jueves, 30 de julio de 2009

Un tipo que pasaba por allí

A los cuarenta se compró una pistola para quitarse la vida, y plantó algunas semillas para que perdurara su paso por el mundo. Nunca supo muy bien adónde iba. Su corazón latía fuerte, pero de un modo extraño, sin seguir un compás determinado. Algunas madrugadas, pensaba en que Bob Dylan vivía en alguna parte, aunque, probablemente, ya no escribía nada, ni volvería a escribir jamás. Mientras él observaba, Dios componía versos sobre un mundo en desorden y un pintor acosaba a una puesta de sol. La vida eran dos cosas: triunfar y ser amado y ese hombre aún no tenía un yate en alta mar. Ángeles derrotados, cuentos para hacer guerras, negocios imposibles, caras de porcelana que escondían los rostros de la desilusión. Escribió mil palabras en un libro de sangre, ocultó las mentiras de su desolación. Cada noche era un mundo, cada objeto un silencio, cada espera un camino hacia la incomprensión. Ahora ha pasado el tiempo y ya no espera nada, cortaron aquel árbol, apagaron su estrella, la calle ahora está en obras, la farola no luce y aquella melodía que un día le acompañó, ahora es la banda sonora que habla de su fracaso, la melodía triste de cada decepción.

miércoles, 29 de julio de 2009

Siete de la tarde

Siete de la tarde: me he sentado en un parque, en lo alto de un montículo de hierba que domina la autopista. Mientras toco con mi flauta una melodía de música celta contemplo el tráfico y mi mente se pone a divagar. La gente circula enloquecida con sus coches en medio de un ruido atronador. Frenazos, pitidos, insultos, maniobras absurdas que ponen en peligro la vida de los demás. Casi hay un accidente cuando un camión se incorpora de un modo irracional en la autopista. Frenan los coches y el chirrido de las ruedas se mezcla con el humo, el polvo y la agresividad. Hasta donde alcanza la vista todo el mundo es asfalto. La ciudad hierve con el calor del verano; no queda un solo espacio natural. ¿En qué hemos convertido nuestro mundo? Toda esta prisa absurda para ir a ningún lado. Sentado en el montículo de hierba, ajeno a esta locura, pienso en esa especie de lobo sin manada en el que me he convertido. Demasiados años viviendo al margen de esta forma de vida de los otros, viviendo entre esta gente extraña, arrastrando a diario mi historia de proscrito. Miro al cielo y veo que tiene un color sucio y gris a causa del humo de los coches. Guardo mi flauta, monto en mi bicicleta y me marcho de allí. Siento que en medio de este mundo enloquecido no queda nada de nosotros, pobres esclavos de esta forma absurda de vida.

martes, 28 de julio de 2009

Ceniza en la mirada

Puede que fuera cierto o puede que no, pero ella tenía algo en la mirada que hacía creíble todo aquello. Me dijo que los dos habíamos muerto, y yo escuché su comentario como el que escucha cualquier otra cosa normal. Eran las tres de la madrugada y un par de barrenderos regaban la calle cien metros más abajo. En una esquina de la plaza, bajo la luz mortecina de la farola, un indigente rebuscaba en una papelera las latas que aún contenían un poco de cerveza, y cuando hallaba una, bebía el contenido con pasión. La mujer me contó que había muerto hacía mucho tiempo y yo escuché su historia. Nada especial: una de esas típicas muertes por sobredosis, hastío y decepción. En cuanto a mí, no quise conocer la razón por la que había muerto yo, y no lo pregunté. Ella se fue al rato con un tipo que llamaban El Holandés y yo permanecí en mi banco, mirando el reloj de la torre. Hasta esa noche pensaba que yo era diferente, que no era uno de ellos y sin embargo, de pronto comprendí que llevaba demasiado tiempo en ese lugar, sentado en ese banco, rodeado de esa gente, mirando ese mismo reloj que siempre marcaba las tres. La mujer que me contó la historia de su muerte tenía los ojos de un triste color gris; el mismo triste color gris que desde hacía tiempo tenía yo también en mi mirada.

