jueves, 29 de enero de 2009

La señora Matilde ha salido a cenar

La casa está vacía, no queda nadie. Un chasquido metálico cruza el cuarto de estar donde un pequeño radiador eléctrico se enfría. Es de noche: la casa está a oscuras. En la mesa camilla sólo hay una revista antigua. En la portada sonríe una princesa el día de su boda. Destacan en la oscuridad sus dientes blancos.
El silencio parece total pero si uno se para en el pasillo, contiene la respiración y escucha atentamente, oye como de la cocina llega el clic, clac, del gotear de un grifo. Gota a gota, se llena la taza que hay dentro de la pila. Al otro lado del tabique, a ratos, suena la maquinaria del ascensor antiguo que aún conserva un asiento de madera con restos de su tapizado original de terciopelo rojo. Al otro lado de la pared que da a un patio interior, por una cañería, se oye caer el agua cuando alguien tira de la cisterna en los pisos de arriba.
Pasa el tiempo: de alguna parte llega un olor pesado que inunda las habitaciones poco a poco. Es un olor mezcla de soledad y verduras cocidas, de misa de la tarde, de orines y rezo del rosario. Es un olor a muerte agazapada, a muerte oscura, que espera su momento.
Es de noche, la casa está vacía. La señora Matilde ha salido a cenar al bar de enfrente. Por el ventanuco entreabierto del baño entra un frío mortal. Si uno se fija bien puede ver en el cielo brillar alguna estrella.

miércoles, 28 de enero de 2009

Finales

Llegó hasta mi lado, se paró un instante, y me miró sin verme. Esperó el momento propicio y cruzó la calle caminando deprisa. Como una exhalación sorteó los coches y se hundió en la corriente de paraguas y abrigos que anegaba la acera de enfrente.
Era ella, ya ves, después de tanto tiempo. Me quedé pensativo: no había cambiado nada. Seguía teniendo la misma figura esbelta: alta, delgada, con sus inmensas, perfectas, interminables piernas, enfundadas en unas medias negras.
No parecía haberle ido mal. Iba muy bien peinada, llevaba unos zapatos caros, un abrigo de marca, un maletín de piel y un bolso de diseño. Quizás había perdido un poco el brillo de sus ojos y su sonrisa; parecía la misma, pero también no parecía ella.
Volví a colocar junto a mi cuerpo el pequeño cartel que ella había tirado con su pie sin darse cuenta, y de nuevo extendí la mano. Suspendido en el aire permanecía su olor. Ya no recuerdo su marca de colonia. Hace ya tanto tiempo de eso, o tal vez no, quizás no hace tanto tiempo. No sé. Lo he olvidado. Una anciana se agachó un poco y me dio una moneda. Gracias -le dije. Una niña iba cogida de su mano. La niña preguntó: ¿abuela, por qué le das dinero a ese señor?
Está malito y no tiene trabajo -respondió la anciana-. Y las dos se fueron calle abajo.

martes, 27 de enero de 2009

Hastío

Era una noche del mes de enero. Iban en un autobús. Debían tener más de setenta años y no había que ser un gran observador para entender que llevaban mucho tiempo casados. Tras de mi, un joven se levantó de un asiento y la mujer empujó a su marido, bruscamente, apartándole a un lado, para ocupar el sitio libre. El hombre, que iba sumido en sus pensamientos, no se dio cuenta y dio un traspiés. Su esposa le agarró de un brazo. Mientras tanto otra persona había ocupado el asiento.
-¿Qué haces? –dijo el hombre-, casi me tiras.
-¿Qué, qué hago?, –respondió la mujer, poniendo un gesto hosco y girando la cara hacia la ventanilla-, iba a sentarme.
-Perdona, no me había dado cuenta –repuso el hombre.
La mujer, sin mirarlo, con un gesto de asco en los labios murmuró:
-Tú nunca te das cuenta de nada.
El hombre regresó a sus pensamientos.

lunes, 26 de enero de 2009

Ayer te volví a ver

Era a primera hora de la tarde. Tú mirabas distraída hacia ninguna parte. Parecías un poco triste sentada allí, sola entre aquellos libros.
Yo pasé junto a ti y me quedé observando. Te escribí cuatro líneas en mi cuaderno. Me acerqué y te dije: ¿sabes? Te he escrito una poesía.
Léemela –respondiste. Y yo leí:
.
Esta tarde he pasado a tu lado
y me he llevado
tu sonrisa conmigo
para siempre.
.
¡Qué bonita! –dijiste-. ¡Muchas gracias!
Y volví a contemplar tu sonrisa.
Ayer te volví a ver y recordé ese día. Ya ves, aunque has cumplido ya ochenta y dos años sigues siendo aún la más bonita.

