martes, 22 de diciembre de 2009

Cuando miras atrás

Es curioso, cuando miras atrás y ya apenas recuerdas. Como si nunca hubieras tenido una vida. Tal vez vivir sea una forma de olvido: nacer, crecer y acumular hasta que has llegado a un punto en que has llenado la mente y el corazón de cientos, miles, millones de cosas que te hacen ser lo que eres en el momento cumbre de tu vida. Luego, pasado un tiempo, de pronto un día comprendes que te has equivocado en casi todo, y que ha llegado la hora de perder. Y empiezas a perder. Primero vienen las pérdidas mayores, las pérdidas fundamentales: un día pierdes a un amigo, de una maldita enfermedad, o de otro modo estúpido -las drogas, un disparo, un accidente…-, luego pierdes a otro, y otro, y otro... Catástrofes absurdas, sin sentido. Luego, tal vez pierdes a un familiar, alguien a quien querías. Abuelos, padres, tíos… Las grandes pérdidas que te hacen reconocer ese dolor fatal que encierra todo lo que se roza con la muerte. Luego llegan las pérdidas alternativas, las que revolotean alrededor de esas pérdidas grandes que ocasiona la muerte. Tragedias y tragedias que te van desgastando. Y cada día buscas en tu interior una respuesta que de sentido a eso. Cada vez más adentro. Luego, más tarde, un día cualquiera, te despiertas y pierdes tu trabajo, después a tu mujer, tus hijos, tu casa, tu autoestima… Y cada día pierdes alguna cosa nueva, y tu instinto comprende que esa inercia ya no se detendrá, que todo ha terminado. Te preguntas porqué durante un tiempo, hasta que comprendes que no hay una buena respuesta. Tu vida es una historia que se hace a base de destino, de buenas y malas decisiones, de sueños donde se mezclaba la buena y mala suerte. Al final, cuando ya no te queda nada –ni recuerdos, ni casa, ni trabajo-, vienen las otras pérdidas. Las pérdidas pequeñas. Un día se para tu reloj y de pronto comprendes que has perdido una parte que te unía de un modo imperceptible a tu pasado, y lloras por tu reloj que ha muerto, como mueren al fin todas las cosas, y lloras como un niño pequeño por ese maldito reloj estropeado; y ya no te compras otro reloj porque ahora ya da igual, porque todo da igual. Y otro día muere otra cosa –un viejo ordenador, una pluma, tus libros…-, y ya no sientes nada, porque no queda ya nada por sentir. Y un día te abandonas. Y sigues o te matas, pero eso ya da igual porque, de un modo u otro, desde ese mismo instante estás completamente muerto. Entonces resulta fascinante comprobar como son estas pequeñas pérdidas, las últimas pequeñas pérdidas, las que al final te acabaron matando de verdad.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Sentir de otra manera

Regreso al sitio donde vivo. No tengo prisa: la ciudad duerme. En mitad de la noche el viento me trae a la memoria escenas del pasado. La nieve helada cruje bajo las ruedas de la bicicleta. Avanzo en medio de la noche, la nada y el vacío. Avanzo hacia ningún lugar. No voy a ningún sitio. Tampoco regreso de ninguna parte. Sólo me muevo, avanzo. Intento no pensar. Mis pensamientos salen de mi cabeza y van quedando atrás. Sobre la ciudad se ha desplegado un cielo completamente blanco que sobrecoge el alma. Vuelve a nevar. No hay un alma en las calles. Ni siquiera la mía. La ciudad duerme.
Algunas veces desearía ser alguien más normal. No hacer este tipo de cosas. Salir y entrar como cualquiera. Sentir de otra manera. Pero eso -ahora ya lo sé y estoy seguro-, nunca sucederá. Recuerdo tantas crisis navideñas. Respiro hondo y descargo gran parte de mi desolación en los pedales. Tan sólo el alma de mi bicicleta me acompaña. ¿Cuántas veces, si busco en mi pasado, se ha repetido esta maldita escena? La noche es larga y fría. La nieve llena el espacio de luz que dejan las farolas de la calle. La bicicleta es mi único nexo de unión con el planeta. Siento por cada poro de mi piel como esta forma de vivir es un continuo deslizarse por un camino helado que sigue y continúa en medio de la noche y no lleva a ninguna parte. Mientras, transcurre el tiempo, y yo hago lo único que sé, y que he hecho desde siempre, que es resistir al frío de la soledad hasta el día siguiente.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Desesperanza

Siete de la mañana, invierno: cuánta gente sin luz en su mirada. El frío del ambiente hiela mi corazón. En el vagón de metro, atestado de gente, las horas sin dormir pasan factura. Nadie habla. La gente no respira. Yo observo este pequeño mundo con el alma dormida, con la mente embotada, con el frío metido en el cuerpo. Y me parezco a ellos, y soy uno de ellos. Tristeza.
Pasan las horas, cae la noche. El día ha terminado. Algunas madrugadas, cuando regreso al cuarto donde duermo, demasiado tarde o temprano como para cenar, dormir o hacer cualquier cosa sensata, me siento a hacer recuento de todas esas experiencias que luego, sin remedio, reúno y tiro a la basura, y siento como otro día se escapa sin remedio. Y quisiera cambiar, hacer algo, tomar alguna decisión: dejar de beber, de fumar, de comer, de buscar. Dejar de creer, dejar de amar o respirar... Vivir, o morir, o empezar a moverme, o desaparecer definitivamente. Pero al final comprendo que no queda ni un solo lugar donde pueda buscar. El lago de mi mundo se ha secado. No queda ya un espacio donde el tipo que fui, o que quisiera ser, pueda instalarse para esperar con un poco de calma a que regrese de nuevo la luz a mis pupilas. Desesperanza.
Invierno. Es de noche. Muy tarde. En el vagón de metro. A mi lado una mujer habla sola, murmura, a veces grita. Golpea el cristal de la ventana. Es drogadicta. Es agresiva. Ha perdido del todo la razón. ¿Que quieres? -digo-. Lleva un papel con una dirección escrita a lápiz. La gente ha desaparecido del vagón. Estamos solos. Son casi la una de la madrugada. Miro la dirección. Tiene que hacer varios transbordos. No llegará en toda la noche. Yo te aviso cuando lleguemos -digo-, ella se tranquiliza, se da la vuelta. Aplasta la frente en el cristal. Llora, murmura. Cada estación pregunta: ¿es esta? Y me enseña el papel. Es la siguiente -respondo siempre-. El túnel es negro y no tiene final. El ruido del vagón siempre es el mismo. Da igual a la estación que vayas.

Abrirse al mundo

Abrirse al mundo, atravesar las cosas. Sentir como la escarcha cubre la hierba con su maravillosa capa de agua y de cristal. En la ciudad, el humo de los coches se agita en el aire de un modo vehemente. La gente se apresura. Siete de la mañana. A trabajar. El tren de cercanías llega hasta la estación. Copos de nieve en el foco de luz. En la avenida un autobús no espera. Carreras. Sube el último pasajero. El autobús se va. Semáforo en rojo: parar. Pasa la gente. Las cosas se suceden. El caos avanza, la multiplicidad. Los fenómenos se mezclan. Una mujer hermosa. Chirriar de ruedas. Un viejo. Dos niños cogidos de la mano. No hay pájaros. Nieva.
Abrirse al mundo. El silencio, la espera... No hay tal silencio. Ruidos en el pasillo, murmullos de una conversación entrecortada. Caótica escalera que da acceso a un patio central. Muros. Carga y descarga. No aparcar. Todos corren: llegan tarde. Trabajo. Oscurecer a solas las cosas y la vida. La hora de comer. Ruido de bandejas. Gritos, risas, llamadas. Entrar, salir, entrar, salir. Torre de vigilancia. Entrar. Se pone el sol. Abrirse al mundo. Atravesar las cosas. Desplazarse de un instante hasta el siguiente. Aurora Boreal en algún lado, seguramente en otra parte, inalcanzable, demasiado lejos de aquí. Ruido de rejas que se cierran. Seis mil años a oscuras. Correr detrás de todo. Se resquebraja el alma. Silencio. Apagan las luces. Hoy he pensado en ti. Abrirse al mundo. Ruido de pasos. Frío. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Huir del tiempo y del pasado. No pensar. Abrirse al mundo. Atravesar las cosas. Salir de esta prisión que tú mismo has creado. Vivir, soñar, amar, vivir, vivir…

martes, 15 de diciembre de 2009

Madrid, lunes catorce de diciembre

La ciudad dormía y junto a ella dormía la soledad. Los esclavos del mundo regresaban a sus casas después de trabajar. Persecución de gigantes. Peces sin agua. Cada cosa tenía su sitio, cada pobre había encontrado su lugar. Encarcelados todos en la estación del metro. Las viejas murmuraban plegarias que a nadie lograban consolar. El viejo rencoroso había huido de la plaza, esquivando la nieve y el frío. Las calles estaban desiertas. Siempre era demasiado tarde para volver a empezar. Habían pasado algunos años desde que ella se fue. Las cosas no encajaban en su sitio. Las sumas no cuadraban, el tipo aquel que un día hizo la gracia de convertir el agua en vino se marchó una mañana y nunca regresó. Desde mi corazón noté como arreciaba el viento y vi cómo se helaban, una tras otra, todas las cañerías. En el balcón del sexto, se moría de pena una guitarra sin haber encontrado su canción. Nevaba.
El poeta regresaba demasiado tarde para cenar. La vida era la muerte, la muerte era la vida. La conexión con lo que un día fue su sitio se había perdido para siempre. Perecieron las rosas a causa de la fiebre, no existían pastillas para este nuevo dolor. Todo un tren de tristeza paró en la estación convenida, y ella no llegó. Ahora él la recordaba, la recordaba siempre, de pie, fumando y esperando sola, pero no en un andén, sino en la esquina del callejón que daba a la puerta trasera de un local de mala reputación. Buscaron nuevas formas, construyeron sus tumbas con cuidado. Fundieron una estatua de bronce para darle un improvisado carácter a su corazón. Clasificaron papeles, esparcieron regueros de pólvora, migas de pan, revistas, arena, caracolas, y un par de poesías que no consiguieron borrar de su memoria. Nadie reconoció los signos. Cada caja vacía era un nicho perfecto, cada contenedor de hierro, de noche, servía de panteón. Era invierno y hacía demasiado frío. La ciudad dormía como si nada sucediera y la calle era el escenario de la desolación. Mantenernos con vida requería demasiado esfuerzo. Algo que nadie estaba dispuesto a realizar. Nos fuimos apagando muy despacio, tal vez de un modo noble -ahora no recuerdo-, sin gritos, tranquilos y en silencio, tirados en el suelo, cada uno por su lado, sin hacer grandes gestos, como mueren los animales...

lunes, 14 de diciembre de 2009

Lánguida y azul

Lánguida y azul se despliega la noche. Hay un manto de escarcha y de frío. El mundo sería un lugar desolador sino fuera porque en sus ojos se esconde un destello fugaz, una chispa encendida, una luz, un latido, un pequeño rincón de calor. Caminamos despacio, uno al lado del otro, rodeados de niebla. Caminamos, como lo hicieron desde el principio de los tiempos los hombres y mujeres de este mundo. Hay algo esencial, primitivo y eterno, en este caminar nuestro a través de la noche. Caminamos despacio, intuyendo el camino, navegando en la atmósfera helada, con el alma encogida, escuchando el silencio cargado de olvido.
Yo la observo y comprendo que algo en ella ha cambiado con el paso del tiempo, y ahora, esta noche, me parece aún mejor.
Es muy tarde: en el bosque no se ven las estrellas, ni la tierra, ni el cielo, y hasta el pasado y el futuro se han perdido de pronto en un punto, en mitad del vacío. La luz de mi frontal rebota en la pared de niebla. Dentro de la capucha de su abrigo, ella se ha tapado la cara con un pañuelo blanco. Sólo se ven sus ojos ahora completamente negros y un mechón de su pelo mojado. Bajo mis pies noto el latir mundo. Da vueltas la rueda de la vida. Me mira y sus ojos ríen como sólo pueden reír unos ojos cargados de lo eterno. Ríen sus ojos y todo el universo ríe también con ellos. Los cielos y la tierra se estremecen mientras atravesamos el bosque solitario, siento el latir del mundo, y de pronto comprendo, con una intensidad inesperada, que en este mismo instante todo gira en el infinito sólo para nosotros dos. Sonrío yo también, al ver esos ojos tan repletos de vida. Todo en ella lleva el signo de lo que es especial y es diferente. Esta noche, en mitad de la niebla y el frío, en un instante extraño, comprendo que es perfecta.

