jueves, 26 de febrero de 2009

Treinta pastillas en un bote azul

Cae la tarde en un barrio residencial de las afueras de Long Beach. El señor Akaji Nagamura contempla la puesta de sol desde la cristalera del salón. Respira hondo, sonríe, y un dulce escalofrío de poder le recorre la espalda. Le han nombrado director ejecutivo de una importante empresa farmacéutica. Tan importante como para reportar este año unos ingresos anuales de ciento veinte mil millones de dólares. Ahora, después de tomar posesión de su cargo, el señor Nagamura calcula que, si todo sale bien, en doce meses más, ingresará en las cuentas que tiene en Panamá y en las Islas Caimán, cincuenta y dos millones de dólares libres de impuestos; un ciento cincuenta por ciento más de lo que ingresó cuando sólo era uno más de los cuarenta pequeños directivos que tiene la compañía repartidos en sus filiales de Asia.
El señor Nagamura mira cómo se pone el sol sobre este mar azul de California y siente que el mundo es un lugar en orden, que el sistema funciona, que todo marcha bien.
Meiying nació en un lugar de china que no aparece en las guías de turismo. Tiene ahora veinte años y lleva dos encerrada en la fábrica. Su trabajo consiste en contar y colocar treinta pastillas dentro de un bote azul. Tiene que conseguir hacerlo tres mil quinientas veces cada hora. Si todo sale bien y lo consigue, le pagan cincuenta y cinco céntimos de dólar a la hora, sino, le reducen el sueldo a la mitad. Trabaja doce horas cada día. No la dejan hablar, ni ir al servicio, excepto cuando no puede más. Libra dos días cada mes, y algunas veces, cuando mira a su alrededor disimuladamente y ve a sus compañeras metiendo las pastillas en ese bote azul, siente que algo no marcha bien, que el sistema no es justo, que algo falla en algún lugar de este planeta.

Continuar

Nos habíamos sentado en la terraza de un bar que daba al muelle. Frente a nosotros, los barcos de vela balanceaban sus mástiles, mecidos por la brisa. Hacía sol: una mañana perfecta para estar junto al mar.
-No puedo regresar –dijo, mientras bajaba la mirada-. Aquella vida era peor que cualquier forma de muerte.
Mi amiga había dejado atrás dos hijos mayores de edad, un marido, dos coches deportivos, una casa de lujo, y un puesto de supervisora en una multinacional.
-¿Qué vas a hacer ahora? –pregunté.
No contestó. Los dos nos quedamos mirando los barcos en silencio. El agua lanzaba destellos de luz que desaparecían en el aire. Comprendí que las grandes preguntas, las que marcan un cambio radical en nuestras vidas, casi nunca se pueden contestar. Cada detalle cuenta. Frente a nosotros, se extiende un mar desconocido, y cada decisión nos marca un rumbo nuevo que no sabemos dónde y cómo terminará. Por eso, algunas veces, lo único que uno consigue hacer es mantenerse a flote mientras dura la travesía, mirando con aprensión el horizonte, a la espera de que aparezca una delgada línea gris que nos indique que, al fin, hemos conseguido llegar, de nuevo, a tierra.

martes, 24 de febrero de 2009

Probablemente un cuento triste de princesas, o tal vez no

En el lugar donde acababan todas las carreteras, en una torre gris, vivía una bella princesa.
La torre era guardada por un triste dragón, de nombre Rantimplón, que siempre resultaba derrotado por todo caballero que pasaba.
Debido a la incompetencia total de Rantimplón la princesa fue rescatada innumerables veces, e innumerables veces, la bella princesa regresó.
Ahora, pasado el tiempo, los dos se han jubilado. Ella ya no es una bella princesa, y él ya no es aquel triste dragón. Ningún soberbio caballero pasa por el lugar. Los dos viven en paz, ella en su torre gris, y él... Bueno, él... No sé... Supongo que estará durmiendo en el jardín de atrás.