domingo, 25 de enero de 2009

Un mundo

Puede que un día, después de muchos años, cuando mires atrás ya no recuerdes. Y la vida de pronto, haya perdido aquel color de trigo, tierra y sol, que tenía cuando las cosas existían de un modo exacto para ti.
Puede que un día, después de muchos años, cuando mires atrás ya no recuerdes, que tú también tuviste tu momento, en el que fuiste el dios pequeño de tu propia creación, que amaste cada cosa, desde el amanecer hasta la noche, y aunque ya no recuerdes que ella tuvo unos ojos, un rostro, un nombre, y unas manos que iban cogidas de tus manos, no te preocupes, piensa que todo tiene un tiempo, que el ciclo de la vida no acaba con la muerte, que el paso por la tierra no es más que un pequeño viaje camino de la eternidad.
Y aún suponiendo que ni la eternidad fuera real, que no fueras ni siquiera ese grano de polvo y de energía, también dará lo mismo. Hiciste tu camino y todos aprendemos sobre la marcha. La vida es un misterio, la muerte aún más.

No te dejes llevar

No te dejes llevar por el viento de la desesperanza, porque en todo momento hay un cielo escondido, a la espera. No te dejes llevar por la melancolía, por los viejos recuerdos, por el miedo a perder o por esa derrota. Sé fuerte y espera. Resiste al dolor de vivir porque todo ha de regresar a su momento. Aquel en que la perfección llenó el paisaje y tú eras el centro y el color de cada cosa.
Recuerda sólo esto: donde todo parece terminar empieza la esperanza de lo desconocido. El lugar donde cada sueño se cruza en un punto misterioso y perfecto con la realidad.

jueves, 22 de enero de 2009

Todo regresa

Todo regresa si eres capaz de esperar lo suficiente, pensaba en lo más profundo de su corazón el profesor Lassere. Y mientras lo pensaba dedicó su vida a aprender a pensar, a sentir y a vivir con toda el alma.
Pasaron los años y nada especial pareció suceder en su vida, pero, sin que él se diera cuenta, de un modo abrumador, el tiempo iba cambiando las cosas a su alrededor, y ella no regresaba.
¿Que deseaba? Nunca lo supo. ¿Que esperó de la vida, que buscó, que quería en el fondo de su alma? ¿Qué anhelaba con todo su corazón? Nunca llegó a saberlo. Ella fue lo único real. Después de aquello, indagó en todas partes, adoró a falsos ídolos, buscó la verdad en los profetas y en muchas religiones diferentes, leyó miles de libros, estudió las verdades profundas que forjaron el pensamiento de los pueblos. En su camino conoció infinidad de maestros, pero siempre, al cabo de un tiempo, se decía a sí mismo: “esto no es lo que busco”, y se iba a otro lugar cargado con el peso de su nostalgia. Se sentía incapaz de encontrar una mínima paz para su espíritu y la angustia por el paso del tiempo hacía mella en él.
Así fue su vida y así transcurrió. Lo más que llegó a entender es lo que nunca quiso ser, pero eso tampoco era un remedio para esa gran tristeza que había anidado en su corazón. No llegó más allá. En su camino hizo mucho bien. Todos pensaban de él que era un sabio, pero él sabía que había fracasado en su búsqueda de la última verdad que diera una razón a su existencia.
Un día comprendió que ella nunca regresaría, que no era cierto aquello de que todo regresa si eres capaz de esperar lo suficiente. Un día comprendió que no siempre se cumplen los deseos, que existe un destino inexorable del que uno no puede escapar.
Hoy me ha llegado una carta. Ella me dice que un día regresó, pero el viejo profesor ya había muerto.

miércoles, 21 de enero de 2009

Mientras duermes

Llora un niño allá donde el horror lanza su aullido desgarrado al cielo
donde la soledad reseca el aire con un humo siniestro
llora un niño donde gritan las armas
y el fragor de fuegos encendidos consume la última esperanza
llora un niño
entre las casas derruidas
en la mezquita arrasada
en el viejo mercado ahora vacío
tirado sobre el cadáver de su madre
llora un niño
mientras tú duermes.

martes, 20 de enero de 2009

La inseguridad de los gatos

Desesperado, el pequeño ratón corría de un lado para otro, en un intento vano de encontrar refugio. Los cuatro gatos le observaban con esa mirada intensa tan típica de ellos. De vez en cuando, uno se adelantaba un poco, y de un zarpazo, hacía rodar al ratoncillo. Pequeñas manchas de sangre iban cubriendo el suelo. Los gatos estaban bien alimentados. No había necesidad de hacer aquello. Con el tiempo, nosotros, los ratones, nos dimos cuenta de que sólo querían demostrarse unos a otros que aún eran gatos, y no gordas mascotas castradas por sus dueños.
Sus dueños; esos seres humanos de los que habían copiado ese comportamiento.