La cantante de Jazz

Aparece en escena y en su melena rubia aún lleva enredadas las notas de una melodía que ayer interpretó al piano. Va vestida de negro y tiene su alma atrapada en la nube de alguna maldición. Conoce la dureza del suelo que pisa y tal vez por eso, quizás tal vez por eso, cada cosa que pasa a su lado se esfuma en un susurro y al instante se transforma en canción. Cuando uno la tiene delante comprende que todo en ella es alma y sentimiento. Sentada frente a un gran piano, mira hacia atrás ligeramente, levanta un poco la mirada, cierra los ojos y comienza a cantar. Muy suave, de un modo misterioso y dulce, que hace vibrar el aire, abre su corazón y saltan a la bóveda del cielo las notas tristes de una canción. Todo es perfecto en ella. Todo es pasión; pasión y música en ese cuerpo que ha perdido en algún punto extraño del pasado su calor. El mundo no respira mientras mueve sus manos. Acaricia las teclas del piano y cada nota es un cielo que la acoge sin prisas, su país y su lengua, su principio y su fin. No habla nunca con nadie, sólo vive con eso. Esa fuerza que se agita y la envuelve de una forma salvaje en su interior. No se deja besar, nadie duerme con ella. Hace tiempo que ha desaparecido en su música y no tiene pensado regresar.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Merry Crisis

Feliz Navidad. La gente cava y cava hacia abajo, hacia abajo y no se dan cuenta. Se arrancan las uñas a fuerza de cavar. De vez en cuando levantan la cabeza, miran alrededor, suspiran, dicen cosas como: ¡Ay, Dios mío! Y luego siguen cavando. Brindan, se quieren de pronto, están muertos, sus rostros están muertos, todo en ellos ha muerto pero siguen cavando. Guardan colas inmensas, colas sin esperanza. Cavan con miedo y con docilidad. Mira, espera un momento: ¿Escuchas el murmullo de la tierra cuando los llama?
Pero nosotros -tú y yo, quiero decir-, somos un poco diferentes. No demasiado, tan sólo somos un poco diferentes. No queremos cavar. No esperamos cola por un cochino décimo de lotería. A la mierda con eso de cavar. A la mierda con esa lotería. Que caven ellos, los que no se plantean la vida, los que no levantan la mirada, los que no se enfrentan, no dudan, no andan. Los que han decidido apostar por la muerte. Feliz Navidad. Son esclavos. Su cielo tiene el aspecto de un centro comercial. Feliz Navidad.
Yo pateo la bota. Pateo la bota que patea. Pateo mi mundo y mi destino y escupo en las cuencas vacías de los ojos de los tiranos. Yo tengo alma de perro callejero. Camino cada día y cada noche, y caigo y me levanto y reviento a cada instante, y me siento en silencio a contemplar el mundo desde el abismo sin fondo de mi propio destino. Y en mitad de la nada recompongo mis restos maldiciendo la fuerza de todo aquello contra lo que un día luché y que me hizo reventar a mí, ahora, esta noche, en este preciso momento.
Yo amo la vida verdadera y por eso maldigo las cosas funestas del mundo, y a pesar del silencio y del frío aún conservo ese brillo especial de tus ojos y el calor y el sabor de tus labios, y mantengo guardado un recuerdo, una duda, un pequeño dolor, una herida, una voz que se marcha y se pierde, una piel que se escapa, una idea y un gesto. Feliz Navidad. No te apagues. Feliz Navidad, no te apagues y sigue luchando, por favor, no me jodas. No te apagues y sigue luchando. Te quiero.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Tacheles

En el Tacheles de Berlín hay poca gente. Las salas, los pasillos, están completamente vacíos. Subo hasta el garito de la azotea y encuentro a tres personas. Observo la ciudad sumergida en una nube de oscuridad y frío. Berlín parece una ciudad perdida en el pasado y rodeada de sombras. Hay algo de catástrofe flotando en el ambiente mientras subo por la escalera. A un lado y otro, cientos, miles, millones de pintadas de colores cubren el techo y las paredes. Tantas manos anónimas haciendo su trabajo. Cerebros de artista, que en su búsqueda de expresión han transformado este antiguo edificio en un lugar ajeno a nuestro mundo, una especie de decorado de ciencia ficción, caótico, siniestro, hermoso, apocalíptico...
Estoy un rato allí, en esa terraza, y luego de nuevo desciendo a los infiernos; montañas de papeles tirados por el suelo, paredes desconchadas, ruidos de sierra que corta, desgarra, rompe y da una nueva forma. Chispas, fuegos de soldadura, martillazos, estruendo. Son los artistas del hierro y del metal; lo más extremo de todo este mundo infernal de catacumbas, corredores y puertas. Todo parece demoníaco y sin embargo, hay algo que impregna de un halo de hermosa intensidad cada rincón de este lugar, cada mínimo espacio. Este edificio es un punto perdido en el espacio, un sitio de búsqueda, de intento, de camino. Murmullos en la oscuridad. Algo se cuece en el ambiente en una de las salas. Habitaciones oscuras, bombillas rotas, pasillos que no llevan a ninguna otra parte. Salgo por este soportal de un mundo extraño. Me voy de allí despacio, sin comprender muy bien que dejo atrás, que sensaciones he experimentado. He llegado a este sitio desde la oscuridad y ahora regreso a ella. Mientras camino por las calles bajo una lluvia helada pienso que esta noche Berlín tiene el alma llena de soledad, de lucha y de pasado.

martes, 8 de diciembre de 2009

La culpa

Pasada la alambrada, a un lado y otro de la avenida desierta, se levantaban inmensos bloques de viviendas, todas iguales. De vez en cuando se veía alguna fábrica en ruinas, que seguía tal cual, olvidada por todos, desde el último bombardeo. Las paredes de las casas aparecían llenas de impactos de balas y metralla. El silencio era sobrecogedor. Sentí como si aquella maldición que en su momento asoló este lugar siguiera viva, como si yo formara parte de ella o hubiera tenido algo que ver. Sentí vergüenza ante todo el dolor que había producido el ser humano. Sentí culpa y perplejidad ante la estupidez del hombre que tardaba tantos años en disiparse. Allí el silencio se había apoderado del ambiente, pero en cualquier lugar del mundo se repetía la misma historia. ¿Cómo podía eludir la parte de culpa que me correspondía por ser miembro de la raza humana? ¿Cómo podía ser feliz, o tener esperanza mientras todo ese sufrimiento crecía alrededor? Paré un camión y accedieron a llevarme trescientos kilómetros al norte. Pasamos la zona restringida que ahora, después de tanto tiempo, ya no guardaba nadie. Aquella noche sentía en cada poro de mi piel cómo nos íbamos adentrando en lo más profundo de una desolación sin fin. Un niño cruzó la carretera en medio de la noche. Nevaba y el niño resbaló y cayó. Pasamos a su lado, casi rozándole, sin detenernos. Salió de la nada y se perdió en la nada. El conductor bebía un trago tras otro mirando la carretera fijamente, como un alucinado. Su compañero dormía junto a mí golpeándome con su cuerpo que se tambaleaba al ritmo de las sacudidas del camión. Se había formado escarcha en el salpicadero, los cristales de las ventanas laterales se habían helado completamente. Entonces me quedé dormido y tuve un sueño horrible. Soñé que una central nuclear ardía y que todo aquel sitio helado se convertía de pronto en un infierno. Soñé que el mundo había perdido el último resquicio de cordura y que no había esperanza.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Travesía

A pesar de todo –el cansancio, el deseo, el desaliento…-, continué caminando a través de aquel vacío blanco. El silencio llenaba el paisaje y desde las cimas de las montañas bajaba una neblina helada. Quedaban veinte minutos para que se pusiera el sol; el aire caliente de la superficie se elevaba deprisa hacia el cielo y era sustituido por otra forma de aire, un aire frío, de una dureza atroz. Una vez más me pregunté que me había llevado hasta este sitio. ¿Por qué necesitaba de esta infinita soledad? El silencio era casi total, sólo el ruido de las ráfagas de viento lo interrumpía. Caminé y caminé envuelto en el vacío y la neblina. El sol se fue y la oscuridad cerró los ojos al paisaje. Se helaron los guantes, las botas, el pelo, las pestañas. Todo se heló despacio hasta que no quedó un lugar caliente en mí. Entonces comprendí que mi alma era también otro lugar helado. Ascendí por un corredor de nieve. Cuando salí de allí sentí que había empleado mucho tiempo. Entonces amaneció a mi espalda y la luz rosada y violácea de la mañana me encontró allí, justo en la cima; en ese punto mágico donde se concentran los secretos del mundo. A mis pies se extendían otras montañas, valles, glaciares, ríos, y al fondo, casi al final del horizonte, las tierras bajas donde habían permanecido desde el principio del tiempo el resto de los hombres. Sentado allí, me pregunté si alguna vez había pertenecido a ese lugar, si alguna vez mi alma había tenido un hogar que no fuera este desierto helado. El viento había cesado, el mundo, el universo empezaba a escribir la historia de otro día.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Verde musgo

En el Gendarmenmarkt el frío desaparece y el alma se transforma en un suspiro de caros broches de diseño y luces de colores. Me regala un colgante. Es un sencillo cordón de cuero con una piedra que llaman Unaquita. La piedra tiene el color del musgo que cubre los árboles del bosque. El mismo bosque que atravesamos ayer por la mañana en bicicleta. Tonalidades de magia verde y tintes anaranjados. Extraño contraste de color, tan cargado de vida como ese matiz verde o azulado que brilla en los ojos de estas mujeres, Color de Navidad y de regalos. Mujeres que transforman el mundo en su mirada. Infinito poder de la mujer que se sabe capaz de transmitir la vida. Verde de piedra, de bosque y de viaje. Mujer verde esperanza, mujer de bosque y río, mujer de amor y de escapada. Me emborracho de vino, de mundo y de miradas.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Aún más al norte

Cansancio de horas de viaje, de seres humanos desconocidos. También cansancio de experiencias. Cada cosa tiene su ritmo y su forma de moldear el alma. Dejo un rastro de mi paso en el viento. Hablo con la gente: transformaciones pequeñas, caos, mundos rotos. Pequeño mundos perdidos ahora en el pasado, para siempre, rotos mundos fundidos en la nieve. Cruje el suelo bajo mis pies. Fragmentos de hielo y de cristal sobre la acera. Intercambiar de miradas desde lo más adentro.
Hay un punto final en el que todo se junta y se convierte en alma. Levedad de las horas pasadas y este silencio que solo existe aquí, donde un día todo fue frontera final, desesperanza. Desolación sin nombre ni lugar. Ceguera de la nieve.
Mujer rusa: habla español, me enseña toda su mercancía. Mujer rusa, muñeca, madre rusa. Destrozada muñeca de otros tiempos, muñeca de madera dentro de otra muñeca y otra y otra. Desangrarse en una continua división de vidas que se hacen cada vez más pequeñas. Destino de mujer condenada a vivir dentro del frío. Pasar de años hasta que al fin no queda nada. Pobre madre, mujer, muñeca rusa. ¡Quién hubiera podido protegerte de este lugar tan frío!

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Al Norte

He estado de viaje. Una huida hacia el norte. Hacía frío. Aeropuertos, ciudades, carreteras y gente -esa gente infinita que sobrevive y existe, y ama y envejece igual en todas partes-. Y allá, en ese lugar del mundo tampoco he encontrado nada especial. Dolor y soledad, y muros. Los mismos muros de siempre, destrozados por el paso del tiempo, pero aún en pie, eternamente en pie. Lo irremediable mezclado con un extraño deseo de esperanza. El sabor y el dolor de otro desastre. No hay nada que resulte tan triste como una navidad a solas en una esquina del mundo. Tres músicos: un hombre, una mujer y un niño, tocan sus instrumentos y esa música es un canto a la soledad.
Hay una muchacha sentada en una acera. Tendrá unos veinte años. Mira al suelo. Tiene el pelo rubio y se cubre el cuerpo con una manta. La gente pasa a su alrededor sin verla. Ya he visto a esa muchacha antes. Es la misma olvidada en todas partes, la pequeña mujer que perdió su vivir en un instante cargado de maldición y de destino. Hace frío. La última noche que pasé en la ciudad seguía allí. Estaba sola, sentada en la misma calle ahora desierta. Era de madrugada y hacía demasiado frío como para vivir o respirar. Un hombre se paró a su lado, le dio un puntapié y ella se levantó. Se fueron juntos. Dejó una pequeña mancha de sangre sobre la acera.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Un día