lunes, 23 de febrero de 2009

Igual que nuestras almas

Detrás de cada esquina se esconde un cambio. Él lo decía siempre. Una mañana nos encontramos solos, en medio de una lluviosa realidad. Eran las siete de la mañana de un día de invierno. El parque estaba vacío. El lago tenía un aspecto destemplado, igual que nuestras almas, y una pequeña bruma se extendía sobre el agua dando a la escena un toque de irrealidad. La hierba estaba empapada y estábamos sentados en un banco junto a nuestras mochilas. Teníamos catorce o quince años –ya no recuerdo bien-, y toda una vida por llenar.
-¿A que hora sale el autocar? –le pregunté a mi amigo.
-A las nueve -me respondió.
¿Tenemos algo de comida?
-He cogido unas latas.
-Estoy deseando largarme de esta ciudad.
-¿Sabes?, cuando pienso en lo que estamos haciendo se me acelera el corazón.
Los dos nos mirábamos de vez en cuando, sin decir nada. Lo hacíamos para comprobar que el otro seguía allí. Pasamos un buen rato observando el lago. El tiempo empeoraba y yo miraba con aprensión el aspecto del cielo. Un cisne daba vueltas, picando aquí y allá.
La historia que habíamos empezado no tenía marcha atrás –al menos eso nos parecía entonces-. Un coche patrulla pasó despacio, delante de nosotros, y ocultamos el rostro, mirando hacia otro lado. Cuando el coche se fue recobramos la calma. Delante de nosotros, el tiempo de la vida se extendía como una gran llanura abierta al infinito. Nada que ver con esos otros días de colegio, rodeados de fracasos y suspensos.

domingo, 22 de febrero de 2009

Algunas veces

Algunas veces la vida nos sorprende con un encuentro inesperado y en mitad de la noche uno mira hacia el cielo y ve que las estrellas nunca dejaron de brillar.
Ella ha regresado de en un lugar imposible, de un espacio y un tiempo que yo sentía perdido y olvidado en el hueco vacío de mi corazón. Así sucede siempre. Las grandes situaciones de la vida están construidas a base de detalles, de un infinito mar de decisiones, pequeñas y, en apariencia, tan insignificantes –hoy voy a ir en metro en vez de en autobús-, que, sin embargo, trastocan la trama de la vida y tejen y destejen el destino final de la existencia.
Ella ha regresado de un lugar imposible, justo allá donde acaba el mundo, y se ha traído consigo su sonrisa de siempre y sus ojos inmensos de color de miel. Ella ha regresado cruzando los años y el destino, y ha llegado hasta mí. Se ha traído la luz de cinco continentes, los olores del mundo, la frescura del fondo del mar y el sabor de sus besos de siempre. Ella ha regresado en el momento justo, cinco minutos antes de que yo pereciera tragado por ese inmenso remolino negro de tristeza que nos acecha oculto en un lugar de nuestra soledad.

jueves, 19 de febrero de 2009

No te detengas

No dejes que el polvo te ciegue los ojos
y te impida pensar con claridad
corre deprisa, salva a todo el que puedas
busca entre los escombros y las ruinas
no dejes de buscar
no duermas, no pierdas la esperanza
que tu alma crezca desde el corazón mismo
de los gritos de miedo de los niños
en Líbano, en Beirut, en Argelia, en Somalia.

Erige un monumento a la verdad
que mantenga con vida para siempre
a cada uno de esos niños sin rostro
que no existen en la memoria
de los hombres que han destrozado el mundo en que vivimos
y enseña a tus hijos que no hay fortuna
que merezca un sólo gemido de dolor.

La frontera del mal
está muy cerca
no dejes que tus hijos
se acerquen a las llamas
ni a las banderas.

Que los que permanecen vivos mantengan una luz
y cuiden de las madres
que esta noche han sobrevivido a tanto horror.

Dejadlo todo ya; nada merece un muerto
¿de qué sirven los territorios si sólo son un
gran montón de escombros y aflicción?

Escuchad los consejos de los viejos
pues ellos aprendieron del pasado
que un acto de violencia no es más que el principio del fin.

Los que ahora están arriba un día se verán abajo
todo tiene su tiempo
y el tiempo hace al olvidar cualquier dolor.

Recuerda sólo esto:
no permanezcas quieto
no dejes que el odio o el olvido
te impidan pensar con claridad
que tu mente trabaje con tus manos
salva a todo el que puedas
para salvarte tú.
Busca entre los escombros
no pierdas la esperanza
manténte en movimiento.