lunes, 19 de enero de 2009

Ya nada es

Esta tarde, mientras caminaba entre las estanterías de un supermercado, de pronto, he vuelto a ver ese bollo de mi niñez que ya había olvidado. Me he comprado uno y me he venido corriendo para casa. A solas, en mi cuarto, lo he desempaquetado con cuidado, despacio, tratando de hacer que la experiencia se prolongara el mayor tiempo posible. Lo he tenido en mi mano un momento, lo he olido, lo he mirado, y luego le he dado un buen mordisco, como solía hacer cuando era pequeño, e igual que entonces, al instante, un golpe de sabor me ha alcanzado el cerebro. Azúcar, chocolate, huevo, cacao en polvo, nata, un toque inconfundible de licor y ese punto de mermelada que se queda pegado al paladar. ¡Dios de mi vida! Todo seguía allí, bajo ese chocolate. La casa abandonada, las vías del tren que ya habían quitado, la cabaña en la higuera, la puerta de color verde del edificio en ruinas del colegio, la cabellera de aquella niña pelirroja que me escribió: “te quiero” en un papel y luego se marchó corriendo calle abajo...
En esos pensamientos y muchos más estaba yo enfrascado cuando me ha dado por pensar si realmente ese sabor era de mermelada de moras o de fresa. Entonces he buscado el papel y he leído la etiqueta: jarabe de glucosa; emulsionante: E322, E-471, E-477, E-470a, E-475, gasificante: E-450 ii, E-500 ii, estabilizante: E-422, E-410, E-407, E-1442, E-1422, conservante: E-200, E-202, colorante: E-124, E-150... Y así he seguido, perplejo y aterrado, hasta casi acabar con el abecedario.
El resto de la tarde lo he pasado a base de Álmax y de bicarbonato. Tal vez sea aprensión, no sé, tal vez sea tristeza. Ya nada es lo que era. Con la historia del bollo estoy pasando una crisis profunda, de cuidado. Esta tarde, definitivamente, creo que he enterrado el último recuerdo dulce de mi infancia.

domingo, 18 de enero de 2009

La magia de las bicicletas

Esta mañana, de nuevo, después de algún tiempo, me he dejado arrastrar por la magia de mi bicicleta y he vuelto a sentir el aire en la cara y esa sensación especial de libertad. Tenía ganas, ya lo creo, y ahora lo estoy pagando. Me duelen las piernas y estoy molido. Han sido casi ocho horas de paseo en un día frío, pero con sol.
Una de las muchas cosas que me gustan de la bicicleta, además de que relaja el espíritu y te hace ver las cosas con una perspectiva diferente, es que para mí es uno de los mejores sitios para pensar. Cuando decido desconectar de todo y salirme del mundo, me subo en mi bicicleta y me voy a cualquier parte. No necesito ir lejos, muchas veces ni siquiera salir de la ciudad.
Hoy he atravesado la ciudad –ese bazar de caos y desconcierto-, y sus alrededores, he ido de acá para allá, sin rumbo, solo con la intención de respirar el aire helado. En mi paseo he parado en un montón de parques diferentes, la mayoría desiertos a esa hora fascinante en la que, de pronto, todo el mundo duerme y las calles se quedan desiertas, justo después de la hora de comer -en la ciudad todo el mundo hace lo mismo a la misma hora-. En esos momentos he descubierto rincones maravillosos donde la ciudad no parecía ser la ciudad que todos conocemos. Bosquecillos escondidos, fuentes que no utiliza nadie, estatuas olvidadas que nadie ve al pasar, praderas de hierba en la penumbra, plazas desconocidas por las que nunca pasó el tiempo...
Me gusta descubrir así el mundo que veo cada día, y comprender que no hay un sólo mundo, que hay millones de mundos diferentes a la espera, y que todos tienen un colorido y una profundidad que depende de tu estado de ánimo y de tu compañía. Me he parado a comer un bocadillo junto a mi bicicleta bajo la atenta mirada de un grupo de cotorras que me contemplaban posadas en la rama de un árbol. De vez en cuando, una o dos de ellas, me gritaban alguna barbaridad, como fulanas obscenas o locas desmelenadas. Un gorrión muy joven se ha posado a mi lado, tan cerca, que he podido apreciar cada matiz de color de su plumaje. Ocres, siena, tonalidades de marrón, grises, imperceptibles reflejos plateados... Colores de la tierra, del barro y de todo lo pequeño, colores de lo mínimo que enlaza con lo grande en el círculo infinito de la vida. Mientras lo contemplaba he sentido que en el frágil y diminuto cuerpo de ese gorrión se encontraba la fuerza y el misterio que da origen a todos los fenómenos del universo, a la supervivencia eterna de lo que existe, al milagro tremendo y fugaz de vivir y de ser. A todos nosotros y a todo lo nuestro, lo que amamos, lo que deseamos, nuestros sueños y anhelos más profundos. Todo eso he visto en el pequeño cuerpo de un gorrión bañado por el sol en un día claro de invierno.