…Un día miré a mi alrededor y, de pronto comprendí que todo aquello por lo que había luchado hasta ese momento ya no me resultaba necesario. No era feliz: vivía rodeado de seres neuróticos, enfermos, débiles, decadentes... Atrapado en la loca carrera de mi vida, sin darme apenas cuenta, en algún punto del camino, había perdido poco a poco mi alma. Cuando lo comprendí decidí escapar de la inercia del mundo, y huí a toda prisa. Quería recuperar mi alma perdida. Sabía que eso tenía un precio, y decidí pagar. Estudié la estrategia, busqué el modo de hacerlo; mi mente se llenó de ideas, de viajes, de proyectos. Así pasaba el tiempo. Un día me di cuenta que había olvidado quién era realmente. No sabía adónde ir porque no sabía donde podía buscarme, pero desde que comencé a desarrollar mi plan las cosas de la vida tenían un aspecto diferente. Si hacía frío intentaba abrigarme, si hacía calor me quitaba la ropa. Un día descubrí que el cielo estaba arriba y la tierra debajo, que el agua del arroyo estaba fría, que el fuego calentaba. Nunca antes había sentido de un modo tan profundo la loca intensidad de estas cosas fundamentales. No poseía nada y de ese modo no tenía nada que perder. Yo mismo me quedaba sorprendido algunas veces de lo poco que ahora necesitaba. Mi cuerpo estaba sano y yo tenía dos manos y ahora, por fin, era consciente de la fuerza que encierra esto. El mundo, los objetos, la noche, el firmamento, la calma, los deseos, los hombres, las mujeres… Las cosas corrientes de la vida eran bellos misterios que yo ahora, entusiasmado, me esforzaba por descifrar. Perdido entre la gente, alejado de todos, pero rodeado de ellos; a cien mil años luz del suelo que pisaba, mi corazón viajaba de instante en instante, fascinado ante la infinita multiplicidad de realidades que ahora, de pronto, era capaz de percibir. Mis sentidos se iban agudizando. Las cosas me llamaban pero yo aún no descifraba sus mensajes. No era feliz, ni era capaz de comprender, pero estaba en camino. Y todo era un tremendo desafío que me arrastraba a ciegas a algún lugar desconocido. Una noche de invierno, parado en el andén de una estación de tren en las afueras de una ciudad cualquiera, supe con toda claridad que, un día encontraría el alma que yo, en mi insensatez, había perdido. Compré un billete y me subí en un tren. Allí empezó el viaje. Hoy aún sigo en camino.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un mundo en marcha

Los soldados regresaron victoriosos, traían sonrisas en sus caras. Junto a ellos, venían los nuevos cadáveres del mundo. Estos últimos, un poco más discretos, sólo traían un nudo en la garganta y una bala en el corazón. Todos juntos salieron en las noticias de la noche y una voz amigable decía que habíamos ganado la batalla. Estos jóvenes eran el orden, la fuerza y el futuro. Lo mejor y más grande de nuestra civilización. Daba gusto verlos formar en la pista del aeropuerto; oír aquellos himnos, toda esa exaltación… La patria era importante, los héroes necesarios, y esa gran seriedad en las formas resultaba fundamental. Los políticos, los traficantes, los banqueros, los que mueven los grandes capitales, se daban la mano entusiasmados y se felicitaban. La vida es esto, se decían unos a otros. Había que protegerse; y un dirigente pronunciaba grandes palabras que ya habían sido dichas antes hasta la saciedad.
Mientras, en la casa de un barrio marginal, sonaba un teléfono que no cogía nadie, y en la mesa quedaba una foto olvidada, y en el rellano del primer piso, en un rincón de la escalera, perdido para siempre en la penumbra, un corazón con dos nombres grabados se borra en la pared con el paso del tiempo, y ya nadie recuerda quien fue el que lo grabó.

martes, 17 de noviembre de 2009

En el bosque

Cae la noche en el bosque. En el cielo aparece la luna, y al instante, su luz se refleja en el río. Se ha marchado la niebla y allá en el firmamento brillan un par de estrellas. El aire llega cargado de humedad; huele a jara y a hierba. En mi alma hay un altar construido con la tierra que da vida y conforma este lugar. Este bosque es mi templo y en sus rincones, él guarda para mí un secreto eterno, un espacio de soledad y de silencio. Llevo el bosque conmigo. Forma parte de mí. Mi cuerpo es este bosque centenario, este bosque del árbol, de la piedra, del charco, del camino, del recuerdo de ti y de la enredadera que susurra a golpes de brisa sus secretos. Quisiera tanto fundirme en tu serenidad, bosque de noche eterna, vacío de la nieve que vendrá, silencio hecho palabra en estas piedras. Cae la noche en el bosque, y en medio de esta soledad, mi corazón enciende un fuego que intenta dar calor a nuestros sueños.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Con sus noches en blanco

Qué curioso resultaba entonces vivir en ese instante, tan parado en el tiempo. Esperar cada día a que pasara a mi lado el destino, con sus noches en blanco y su hambre de fin. Las cosas se hacían sentir en el orden de lo que era inmediato y todo era sutil y necesario; un libro era un libro y también mucho más; algo que podía salvar una vida o matar un recuerdo. Cada hora te reclamaba, pero de un modo extraño. Apenas llegabas a las cosas y ya te estabas yendo, y en los ojos de las mujeres se veía con toda claridad la forma como se estrellaban las olas de la mar. Había tanto instante latiendo en cada ser que casi no podía respirar en el aire cargado de luna de las noches del mundo. Realmente todo aquello no era más que una gran pasión, y esa pasión ejercía en mi alma una fuerza descomunal, era la eterna fuerza con la que la naturaleza te empuja hacia el borde de sus abismos, donde el tiempo te aguarda y espera su momento. Ese extraño momento en el que las cosas del mundo se funden de un modo misterioso con nuestra eternidad, tan cálida y amable para todos los que, como tú y yo, andábamos a tientas buscando una respuesta, vagando sin rumbo ni sentido por las alcantarillas de la vida. Todo eso era destino; destino irremediable que no podíamos cambiar. Y allí estábamos tú y yo, con todo ese futuro por delante.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cerrado por tristeza

Había abierto su tienda cada día durante los últimos cuarenta años y esta mañana, parado frente al cierre de hierro de la puerta, había sentido un cansancio brutal. De pronto, piensa si mereció la pena, si tuvo algún sentido, si todo ese trabajo sirvió para ayudar a alguien o sirvió para algo. Había pasado los últimos cuarenta años de su vida en esa tienda, rodeado de frutas y verduras, abriendo y cerrando cada día, pensando que esa era su función, lo que daba un sentido a su existencia. Ahora debía reconocerlo; no había conseguido ser feliz. Pasan las horas, transcurre mucho tiempo, y el hombre, que se ha sentado en el bordillo de la acera, observa como pasa la gente, observa sus rostros, sus miradas, y decide que nunca más volverá a abrir.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Despedida sin luz

Quizás no supe comprenderte, quizá tuviste tú la culpa, o tal vez fue el destino, pero el caso es que ahora ya no estás y yo, lo único que siento, es añoranza. Cada noche recuerdo tu sonrisa y caen del cielo pedacitos de luna que se hacen añicos en la cama destartalada en la que duermo. En esta soledad la muerte se ha hecho un hueco frío, y en mis manos no queda una sola esperanza. Sé que no volverás, que todo está perdido, pero hay un mundo ahí fuera que está a un paso de aquí, donde miles de corazones laten buscando una respuesta. El cielo sigue azul, aunque no es primavera. El agua busca el mar y el mar sabe esperar, repleto de espuma y de alegría. La ciudad duerme ahora, el templo de mi alma permanece cerrado. La eternidad se apaga en algún punto extraño, en medio del vacío. No hay colores, ni vida, ni un dios al que rogar. Tan sólo hay amargura. Animales salvajes dentro de un decorado de piedras de cartón. Quizás no supe comprenderte, quizá tenías razón, pero nadie puede cambiar -un infierno no se puede apagar sólo con un cubo de agua-. Yo sigo galopando a ciegas y sé que me he ganado llegar a algún lugar. He caminado mucho y aunque me sangre el alma no pienso dejar de caminar. En cuanto a ti, comprendo: ya terminó este cuento. El tiempo te ha cambiado y te cambiará aún más. Nuestra luz se ha apagado. El espejo en el que te reflejabas no me devolverá tu imagen nunca más.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

En la periferia

Es una tarde cualquiera en las afueras de la ciudad. Es otoño pero hace frío de invierno. Camino por una calle desierta mientras se pone el sol. Soledad y silencio. El cielo, cubierto de nubes de tormenta, posee los múltiples matices de un día que termina. Tonalidades rojas, azules, amarillas, violetas, grises, negras. El viento ha tirado unas vallas y un olvidado andamio se balancea en el vacío allá en lo alto de la obra abandonada. Este iba a ser un barrio con gente y casas nuevas, pero ahora ya no es nada. Demasiados ladrones robando al mismo tiempo. Banqueros, constructores, políticos de medio pelo, empresarios corruptos… Todos se largaron con el dinero. Un dinero robado a los de siempre –los jóvenes, los viejos, los padres de familia, la gente que trabaja cada día-, todos esos que tienen que vivir en medio del desastre que hace que se enriquezcan ellos. Camino y miro al suelo. Mis pies levantan polvo. Polvo que arrastra el viento. Otro día termina. Ilusiones y sueños se van con ese viento.

martes, 10 de noviembre de 2009

El paso del tiempo

Parado al borde del abismo, sin un pasado al que aferrarme, ni un futuro en el que ver reflejado mi destino, pienso que en las puestas de sol de invierno las cosas no son lo que parecen. Hay una luz en el cielo: parece una esperanza, pero sólo es una ilusión que se esfuma al instante. Caminar por el campo, sumergido en el silencio brutal de esta naturaleza inquietante. Caminar hacia adentro, hacia el frío. Caminar hacia lo más profundo del alma de las cosas y acabar enterrado en el barro de un campo de batalla en el que fracasé en este intento loco de encontrarme a mí mismo.
Cada día una historia y el recuerdo de aquello que no permanece ni existe, porque ha entrado a formar parte de tu pasado y no regresará. Toda esa sensación, mezclándose en el alma, junto a este gran dolor de seguir vivo. Existir en las cosas que forman la inmensa cicatriz del mundo. Y contigo, a tu lado, al final, las palabras. Pero ¿cómo habitar las palabras? ¿Cómo hacer que la vida regrese con cuatro palabras? No hay palabras tan fuertes, que sean capaces de realizar el milagro.
Parado al borde del abismo, en este atardecer del mundo, ahora en silencio, aquí donde desaparece el sol y al fin, la oscuridad, planeando sobre todas las cosas, reclama su momento, comprendo que existe un horizonte sin remedio que se hace de fracaso y se materializa en este transcurrir del tiempo, y en su rostro muestra la inmensa cicatriz que los seres humanos reconocen como el definitivo paso hacia la muerte.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Recuerdo

Recuerdo la noche en la que murieron nuestras almas. Era invierno y había pájaros helados colgando de las ramas de los árboles. Yo había pasado por la vida casi sin darme cuenta, hasta esa noche atroz, en la que el brillo de tu mirada se me clavó tan dentro y me inició de pronto en el olvido. ¡Qué frío aquella noche! Recuerdo todo el peso de aquella oscuridad, atenta a todos tus gestos, y mi respiración, que crecía y crecía a cada instante, y cómo todo se iba tornando negro mientras lo inevitable llenaba el territorio de mis sueños. De pronto se me acabó el futuro. No había luz, ni una brizna de espacio azul en el ambiente. El cielo desapareció y dejó un hueco vacío. Todo era pesadez y era amargura. Aquella noche hicimos el recuento de todas las ilusiones que habían quedado atrás. Después hubo un incendio, se quemaron en él nuestros recuerdos. Conseguimos sobrevivir a toda esa desesperanza, pero, desde ese día, sólo quedó de nosotros un par de cuerpos.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El anciano y la vida

Misteriosa y desconocida, sutil y ajena a las cosas que contenía la tierra, la mujer del anciano se alejó entre las sombras y dejó la ciudad. Se murió un día frío y oscuro del mes de enero del año mil novecientos setenta y dos. El cielo tenía un color blanquecino y un manto de escarcha cubría la hierba. Esa mañana, el anciano recorrió en sus recuerdos los lugares que habían sido escenario de algunos momentos clave de su vida: el mar en calma donde un amanecer tranquilo comprendió algo que iría con él toda la vida, un claro del bosque empapado de rocío, las paredes heladas de la inmensa ladera norte de una montaña, lo que un día supo que era su hogar en la piel, en los labios y el rostro de su mujer ya desaparecida…
Después de recordar aquello, el anciano se fue también, definitivamente. Encontraron su cuerpo sentado en una silla, en la cocina. Se fue sin decir nada. Se fue sin hacer ruido, como se van las almas de todos los que un día, en el pasado, fueron seres humanos de verdad.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

¿Dónde quedó el futuro?