lunes, 27 de julio de 2009

Una forma de realidad

Mientras observaba la escena pensaba en que no existía una única realidad. Cada uno de nosotros vivía inmerso en una realidad propia, que se había creado despacio, a través de los años. Una realidad moldeada a partir de experiencias, de miedos, de triunfos y fracasos. Una realidad que no tenía nada que ver con la de cualquier otro.
El tipo señaló con un dedo a aquellas dos mujeres. “Ya os estáis largando, o vengo con un palo y os abro la cabeza”. Las dos mujeres se fueron a otra esquina seguidas por los insultos y gestos obscenos de aquel hombre.
-A mi nadie me niega un cigarrillo -dijo, mirándome con sus ojos vacíos-. A mí nadie me niega un cigarrillo, y menos esas dos. ¿Tienes un cigarrillo?
-No –respondí, aspirando profundamente el humo del cigarro. El hombre me miró fijamente, como si no entendiera.
-Pues eso –dijo-, que a mi nadie me niega un cigarrillo –y se marchó a otro banco.

viernes, 24 de julio de 2009

Esperando la luz

  Mientras caminaba por aquellas calles desiertas pensaba en que el mundo moría cada día mientras él atravesaba todos los campos de la desolación. La gente pasaba a su lado, sin verle, absortos en sí mismos, y todos arrastraban un alma dolorida, enferma de deseo y de aflicción. Él aún no había comprendido hasta qué punto se había alejado de todo aquello. Aún no lo sabía pero, en su mente, en un momento extraño, había dejado de formar parte de la bandada, del orden del rebaño, del origen y el fin de todo ese dolor. 

   Caminaba sin prisa entre aquella multitud de seres perdidos, observándolo todo con los ojos vacíos, con la mente vacía, captando cada olor, cada mínimo gesto, cada palabra y cada pensamiento, que él guardaba con infinito cuidado en su interior, intentando entender, a la espera de que todo eso le aportara nuevos conocimientos. La gente resultaba predecible; no había nada nuevo y sin embargo, al pasar por la luz de su alma todo tenía ahora un nuevo significado. Ya nada turbaba su espíritu y eso, a veces, le hacía sentirse un poco extraño. ¿No tengo sentimientos?, se decía, pero no era nada de eso, sencillamente había comprendido el origen de cada acción, había alcanzado alguna forma de extraña comprensión y por eso ya no podía juzgar, sufrir o lamentarse.

   Miró a su alrededor: ya no quedaba nadie. Cualquier rastro de vida había desaparecido de las calles. Era muy tarde; probablemente ya era demasiado tarde para que ese conocimiento pudiera conducirle a algún lugar donde poder sentir que esa lucha desesperada pudiera haber tenido algún sentido, pero hasta eso ahora ya daba igual. La vida era un camino y él había caminado sin parar. Miró el reloj del edificio, pronto iba a amanecer y  él estaría allí, igual que ayer y antes de ayer, esperando la luz del nuevo día.

jueves, 23 de julio de 2009

Sin salida

    Si durante un momento pudiera contemplar lo que veo con una mirada nueva, sacudirme de encima mi experiencia, todo lo que he aprendido, y tener plena conciencia de lo que soy y del significado de mi paso por el mundo... Juan pensaba en todo eso de un modo mecánico, sin prestar demasiada atención. En el vagón del metro había poca gente. Una mujer, con aspecto de sudamericana, tecleaba en su móvil un mensaje y dos asientos más allá dormitaba un joven demacrado. Eran las doce y media de la noche de un día de diario. Estábamos en en el mes de julio y en la ciudad no había mucha gente. Juan miró al fondo del vagón sin interés: estaba cansado y hacía un calor sofocante. Juan pensó en todo lo que había vivido en los últimos seis años, en todo lo que había contemplado. ¿Y todo para qué?, pensó. Nada sirve de nada, la vida no crece en este sitio. Miró al lado opuesto del vagón. Un inmigrante dormía. Llevaba unas sandalias que dejaban ver su pies aún manchados por el cemento y el polvo de la obra. La vida no crece en esta ciudad, murmuró, este lugar es un desierto. Juan levantó la vista y sintió como su alma también se había secado, como el polvo reseco que cubría los pies de ese hombre. El vagón se detuvo en su estación. Juan salió, caminó hasta la escalera mecánica y se dejó transportar hasta la puerta que salía a la calle. Fuera sólo estaba la noche. Una noche sin fin y sin salida.