jueves, 15 de enero de 2009

Se desnudó la luna

Era ya tarde. Sobre la arena alguien doblaba la esterilla del cielo, y quedamos sólo nosotros dos junto a un par de estrellas que parecían esperar algo del firmamento. Tú eras tan joven que aún no tenías ni siquiera un pasado, y yo había embarrancado en aquel bar en ruinas, junto al mar.
Hablamos de lugares remotos perdidos en la selva, de gentes, de viajes. Te conté que quería hacer de mi vida una novela -yo tenía entonces diecisiete años y nunca había leído una novela-. Tú querías ser la mejor bailarina de ballet. Y pasaron las horas y subió la marea, y bajo esas estrellas, entre olas y arena, se desnudó la luna y se bañó con nosotros en el mar. Nos quisimos durante toda aquella noche, de un modo perfecto, exagerado, especial, como sólo se puede querer a esa edad.
De pronto, esta noche, ya ves, en mitad de una luna de invierno, un golpe de mar me ha traído a los labios un recuerdo de ti. El sabor de la sal en tu cuerpo, el capazo de mimbre, tu melena, tus chanclas, tus gestos, el olor de las algas y esa forma como te despertabas, diferente y eterna, a cámara lenta, junto a un fuego atizado de brasas y sueños que nos daba calor.

miércoles, 14 de enero de 2009

Ella y él

Ella tenía veintiséis y decidió que era un buen momento para saltar sin red. Él deseaba sentir aquella vieja sensación de no tener suelo bajo sus pies. Ella vivía una mañana eterna. Él no esperaba nada. Y el azar y el destino, quiso jugar con ellos la partida, y en aquella tirada salieron las cartas marcadas. Y los dos se encontraron de pronto escarbando en la tierra de algún cementerio y se hicieron un plato de arroz con sus viejas tristezas, con amor, con ceniza y con sal.
Ella tenía veintiséis y cada día pintaba un mar en el desierto. Él hizo su equipaje y la siguió. Y pasó mucho tiempo y los dos, sobre el agua de arena, construyeron un barco que pudiera aguantar temporales eternos, y juntos escribieron mil sueños sobre islas perdidas, sobre mundos extraños, sobre noches sin fin.

martes, 13 de enero de 2009

¡Viejo de mierda!

Aquel día se había levantado antes de amanecer, y sin tomar siquiera su taza de café, había cogido el bastón, había bajado la escalera, y había salido del portal. Aún era muy temprano -no sabía la hora porque había olvidado su reloj en la mesilla-. Tomó un autobús y después otro. Al cruzar una calle un coche le asustó. El conductor gritó: “¡viejo de mierda, cruza por el paso de cebra! Más tarde paró un taxi y llegó a una estación. Sacó un billete, se subió en el primer tren que encontró, y una vez dentro del vagón durmió profundamente.
Se despertó cuando llegaron a Lisboa. Era de noche. No recordaba nada. No conocía la ciudad. Se limitó a pasear por las calles desconocidas hasta que, hambriento y agotado, se quedó dormido en un banco.
Ahora se ha despertado. El cielo tiene un color rojo escarlata. ¡Qué hermoso! -murmura, entusiasmado-, pero al instante nota que tiene mucho frío. No sabe si amanece o si se pone el sol. Soy bobo –dice, y baja la cabeza-. De pronto, ya no quiere mirar al cielo. Una angustia profunda se apodera de él. Se encuentra en un paseo junto al mar. No sabe donde está. Mira a su alrededor, no se ve a nadie.

lunes, 12 de enero de 2009

Y aprender a volar

Ella, muy despacio, alargando la tarde entre copas y vinos, me contó su pasado y su historia y luego me dijo: “escríbeme algo”. Esto es lo que he escrito:
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Cuando la casa ya no es ni una cueva aceptable donde pernoctar, y el espíritu no aísla del frío, y la noche comienza y termina en una río de hielo y de soledad. Cuando los ojos se vuelven dos cristales rotos, y el dolor agoniza a deshoras, y el tiempo y la vida se hacen esperar. Cuando no hay solución, ni pecado. Ni bebida, pastillas o encuentros. Entonces, amiga, ha llegado el momento indicado de dar forma a esos sueños sin tiempo y empezar el camino que lleva de vuelta al lugar donde habita todo corazón. Y sacar esa vieja maleta, olvidada y cubierta de heridas, que desea marcharse y aprender a volar.

sábado, 10 de enero de 2009

M50 - ¿Es que nadie sabe que estamos aún aquí?