Detestaba los espacios cerrados. Era un poco especial. Se había afeitado un lado de la cabeza y el resto de su pelo lo había teñido de rubio con unas escandalosas mechas de color azulado. Hacía diez días le habían echado de su último trabajo; un bodrio que consistía en mover cajas en un supermercado de un centro comercial. Ahora pasaba los días en el parque. En un momento dado decidió que no iba a hacer nada más. Por fin había comprendido que en esta sociedad nunca tendría un sitio, una oportunidad. Había decidido que quería vivir su vida al margen de todos y de todo. Tenía talento y una gran personalidad, pero cualquier mujer huía de él a los dos días, y nunca le habían aguantado en un trabajo el tiempo suficiente para poder cobrar la segunda mensualidad. Nunca entendió qué era lo que fallaba. Siempre fue así, nunca supo qué debía cambiar. Esta mañana, mientras está sentado en la hierba del parque, mira a su alrededor, y de pronto comprende que hoy ha cumplido treinta años, que ha llegado el invierno, que el mundo sigue y sigue, y que, nada, absolutamente nada, va a cambiar.

martes, 3 de noviembre de 2009

Imperfecto

Detesto los himnos y las banderas, no pertenezco a un sitio y sólo tengo un hogar. Habito en las palabras. No me gustan las multitudes, las grandes reuniones de los hombres dónde se pierden la conciencia y el alma, y los rasgos del individuo se diluyen en el turbio río de la colectividad. Mi casa no tiene llaves; me muevo a pie, esquivando a los seres humanos, soy un objeto, un algo, carente de espíritu y de sentido que busca lo diferente. Vivo a tirones, como un mecanismo estropeado, no me paro a mirar atrás y entre las cosas que amo no hay un lugar para las múltiples formas de la mediocridad social. Lo normal me aburre, lo sensato me decepciona, y hasta lo bello resulta insuficiente porque siempre deseo ir más allá. Transformo el universo en mis palabras y me quedo a vivir entre los charcos. Soy fugaz, soy absurdo, soy cada cosa del mundo y mi vida es esa estrella que un día acabó en el contenedor: ¿la ves? Apenas brilla entre tanta basura. Como un torrente desbordado, arrastro todas las piedras del camino. Soy imperfecto, soy…
-¿Has terminado, Leo? –Leo me mira con los ojos vacíos-… Pues pásame ese litro de cerveza.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Luna

¡Cuánta luna! Esta noche hace frío. Se ha levantado un viento triste que ahora corre por las esquinas, se cuela por las rendijas y se mete en mi cama. Suena la lluvia, pero no sé si este ruido es real o sólo existe en mis sueños. No es buen momento para dormir. Me visto, salgo a la calle, camino entre las sombras. La luna brilla en medio de este cielo tan negro, con su luz mortecina rayada de nubes, sin estrellas. El viento se ha ido a otro lugar, ahora no llueve. Tal vez no llovía y yo lo he imaginado, tal vez llovía en otra parte, en otro lugar, tal vez llovía en otra historia o tal vez sólo llovía allá en lo más profundo de mis sueños. Pero la luna existe, está ahí arriba, y ella sí que es real, y sigue y permanece, suspendida en el cielo, inmóvil, con su mirada eterna.
Esta noche brilla la luna y el aire tiene un sabor extraño. El universo vibra con un tono especial y la vida es ausencia y es tristeza. La luna observa: con su luz atraviesa el silencio. ¿Dónde estarás ahora?, le pregunto a esa luna. Esta noche toda la soledad del mundo brilla en el cielo. ¡Cuánta luna esta noche y cuánto silencio!

domingo, 1 de noviembre de 2009

Una carta

“Vaya, y ahora que todo ha terminado, me gustaría decirte que estar junto a ti no ha sido precisamente como vivir en una isla paradisíaca sino más bien navegar en un tonel por un río de mierda en medio de un huracán. Aquellas Navidades del dos mil, borrachos como cubas, rodeados de aquel montón de gente despreciable, mercenarios de bolsa, chatarreros, drogatas, nuevos ricos, cocainómanos de medio pelo… Todos pensando que se acababa el mundo y el efecto dos mil y la madre que los parió… Y el sexo con tu hermano una basura y que nunca me fueron los tríos ni el olor a coñac en tu aliento, ni tomar las doce uvas en La Puerta del Sol…”
¿Qué escribes, Anabel? –miro por encima de su hombro el cuadernillo.
Nada, chorradas, gilipolleces.
Déjame verlo.
No me apetece, es una carta para mi ex. Son cosas privadas…
(Silencio… al rato)… ¿Cómo se escribe gilipollas?: ¿con ge o con jota?..

jueves, 29 de octubre de 2009

La vida

El viento, enredado en las copas de los árboles, cantaba una canción. Él se paró a escuchar. La conocía. Hablaba de cosas antiguas, de otoños perdidos en el tiempo, que volvían ahora, de pronto, cargados de recuerdos. Eran las diez de la mañana, el sol brillaba y el mundo parecía un lugar deshabitado. Caminó hasta la fuente y se lavó la cara. Sentía una sensación de libertad extraña y mientras respiraba el aire limpio y fresco, notaba como, poco a poco, le invadía una especie de plenitud que no sabía definir. Tenía hambre. Pensó cuándo fue la última vez que había comido, pero no conseguía recordar. Recogió algunas moras de las zarzas que había a un lado del camino y las comió. Al instante el sabor inundó su cerebro y entonces recordó una tarde lejana, tan lejana en el tiempo que ahora ya no parecía real. Los dos volvían de vuelta hacia su casa, atravesando los campos en silencio. El sol se ponía en el horizonte. Caminaban muy juntos, pero sin tocarse, cada uno sumido en sus pensamientos. Él la miró un instante y entonces comprendió que la quería. Quería a esa mujer como nunca había querido a nadie antes de ella. No sabía porqué: tal vez ella daba respuesta a todas las preguntas de su vida; tal vez ella misma era la única respuesta. Esa mujer guardaba en su interior el misterio final que le daba un sentido a todo lo bello y permanente de este mundo, a todo lo que para él era importante y existía. No lo sabía bien. Tal vez, sencillamente, ella era la vida, y fuera de ella ya no existía nada.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Una mujer

La primera vez que hablé con ella recuerdo que me llamó la atención ese punto, allá en el centro exacto de su corazón, donde brillaba con toda claridad una luz de esperanza. Era fuerte y generosa, y sobre todo -y esto era lo mejor-, tenía unas ganas locas de ser inteligente. Luchó con todos sus demonios y algunos de los míos. Luchó como una gran mujer desesperada, y un día, por fin, se decidió, salió a la calle y comenzó a correr, y construyó puentes, murallas, carreteras de luz, saltos de agua. Se hizo valiente a fuerza de superar obstáculos, de dormir entre lobos, de quemarse en el fuego de las tristes hogueras del tiempo. Derrotó a cien dragones y al final, con los años, comprendió lo que era, y creció desde cero mil veces, y se hizo mujer a cada día hasta que se multiplicó la fuerza de su corazón y llenó con su luz todo el cielo.
Ahora que ha pasado tanto tiempo y no he vuelto a tener noticias de ella, recuerdo con nostalgia que hablaba como nadie de cuestiones profundas de filosofía, que entendía a la perfección todo ese loco mundo del vacío, que era capaz de devorar a un hombre en un instante, y que estar junto a ella era como permanecer de espaldas al borde de un abismo, saltar desde un avión a la cima de una montaña, amar, ahogarse y naufragar, todo en un mismo instante… Os lo aseguro; aunque era una tortura esa mujer, nunca he vuelto a sentir con otra lo que sentí con ella.

lunes, 26 de octubre de 2009

Siempre la noche

Siempre la noche, envuelta en su mundo de oscuridad, y ese dolor de todo, que no termina. El frío va ganando terreno a la cordura mientras el resto de la humanidad se refugia en sus casas. La soledad reina en la calle y el frío retoma su forma original, y es un cuchillo que despedaza el alma de los que lo han perdido todo en el pozo sin fondo de sus vidas. Vidas que se prolongan sin esperanza alguna. Deseos de extinción que acaban con cada amanecer, y un vaho que sale de lo más hondo de los buenos recuerdos y que es calor que se marchita y se pierde en el aire. Olor a vino y sangre y mugre de trescientos sesenta y cinco días. Todos tuvimos un momento en el que fuimos algo antes de no ser nada. Y alguna chimenea arde en un acogedor salón, en este mismo instante, y todos lo sabemos y ella también lo sabe, y en su locura, mira con rabia y le grita al policía. Se la llevan de nuevo, la loca, la histérica, la demente, la agresiva. Las cosas pasan, los hombres, las mujeres... Ella hace tiempo fue una mujer hermosa, pero ahora todos miran con repugnancia, pasan, y nadie se detiene, sólo el dolor que precede a la muerte, pero esta noche la muerte no alcanza a la comunidad de los que han sido derrotados por la vida. La muerte llega lenta, se toma sus tragos muy despacio, sabe que tiene todo el tiempo, que ya no va a existir un renacer, ni la aurora del mundo brillará nunca en la esquina, por eso la muerte esta noche no tiene prisa. Y me miro a mi mismo y pienso en cuantas veces, envuelto en este frío, perdido para siempre en mis recuerdos, he regresado a ti; tú, la perfecta, la gran desconocida, rostro con rostro, labios con labios, palabra con palabra, pupila con pupila, y todo este dolor del mundo se me mete esta noche en el cuerpo, junto con la terrible soledad que trae este frío, pero la noche es noche, siempre la misma noche, que no termina.

domingo, 25 de octubre de 2009

Un deseo, un temor

Miré el reloj: eran las tres de la madrugada. Una hora extraña en la que puede suceder cualquier cosa. Sobre el suelo mojado se desplazaba, despacio, un gusano de color blanco. En este rincón en medio de la nada, me había construido mi propia sucursal de un infierno que había ido creando con el tiempo, yo mismo, a mi medida. Un infierno donde tenían cabida todas las formas del desconocimiento y del dolor humano. Allí vivía yo y allí pasaba la mayor parte del tiempo. Eran las tres de la madrugada, llovía, hacía frío y no quedaba ya ni un resquicio para la desesperación. A pesar de que no podía verlas, las estrellas seguían atravesando cada noche el cielo. Un cielo perdido entre andamios, escombros y montones de basura. Fuera de mi rincón, casi todas las almas dormían sus sueños. Eran las tres de la mañana y recuerdo que pensé que la vida, igual que sucede con los sueños, no es más que un deseo o un temor.

jueves, 22 de octubre de 2009

Ser

Quisiera algunas veces ser, en medio de la noche, hombre para lo eterno que hay en el hombre y heredar de los dioses esa forma suya de estar en la serenidad. Habitar en lo profundo de una maravillosa percepción, perfecta en su vacío, y así reconocer el renacer del alma en el principio de ese sentir profundo de las cosas inmateriales. Escuchar de tus labios la verdad como escuchan los sabios las plegarias sagradas del mundo y sentir esa felicidad que abrasa el alma y llena los ojos de esperanza. Trascender toda forma y convertirme en principio y final. Conseguir atrapar la unidad. Ser al fin, sólo ser, con todo el infinito potencial del alma humana. Pero ahora, esta noche, solitario en el mundo, pequeño, perdido, tan infinitamente humano, le pregunto a mi alma: ¿quién eres?, ¿qué buscas?, ¿dónde habitan tus dioses y se mueren de espanto tus demonios? En mitad de la noche comprendo que hay que caminar mucho para llegar a uno mismo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Una historia de amor

Aquella noche pensó en la soledad, el dinero, la muerte, el poder que machaca a los seres humanos, pensó en el destino, el azar, en el éxito y el fracaso. Pensó en el valor y en la cobardía; en la fuerza de los desesperados, pensó en la derrota, en la grandeza del hombre y en la búsqueda de la libertad. Pensó en el amor y sin pensar ya en nada más decidió saltar la tapia del jardín botánico de la ciudad. A las dos horas se presentó en su casa. Era temprano. Ella le abrió en pijama. Él llevaba en sus brazos dos ramos de flores variadas de plantas difíciles de encontrar, un ramo con treinta y cuatro tulipanes, catorce orquídeas exóticas, seis docenas de rosas rojas, y una carta de amor dulce como nadie había escrito nunca antes… Por la tarde se lo llevaron preso. Ahora es de noche; ella le espera, como casi todas las noches, en la puerta de la comisaría de la calle de Huertas en Madrid.

martes, 20 de octubre de 2009

Niño soldado

Una nada caliente se extendía por los campos hasta acabar en el muro de la desolación. Bajo él, expuestos al sol del mediodía, esperaban los niños. Tenían un aspecto grotesco, así, cubiertos de polvo, descalzos y vestidos de guerrilleros. Llegaron los hombres y apuntaron cada uno al suyo con sus rifles americanos, rusos, ingleses, franceses, alemanes, búlgaros, canadienses… Todos los hombres dispararon a la vez y los cuerpos de los niños se desplomaron. Recuerdo que pensé que en alguna otra parte del mundo, en ese mismo instante, un padre y una madre se sentarían a comer con sus hijos un plato de estofado. La operación se repitió una y otra vez. Los mismos hombres que disparaban arrastraban los cuerpos de los niños y los dejaban a un lado, apilándolos, hasta que se formó una montaña informe de brazos, de piernas, de cabezas… Luego me tocó el turno a mí. Hacía un calor terrible. Mientras miraba a los que me apuntaban comprendí que hacía mucho tiempo que todos habíamos olvidado cualquier resto de humanidad que hubiéramos podido tener en el pasado. Hacía un calor terrible. El aire olía a sangre. En la montaña de cuerpos uno de ellos gemía aún. Miré a aquellos hombres cuando me dispararon y, junto con mi sangre, un odio atroz quedó sembrado para siempre en el paisaje.