miércoles, 22 de julio de 2009

Aquel verano

   Aquel verano las cosas sucedían de un modo diferente. Los mundos se mezclaban creando realidades imposibles, lo nuevo crecía de lo viejo, la vida de la muerte, la realidad empezaba en el punto donde se terminaba el tiempo. Tal vez aquello sólo era el resultado de algún oscuro guiño del destino, el final de una búsqueda, o el clímax de algún dolor desesperado. Yo no lo sé, ni lo sabré probablemente nunca, pero todo eso flotaba en el ambiente como el preludio de un gigantesco huracán y yo estaba justo en el centro.

  Algunas veces las cosas se organizan de una manera extraña. Una noche te encuentras solo; cavando un hoyo en medio de la oscuridad,  cansado y en silencio, y de pronto sucede que alguien pasa y se reconoce en ti. A mí me sucedió, y ahora, después de todo esto, no sé si aún tiene sentido seguir cavando hoyos, o continuar viviendo entre todas estas cosas extrañas de la vida. Una mujer pasa y se reconoce en ti, te habla, te quiere, te desea. Tú no sabes muy bien qué hacer, sólo sabes cavar, hacer hoyos donde enterrarte, y, perplejo, miras alrededor, tratando de entender cómo funciona esto. Mientras tanto, cada día se enlaza con otro nuevo día, cada noche, con otra nueva noche. Otra mujer pasa y encuentra los restos de tu corazón, un gesto entre tus ruinas, tal vez una caricia. La noche se llena de imposibles, el cansancio desaparece, mil historias cubren el cielo. Se oscurecen las horas y llega otra mujer, y luego otra y otra. Los ojos de aquellas mujeres que habían sufrido tanto brillaban de un modo diferente, sus manos eran más delicadas, su pelo era más suave, sus cuerpos más etéreos. Cada una de sus almas regresaba cansada de un lugar inhumano, cada historia era más intensa, cada rincón que observaba de ellas era el punto y final de un universo. Había tanto desgarro y tantas ganas de amar la vida en ellas que a veces me abrasaban los sentidos.

  Aquel verano dejé de cavar hoyos; aprendí muy deprisa. La vida era un viaje fascinante al fondo de un abismo extraño y ellas, en medio de toda esa oscuridad, me enseñaban, a cada instante, el recorrido. Un viaje constante hacia la muerte, donde sólo el amor o la amistad podía darle algún sentido.

viernes, 17 de julio de 2009

Progresar

   El cuarto día todos los sherpas regresaron y continuamos avanzando, solos, el viejo y yo. Llegamos hasta el campo de hielo y allí se despidió. Me dijo:

-Atraviesa el glaciar por esa zona, evitando las grietas de la parte de allí. Sube hasta la ladera norte y asciende todo lo que puedas tratando de mantenerte alejado de los sitios donde hay peligro de avalanchas, después haz una travesía a la izquierda y llegarás a aquella arista. Asciende por ella sin mirar atrás.

   Después de decir eso el viejo permaneció en silencio. 

-¿Y luego? -pregunté yo.

-No sé -respondió el viejo-, nunca subí tan alto. 

   Ahora, sentado en la arista de roca, en medio de la ventisca, con el alma encogida de angustia por el miedo a lo desconocido, pienso que en la vida todo es así: ascender tu montaña día a día, hasta llegar a un punto en el que nadie puede ayudarte. Llegar al punto crítico donde no hay vuelta atrás y luego continuar subiendo, siempre subiendo, hasta que se acaba la roca o se acaba tu vida.