Es viernes, nueve de enero del año 2009. Parado con su furgoneta en la M50 desde hace cuatro horas, un joven, vestido con un mono azul, se entretiene haciendo un muñeco de nieve en el arcén. Alrededor de nosotros sólo se ve un laberinto de coches y camiones parados hasta donde alcanza la vista. Le observo mientras el muñeco de nieve va tomando forma y altura. En la radio, nuestros políticos de izquierdas y derechas enumeran los miles de efectivos que han desplegado para paliar los efectos de la nevada.
Espero una hora más y me bajo del coche. La gente camina de un lado a otro. Charlan entre ellos. Pregunto a un camionero si ha oído algo por su radio. Me dice que están cortadas todas las carreteras. Este hombre es Polaco. Mira el arcén, señala los tres centímetros de nieve acumulada y se ríe de este país nuestro y de nuestras rarezas.
Pasan las horas y no nos movemos. Esperanza Aguirre dice en la radio que todas las carreteras están abiertas. Sus carreteras, claro, las otras... Me bajo y charlo un rato con un señor mayor que va a Arganda con una furgoneta.
-Nos toman el pelo -dice-, si es que nos toman el pelo, pero claro, como nunca hacemos nada. Eso sí, cuando hay que pagar, nosotros, a pagar. Pagamos por esto, por lo otro, por lo de más allá... Y ellos ¿que hacen con la pasta? Reírse de nosotros.
En un momento de la conversación los dos caemos en la cuenta de que llevamos ya más de cuatro horas allí, de que no hemos comido, de que esto tiene una pinta fatal. Los dos nos miramos desolados. En esta ciudad ya no hay quien viva -digo.
Le escucho desahogarse un rato más y regreso al coche. Unos metros más adelante, encajonado entre un camión y unos coches, hay un hombre con una moto. Los arcenes están cubiertos de nieve helada y aquí ni la moto es capaz de abrirse paso entre esta marabunta de vehículos. Estamos parados cerca de la salida de la autopista de Valencia y el caos es total. Al rato comienzan a moverse algunos vehículos. Todos arrancamos los motores. Nos movemos, pero al instante volvemos a parar.
Escucho todas las cadenas de radio, oigo las noticias de unos y otros. Subo y bajo del coche. Camino un rato (a la vuelta me cuesta encontrar mi coche en este lío, pero, curiosamente, eso ya me da igual). Hablo con dos camioneros, con una mujer que está preocupada porque su hermana ha tenido un accidente.
-Si voy aquí al lado -dice-, a un kilómetro, nada más, y la página web de la DGT decía que no había retenciones.
Hablo con el electricista, con el reponedor de máquinas expendedoras, con el empresario, con otro camionero y todos dicen lo mismo. Nos toman el pelo, nos toman el pelo. Todos miramos perplejos hacia el horizonte. La M50 se extiende ondulada, como un río de coches y camiones hasta el horizonte. Miramos, fascinados, este monumental caos que ha organizado la incompetencia total de los que nos dirigen, de unos y de otros. Los de derechas, los de izquierdas, los de sus carreteras, los de las otras...
Regreso al coche. Son las seis de la tarde, está oscureciendo y comienza otra vez a nevar. Llevo seis horas atrapado en la M50. Empiezo a pensar seriamente que vamos a pasar la noche aquí. En la radio el político de turno dice que ya se ha restablecido la normalidad en todas las carreteras. Curioso, pienso, ¿es que nadie sabe que estamos aún aquí?

Codicia

Era un hombre práctico, emprendedor. Montó una empresa, creció el negocio y el hombre apostó fuerte. Se jugó su futuro y el de sus allegados, lo hizo un par de veces, pero le salió bien. Creía firmemente en lo que hacía. Ganó mucho dinero.
Llegó un momento en que lo tuvo todo, tenía un yate, avión privado, casas, coches y un helipuerto, pero quería más. Quería ese poder del hombre multimillonario. Le gustaba vivir de esa manera. Saberse poderoso le hacía sentirse bien. Pertenecía al grupo de los privilegiados. Supo que era uno más, uno de ellos. Un triunfador, un hombre justo, un hombre honrado. Se convenció de que su empresa era un gran beneficio para la sociedad, se convenció de que todo lo que sucedía alrededor de sus negocios eran daños colaterales, de que el mundo era así, que había ganadores y había derrotados, y que él no podía hacer nada. Él no era el responsable. Eran las reglas del mercado y en el mercado los hombres de negocios siempre querían más.
Esta mañana, de un modo inesperado, el diablo de la codicia ha venido a cobrar. El hombre pedía un poco más de tiempo, que eso de las acciones no fuera de verdad. El diablo le ha mostrado sus sueños y su rostro, su rostro de verdad. Se ha visto envejecido, sin nadie, sin poder. Da igual que aún estuviera podrido de dinero. Lo han encontrado muerto. Se ha suicidado. Qué fastidio -dicen sus allegados-, el entierro será a las seis.