lunes, 19 de octubre de 2009

En alguna parte

Cien mil corderos con unos ojos tristes y en medio de ellos un lobo olfateando el aire, con la mirada fija, brillante, intensa; las orejas echadas hacia delante y los belfos cargados de saliva. Eran las tres de la madrugada cuando me desperté. Al principio no sabía bien dónde demonios me encontraba. Ella dormía; miré por encima de su espalda y al fondo, por una grieta de la pared, entraba la luz metálica de una maravillosa e inconcebible luna llena. Me incorporé.
Sobre el acantilado, el mundo era un lugar inmenso, salvaje; un espacio inconcebible que ocupaba una proporción magnífica en un punto del firmamento. No se oía ni un ruido. El silencio llenaba completamente todo el paisaje. Bajé por el sendero, entre los árboles, desnudo como estaba, y me metí en el agua. Nadé sobre la estela de la luna hasta salir a mar abierto y una vez allí me sumergí. Debajo de la superficie todo era oscuridad y una forma maravillosamente espesa de silencio. Había un mundo denso, carente de sonidos, bajo el mar, y en mi cerebro, yo tenía la sensación de estar nadando en mermelada. Cuando volví a la superficie de entre mis dedos salían diminutas estrellas de color plateado, que brillaban de un modo hermoso y al mismo tiempo extraño; brillaban y se apagaban al instante, igual que nuestras vidas.
Un pez muy grande, probablemente un mero, se escabulló bajo mi cuerpo en medio de la oscuridad. Regresé a aquella cama. Ella aún dormía. El reloj marcaba las cinco y me quedé dormido. En alguna parte de este universo un lobo olfateaba el aire con la mirada fija en un cordero.

domingo, 18 de octubre de 2009

Llegó la noche

Llegó la noche, el calor, y aquel beso primero.
Ya no recuerdo bien
la forma que adoptaba el viento al desplazarse
de tu espalda a tus pies.
Los demonios jugaban en tu alma, mezclados con mariposas blancas.
Descubrir cosas nuevas era sencillo
-un abrazo en medio de la noche-.
Tu cuerpo brillaba profundo, como un libro no leído antes.
Estaba claro:
el mundo nos necesitaba.

Pasó el verano y algo se nos rompió muy dentro.
Era el tiempo de los desastres, la realidad, y los caballos muertos
-aún oigo gritar a los caballos-.
Y traté de olvidarme del pasado.
Más tarde vinieron los cafés, las drogas, el tabaco, y el dolor que se esconde en el dolor.
El cartero murió sin avisarnos, se perdieron las cartas.
Nada era ya sencillo, las formas del vivir se complicaban
Yo llegaba tarde a todas las citas,
y unas sombras sin nombre cubrieron el paisaje.
Llegó el frío, la soledad, y el beso último,
Ya no recuerdo bien como fue aquello.
Estaba claro:
El mundo no nos necesitaba.

jueves, 15 de octubre de 2009

Las formas de la muerte (I)

Esa noche algo había cambiado en el mundo. Mientras caminaba, sentí como si una tristeza infinita hubiera cubierto de escarcha los objetos. El aire y la oscuridad eran más fríos, y todo parecía aguardar una especie de muerte encubierta, un desenlace fatal, un misterio, un final. Un hombre dormía su tragedia bajo un banco. Primero había perdido su trabajo, más tarde su familia, su hogar, su autoestima, y por último su fe y sus ganas de luchar. Ahora escondía cada noche su desesperanza en este oscuro rincón del parque. Había tardado exactamente trece días en encontrar un nicho adecuado donde tumbarse para siempre y olvidar. Trece días que pasó como pudo, caminando sin rumbo por las calles, sintiendo esa desolación que ahora le agarrota los dedos de las manos y le llena de hielo el hueco donde un día estuvo su corazón.
Esta noche, por fin, después de tantos días de dolor, el hombre que fue en el pasado se ha extinguido definitivamente. Ahora ya es otro muerto más. Uno de tantos muertos que, para su desgracia, no acaban de morirse hasta que la naturaleza decide su final.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Los primeros en rebelarse

Era temprano aún: ni siquiera se habían encendido las farolas. Yo no sabía en qué matar el tiempo y me senté a su lado. Leo bebía largos tragos de una botella de vino que había conseguido en un bar. Hablaba solo: bueno, realmente no hablaba solo; hablaba con un perro pequeño, de esos de lanas, que en algún momento de su vida había tenido el pelo de color blanco, pero que ahora tenía un aspecto lamentable. Le decía: “…mira, en este mundo en que vivimos hay un tipo de personas que son los primeros en rebelarse. Son gente de principios… ¡Ja!, ¿te lo imaginas? –paró de hablar y bebió un trago de vino, luego se limpió los labios con el dorso de la mano y continuó-, ¿principios, sabes lo que te digo?, se suelen caracterizar por ser de esas personas que dan un valor fundamental a su forma de ser, a su carácter y a su dignidad –trató de recalcar la palabra dig-ni-dad, pero se le trababa la lengua-. Este grupo de hombres y mujeres existen desde siempre y suelen ser pisoteados a conciencia, destruidos y apartados de un modo rápido, efectivo y brutal, por aquellos que tienen en sus manos el poder de decidir la vida y el destino de los todos demás. Son los primeros en ser aniquilados. ¿Te lo imaginas? ¡Ja! ¡Vaya negocio! Nadie quiere a esa gente cerca porque les abren los ojos al resto y a la gente corriente le incomodan también porque les hacen sentir cobardes. Molestan a todo el mundo. Ni en la guerra, ni en los trabajos… Ni siquiera en el arte los quieren. Su historia acaba mucho antes de empezar. Claro, luego sucede que el resto de la sociedad, ese rebaño acogotado y mediocre de los que callan siempre, aprovecha sus gestos para avanzar a cubierto un paso más, pero eso, a los que fueron los primeros en rebelarse, ya les da igual, porque no queda de ellos ni el recuerdo para cuando, por fin, reaccionan los otros. ¿Sabes, amigo? –el perro le miraba fijamente-, esta noche brindo por esa gente valiente que en este instante busca a la desesperada, solos, sin medios, sin ayuda, sin esperanza, sólo con la fuerza de su carácter y de sus convicciones, la forma de rebelarse contra todas estas malditas cosas que atentan contra la dignidad…” Leo se me quedó mirando después de decir eso. Yo le miraba a él y ninguno decía nada. El perro también nos miraba fijamente, como si estuviera esperando alguna conclusión, pero no había nada más. Se había terminado el vino. En la plaza ya habían encendido las farolas.

martes, 13 de octubre de 2009

Un hombre, en la calle

Hace dos semanas conocí a un hombre que mucho antes de ser pobre vivió en un gran palacio protegido del viento de la calle por una tapia alta y un seto verde. Escapó como pudo, esquivando a su paso mil rutinas. Quería entender y trató de mezclarse con la gente corriente, pero no fue capaz. En la marginación encontró su guarida, algo que compartir, tal vez su mala suerte o su destino, o tal vez su locura. Desde hace muchos años vive en una constante huida. Empezó por huir de su mundo, luego huyó de la muerte y de la sociedad, y ahora, sin saber bien porqué, con el paso del tiempo, le sucede que huye también de la vida. Ayer por la noche, antes de irse definitivamente, me entregó un papel arrugado y me dijo: “Ángel, esto es para ti”. En el papel había escrito lo siguiente:

“La muerte está en todas partes
en el perro, en la rosa,
en tu cuerpo y el mío
En el aire, en el tiempo,
y en la soledad.
Hay una guerra continua
entre dos combatientes
que no reconocen sus fuerzas.
La tierra y el viento
el agua y el fuego
la ignorancia del hombrela codicia y la paz.
Todos buscan su sitio
un espacio en el alma del mundo
donde quedarse y reinar.
Pero todo regresa
a su centro
al principio del fin del principio
y el universo es locura, estropicio,
puentes destrozados
desastres, historias,
momentos fugaces,
infiernos helados, desiertos sin luz”.

lunes, 12 de octubre de 2009

De noche

Luna llena
Su luz hace brillar la noche
El mundo está en silencio
La brisa mueve las hojas de los árboles
Todo es perfecto
y sin embargo
No dejo de pensar en ti.

jueves, 8 de octubre de 2009

Entre la nada y la noche

Eran las cuatro de la madrugada y en el cielo no brillaba ni una estrella. El Centro Nacional de Meteorología había anunciado tormentas y las nubes me parecían cuerpos de vacas muertas, manchadas de barro de un sucio color gris. Desde la puerta de un bar llegaba una canción a golpes. Sobre nuestras cabezas, en la cúpula del cielo, flotaba un presagio de acabamiento, el peso de un recuerdo, una tristeza. Todo era soledad, vacío, abandono total, desesperanza. ¿Qué somos? ¿Dónde vamos? ¿Qué nos ha derrotado? Se nos acaba el tiempo, las fuerzas, la esperanza… Caminamos despacio, calle abajo, los dos sin decir nada, cada uno arrastrando su pasado. Todos nuestros demonios iban junto a nosotros. Yo miraba hacia el suelo y sentía esa sensación, ese vacío horrible del que no tiene nada. En ese mismo instante me coges de la mano. Sonríes levemente. Te miro, estás cansada, tienes los ojos tristes; los ojos más tristes del mundo. De pronto lo comprendo: entre la nada y la noche, tan sólo existes tú, y tú eres la respuesta. Te quiero con toda mi alma aunque eso ya no nos sirva de nada.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Siete de la tarde

Siete de la tarde: llueve. Desde el piso de arriba llega hasta mis oídos la música repetitiva que pone cada tarde esa mujer extraña que perdió la cabeza en un punto de su pasado que no quiero ni imaginar. Vive sola, no abre la puerta a nadie. Yo la oigo cada noche, mientras pasa las horas caminando a oscuras, de un lado a otro de la casa, dando pequeños golpecitos de ratón por las paredes, abriendo y cerrando las ventanas, dejando caer cosas al suelo... Así transcurrirá toda su vida, en medio de esta soledad... Siete de la tarde: llueve. El agua desciende por las cañerías con un ruido de catarata. En el piso de al lado se mezclan los gritos de los niños con los gritos de los mayores. Gritos histéricos, desesperados, gritos que no vienen a cuento. Gritos de unos niños que piden a gritos atención. Gritos de una mujer neurótica que pierde el control a cada instante. El marido grita también, este a su modo; es un hombre anulado; un ahogado en su mar de mala suerte, un cadáver sin rostro que la vida ha destrozado sin piedad. Si todos estos seres tuvieran un instante de lucidez que les hiciera ver en qué se ha convertido eso que ellos llaman sus vidas, se morirían de espanto, de pena y de dolor.... Siete de la tarde: llueve. Rugen las cañerías desbordadas. Miro alrededor y pienso que estos bloques de pisos son pozos donde vive la gente más infeliz del mundo, la peor comunidad de fracasados de la tierra. Detrás de cada puerta se palpa la infelicidad, la decadencia; en cada habitación, cada noche se construye un desastre, y cada nuevo amanecer se recoge esa cosecha de desolación de unas vidas desperdiciadas. Vidas que han terminado muertas mucho antes de la muerte. Vidas hechas de sueños rotos, de luchas imposibles, de instantes sin sentido, de cariños que han muerto entre olor a repollo recocido y facturas pendientes de pagar, de errores repetidos hasta la saciedad. Toda esta gente ha perseguido un sueño equivocado, han seguido un camino sin salida, y ahora, después de tantos años, ya no tienen fuerzas para cambiar, ni les queda valor para empezar de nuevo. Ahogados en sus vidas, dejan pasar los años, dejan morir sus almas. Yo observo sus miradas, observo con cuidado la forma como viven, la forma como piensan, la forma como hablan, y siento que son pollos de granja, que comen, duermen, sienten, al ritmo que les marca la luz de la pantalla de su televisor. Esos seres sin rostro viven al otro lado de un muro de ladrillos transparente, cerca, muy cerca, demasiado cerca de donde vivo yo. Perplejos, asustados, agresivos, locos, enfermos de una insatisfacción que les devora el alma. Se han convertido en muertos que esperan una muerte definitiva, mientras viven encadenados en un presente atroz. Y yo vivo entre ellos. Y lo peor de todo: yo también vivo ahí. Tal vez termine igual. Nadie está protegido de eso, nadie está a salvo de acabar sucumbiendo a esa asquerosa vida de rebaño que forma nuestra sociedad.