jueves, 16 de julio de 2009

Una mirada

   Aquel verano comprendí, de un modo repentino, con una intensidad desconocida, que cada persona era un ser único. Que no existía, ni llegaría a existir, nadie como cada uno de ellos. Recuerdo como sucedió: yo paseaba mi mirada sobre toda aquella desolación de gente marginada cuando un gesto en el rostro de una mujer llamó poderosamente mi atención. Era muy tarde y estaba muy cansado. Casi todo en mi alma hacía rato ya que había huido lejos; entonces ella se sentó junto a mi, se dio la vuelta y vi en el fondo de sus ojos el rastro de una antigua sonrisa. Aquella mujer malherida, destrozada por el alcohol, había conservado un último gesto de amor y de felicidad dentro de ella, y allí permanecía, extático y perfecto, como un secreto eterno, y brillaba en sus ojos con un extraño resplandor. En ese instante comprendí el secreto. Desde entonces miré a cada persona de un modo diferente, se me abrieron las puertas, y pude reconocer lo que existía en el alma de todos y cada uno de ellos. Ya no podía sentir repulsión o asco, rechazo o desconfianza. Todos tenían dentro un mundo y un momento, una felicidad perdida, un dolor, un pasado, una causa, un anhelo, que llegaba hasta mi, nítido y claro, con la fuerza de una esperanza, desde un rincón de su pasado. 

   A través de la calle, las prostitutas se juntaban en grupos: una reía alegremente, otra enseñaba sus zapatos dorados a una compañera. Era verano, las calles estaban desiertas. No era una buena noche para obtener clientes, pero aunque no podíamos verlas, sobre todos nosotros brillaban las mismas estrellas. Aquel verano comprendí que era sencillo amar. Amar a este mundo en silencio.

miércoles, 15 de julio de 2009

Sentado en la arena

  He quedado contigo: seiscientos kilómetros para venir a verte. Ahora, sentado en la arena caliente contemplo el devenir del mundo. Este lugar que extraño y que intento escribir cada día. Observo a un matrimonio, junto a ellos hay una pareja, parecen estar enamorados. Unos niños corren hacia el puesto de helados. Un par de señoras mayores no consiguen abrir el grifo de la ducha. El sol aprieta y la gente se quema los pies. Estamos en la playa y yo sólo puedo pensar: “¡Válgame Dios, esto es como el infierno!” Me entra la depresión y siento como sobre el desconocimiento de las cosas hermosas planea el pájaro del mal. Cae el sol desde lo alto y aplasta cualquier gesto que nos pudiera conducir hacia donde se esconde esta mañana la calma y la sabiduría. Todo pasa despacio, como en una película mal hecha. Hay un sauce que vive en lo inmenso, una brizna de hierba que crece en un alma, un amor extendido donde empieza la orilla del mar. Todos somos de todos, pienso, y al final, sin remedio, sucede que no queda ya nada de nosotros en el viaje. No somos más que humanidad, gente que hace más gente. Medito acerca de esto y me entra la tristeza,  y entre tanta tristeza pasa una hora o un segundo y apareces de pronto, más guapa que nunca, con el pelo teñido de rubio y un bañador que puede destrozar cualquier orden o pensamiento que hubiera existido antes de ti en este planeta. Miro a mi alrededor: hay que ver como ha cambiado todo de repente. La playa es un lugar amable. La arena ya no quema. Alguien ayuda a las ancianas con el grifo. Los niños regresan, felices, con su helado.

martes, 14 de julio de 2009

Bajo el sol del verano

   Aquel verano a todo el mundo le sucedía lo mismo: nadie conseguía ser feliz. La gente parecía vivir bajo esta maldición. Se buscaban unos a otros con desesperación. Querían encontrar al hombre o a la mujer de sus sueños, al amante perfecto o al príncipe azul. Alguien que les hiciera felices de algún modo, y no lo conseguían. Eran tantos los que me contaron la misma historia en aquellos dos meses de verano que ya empezaba a dudar si no estaría todo el mundo igual. Mientras los escuchaba pensaba en lo extraño que resultaba todo aquello. Si todos buscábamos lo mismo ¿porqué nadie encontraba a su pareja? Era como si una fuerza misteriosa nos impidiera ver la realidad, reconocernos, descubrir el lugar misterioso donde se cruzarían los caminos de cada uno de nosotros en el futuro. Bajo el sol del verano todo el mundo parecía buscar, en el fondo, al hombre o a la mujer equivocados. Resultaba endiabladamente extraño que todos lo hiciéramos tan mal. Llegué a la conclusión de que algo debía fallar de un modo irremediable en nuestros corazones. Algo que nunca llegaríamos a superar. Tal vez era el destino o alguna oscura maldición, o quizás sólo era el desconocimiento de cómo sentía el ser humano que tanto anhelábamos amar.