jueves, 8 de enero de 2009

En su mundo

Poseía un genio natural. En cada uno de sus gestos latía la fuerza creadora. Cualquier palabra, cualquier acción o decisión que salía de esa mujer, engendraba una obra de arte o ejercía una influencia inmensa en todo lo demás. Ella era un ser privilegiado; vivía de un modo diferente. Tenía su propio mundo, un mundo fuera de nuestro mundo, y allí existía y habitaba, eterna y brillante en su genialidad. Vivía completamente al margen del resto de la humanidad. Podéis estar seguros: nunca vi a nadie flotar así sobre las cosas.
Junto a ella siempre estaba el conocimiento, a su lado siempre había miles de cosas que aprender. Nunca cesaba aquello. Era un mágico ser inagotable, que, a cada instante, abría un universo de nuevas experiencias, y eso sucedía todo el tiempo. Nadie podía eludir esa influencia, aunque muchos, en su ignorancia, ni siquiera lo percibían.
Podía haber sido la diosa de alguna religión de oriente, podía haber pintado cuadros, escrito una novela, o tocado el violín en un grupo de jazz. Podía haber hecho miles de cosas, pero, claro, ella estaba en su mundo, no sabía nada de esto, nunca supo de su genialidad, así que terminó sus días de manager en una multinacional.

miércoles, 7 de enero de 2009

Toda tú

Esta mañana todo me recuerda a ti, las manos de esa muchacha que viaja conmigo en el metro, su abrigo, su pelo, su maleta, el color de sus ojos, su cara tan seria. Su forma de tomarme de la mano, el incendio que arrasa mis barreras.
Esta mañana, toda tú vives en el aire, convirtiendo esta atmósfera de cueva en un lugar sereno. Hay un hombre que toca el violín junto a nosotros, desafina bastante, para qué vamos a engañarnos, y sin embargo, cómo me gustaría que ahora estuvieras a mi lado, escuchando esta música conmigo, mirándonos sin comprender el porqué de estar juntos en este universo extraño.
Esta mañana, ya ves, mientras ella me besa, sólo puedo pensar en ti y en tu carácter, tratar de construirte un escenario, buscar un buen hogar a tus palabras, tratar de darle forma a tus caderas, comprarte un buen regalo, y aunque sé que no existes, hacerte muy feliz en mi relato.

martes, 6 de enero de 2009

Vivac

El día anterior había caminado ascendiendo la montaña y luego había continuado cresteando por nieve blanda durante ocho horas hasta llegar a este lugar. Durante todo ese tiempo le había dolido la rodilla derecha de un modo inquietante, que había ido a más según pasaban las horas. Desde la cima de la montaña que coronaba la cresta, descendió unos cien metros por una ladera nevada de la cara norte. Allí cavó un agujero en la nieve y desplegó el aislante y el saco de dormir. Sobre las seis de la tarde se puso el sol; entonces se metió en el saco y se dispuso a pasar la noche.
El frío intenso le despertaba cada dos horas y entonces se daba masajes en la rodilla. Ahora, al enfriarse los músculos de su rodilla, el más mínimo movimiento le causaba un intenso dolor. Intentó beber pero el agua se había helado a pesar de estar entre el saco y la funda de vivac. Sopló aire caliente dentro de la cantimplora y sorbió algunas gotas, lo justo para humedecerse los labios. Repitió esta operación hasta que se le helaron las manos sin conseguir calmar la sed. La luna llena brillaba en el cielo de un modo abrumador, creando un ambiente irreal. La nieve, las rocas, las montañas, todo había adquirido un tono plateado. Sintió que estaba en otro mundo y, mientras pensaba en eso, de puro agotamiento se quedó dormido. La nieve del nevero crujía aquí y allá al congelarse, como un ser vivo al que le estuvieran rompiendo los huesos de su cuerpo.
Estaba echado sobre su costado derecho, cuando, de pronto, algo le despertó. No había oído nada, pero diríase que, en sueños, había sentido algo, como una sensación extraña de amenaza que no sabía definir. Se dio la vuelta y ahogó un grito de espanto. Un pájaro enorme estaba a punto de posarse sobre él. Se revolvió en el saco tratando de sacar un brazo sin conseguirlo, mientras el ave, sorprendida ante el repentino movimiento, agitaba las alas intentando detener su aterrizaje. Él notó en el rostro el aire que movían esas alas enormes. Medio dormido, su cerebro tardó en comprender, ¿Qué era ese animal? El pájaro se posó a su lado un instante sin dejar de agitar las alas y luego se lanzó, planeando, por el nevero abajo.
Le costó un tiempo recobrar la calma. El susto había sido grande, sobre todo por lo inesperado. Un ave, tal vez un águila, un buitre o algo parecido le había debido confundir con el cadáver de un animal, y en el instante en el que se iba a posar sobre su presa, él se había dado la vuelta, asustándose tanto como el ave. Estuvo un tiempo pensando en todo eso, en las cosas que le pasan a uno en la montaña. Tardó un buen rato, pero consiguió volverse a dormir.
Cuando se despertó se dio cuenta de que había nevado durante el resto de la noche y ahora, a las seis de la mañana, al bajar aún más la temperatura, todo se había helado alrededor. Las rocas y la nieve brillaban con el aspecto siniestro del hielo y en la penumbra ya no se oía el crujir del nevero ni ningún otro sonido fuera de su respiración. Dentro del saco miró hacia arriba y luego hacia abajo, preguntándose como iba a salir de ese lugar, solo y sin un equipo adecuado. Al mover la pierna un calambre en su rodilla le hizo gruñir de dolor.

