventana. Ahora le dolía más el pecho. Seiscientos días -murmuró-, ya casi son dos años. Se tomó otra pastilla y se metió en la cama. La cama parecía tan pequeña…

martes, 2 de diciembre de 2008

Y mientras tanto, la noche

Maruka miró a su alrededor. En el claro del bosque reinaba un profundo silencio. Sólo un pequeño pájaro posado en la rama de un cedro rompía aquel silencio. Se sentó a contemplarlo.
El pájaro golpeaba la madera con el pico en series rítmicas, y a Maruka le pareció que sonaba como un pequeño corazón lleno de vida, tac, tac, tac... Respiró hondo. Sintió en lo más profundo de su ser el frío del otoño. Era como una premonición de la noche y el hielo. Maruka pensó en su alma. ¿Qué había sido de su alma? El bosque le lanzaba una llamada apremiante para que se fuera de allí, para que ella escapara, pero era demasiado tarde. Maruka recordó fragmentos del pasado, su viaje a través de la hierba y de la noche, su cielo cubierto de dolor y su tristeza. Maruka recordó su soledad profunda y notó como se le encogía el corazón, tac, tac, tac… El pájaro seguía picoteando el tronco. Un pequeño ratón surgió de pronto junto a ella y la miró. Maruka sonrió con amargura.
Maruka habló y le dijo al pájaro, al ratón, al árbol: ¿sabéis? Lo peor de todo es esta sensación de no pertenecer a ningún sitio. Tener que estar en todas partes y en ninguna, como una extraña sin hogar. Vivir como de paso, con estas cuatro cosas que ahora se van deshilachando y desapareciendo mezcladas con la lluvia y con el tiempo. Todo esto es desarraigo. Mi vida es una vida sin hogar, sin familia ni amigos, sin amor ni esperanza.
Maruka recordó todos aquellos lugares que había frecuentado hacía algún tiempo y notó de un modo doloroso como su piel, poco a poco, se había ido secando, fundiéndose con todo, hasta hacerse algo inseparable de ese terrible viento helado, de las copas de aquellos árboles, de las hojas marchitas, de la tierra del bosque. Todo lo que fue de Maruka un día desapareció y no quedó de ella ni el recuerdo. Nadie ─al menos eso creía ella─, podía ayudarla a superar esta terrible maldición que era el olvido, porque nada podía hacerla resurgir. Traerla de regreso hasta su piel y dar calor de nuevo a aquel cuerpo gastado y a aquellos sentimientos. Sólo un milagro sería capaz de rescatarla del olvido que la había traído hoy a este claro del bosque. Maruka miró a su alrededor, se había levantado viento. Su corazón se fue de allí arrastrado por ese mismo viento. Mientras tanto, la noche la había rodeado. Maruka pensó en lo doloroso y triste que era estar muerta, también pensó en su amante, el hombre que un día, lejano ya, la había matado.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Sehnsucht

Había tantos te quiero revoloteando en el aire en ese instante. Desde los campos cubiertos de nieve se alzaba un mensaje de esperanza a las estrellas. La hierba murmuraba en mis oídos las antiguas historias de los pueblos que íbamos dejando atrás. Había tantas cosas que contar. Era la vida, que llamaba a la puerta, y yo la contemplaba en tus ojos que se abrían de par en par al universo. Alguien abrió una puerta y entró un frío atroz. Salimos al encuentro del lago de aguas negras. Era la tradición, bañarse mientras apartábamos el hielo. Luego caminamos de regreso, atravesando los copos de nieve.
Al llegar a la ciudad la historia se desplegaba ante mis ojos como si se me rebelara un misterio. Un matrimonio anciano observaba cantar a un coro de muchachas. Me emocioné: sentí que esa también era una gran respuesta. La vida, la vejez, la muerte, el infinito... Compartir ese misterio de causas y efectos, felicidad y dolor. Compartir un destino. Bajo un árbol me recordaste que algún día regresaría el calor del verano y me ofreciste unas hojas que ahuyentarían de nosotros las tragedias. Seguimos caminando. Yo te observaba, no podía dejar de hacerlo. A cada instante sucedía algo. A veces era el viento, que agitaba de un modo imperceptible un mechón de tu pelo, o una huella en la nieve o un ángel moribundo que se dejaba caer extenuado. O simplemente se oía latir un corazón.
¿No te das cuenta? Decías, apenas existimos esta noche. La abadía desierta era la imagen de la soledad. Se oyeron los cascos de un caballo. El león de piedra guardaba el monasterio desde la eternidad. Había magia en él. La magia de la piedra, el musgo y el destierro. Entonces tu dijiste: esto podía ser un sueño o no pasar jamás ¿qué importa? La vida entera es sólo un escenario donde nosotros desplegamos nuestros pequeños sueños. Yo te escuchaba mientras descendías aquella escalera junto a los fantasmas. Siempre seremos una melodía que nadie escribirá, decías...
Mientras te escuchaba pensaba en la importancia de todo lo que el cielo ponía ante nosotros. Cada palabra que pronunciabas contenía en sí misma el principio del fin, la soledad eterna y al mismo tiempo una promesa de felicidad. Cada mínimo gesto de tus manos era una desaparición en el vacío. ¿Cuando regresarás? decías, mientras bajabas aquella escalera entre las gárgolas. Yo no lo sé, probablemente nunca. Entonces, cruzando la abadía, tú te marchabas como un instante en medio de la noche y yo te contemplaba como un espectador. Una remota galaxia dejó de lucir en ese instante, y en algún punto del universo tuvimos que dejar de contarle nuestros sueños a la noche. Había que volver al mundo. Todo, de pronto, estaba ocupado por un silencio atronador. Había comenzado a nevar de nuevo y bajo los copos de nieve regresamos despacio hasta la casa.