martes, 6 de octubre de 2009

Recuerdos

Recibías el día desnuda en nuestro acantilado sobre el mar y todo ese mundo de cielo y viento parecía haber sido hecho sólo para ti y cambiabas de piel a cada instante y te gustaba nadar a la luz de la luna y cada noche sentías una infinita sensación de libertad y era un tiempo en el que disfrutabas de todas y cada una de las cosas hermosas de la vida y no hacías distinciones entre dios y el diablo y jugabas con ellos y conmigo al gato y al ratón y no encontrabas desiertos de tristeza después de cada atardecer y el mar y el cielo no eran dos cosas diferentes y tu cuerpo era un regalo de luz y una escapada y lo más grande y lo mejor que yo podía llegar a desear y vivir era un riesgo constante que a ti y a mi nos encantaba y estábamos en posesión de la verdad y vivíamos al margen de todos y de todo sin papeles ni nombres y éramos jóvenes rebeldes salvajes descarados fuertes absurdos locos maravillosos seres capaces de luchar.
Todo era tan igual y al mismo tiempo todo era tan diferente aquellos años. Tú eras tan totalmente tú y yo aún tenía talento.

lunes, 5 de octubre de 2009

Kora

Me llamo Kora: soy una perra, tengo casi tres años y vivo con una mujer muy especial. Aún soy demasiado joven para entender cierto tipo de cosas pero a veces me tumbo en el salón y, mientras observo lo que sucede alrededor, me dedico a pensar. ¿Como empiezan las relaciones entre los animales y los seres humanos? No sabría decirlo con seguridad. Los seres humanos siempre son un misterio para mí: simples en su naturaleza y al mismo tiempo tan complejos. Recuerdo cuando la conocí: yo sólo era un cachorro y ¡qué difícil era tratar con ella! Todo en esa mujer era desconcertante, todo era complicado. Los gestos torpes de sus manos, sus palabras, su forma de quererme y de enfadarse... No seguía ningún patrón, cambiaba a cada instante. Era desconcertante. Luego, con el paso del tiempo, poco a poco, nos fuimos entendiendo.
Recuerdo una tarde de invierno. Ella estaba sentada en el sofá. Algo había pasado. No se la oía casi ni respirar. Yo no entendía nada, pero notaba aquella sensación extraña en el ambiente. A ratos, tenía la mirada de un cachorro, y otras, un brillo cortante en sus ojos que me hacía temblar. Pasó algún tiempo así. Aquellos días aprendí a prestar una gran atención a los detalles. Ahora sé cuando todo marcha bien y sé también cuando debo apartarme. Conozco sus costumbres, sus estados de ánimo, su forma de vestir y de arreglarse, cada uno de los gestos de su rostro, su forma de sufrir y de recuperarse. Ahora, después de tanto tiempo, creo que ya comprendo casi todo lo que pasa por su cabeza. Es la mejor mujer del mundo. A veces se equivoca -tiene un carácter endiablado algunas veces-, pero eso me da igual. Ella decide el destino de mi manada desde que sale el sol hasta que se oculta en el horizonte, y eso debe ser complicado. Por eso a veces es feliz y a veces no, pero casi siempre duerme profundamente. A mí me gusta contemplarla mientras duerme, cuando toda la casa está en silencio, y sentir como el mundo entero gira a su alrededor. Ella decide cada uno de los pasos que damos los demás, es el centro de todo este universo nuestro, y no le da importancia. A veces tengo la sensación de que aún no lo ha entendido bien, que le sale de un modo natural, que no sabe hasta qué punto nosotros la necesitamos, y eso para mi es algo fascinante, por eso cada día intento comprender algo nuevo de ella.

domingo, 4 de octubre de 2009

Lluvia de otoño

Lluvia de otoño: languidecen los árboles. Hay un sonido de agua en el aire que se mezcla con las notas cargadas de tristeza de un violín, una barca sin nadie en el centro del lago, un paisaje vacío. Bajo la superficie, los peces permanecen ocultos en la profundidad más negra, en ese lugar de silencio donde no se distinguen las formas.
Como mi corazón, todo este paisaje permanece a la espera de un cambio, observando, casi sin respirar, el tiempo detenido en este instante, donde cada transformación y cada nuevo hallazgo, supone un fascinante e intenso desafío.
Pero ahora hay que continuar. Tú llegas y te vas a cada instante, con cada ráfaga de viento y comprendo que este dolor no es más que la expresión de un deseo que nunca se ha cumplido. El alma se impregna de nostalgia y toda la soledad del mundo se esparce en esta lluvia de otoño de mi vida y comprendo que nada tiene forma, ni tiene identidad. La vida se despliega ante mis ojos, se extiende por las piedras y caminos como esta lluvia lenta, que, poco a poco, lo va mojando todo.

jueves, 1 de octubre de 2009

Unas líneas

Quisiera escribir esta noche unas líneas sólo para decirte que allá donde las cosas escapan al tiempo y los conceptos, allá donde la razón nunca le gana la partida al corazón y el mundo no es un sistema organizado, y las cosas son simples y sencillas, como quiero o no quiero, y los seres humanos persiguen lo que sienten, y la gente valiente es libre y duerme sobre piedras que ha calentado el sol durante el día; decirte mujer desconocida, que allí te espero siempre, perdido en la esquina del tiempo, si alguna vez, desde un futuro extraño, decides regresar. Y no será otro tiempo, y no será otra historia, y no será otra vida, sino el hecho profundo de vivir. Vivir y descansar en paz junto a tu corazón, y mirarte a los ojos en la puesta de sol, y ser el agua de ese mar que yo tanto he soñado, y ser capaz de ser, por fin, ese hombre del pasado que un día quisiste querer. Quisiera esta noche escribir algo especial, capaz de hacer crecer en tus labios una sonrisa, en tus besos palabras, en tus ojos caricias. Escribir unas líneas de encuentros que no se han producido; unas líneas absurdas, que no tienen sentido, unas líneas cargadas de recuerdos que te hagan recordar que no nos conocimos.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Volverlo a intentar

Me esforcé en reunir todos los elementos, en abarcar un puñado de tierra, en hacer que sintieras que era posible amar...
Seis de la mañana, es de noche: bajo la luna, sobre las nubes, encerrado en un mundo de sombras. Siete veces lo intento y las siete fracaso. No hay forma. Una taza de café bien cargado, dos pastillas y luego ya veremos... Lo volveré a intentar.
Treinta de septiembre... Creo que hoy es tu cumpleaños. ¿Dónde andas ahora? En el bosque la tierra está mojada, ha llovido. La soledad aprieta. Esta noche ha venido demasiado cargada de ti. Hace frío, te echo de menos... Cualquier rastro de vida se ha ido a millones de kilómetros de aquí. No sale el sol. El tiempo se ha parado. Ahora me pregunto hacia donde caminar. Recuerdo aquella noche. Cada una de tus lágrimas guardaba en su alma de cristal una respuesta. Tu corazón aún no sabía hablar, por eso hablabas con las manos, con los ojos, con cada poro de tu bendita piel... Me esforcé en reunir todos los elementos, en hacer que sintieras que era posible amar, y ahora, al borde de este precipicio, miro hacia abajo y mi corazón se encoge ante el olvido. Otro otoño en la muerte y aún no he aprendido nada. ¿Quién abrirá huella en la nieve de este invierno? ¿Qué lobos de ojos negros devorarán mis restos? ¿Encontraré un lugar donde pasar la noche más fría en este infierno?.. Por mucho que pregunte, este abismo sin fin no me da una sola respuesta... Siete veces lo intento y las siete fracaso. No hay forma. Hay días para dejarse llevar. Un café bien cargado, dos pastillas y luego ya veremos... Tal vez algo más tarde lo volveré a intentar.

martes, 29 de septiembre de 2009

Un gato negro

Era de noche aún, pero quedaba poco para el amanecer. Se había levantado un viento frío y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras de tormenta. Va a llover, pensé, mientras caminaba por la acera. No había tomado nada caliente y estaba destemplado. Un gato negro se cruzó en mi camino: tenía el pelo brillante, esponjado, limpio. Sus ojos lanzaron un destello breve y seco cuando se cruzaron con los míos. Se paró un instante y se quedó mirándome. Parecía dudar, pensar en algo, sopesar una idea. Caminé hacia él mientras recordaba eso de que los gatos negros traen mala suerte. El gato me miraba fijamente. Avancé un par de pasos y el gato desapareció por donde había venido. Pensé que, a lo mejor, aquello no era malo, que a lo mejor no existía la mala suerte, o mejor aún, que aquello podía ser un signo, una señal, tal vez un cambio, no sé, algo que transformara de algún modo el día.
Continué mi camino y comenzó a amanecer. Vi como el sol se apoderaba de la cúpula del cielo, y lo vi descender después por el mismo lugar de siempre. Había pasado una jornada más y no había sucedido nada. Pensé que ni los gatos negros tienen el poder de cambiar los destinos, pensé que, en realidad, nunca cambiaba nada. Ahora se pone el sol: dentro de unos instantes la noche se apoderará de todo. Regreso a casa después de un día de trabajo. De pronto, en el mismo lugar, se cruza en mi camino un gato. Juraría que es el mismo de esta mañana; tiene el mismo pelo brillante, esponjado, limpio. Sólo ha cambiado una cosa en ese animal: ahora es un gato blanco.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Después de todo aquello

Después de todo aquello atravesé la ciudad por el punto donde el sol se ponía más despacio y me puse a observar cuatro lunas que se habían quedado rezagadas bebiendo en la orilla del río. Justo detrás de ellas, la noche parecía desplazarse a través del firmamento como un barco lento. Al rato, el cielo se cubrió de nubes que avanzaban hacia mí; una tenía la forma de un corazón roto y otra la de un rostro que no podía sonreír. Sentía el aire sólido y apenas podía caminar debido al peso de toda esa masa de espacio que había sobre mí, así que decidí sentarme a oír los pájaros. La brisa movía las hojas de los árboles que parecían rezar. Dos leones de piedra permanecían sentados, estáticos, uno a cada lado del puente, aguardando a que sucediera algo. Era uno de esos momentos en los que mi mente se quedaba de pronto vacía y sentía en mi alma el vértigo de la eternidad. Respiré hondo y me sumergí en el murmullo del mundo. Oí el ruido del agua, que seguía su camino, y el agua me habló de las cosas profundas que nunca tienen fin. Aquella noche la soledad había arrastrado consigo todas las esperanzas y las había acumulado en un punto oscuro del horizonte. Me demoré un instante que pareció durar toda una eternidad hasta que reuní en mi alma los sueños de toda la ciudad. ¿Y todo para qué?, recuerdo que pensé, si nunca más va a amanecer… Dejé caer en el alma del río cuatro palabras escogidas con cuidado y el alma del río sonrió, luego el río siguió su curso y aquellas palabras se fueron haciendo pequeñas, se disolvieron en él, y todo formó parte del espacio del mundo y de su transformación eterna. Regresé a mí, despacio, con la tranquilidad que da el haber perdido todo, y recorrí el camino de vuelta a casa una vez más, sabiendo que, a pesar de todo el sufrimiento no había aprendido nada. Y el regreso fue triste, como cualquier regreso, y sentí que había muerto o me había convertido en piedra, o simplemente que todo ese viaje me había transformado un poco más en esa tierra que pisaban mis pies. Eterna tierra que un día se llevará algún viento y se transformará en polvo de estrellas.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Las relaciones