lunes, 5 de enero de 2009

Otro cuento de Navidad

En el poblado de chabolas que hay junto a la carretera, la pequeña Nicoleta se ríe de mí cuando le hablo de los Reyes Magos. No sabe lo que es eso. Ni sabe que mañana pasarán por esta parte del mundo dejando a cada niño sus regalos. Nicoleta no tiene zapatos; sólo unas zapatillas demasiado grandes para sus pies, que pierde cada cuatro pasos.
Nicoleta -le digo, mientras la observo revolver en los escombros-, ¿si pudieras pedir un regalo?, dime: ¿que pedirías?
Nicoleta se queda pensativa. Sus grandes ojos negros buscan una respuesta. De pronto sonríe y dice: ¡que se seque el barro! Luego me tira una piedra y se marcha corriendo, seguramente avergonzada de haber pedido tanto.

Muy lejos

Cada noche viajaba sin rumbo por el mundo escondido de los muertos. Observaba las cosas, los seres humanos, su dolor, los sucesos que formaban la trama de lo oscuro. Poco a poco, se volvió un ser al acecho, un alma que espiaba la sombra de un destino impenetrable. Una noche un conjuro alejaba el dolor, otro noche ese mismo conjuro lo transportaba lejos. Una escena le arrebataba el alma, una mirada o un gesto le traía de vuelta de aquel mundo de horror. Otras veces, su mente, sacudida por extrañas imágenes, se movía por todos aquellos escenarios a la vez. ¿Quien podía seguirle en su viaje? ¿llegaría a ese punto final donde se juntan las líneas de fuga; al lugar en el que ya no existe nada?
Pasó algún tiempo, tal vez cinco años, en completo silencio, alejado del mundo, perdido, cada noche, entre los olvidados. Subió a las montañas y bajó a las cavernas. Buscó por todas partes. Cabalgó el caballo enajenado del dolor y sintió los fríos labios de la muerte. Contempló las escenas siniestras del dolor, y en su imaginación, se instaló en la ladera desierta de un volcán, rodeado de lava y de ceniza, de rocas y de soledad. ¿Qué le había llevado hasta ese sitio? ¿Qué le arrancaría de ese lugar? Su vida cabía en dos preguntas.
Mientras tanto, muy lejos, el mundo seguía su ritmo ajeno a su fracaso. Acababa de nacer un dios y se apagaba una estrella. Los hombres paliaban los efectos de la soledad cantándole siniestras canciones a un ídolo de su imaginación. Cada noche llovían estrellas del cielo, y ellos, en su ignorancia, les daban propiedades, nombres, oscuros poderes de curación. Él observaba todo aquello en medio de la niebla de su sueño. La locura daría un sentido al silencio, y más tarde, el amor, le proporcionaría su efecto calmante. Podía esperar. Una noche, entre brumas, regresó al mundo, despacio. Primero movió una pierna, luego una mano. Notó que estaba atado. Entonces se oyó una llave. La puerta se abrió y el enfermero entró en la habitación con las pastillas... Las pastillas... Se tomó las pastillas y de nuevo sintió correr por su sangre el calor de ese sueño, la noche y el viaje sin rumbo al mundo de los muertos... Mientras tanto, en la calle, muy lejos, los hombres cantaban absurdas canciones a su Dios.