Aunque ahora esté escondida
puedes estar seguro,
la vida volverá.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Nunca es suficiente

Nací en mil cuatrocientos, y hoy es dieciocho de febrero del año dos mil nueve. Ya ven, tengo más de seiscientos años, y ayer he encontrado, por fin, la mujer de mis sueños. Esta tarde nos hemos prometido amor eterno. Ahora me siento viejo; de pronto he comprendido que no soy inmortal, que casi no me queda tiempo, y que la eternidad, a veces, tampoco es suficiente.

martes, 17 de febrero de 2009

Caer en círculos

Era el año mil novecientos setenta y seis y a Carlos le habían diagnosticado un trastorno bipolar. Tenía dieciséis años y a veces me decía cosas como éstas: “¿sabes, Ángel?, los sabores me toman, caen en círculos, y algunas veces se precipitan oscuros en el fondo de una parte de mí que desconozco y allí se mezclan con otros sabores aún más grandes, tal vez de color verde, eso aún no lo sé muy bien, y permanecen perdidos, lo mismo que este chicle que mastico y entonces siento que...” Y así seguía tratando de explicarme todo aquello.
Era mi amigo y pasé muchas horas junto a él, escuchando cada día ese tipo de cosas hasta que cumplió los veintidós. Durante aquellos años fracasó en todo: novias, estudios, amigos y trabajo, y sin embargo yo siempre le admiré. Sólo ahora, después de tantos años, comprendo porqué y de qué manera le admiraba. Pensaba que era un genio, una especie rara de genio incomprendido. Un tipo demasiado bueno, sincero, sabio, profundo y razonable, como para que los demás le respetaran.
Recuerdo que podía predecir cualquier cambio de tiempo a partir de algo que él llamaba: “la actitud de la hierba” y que siempre sabía lo que iba a hacer alguien antes de que lo hiciera. Era típico, cuando íbamos juntos en el autobús, que me dijera: “¿ves a esa señora del abrigo? Ahora va a cambiarse el bolso a la otra mano”. Y de cada cien veces, noventa no se equivocaba. Su vida era una especie de mezcla de dolor y de aventura apasionada.
Una tarde de otoño -estábamos los dos sentados en un banco, y él trataba de explicarme la fascinación que le causaba ver los círculos que dibujaban en el aire las hojas secas al caer-, me dijo: “amigo, no puedo con la vida”.
-Exactamente ¿con qué parte no puedes de la vida? -dije yo.
No supo contestarme. Se suicidó dos días después. Aún le echo de menos, tal vez por eso, siempre tengo tendencia a rodearme de locos como él.

lunes, 16 de febrero de 2009

Hoy no vendrá

Hace unos días, por una de esas casualidades del destino -yo estaba sentado en un banco, a las dos de la madrugada, observando una puerta cerrada-, conocí a un señor mayor. El hombre se sentó a mi lado y comenzamos a hablar. Me dijo que era de Méjico y que había quedado con una mujer a la que amaba. Tendría setenta años y era pequeño, tan pequeño que yo dejé de interesarme por la puerta y comencé a interesarme profundamente por el tamaño de sus pies.
Mientras me mostraba una vieja foto de una mujer, me contó que había quedado en esta dirección, pero que le habían retenido dos días en el aeropuerto por un asunto de dinero -llevaba quinientos euros y le pedían quinientos cuarenta para entrar o algo parecido-. Total, que, a causa de ese asunto, había llegado con dos días de retraso a la cita más importante de su ya dilatada existencia.
-Así es la vida -le dije yo, por decir algo.
-¡Chingada madre! -me contestó-, no; la vida no es así, la vida la hacen así ustedes, los que viven en este país de pendejos.
-No le digo que no -le respondí, y volví a observar aquella puerta.
El hombre miraba a la puerta también. Estábamos el uno junto al otro, tan cerca, que le oía respirar profundamente.
-Hoy no vendrá -dijo al cabo de un rato.
Me volví y pude ver como brillaban sus ojos diminutos.
-Vendrá -le respondí-, espera un poco más.
No volvimos a hablar. Los dos sabíamos que había perdido la última oportunidad que le entregó la vida, que nunca volvería a ver a esa mujer, que moriría solo y sin dinero en un país que detestaba, sin conocer a nadie excepto a mí -un tipo que miraba puertas-. Yo me sentí fatal, sobre todo por eso de las puertas. El reloj de un edificio cercano marcaba las cuatro de la madrugada. Le compré al chino dos latas de cerveza y le ofrecí una al anciano. Bebimos juntos en silencio. Hacía mucho frío, tal vez por eso el hombre parecía aún más pequeño. Pasamos mucho tiempo mirando aquella puerta. Era una vieja puerta de madera. Una puerta olvidada que ya no usaba nadie. Una puerta cerrada más de una ciudad extraña.