La vida

Son casi las diez de la mañana y el cielo es un mar azul de espacios y de palabras. El agua besa la arena que parece llorar o reír. El agua viene cargada de recuerdos que quedan esparcidos en la orilla, restos de barcos, hojas de libros, amaneceres perdidos en el pasado. Estamos en verano  y sin embargo no saltan al abismo las amapolas rojas, no se caen las gaviotas del cielo. Todo sigue su curso, con un orden y un sentido, y la gente corriente se afana por clavar su sombrilla en la arena mientras los observo. Hay una luz especial en el mundo esta mañana de verano, un perfume en el aire que alegra mi alma, un sonido, un rumor... Es la vida que se rinde ante la belleza de todo este existir que me rodea.

jueves, 9 de julio de 2009

Cada instante contigo es un viaje

Mañana por la noche me volveré a marchar. Me iré muy lejos. Bajaré hasta la tierra que pisan tus zapatos. Me haré tierra en la tierra. Seré flor de granado, árbol del cielo, azul de viento en los pastos de nieve del invierno, semilla de amapola, alma que asciende con su alma hasta tu cuerpo. Mañana por la noche me volveré a marchar, y todo en mí será vida y viaje.
Mientras preparo mi equipaje, pienso que en mi camino he sido oscuridad y luz, y alguna vez también he sido niebla. A ratos fui de piedra. Piedra de soledad entre tus piedras. También he sido niño. Niño atrapado en las enredaderas locas del destino. Un destino de acantilados blancos en medio de un desierto.
Todo ha sido viaje en tu viaje, montaña en tus montañas, corazón desbocado en busca del conocimiento. En el camino he sido mar y viento, espuma y tempestad, plateado pez, naufragio y soledad. He sido tantas cosas y he caminado tanto, que he dejado mi vida en el trayecto, todo para entender al fin, que cada instante, lo único que es cierto y que deseo, es este fascinante viaje hasta tu cuerpo.

miércoles, 8 de julio de 2009

Aquella tarde

Aquella tarde las calles parecían diferentes. Él observaba todo con una sensación de ausencia y, sin embargo todo marchaba bien. Las cosas parecían ordenarse de un modo automático ante su mirada. Un perro caminaba junto a su dueño, una anciana cruzaba a la acera de enfrente, un joven besaba a su pareja… Continuó su camino pensando en cómo todo tenía un orden en el universo. Millones de jóvenes se besaban en ese instante en alguna parte, y cientos, miles de perros, caminaban al lado de sus dueños con el mismo paso de este pequeño perro. Las ancianas del mundo cruzaban calles estrechas mientras alrededor de su vejez la vida seguía su camino. Continuó caminando sin rumbo y al doblar una esquina se paró. Una calle vacía se extendía ante él. A la derecha había una casa con la fachada en obras. Habían cubierto los balcones con unos plásticos que colgaban, sucios e inertes, hasta llegar al suelo. Los portales, las farolas, las ventanas… Todo guardaba una extraña e inquietante simetría. Al fondo, la calle parecía no tener salida. Había algo opresivo en el ambiente. Todo estaba en silencio y el tiempo se había detenido. Se quedó unos instantes mirando aquella calle como el que observa un animal o un objeto desconocido. Respiró hondo. Algo se iluminó en algún lugar de su cerebro. Una idea empezó a cobrar forma, a hacerse material y sólida como el asfalto de la calle o el hormigón con que se habían construido los cimientos de cada una de esas casas. Intentó recordar en qué momento había dejado de pertenecer al mundo, a ese mundo de jóvenes que se besan en las esquinas, de perros que caminan junto a sus dueños, de ancianas que cruzan cada maldita calle, pero ya no era capaz de recordar. Pensó que ya no había marcha atrás. Respiró hondo y se adentró en aquella siniestra calle sin salida.