domingo, 4 de enero de 2009

Casas

Bloques de casas con fachadas de ladrillo gastado por los años, con persianas caídas, con ventanas pequeñas adornadas con ropa tendida y manchas de humedad. En estos edificios no hay carteles de “se vende”, porque sus ocupantes no sabrían dónde ir. Después de tantos años ya se han acomodado a sus pisos estrechos, al perenne olor a repollo en la escalera, al vecino borracho, a la loca del quinto. Son los bloques de los derrotados. Tenemos que hacer algo -dicen en una reunión-, tenemos que poner la puerta del portal; una que sea de hierro. Si es que ya han entrado cuatro veces. Y qué susto, que había que ver la pinta de ese tío, y cómo me amenazaba con la jeringuilla, dice la señora Juana, ¡si no fuera porque una ya ha visto tantas cosas! Y entre todos deciden pedir un presupuesto. Yo conozco un Rumano que, seguro, nos lo hace por menos de la mitad. Y ponen la puerta y luego... Y luego nada más. Pasan los años, la gente envejece y el graffiti que hay al lado del portal aún sigue ahí. Fue el mayor de la Carmen, la del portal de enfrente, que yo lo vi. Y el hijo yonki de la pescadera se muere en el jardín una noche de invierno. Y poco a poco una mancha de descomposición y de derrota, como esas sombras verdes que crea la humedad, lo va llenando todo. ¿Cuánto hace que no ha nacido un niño en este bloque? Ni idea, Lola, ni idea, ya he perdido la cuenta. ¿Te acuerdas cuando había césped y un banco en el jardín? Espera que te aguanto la bolsa. ¡Cómo pesa esta puerta! Y mira que ponerla del revés.

Ilusión

Ella iba y venía colgando sus fotografías por las paredes del local. Era joven, llevaba el pelo corto y vestía un traje negro. Mientras hacía aquello cantaba y se movía al ritmo de la música. Yo la observaba. Cada uno de sus gestos contenía el entusiasmo de alguien que cree con una convicción total en lo que hace, y ella hacía fotografías; imágenes de manos con flores y cosas por el estilo. “¿Te gustan? Son mías -me comentó, mientras cortaba con los dientes el extremo de un hilo-, yo soy la autora”.
Seguí observando aquello. Pronto cada pared del local estuvo decorada con sus fotografías. “Perdona, te voy a molestar” -dijo-, y a continuación se encaramó a una silla y colgó otra de aquellas fotos. “¿Te ayudo?” -pregunté, mientras sujetaba una de sus fotos.
“¿Sabes? Soy una privilegiada; me permiten exponer aquí. No es la primera vez que expongo. La semana que viene tengo otra exposición. Ya sabes, hay que moverse si una quiere vivir de esto”. “Ya veo” -contesté.
Ella continuó de un lado a otro. Cambiaba sus fotos de sitio y, de vez en cuando, se quedaba mirando y enderezaba alguna. Yo, mientras tanto, pensaba en todos esos comienzos. En la ilusión, la juventud, los sueños... Vivir como un artista, creer en lo que haces. Pensaba en cómo sería esa muchacha dentro de veinte años, si lo habría conseguido. Seguramente no, recuerdo que pensé: seguramente dentro de veinte años habrá olvidado toda esta historia de la fotografía.
Me terminé el vaso de vino y me marché de allí. Al salir a la calle llovía. Era de noche y el aire olía a frío y a humedad. Las luces de Navidad se reflejaban en el suelo mojado. No sé porqué pero toda esa historia me había deprimido. Caminé mucho tiempo pensando en todo aquello, en hermosos comienzos y en tristes finales.

sábado, 3 de enero de 2009

Principio y fin

De la nada al vacío: me levanté deprisa, y sin mirar atrás, atravesé aquel páramo en cuanto apareció en el cielo el primer color del nuevo amanecer. Durante la noche seis lobos habían devorado a un caballo, que ahora yacía sobre su grupa, con las patas grotescamente estiradas y asomando los huesos del costillar por la barriga. Los lobos habían despedazado a dentelladas medio animal, el resto permanecía intacto, como algo ajeno a aquella carnicería. El suelo estaba cubierto de nieve y en la nieve resaltaba la enorme mancha de color rojo de la sangre. Aquí y allá, se veían aún algunos restos carne. Era temprano, pero la bruma había desaparecido con la llegada de las primeras luces del amanecer. Dejé atrás aquel lugar y me enfrenté al vacío imposible de mi vida, de nuevo, un día más. ¿Llegaría al principio o al fin de aquel vacío? Mientras me alejaba podía notar la mirada de espanto de ese caballo. Mientras tanto, la nada ocupaba todo el espacio haciendo que el aire resultara algo espeso, consistente, como un líquido imposible de respirar.

jueves, 1 de enero de 2009

Anwar Baalucha

No hay solución, pensé. Las cosas son como son. La gente mata y muere, y es infeliz, y lucha y odia y se pelea. Los niños sufren, las mujeres lloran con amargura. No hay solución, recuerdo que pensé toda la noche, mientras quitaba escombros tratando de encontrar los cuerpos sin vida de mis hijos.