domingo, 15 de febrero de 2009

Destino

Decidió salir de casa, era lunes y era muy tarde. Caminó por las calles estrechas del centro sin saber dónde ir. Encontró un local que llamó su atención. Sobre la puerta había un luminoso de neón que decía: Bar “El Destino”. Entró dentro. Se sentó en un taburete, en la barra, y pidió una cerveza. No había tenido un buen día y tenía el presentimiento de que la noche iba a ser aún peor. Sacó del bolsillo un papel arrugado en el que alguien había escrito un número de teléfono. Olvídalo, pensó. Sabía que aquella mujer sólo iba a traerle problemas. Miró alrededor. Unos chinos estaban sentados en una mesa del fondo. Encendió un cigarrillo. No la voy a llamar –pensó-, y a continuación marcó el número. Esperó unos instantes y luego escuchó una voz impersonal que decía: “el número al que llama está desconectado o fuera de servicio”. Guardó el móvil. Alguien tocó su hombro. Se volvió y era ella. ¿Cómo me has encontrado? –dijo-. Los chinos del fondo discutían.

jueves, 12 de febrero de 2009

Sal a la calle

Es viernes; cantan los pájaros. En las esquinas del mundo la nieve ha desaparecido y luce un sol hecho de alas de pájaros, de luz y de esperanzas. Un par de gatos se acercan sigilosos al jardín a contemplar como crecen las flores. Ha amanecido un día de primavera en medio del invierno. La gente extiende sus deseos en la hierba, y si miras con atención, puedes ver el primer beso de una pareja que no se llegará a besar hasta el verano.
Todo en el aire dice que ha terminado ya lo duro y lo terrible del invierno. Es viernes y tú has sobrevivido a otra estación. Tú, sola tú, sin nadie alrededor, como un árbol perdido entre la niebla. Ya ves, mujer, no ha sido para tanto. La gente se suicida más en los días de lluvia que en días como éstos, en los que luce el sol, y su luz ilumina hasta el infierno.
Así que ponte guapa, con ese traje rojo que tanto te gustaba. Baja las escaleras y sal a la calle por fin, como lo hacías antes. Grítale al mundo que no te han derrotado, que aún sigues aquí, que sientes más que nunca, que eres aún más sabia, que pierdes la cabeza como siempre, que no has dejado de soñar, que morirás de pie, que eres mujer desde las uñas de los pies hasta el punto y final de tus pestañas, que quieres sin querer querer, y aunque te duela un poco aún, te da lo mismo ya que no te quieran.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Los papeles del señor du Pres