martes, 7 de julio de 2009

Miradas

El pez mira la luna fijamente. Bajo el agua, la luna tiene un aspecto fascinante; se mueve, sube y baja, lanza destellos… Su luz parece tener brazos, y ojos, y miradas. El pez mira la luna, la mira desde siempre, y no sabe porqué, sólo sabe que no puede dejar de hacerlo. Yo observo al pez. Desde la orilla, el pez parece un animal extraño, inmóvil, flotando suspendido entre dos aguas. Es curioso observar cómo mira la luna. Una rapaz nocturna me mira a mí, posada en la rama de un árbol. Yo estoy sentado, en medio de la oscuridad, sobre una piedra, junto a un pequeño salto de agua. El ave me mira fijamente. No se oye ni un sonido que rompa este silencio. El pez mira la luna. Probablemente, para este pez, la luna es otro pez lejano, que flota entre las aguas de un río inalcanzable. La luna mira al pez, con su mirada extraña. Yo miro al pez, al ave y a la luna, y entre tanta mirada, sin casi darnos cuenta, se nos pasa esta noche en la montaña.

lunes, 6 de julio de 2009

Instante


Llegó hasta la azotea y se asomó. Caía la tarde. Respiró hondo el aire caliente. Miró alrededor y, muy despacio, sacó su cámara. Eligió una pequeña ventana de una buhardilla; junto a ella alguien había colocado un tiesto con un geranio algo marchito. Se inclinó ligeramente e hizo una foto. Luego se quedó parada allí, sin hacer nada, casi sin respirar, como si el tiempo se hubiera detenido en aquella azotea.
De pronto comprendió que nunca antes se había sentido tan lejos de su casa, tan sola, tan perdida, en un lugar extraño. ¿Por qué todo tiene que ser así?, murmuró, y se frotó los ojos con el dorso de la mano para evitar que se le llenaran de lágrimas. En ese instante, mientras contemplaba los tejados de esa parte antigua de la ciudad, pensó que, probablemente, existía un lugar en el mundo donde iban a parar todos esos amores que nunca fueron correspondidos, los ideales, los sueños, las esperanzas, las ganas de vivir. Miró a su alrededor: caía la tarde y el sol se ponía en la línea del horizonte. Sintió como, de pronto, se alzaba un inmenso muro de soledad entre ella y el mundo. Permaneció mucho tiempo observando esa escena, hasta que el sol se puso. Unas palomas se posaron muy cerca de ella. Hizo una última foto y guardó su cámara, se dio la vuelta y descendió por la escalera. Pensó que en algún sitio existía un lugar donde iban a parar todos los sueños y ella lo iba a encontrar, aunque tuviera que ir de ciudad en ciudad toda su vida.

domingo, 5 de julio de 2009

En la noche

Se sentó sobre un banco de piedra. Era de noche y se había levantado algo de viento. Miró al cielo pero no vio nada; tan sólo una inmensa mancha negra. Cerró los ojos y comprendió que estaba cansado. Demasiado cansado como para pensar. Intentó recordar. ¿Cuanto tiempo había pasado desde que ella se había ido? Probablemente más de un mes. Le dolía la cabeza y sintió como todo el cansancio que había acumulado en los últimos días se le iba metiendo dentro, apoderándose de cada rincón y cada fibra de su ser. Una vez más no quería vivir. Ese era el gran problema. Ella no estaba y él ya no quería luchar por nada más. Le aburría vivir. Entonces, mientras pensaba eso, el agotamiento le venció y se quedó dormido.
Durmió profundamente sobre el banco de piedra y soñó que el espacio se abría ante sus ojos y que él miraba dentro. Vio luces azules y amarillas, polvo estelar, galaxias formándose en el cielo de la noche. Era fascinante contemplar aquello. Ahora, de nuevo brillaba la luz y las cosas habían recobrado su latido, y todo el color y la belleza habían regresado de nuevo al universo. En sueños, notó que alguien le acariciaba el rostro y abrió los ojos. Ella estaba a su lado.
─Pensé que no ibas a volver, ─dijo, sin haber despertado aún completamente.
─ Pues ya lo ves, he vuelto ─le respondió ella.
Ella le miró fijamente, como si tuviera algo muy importante que contar, pero sólo le preguntó:
─¿Qué has hecho?
─He estado escribiendo.
Entonces ella sonrió con su sonrisa de siempre. Él contempló su rostro y luego miró al cielo. De nuevo brillaban las estrellas.