Era muy tarde: estábamos sentados en un banco. Leo se esforzaba en liar un cigarrillo con restos de colillas que había recogido del suelo y un trozo diminuto de hachis. Mientras buscaba un filtro que se le había caído en alguna parte, entre los pies, no paraba de hablar: “...el caso es que me dijo que ya nunca sería como antes, que si demasiada intensidad, que si ella quería una especie de -aquí me pierdo un poco-, amistad corriente, de coleguillas y punto, que si esto que si lo otro... Yo la observaba y no sabía que contestar... Que me mandó a la mierda, vamos. Y yo lo único que le dije fue: estás cometiendo un grave error haciendo esto. Y mientras lo decía me sentía como un gilipollas. Pero ella ni parpadeó. Lo tenía muy claro; así que me fui de allí, y mientras caminaba de noche, solo, por la ciudad, sumido en mis pensamientos y dando vueltas por las calles sin saber adónde ir, pensaba en las relaciones de los seres humanos, en la vida, en lo terrible que es todo... Sólo éramos amigos; no había ningún problema, nada, pero ella no quería esa amistad, ni la necesitaba, y eso es así de fácil, y no hay que darle vueltas. No quería eso y sólo dios sabe porqué. La miré el cuello y ya ni siquiera llevaba aquel colgante que hacía menos de una semana le compré con toda la ilusión del mundo. Ni una semana le había durado en el cuello aquel colgante. Así funciona esto. Total, que se acabó esa historia y pasé de ese maldito capítulo del libro de mi vida y me propuse no volverlo a leer nunca más. Y lo peor de todo es que ni siquiera puedo decir que me doliera. Aquella noche me costaba pensar. No me dolía lo que había sucedido, como otras veces no me han dolido otras cosas trágicas que me han pasado en la vida. Ella era inteligente; era mucho más inteligente que yo, así que ella sabrá porqué lo ha hecho y yo creo que ya no sé sufrir; ¿sabes?, a veces pienso que he perdido la capacidad de sufrir y no consigo que nada me duela demasiado, o tal vez es que ya no distingo lo que es el sufrimiento en medio de tanta basura y tanta infelicidad. Así que lo único que sentía aquella noche era una especie de pena muy grande y muy profunda. Yo hubiera querido sentir un dolor desgarrador, pero no sentía más que pena. Tal vez ya nunca pueda volver a sentir nada. Ni sentir algo de dolor, ni tener una amistad, ni volver a creer en nadie... No sé: he perdido la fe en los seres humanos; y luego hay otra cosa ¿sabes Ángel?; los locos lo estropeamos todo. Puede que esa sea la única verdad que me acompañará toda mi vida. La única respuesta a todo lo que me sucede. Los locos mueren solos... Nadie soporta a un loco... Ángel, tío, líalo tú, que a mí me tiemblan las manos esta noche...”

jueves, 24 de septiembre de 2009

Locos

En la planta tercera del hospital las cosas permanecen extáticas, como si estuvieran flotando sobre un abismo, suspendidas de un hilo que pudiera quebrarse en cualquier instante. El vigilante no dice nada. Abre la puerta y la cierra tras de mi. Camino por el corredor sin mirar a los lados. No necesito mirar: sé lo que hay. A cada lado, simétricos, se abren los huecos que forman las habitaciones sin puertas, y dentro cada habitación, un ser perdido en su mundo para siempre.
Ese pasillo siempre se me hace interminable. Al fondo, a la derecha; por fin llego hasta ella. Está en la cama, mirando fijamente al techo. Saludo, pero no me responde. Algo pasa por su cabeza. Me siento sobre la cama. La observo; me mira fijamente. Al rato su rostro se suaviza y llora. Es tan hermosa. La habitación se llena de murmullos, de gestos sin salida, de muros imposibles de saltar. Nadie es capaz de sufrir como los locos.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Sobrevivir

Se acababa septiembre. Había terminado el verano y Ángel mataba su tiempo leyendo a Jack Kerouak y escuchando canciones del estilo de Knocking on heavens door, con toda esa nostalgia inútil del que deja muchas cosas atrás. Pasaba horas en silencio, observando ese mundo, que se desplegaba ante sus ojos como un espectáculo de infinito misterio que a ratos le alegraba el alma y a ratos le destrozaba el corazón. Un mundo que se movía deprisa, que transformaba a los seres humanos y a las cosas a una velocidad de vértigo, y las alejaba de él, de un modo irremediable y trágico, con cada nuevo amanecer. Más tarde, cuando llegaba la noche y el mal de su alma le impedía dormir, pasaba las horas escribiendo una serie de historias que no interesaban a nadie, ni tan siquiera a él. Hacía años que no escribía nada; nada que pudiera mostrarle su camino o le hiciera atrapar un poco de ese polvo de estrellas del que hablaba Thoreau, cuando buscaba una respuesta en la soledad del bosque en el que un día se había retirado a realizar su sueño. Se acababa septiembre, y Ángel pensaba que toda su vida y su pasado no habían servido para nada, pero todo eso daba igual, mañana escribiría otra historia, y seguiría buscando, como el que trata de sobrevivir a una maldición.

martes, 22 de septiembre de 2009

En un cruce de caminos

Caminó tres días y se encontró con ella. Estaba de pie, en un cruce de caminos. A su alrededor el polvo bailaba una danza de locos con el viento. Él se sentó a esperar. No tenía nada mejor que hacer, así que decidió esperar a ver qué sucedía. La muchacha estudiaba los caminos. Miraba al horizonte, y a ratos parecía que tomaba una decisión, pero luego se arrepentía. Recogió algunas piedras, se sacudió el vestido –llevaba un vestido ligero de verano, de color crema, con dibujos pequeños de rosas rojas, con los bordes pintados con tinta-, él la observaba, y a ratos, sentía como desde el cuerpo de esa mujer llegaba una melodía.
Ella entonces le vio. Sus miradas se cruzaron. Tenía unos ojos claros, repletos de agua de mar, cargados de historias tristes, de preguntas sin respuestas, de despedidas eternas. Él decidió quedarse, hacer un hogar en ellos. Pensó que ya no importaba dónde, que no existían los caminos. Ella le escribió su nombre y le dio su dirección, y luego se despidió. El la buscó tres días, luego trescientos mil, hasta que dio con ella. Estaba de pie, esperando, en un cruce de caminos. Él se sentó a su lado; los dos miraban al mundo, repleto de espacios grandes. Se terminaban las horas y hacía un poco de frío, por un desgarro del cielo llegaba una luna blanca. Yo creo que se querían.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La montaña dieciocho

Atravesó diecisiete montañas para llegar allí. Cuando llegó se encontró con la montaña dieciocho. A ésta le puso un nombre: quería tener la sensación de que había llegado a alguna parte.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Humo

Hay un lugar, detrás de un muro y una reja de hierro, donde se pone el sol y cada hora el silencio se apodera del mundo. Allí acaban las ilusiones y las palabras, y nacen los recuerdos que nos perseguirán el resto de la vida. Ayer pasé de nuevo, después de mucho tiempo, por ese sitio y todo seguía igual que lo de lo dejamos aquella mañana de noviembre. La misma capilla gris, marchita y triste, que aquel amanecer de cipreses callados heló tu corazón. Estábamos allí los dos, desconsolados, mirando aquella columna de humo blanquecino que salía de alguna parte y se llevaba el viento hacia un lugar desconocido. Tú bajaste la mirada, aguantando las lágrimas, y no decías nada. Yo no sabía que hacer, donde meter las manos. Nunca antes de ese día me había puesto un traje.
Llegaron unos coches y un hombre vestido de gris descendió el primero. Colocó una corona a un lado y luego colocó otra. Nadie dijo una palabra, todo el mundo entró en silencio en la capilla oscura. Las coronas de flores parecían ojos enormes que nos miraban y el aire se impregnó de un aroma opresivo de tristeza. Yo sentía en mi corazón que todas aquellas flores habían muerto por una razón absurda, lo mismo que nuestro amigo. Tú mirabas al suelo y no me decías nada y en tus ojos se deslizó una maldición que se quedó a vivir entre nosotros, como una estatua de mármol y de tristeza, toda la vida.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Contar la vida

Más de quinientos relatos y todavía no veo el final del camino. Tal vez el espacio no sea infinito y se sequen un día esas enredaderas que palpitan ahora, encendidas, con este color rojo del otoño, y cubran las paredes de mi casa sin tiempo. Pero aún ahora, en este mismo instante, cuando ya casi terminó el verano, con su viento cálido absorbido por la tierra, y el viento cargado de silencio de la noche me llena de recuerdos y de frío, permanezco a la espera del misterio que llama a las palabras. Las palabras… Gestos para la tierra de un universo mío; un mundo sin vegetación, reseco de felicidad, cubierto de amargura. Contrastes sin principio ni fin, eternos, permanentes, contrastes de la naturaleza humana y espacio secreto de las cosas. Tal vez seas feliz o tal vez no, o en tu desesperanza, tal vez me llames alguna madrugada y me pidas que vaya, diciendo la palabra mágica que funcionaba siempre en el pasado. Todo eso da lo mismo: más de quinientos relatos y no se ve el final. Cada palabra arrastra otra que la transforma y la convierte en frase, cada frase una historia, cada historia una nueva decepción, y cada decepción, es sólo un caer y levantarse, el comienzo de la lucha de un día por contar, sólo el instante extraño, la magia de la resurrección del hombre ante el fracaso, pero para contar debe querer contar la vida, y la vida no es mas un gran vacío que uno debe llenar de historias.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

De noche, en la soledad del lago

Yo conozco esas cosas que pasan por el alma de los seres humanos. Veo sus dioses y siento sus demonios. Conozco sus vidas y comprendo sus muertes, y todo es tan triste y desolado en su existencia como contemplar desde el suelo el vuelo pausado de esos pájaros que pasan en bandadas, en la puesta de sol, muy lentos, regresando a su tierra al acabar el verano. Un viaje al principio, al eterno retorno a las fuentes de toda existencia, que realizan dormidos, destemplados, febriles, sobre el cable que cruza el abismo... Guardé mi cuaderno en el bolsillo. Caía la tarde y toda la soledad del mundo se fue a posar en la laguna. El agua cambió de color y ahora se la veía oscura. La brisa era como una mano invisible que dibujara rayas sobre la superficie. Se terminaba el día y el mundo entero se disponía a recogerse y dormir, tal vez un poco estremecido ante la inminencia del fin de otra estación. El tiempo se marchó también, despacio, camino de su hogar en algún lugar recóndito del firmamento y a mí no me quedaba ni una sola razón para existir sobre esta tierra. Cerré el cuaderno, me senté con la espalda apoyada en un árbol y vi salir, una por una, todas las estrellas. Recuerdo que me ardía el corazón. Sentía en su interior como un dolor extraño, caliente, apasionado, triste. Probablemente era mi alma, que andaba luchando con la muerte.

martes, 15 de septiembre de 2009

Todo el silencio

Todo el dolor del mundo encerrado en unas cuantas palabras. Cuánto silencio hace falta para escribir una sola de ellas y conseguir que suene como algo verdadero. Escribir no es sencillo, se necesita haber sobrevivido a un largo viaje: un viaje a los infiernos de la vida, a sus cielos y muertes, a sus soledades, destierros y pérdidas. Pérdidas que nunca se podrán recuperar. Incomprensibles, absurdas pérdidas que dejan agujeros negros en el alma. Espacios de oscuridad que se tragan cualquier intento de alegría. También es necesario haber atravesado el triste escenario de la derrota. Derrotas en los campos de fuego del amor, en los cielos dichosos de una lucha por esa libertad que hiciste para ti, a tu manera, como el que se hace una casa de ensueño a su medida. Tempestades y luchas… Todo para saber que la única respuesta es que no existen respuestas, que no existen preguntas, que no hay nada especial que hacer más que escribir, porque en eso se basa ahora tu vida. Lo que eres, lo que has sido, y lo que te hará seguir siendo si ese dolor del mundo no acaba un día contigo. Y sin embargo, nada de eso importa ya. De pronto, un día te despiertas, comprendes que vives sólo para escribir, creces para escribir, sufres para escribir, y todo para recibir únicamente a cambio un espacio vacío de silencio. Todo el silencio del mundo en unas cuantas palabras que no consiguen decir nada. ¿Porqué escribir? Respuesta: uno también se puede enamorar de ese silencio.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Instante

El viejo había dejado atrás el mundo de los hombres y ya no amaba nada, ni existía para él ningún apego que pudiera retenerle sobre la faz de la tierra. Había caminado durante doscientos cincuenta y ocho mil días, y en ese tiempo había alcanzado los confines del universo. Recorrió ese camino sabiendo en lo más profundo de su corazón que no hallaría una respuesta; sin esperanza ni desesperación, sólo haciendo camino. Hoy en su caminar, de pronto, el viejo se ha detenido. Su mente y su corazón han muerto. Ahora va a amanecer: el universo espera. El mundo deja de respirar mientras el viejo lava sus pensamientos en el río.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Una historia

Mientras dormía, el mundo y las cosas se fueron perdiendo irremediablemente en el pasado. El hombre atravesó los campos camino del puente de piedra. Llegó cuando empezaban a apagarse las últimas estrellas y una vez allí permaneció de pie, escuchando. Abajo se oía, lejano e irreal, el murmullo del río. El puente tenía un aspecto inquietante como si pesara sobre él la historia de algún suceso terrible y desconocido. Faltaba poco tiempo para que comenzara a amanecer pero aún no había demasiada luz en la bóveda del cielo. El hombre recordó la historia. Una historia que ahora era la historia de su vida.
Avanzó muy despacio sobre el puente de piedra. Ya casi empezaba a amanecer y llegó hasta él el canto de algunos pájaros que alborotaban desde la oscuridad del bosque. El hombre caminó hasta la mitad del puente. Allí se paró un instante. Miró a su alrededor, se asomó sobre el muro de piedra, respiró hondo y se lanzó al vacío. En ese instante las cosas se fueron perdiendo irremediablemente en el pasado, el hombre sintió como un retroceder del tiempo y nunca despertó del sueño.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Desde el olvido

El anciano acababa de cumplir noventa años y hacía mucho que no hablaba con nadie. Sólo aquel día salió de su silencio habitual cuando la enfermera le entregó el sobre. Lo abrió y leyó la carta varias veces. Junto a la carta había un par de fotos. Las miró mucho tiempo; luego pidió una hoja de papel y se puso a escribir.