El señor du Pres era un matemático constante, paciente, esforzado, preciso, infalible... Uno de esos científicos que aparecen como estrellas fugaces en la tierra, y que, cuando se van, dejan un vacío total, un agujero negro que nadie puede llenar en muchas décadas.
El día en que le conocí yo estaba sentado en un banco del parque y él llegó caminando despacio, con la mirada perdida, y varios papeles, escritos con tinta negra, en cada mano. Sin darse cuenta de mi presencia, se sentó junto a mí y comenzó a murmurar una especie de letanía.
Yo le dejé hacer. Observaba su rostro y sus manos -gesticulaba, agitando los papeles, como si discutiera con alguien que yo no podía ver-, paraba un instante y luego continuaba con su diálogo sin interlocutor.
Estuvimos así, el uno junto al otro, durante un espacio de tiempo que no sabría precisar. Tal vez una hora o dos. Yo estaba fascinado. A veces se quedaba mirando al cielo, y de pronto, trazaba líneas imaginarias que unían lo que yo imaginaba serían colosales planetas, estrellas errantes o misteriosos cometas que dejaban su estela de luz a través del espacio. Reconocí en él los rasgos de un conocido científico que el fin de semana anterior había sido entrevistado en un diario. Yo había leído el artículo con gran interés, pero ahora, por alguna extraña razón, lo había olvidado. Lo único que podía recordar era que hablaba de algo relacionado con los orígenes del mundo y de la astronomía y que la comunidad científica le había criticado, tachándole de loco y visionario.
En un momento dado, mientras le observaba, de pronto pareció encontrar algo, se quedó mirando un punto invisible en el cielo, consultó sus papeles una y otra vez, y noté como su rostro se iba poniendo pálido y una expresión de espanto fue creciendo en sus ojos, hasta que todo él -sus manos, su cuerpo, hasta el último poro de su piel-, se fue crispando hasta formar la imagen contraída del horror más profundo e inhumano que yo hubiera visto jamás. Se levantó y seguidamente cayó al suelo. Intenté levantarle, pero fue inútil, al instante de tomarlo en mis brazos me di cuenta de que había fallecido.
Hoy hace siete días de eso. He regresado al parque. He venido a buscar esos papeles. No los encuentro. Miro en las papeleras, tras los arbustos, busco por todas partes. Desde ese desdichado día en el que coincidí con el señor du Pres no consigo dormir. He leído todo lo que se ha publicado sobre él y no he encontrado nada. ¿Qué vio ese hombre?, ¿qué imaginó?, ¿que oscuro destino nos espera? El cielo está nublado y el parque está en silencio. Es un silencio pesado, cargado de presentimientos. Ya es de noche. No hay viento. Las nubes no dejan ver el cielo. No puedo imaginar que es eso que nos acecha, pero no puedo apartar de mi memoria la imagen de terror grabada en los ojos del pobre anciano y sé que lo que quiera que sea está ahí arriba, y es algo muy real. Algo terrible que está muy cerca ya. Miro a mi alrededor, no hay nadie. Quisiera huir pero no sé hacia dónde dirigirme. Me cuesta respirar; quiero tranquilizarme, pensar, pero no lo consigo. Estoy seguro, lo sé. Nos queda poco tiempo.

jueves, 5 de febrero de 2009

Sequía

Aquel verano el calor resultaba insoportable. Hacía meses que no llovía y ni los más viejos del lugar habían conocido una sequía así. La casa daba a un pantano, que ahora no era más que un lodazal reseco, con un círculo de agua sucia en el centro. Ellos pasaban el verano allí, desde hacía ya muchos años, solos los dos, mirando al lago y recordando a su hijo que ya no estaba.
Casi nadie pasaba por allí y mucho menos ahora que no había ninguna posibilidad de pescar o darse un baño, por eso les extrañó oír el ruido de un motor. Salieron al balcón y se quedaron quietos escuchando. Un automóvil se acercó por el camino polvoriento que atravesaba el pinar. El motor del coche se paró dos veces, y después de varios intentos, las dos veces volvió a arrancar. Los dos contemplaron como se dirigió hacia el lago y atravesó la franja de barro seco que tiempo atrás había sido la orilla. Se movía a tirones, traqueteando, como un animal a punto de expirar.
En el silencio del campo, las ruedas producían un chasquido extraño al aplastar el barro agrietado; un sonido oscuro, desagradable, cargado de malos presagios. Ella, de un modo instintivo, se acercó a él, y le rozó la mano, pero él no se movió. Sólo observaba.
Las cigarras dejaron de cantar en el instante en que al coche se le paró el motor, embarrancado definitivamente en el barro que rodeaba el charco miserable. Se oyó a un ave rapaz chillar en algún lado; salvo ese ruido, el silencio ahora era total.
Todo permaneció así durante un tiempo -los dos ahora, no podían dejar de mirar hacia el centro del lago, hipnotizados por algo que contenía la escena-, luego, se abrió la puerta del coche y un hombre descendió. Caminó con cuidado un par de pasos hacia el agua, pero se hundió en el barro. Primero levantó una pierna y luego, con mucho más trabajo, levantó la otra. Llevaba los dos brazos en alto y un bidón de plástico en una mano. Aún consiguió avanzar un par de pasos, y luego otro par más, pero el barro le rodeaba. Avanzó unos metros más: el agua aún quedaba lejos; pero el hombre ya había perdido los zapatos y el barro le llegaba a la cintura. De pronto se paró, bajó los brazos, los enterró en el barro, y comenzó a llorar. Lloró durante mucho tiempo; se le oía sollozar con claridad a pesar de la distancia, parado allí, de pie, diminuto, con su cuerpo medio hundido en el lodo.
Los dos volvieron a entrar en la casa sin mirarse. El calor resultaba insoportable. Nunca antes habían padecido una sequía así, bueno, nunca antes no, hubo una vez, de eso hace ya muchos años.
La mujer se refugió en el baño, con la foto de su hijo apretada contra el pecho, Su hijo, un niño de diez años, que ahora ya no estaba.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Invierno