jueves, 2 de julio de 2009

En Chueca

Y de nuevo la noche se asombra y despliega su baraja de cartas marcadas sobre la fascinante mesa de juego de la vida. Caen del cielo amapolas, entre luces de neón y farolillos, y se estrena una obra de teatro que ningún ser humano es capaz de escribir. Sobre el suelo se esparcen blancas flores de almendro y las muchachas se besan al ritmo de la música de ese tam-tam alegre que son sus corazones que ahora se entusiasman con las cosas del sexo y el amor. La ciudad, mientras tanto, estrena traje de noche, con su falda tan corta y su escote tan largo, mientras en el silencio del espacio, el mundo avanza atravesando ese negro vacío en dirección a un futuro que nadie es capaz de imaginar. ¡Tanto misterio y tanto acontecer en el ambiente! ¿Quién le dará una forma concreta y sólida a todo este sentimiento, a toda esta sensación? Las palabras se ahogan ante esta riada de vida y de miradas. El cielo sigue azul, a pesar de la noche, y las cosas se esponjan y estremecen en su eterno camino hacia la próxima aurora, y seguro que hay alguien que naufraga en este mismo instante mientras tú y yo nos reímos del perro de esa anciana que ha saltado a la fuente y no quiere salir. Y todo empieza y acaba a cada instante, y es el todo en la nada, el momento, y tiene su existir de un modo trágico y feliz en cada uno de esos muchachos con el pelo cortado a la moda, trastornados de noche y juventud, que se encienden en cada nueva caricia de sus manos. Y en la próxima calle, en la próxima plaza, en la puerta de cada próximo local, uno encuentra una vida mejor, una historia, un futuro, un amor, un espacio, una estrella, un comienzo y también un final, mientras ellos bailan, saltan y ríen, cantan, beben y viven su momento, ajenos a todo lo demás, mientras tú y yo, asombrados, contemplamos las formas de toda esta vida. ¿Sabes, amiga mía? En el brillo de todas estas luces que adornan nuestros ojos veo con claridad, por fin, como esta noche, en la plaza de Chueca, se acaba de algún modo, ese sórdido mundo donde antes todo era oscuridad y empieza un futuro mejor. Un mundo donde se respira el aire limpio de la libertad.

miércoles, 1 de julio de 2009

El mendigo y la Biblia

Yo tenía doce años. Entonces vivía en Barcelona y solía jugar en un suburbio. Una noche volvía a casa demasiado tarde cuando me tropecé con él. Estaba sucio, tirado en un sombrío callejón, y parecía que no se había movido de ese lugar en muchos años. Apenas le veía el rostro, cubierto por el pelo y por la barba. Tan sólo podía ver sus ojos. Brillaban a la desvaída luz de la farola, rojos y chispeantes, como dos tizones encendidos.
No sé porqué razón ─yo entonces era un niño solitario─ me detuve y me puse a hablar con él. Me enseñó un pequeño libro. Era una Biblia antigua, con tapas de cuero que en algún momento habían sido de color verde oscuro. Se cerraba con una pieza de metal dorado.
Mira esto, -me dijo, señalándome un dibujo que había en una de las hojas, y que representaba a un hombre anciano con un halo de luz en la cabeza-. El ser humano ha creado cientos, miles de dioses, pero sólo hay un cielo verdadero y es ese que existe sobre nuestras cabezas. Un cielo azul, sin límites. Cada nube es un dios, cada estrella, la respuesta a una duda. ¿Ves esa zona oscura del firmamento? ─me dijo señalando un punto─, no dejes que nadie te incite al odio o la violencia, pues el cielo sabe que están equivocados. Busca prosperidad para los tuyos, que son toda la humanidad. Da a los que te rodean lo mejor de todas las culturas de la tierra, pues su estudio les abrirá el paso hacia el conocimiento, y el conocimiento les llevará a un futuro de paz y libertad. ¿Sabes, pequeño?, apréndete bien esto: ningún hombre sabio puede ser confundido con las necias ideas de los que siembran odio y desean el mal de los demás.
Miré la Biblia. El mendigo cogió un pequeño lápiz. Había tachado ya cientos, miles de frases de ese libro. Entonces sus ojos se posaron en una de ellas. Decía: “ojo por ojo, diente por diente”. Tachó la frase con cuidado y miró al cielo. Yo miré también. Una estrella se encendió despacio y luego brilló con fuerza iluminando ese punto, antes oscuro, del firmamento. El viejo sonrió: todo el cielo parecía brillar de un modo diferente.