Querida niña, mi pequeña. He recibido tu carta… Me dices que has cumplido sesenta y cuatro años… No puede ser: no puede haber pasado tanto tiempo. Seguro que estás equivocada. Me alegro que estés bien. Tus hijos parecen muy fuertes y la casa es preciosa. Sigues tan guapa como siempre… Tienes la misma luz en la mirada… ¿Cómo has dado conmigo? Bueno, da igual. Todo va bien, ya ves, yo sigo siendo el mismo, y te sigo queriendo…

El anciano miró por la ventana. El verano acababa. Otro verano más, pensó, y se quedó dormido. La enfermera guardó la carta que había comenzado a escribir en el cajón, junto a las otras cartas.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Una mañana

Aquella mañana estaba desayunando una tostada con mermelada de arándano o de grosella. No lo recuerdo bien. Lo que sí que recuerdo con toda claridad es que miré por la ventana y en la orilla del mar, allá donde la arena se veía húmeda aún, se había posado una bandada de gaviotas. Pensé que aquel lugar no estaba mal. Había llegado allí después de dar un buen montón de tumbos por la vida. Tenía setenta años y estaba cansado de vivir. Desde hacía mucho tiempo lo único que hacía era escribir, pasear en las puestas de sol, rumiar recuerdos del pasado y soñar con un futuro diferente en busca de un detalle que le diera sentido a este maldito esfuerzo de continuar viviendo cada día. Nunca encontraba nada.
Aquella mañana estaba desayunando una tostada con mermelada de arándano o de grosella, no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo con toda claridad es que a las diez en punto exactamente, aquella bandada de gaviotas levantó el vuelo y apareciste tú, con un pequeño bañador a rayas, buscando conchas en la arena, y yo, no sé porqué, dejé aquella tostada a medias, crucé la playa, fui hasta donde estabas, y me puse a charlar contigo.

martes, 8 de septiembre de 2009

En la esquina de tu universo

Un día fui a buscarte a una esquina del universo. Vivías en un país encerrado en un muro. Para llegar a ti crucé puertas de hierro, vallas interminables, campos de espinas. Caminé tanto tiempo que olvidé mi pasado y las cosas normales que hacían los seres humanos. En mi viaje crucé fronteras imposibles, tierras resecas, pueblos que padecían la maldición de un hambre atroz. A cada lado del camino, a lo largo de miles de kilómetros, contemplé los rostros del horror. Rostros que clamaban justicia en medio de la desolación. Mis zapatos pisaron el polvo de mil suelos minados, de lugares en guerra, y observé aquellos cuerpos inertes que miraban al cielo, de ese modo insistente y absurdo, como si le pidieran a alguien una explicación.
Pasé muchos años así, caminando hacia ti, en mitad de esos campos desiertos, en mitad de esa vida sin vida, de ese mundo de muerte, de ese espacio salvaje y atroz. Sin embargo, nunca perdí la fe ni la esperanza. Donde iba, surgía de la miseria tu recuerdo, y al final del camino siempre esperabas tú, con tu piel y tus ojos, con tu rostro y tu risa. Sólo tú, tan perfecta, en el caos de este mundo, en tu esquina perdida de algún universo. Esta noche, a pesar de los años, a pesar del cansancio, todavía camino hacia ti.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Siete infiernos

Siete infiernos no son nada si tengo que cruzarlos para llegar a ti. Cae la noche y los reflejos de las luces se mueren en los charcos. La mujer china llora en su esquina. Desolación de una pobreza de la que no escapará nunca. ¿Porqué no se puede cambiar ningún pequeño aspecto de la vida? Es de noche y en el escenario de la ciudad, las cosas no son lo que parecen: el negro ciego se pierde entre las brumas de la droga. Ahora es un zombie; su alma se ha ido para no regresar. No hay nada que pueda preocupar a esa mente dormida. La anciana se afana en recoger sus cosas entre un montón de cajas de cartón. Restos de lo que es su pesadilla. No queda nada ya de sus días pasados. Sus manos, cubiertas de mugre de cien días, son lo más expresivo de su cuerpo. Hay mala gente aquí: ahora se acercan dos. Llevan el diablo en su mirada. Mal vino, mala sangre. Peleas de mal beber, botellas rotas. La policía pasa. Al otro extremo un par de corazones solitarios hacen las paces bajo la luz de una farola. Dos lesbianas se pegan dentro de un coche. Se pegan de verdad, con saña y desesperación. Una es mulata, la otra una niña pija descarriada. El coche es un deportivo plateado. Pienso que ese coche es como un gran pez, un tiburón gigante. En las tripas del pez se siguen pegando las lesbianas.
Sufrir no lleva a nada, pero hay cosas que me superan. La china llora en su esquina. Vuelan papeles. Se ha levantado viento, no se ven las estrellas. Siete infiernos no son nada si tengo que cruzarlos para llegar a ti, pero debo reconocer que me he perdido entre la sordidez de esta ciudad oscura y ya no soy capaz de encontrar el camino. Busco a mi alrededor algo que me recuerde a ti. ¿Cuánto hace que te busco? La china no deja de llorar: llora toda la noche.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Parado en la esquina

Esperó, parado en la esquina, observando a la gente. Esperó hasta que ya no quedó nadie. Luego, en el mundo vacío, dejó pasar aún más el tiempo. Era extraño ver como la noche avanzaba, se cubría de nombres, de recuerdos. Era extraño comprobar como, dentro de cada forma, existía un lugar; como dentro de cada imagen habitaba una vida, como dentro de cada gesto se escribía una historia. Parado en la esquina de su mundo vacío caminó sobre el cable que cruzaba el abismo y así, poco a poco, se fue desprendiendo de su identidad. Y el silencio y la nada completaron las horas y el sol ascendió por las fachadas e iluminó los balcones, la acera, los nombres, y más tarde también pasó de largo, saltando entre los tejados, con su luz juguetona, y de nuevo se puso, y se hizo la oscuridad hasta que ya no quedó nada sobre el juego del mundo. Parado en la esquina del tiempo, el anciano se olvidó de sí mismo, de su vida y las cosas, del dolor de existir y la desolación que le había supuesto estar muerto en vida. Se olvidó de sufrir y empezó su camino: el regreso constante a lo eterno, al principio-final, donde nacen y mueren las cosas en el mismo momento.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Noche de luna

Esta noche hay una luna que ocupa todo el cielo. Bajo ella, no sé muy bien porqué, el mundo parece más pequeño. Flotan en la penumbra un mar de cosas, preguntas sin respuestas, tristezas que ha depositado la marea. Ha refrescado un poco, casi hace frío. Es la primera sensación de frío del invierno. Miro hacia atrás, trato de distinguir mis huellas, pero el viento ha borrado los recuerdos. No hay camino, ni senda, ni siquiera la línea imaginaria de un horizonte tranquilo al que poder dirigirse. Las cosas se han dormido; los rostros, las palabras… Todo el pasado me espera acurrucado tras la esquina de la desolación. Cada cosa en su sitio, cada mundo en su tiempo, y al fin, fuera de todo mundo, el retornar de mi alma al vacío, un vacío sin esperanza, un viaje sin fin y sin retorno. Ahora ya lo sé, mi alma comprende: no queda ya un lugar adónde dirigir mis pasos, tan sólo un mar de hielo interminable y la espera tenaz de caminar sin rumbo hasta que todo acabe.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Preguntas

Siempre la misma pregunta, murmuró entre dientes. Tenía la boca seca. Doscientos metros más abajo, allá donde acababa la empinada ladera, comenzaba un valle por el que en otro tiempo había discurrido un río. Soltó los frenos y al instante la bicicleta cogió velocidad. Se dejó caer dejando tras de sí una gran nube de polvo. La amortiguación delantera gimió al rebotar entre las piedras. Tiró del manillar y enlazó un par de saltos con fluidez; era como bailar con la montaña. Sonrió al ver como, a pesar de los años, aún era capaz de disfrutar con estas cosas como si fuera un niño.
Al llegar al fondo del valle paró y un golpe de calor lo envolvió de repente. Allí, en el cauce seco del río, entre los cortados de tierra, sintió que estaba en un desierto. La vida es un desierto, pensó, vivir es como atravesar un gran desierto, y comenzó a pedalear para salir de ese lugar cuanto antes.
Cinco horas después seguía pedaleando. Tenía la boca seca y le pesaban las piernas. Frente a él, el sol se ponía tiñendo de colores cálidos el cielo. El mundo era un lugar extraño; hermoso, inexplicable y al mismo tiempo triste. La soledad de aquel lugar era aplastante. Pronto se haría de noche y debía pensar en tumbarse en algún sitio y descansar un rato. Mientras avanzaba, la imagen de una mujer volvía una y otra vez a su cabeza. ¿Dónde estará en este momento? Aún la quería, después de tanto tiempo. Ahora ya era muy tarde para continuar, no había luna, la oscuridad impedía ver el camino, y en el cielo brillaban las estrellas. Nunca se cambia, pensó, da igual adónde vayas, las preguntas que no te puedes responder, te siguen siempre.

martes, 1 de septiembre de 2009

Rendirse

Estaba claro: había que rendirse a la evidencia. Yo la quería. La quería con toda la fuerza de mi desesperación: quería cada centímetro de su piel, quería cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, la forma en que pensaba y la forma en que vestía, sus ojos, su mirada, la forma de sus pies y de sus manos. Amaba sus virtudes y amaba sus defectos. Debía aceptar aquello. Había estado engañándome todo ese tiempo, pero ahora, de pronto comprendí que era inútil seguir fingiendo, ocultándome a mí mismo mis propios sentimientos. Era imposible no dejarse arrastrar por todo eso que bullía dentro de mi aturdido corazón. Me había enamorado sin remedio. Vivía sólo para quererla. Desde hacía algunos meses ella era el centro de todo mi universo. ¿Qué iba a hacer ahora que se había marchado para siempre? El mundo se había convertido en un lugar vacío y hasta el hecho de respirar el aire de aquella primavera me dolía. Todo me recordaba a ella. Cada rincón de la ciudad, cada brizna de hierba... Mientras tanto, a mi alrededor, el mundo seguía interpretando su hermosa melodía; los jóvenes, los viejos, todos vivían sus vidas, tan sólo yo andaba perdido. Sólo y perdido eternamente, en medio de un desierto, observando a la gente desde la soledad de mi pequeña barca embarrancada en la arena infinita de mi vida, y sin embargo sentir toda esa sensación... Era terriblemente hermoso volver a comprobar que, ahora, de pronto, todo este mundo absurdo podía llegar a tener un sentido. Aquel amor le daba explicación a cada cosa. Vivía para hacerla feliz, no había nada más fuera de ella. Comprendí que había que resistir, hacerse fuerte y luchar por cada minuto de la vida. Seguir luchando con todo el corazón. Los milagros suceden, me decía.
Yo la quería, la quería con locura, la quería con desesperación, me había enamorado sin remedio. Un par de horas después ya estaba en el camino. Tardaría mucho tiempo en dar con ella. Tal vez un año o dos, tal vez toda la vida. Sólo sabía su nombre y que se dirigía a algún lugar del sur. Me dirigí hacia el sur. El sur no es demasiado grande, me decía, cuando uno busca a la mujer que quiere con toda el alma.

lunes, 31 de agosto de 2009

En la quietud de la tarde

En la quietud de esta hora de la tarde te recuerdo. Los árboles duermen en paz, unos junto a otros, y un murmullo de sueños se extiende por el bosque. No llega hasta este sitio el olor de tu piel en el pasado, y se pierden en un olvido extraño las palabras de amor que te escribí aquel día. Pasan los meses y la distancia se hace más y más grande. Ya no parecen hermosas las estrellas y sin embargo todo esto también debe tener un fin y algún sentido. No queda mucho tiempo ya, los árboles me dicen que el otoño se acerca muy deprisa, y muy pronto veré como desaparecen bajo un manto de soledad los prados verdes. Hay un sendero que asciende entre la nieve. Un sendero de olvido, donde uno apenas recuerda lo que fue, tan lejos queda todo ya, tan lejos, tan abajo. Esta tarde la niebla cubre cualquier respuesta. Atrás sólo dejo paisajes desolados, sentimientos en ruinas, gestos que han perdido aquella frescura del pasado. No llores, corazón, no pares junto al río, camina sin cesar siempre hacia arriba. Se acabarán las nubes algún día, regresará aquel sol lleno de vida.