Son las siete de la mañana de un día de invierno. Las montañas y el prado están cubiertos por una intensa niebla. Se oye un golpear que el eco repite en las laderas, con un sonido seco. Es Jesús Guerrero que está junto al camino, en el pilón donde bebe el ganado. Da golpes con el hacha para romper el hielo. Tras él, un par de bueyes esperan que acabe la tarea.
Jesús parece ausente, está acostumbrado a los silencios. Pasa el verano en los prados de altura. Luego, en invierno, baja del chozo al pueblo, una semana o dos, de vez en cuando.
Jesús retira unas placas de hielo y los bueyes se acercan. Después entra en una choza pequeña de madera, y sale con un haz de forraje. Esparce un poco por el suelo, luego se sienta y mira, sin mirar, hacia la niebla.
Al rato se oye una voz y el sonar de una esquila. Es Marcos, el cabrero.
-¡Jesússss! -grita el cabrero.
Jesús espera hasta que el hombre aparece entre la niebla.
-Qué pasa, que subes tan temprano.
-Náaa, que quiero bajar pronto al pueblo pa la fiesta.
-¿Qué fiesta? -dice Jesús.
-Tu fiesta. ¡Qué ya ha venío, leches!
Jesús se levanta y aparta a uno de los bueyes.
-¿Ha sido hembra?
-¡Que no! ¡Que ha sío varón! ¡Que te ha venío un Jesusito!
-¿Varón? -Jesús se queda un rato pensativo, mirando al suelo cubierto por la escarcha, y sin mirar a Marcos dice:
-Bueno, espérame en el cruce por la tarde. Cuando acabe con el ganado bajo y lo vemos.

martes, 3 de febrero de 2009

El décimo

Había dormido bien y sin embargo se levantó cansado. Salió de casa y vio que le habían roto un cristal del coche. Miró el reloj: eran las seis de la mañana del día veintiuno de diciembre. Dejó las llaves a su mujer, habló con el seguro y decidió ir caminando hasta el trabajo. Al cruzar la avenida vio una ambulancia; un coche había atropellado a dos personas. Se acercó a una administración de lotería. Compró dos décimos y le dieron el número 16212. Por la tarde le echaron del trabajo. Esa noche no consiguió dormir. Al día siguiente se sentó frente al televisor. Esperó a que los niños cantaran el último número del sorteo y luego se tumbó en el sofá. No le había tocado nada. Pasó el resto del día y la noche siguiente allí, tumbado en el sofá, mirando el techo.

lunes, 2 de febrero de 2009

Un lunes cualquiera

Andrés miró a su alrededor. Esa mañana se sentía extraño. Había dormido mal y decidió dejar el coche e ir en autobús. Ya no recordaba la última vez que subió a un autobús. Se quedó parado delante del conductor esperando que sucediera algo, pero pasaba el tiempo y no sucedía nada. Luego, por fin, le preguntó cuanto costaba el viaje. El conductor le dijo el importe y él pagó. Se dirigió a la parte central y se situó de pie frente a la puerta. No había demasiada gente pero todos los sitios estaban ocupados y se quedó allí, parado, observando todo lo que sucedía a su alrededor. El autobús parecía pequeño y opresivo; pensó que los viejos autobuses que él recordaba eran más grandes. Los asientos, las barras para agarrarse, los pasillos, todo parecía haber encogido.
Miró el reloj, pero no supo que hora era. Volvió a mirarlo y se quedó tranquilo, pero al instante comprobó que lo había olvidado. Luego cayó en la cuenta de que no había mirado el número del autobús al que se había subido. Miró con aprensión por las ventanillas pero reconoció unos bloques de casas y una calle que estaba en cuesta. Parecía ir por la ruta correcta. Se quedó un poco más tranquilo.
Entonces buscó la cartera en el bolsillo de su chaqueta y no la encontró. ¿Se la había dejado en casa? No podía recordarlo. Seguramente si. Tanteó varias veces en todos los bolsillos y luego volvió a repetir la operación. Sintió que se ponía nervioso ante esa incapacidad para concentrarse. No está, tuvo que decirse a sí mismo, para zanjar el tema. Llamaré a casa cuando llegue a la oficina.
El autobús se detuvo en una parada y él se bajó. Estaba en la puerta de un hospital. ¿Porqué me he bajado aquí?, pensó. Recordó que su oficina estaba situada justo en la otra punta de la ciudad. Lo recordó con toda claridad. Lo que no podía recordar era porqué había terminado allí. Miró el reloj. Era muy tarde, ya no iba a llegar a trabajar. ¿Qué estoy haciendo aquí? Le parecía estúpida toda esa historia. Cada vez estaba más nervioso. Sintió una extraña ansiedad que le aplastaba el pecho. Le costaba respirar y le dolía bastante la cabeza. Caminó un poco por la acera; entonces vio el cartel: urgencias, y entró dentro. Era un hospital de niños pero le atendieron igual. Cuando le sacaron tumbado en la camilla le dijo adiós a un niño con la mano; el niño tenía vendada la cabeza. Una ambulancia le trasladó a otro centro. Allí le hicieron una resonancia y varias pruebas más, pero para entonces él ya no hablaba ni recordaba nada. A las nueve de la mañana el tráfico era un caos. La gente cruzaba los semáforos de prisa y los coches no avanzaban. Había comenzado a llover. Un médico escribió el parte de defunción. Era un lunes cualquiera en cualquier parte.

domingo, 1 de febrero de 2009

¡Oiga! ¡Señora! ¿Me oye?

Una mano tendida al vacío y el vértigo de saber que tú no estás. El cielo es un agujero negro que se ha tragado las estrellas. ¡Mario! ¡Espera, espera! ¡Voy a ver si puedo cogerle una vía! Las estrellas... No; aquellas no eran mis estrellas. Dios las había hecho para otra. Un hombre, una mujer... Caminaban cogidos de la cintura. Parecía que lo hubieran hecho desde el principio de los tiempos, pero ella no era yo ¡No, no, no...! ¡No la muevas por ahí! Lo tiene fracturado; ¡déjala quieta hasta que la saquen! ¡Trae algo para la hemorragia! ¿Donde están los bomberos? La avenida se prolongaba hasta el infinito y ella y él iban dejando atrás restos de su pasado. Parecían tan felices, pero eso... Pero eso qué más da. Yo no era ella, yo no iba junto a él. Mira, ya han llegado los bomberos. Ahora lo que importa es que me saquen de aquí. Será posible, me ha tocado el bombero más feo. ¿Dónde se meten los bomberos de los calendarios? Si, claro, yo también los he visto una vez. Era en Navidades y estaban allí, en la calle Preciados, detrás de una mesita de madera, con unos gorritos de Papá Noel, qué desencanto. En persona no eran tan altos... ¿Qué mueva las piernas?, Me gustaría verte a ti aquí dentro. ¡Oiga! ¡Señora! ¿Me oye? ¿Puede mover las piernas? Que sí, que ya las muevo... Qué sueño, creo que me voy a dormir seré ridícula. Verás cuando se entere mi marido, el coche recién sacado del taller... Qué ruido, y esas luces, hay sangre en el cristal... Hay que ver cuántas ambulancias, qué lío. ¿Qué mueva las piernas? Qué sueño, qué sueño... será imbécil, que mueva las piernas... Tengo tanto sueño...voy... a... dormir... un... poco...