miércoles, 30 de septiembre de 2009

Volverlo a intentar

Me esforcé en reunir todos los elementos, en abarcar un puñado de tierra, en hacer que sintieras que era posible amar...
Seis de la mañana, es de noche: bajo la luna, sobre las nubes, encerrado en un mundo de sombras. Siete veces lo intento y las siete fracaso. No hay forma. Una taza de café bien cargado, dos pastillas y luego ya veremos... Lo volveré a intentar.
Treinta de septiembre... Creo que hoy es tu cumpleaños. ¿Dónde andas ahora? En el bosque la tierra está mojada, ha llovido. La soledad aprieta. Esta noche ha venido demasiado cargada de ti. Hace frío, te echo de menos... Cualquier rastro de vida se ha ido a millones de kilómetros de aquí. No sale el sol. El tiempo se ha parado. Ahora me pregunto hacia donde caminar. Recuerdo aquella noche. Cada una de tus lágrimas guardaba en su alma de cristal una respuesta. Tu corazón aún no sabía hablar, por eso hablabas con las manos, con los ojos, con cada poro de tu bendita piel... Me esforcé en reunir todos los elementos, en hacer que sintieras que era posible amar, y ahora, al borde de este precipicio, miro hacia abajo y mi corazón se encoge ante el olvido. Otro otoño en la muerte y aún no he aprendido nada. ¿Quién abrirá huella en la nieve de este invierno? ¿Qué lobos de ojos negros devorarán mis restos? ¿Encontraré un lugar donde pasar la noche más fría en este infierno?.. Por mucho que pregunte, este abismo sin fin no me da una sola respuesta... Siete veces lo intento y las siete fracaso. No hay forma. Hay días para dejarse llevar. Un café bien cargado, dos pastillas y luego ya veremos... Tal vez algo más tarde lo volveré a intentar.

martes, 29 de septiembre de 2009

Un gato negro

Era de noche aún, pero quedaba poco para el amanecer. Se había levantado un viento frío y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras de tormenta. Va a llover, pensé, mientras caminaba por la acera. No había tomado nada caliente y estaba destemplado. Un gato negro se cruzó en mi camino: tenía el pelo brillante, esponjado, limpio. Sus ojos lanzaron un destello breve y seco cuando se cruzaron con los míos. Se paró un instante y se quedó mirándome. Parecía dudar, pensar en algo, sopesar una idea. Caminé hacia él mientras recordaba eso de que los gatos negros traen mala suerte. El gato me miraba fijamente. Avancé un par de pasos y el gato desapareció por donde había venido. Pensé que, a lo mejor, aquello no era malo, que a lo mejor no existía la mala suerte, o mejor aún, que aquello podía ser un signo, una señal, tal vez un cambio, no sé, algo que transformara de algún modo el día.
Continué mi camino y comenzó a amanecer. Vi como el sol se apoderaba de la cúpula del cielo, y lo vi descender después por el mismo lugar de siempre. Había pasado una jornada más y no había sucedido nada. Pensé que ni los gatos negros tienen el poder de cambiar los destinos, pensé que, en realidad, nunca cambiaba nada. Ahora se pone el sol: dentro de unos instantes la noche se apoderará de todo. Regreso a casa después de un día de trabajo. De pronto, en el mismo lugar, se cruza en mi camino un gato. Juraría que es el mismo de esta mañana; tiene el mismo pelo brillante, esponjado, limpio. Sólo ha cambiado una cosa en ese animal: ahora es un gato blanco.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Después de todo aquello

Después de todo aquello atravesé la ciudad por el punto donde el sol se ponía más despacio y me puse a observar cuatro lunas que se habían quedado rezagadas bebiendo en la orilla del río. Justo detrás de ellas, la noche parecía desplazarse a través del firmamento como un barco lento. Al rato, el cielo se cubrió de nubes que avanzaban hacia mí; una tenía la forma de un corazón roto y otra la de un rostro que no podía sonreír. Sentía el aire sólido y apenas podía caminar debido al peso de toda esa masa de espacio que había sobre mí, así que decidí sentarme a oír los pájaros. La brisa movía las hojas de los árboles que parecían rezar. Dos leones de piedra permanecían sentados, estáticos, uno a cada lado del puente, aguardando a que sucediera algo. Era uno de esos momentos en los que mi mente se quedaba de pronto vacía y sentía en mi alma el vértigo de la eternidad. Respiré hondo y me sumergí en el murmullo del mundo. Oí el ruido del agua, que seguía su camino, y el agua me habló de las cosas profundas que nunca tienen fin. Aquella noche la soledad había arrastrado consigo todas las esperanzas y las había acumulado en un punto oscuro del horizonte. Me demoré un instante que pareció durar toda una eternidad hasta que reuní en mi alma los sueños de toda la ciudad. ¿Y todo para qué?, recuerdo que pensé, si nunca más va a amanecer… Dejé caer en el alma del río cuatro palabras escogidas con cuidado y el alma del río sonrió, luego el río siguió su curso y aquellas palabras se fueron haciendo pequeñas, se disolvieron en él, y todo formó parte del espacio del mundo y de su transformación eterna. Regresé a mí, despacio, con la tranquilidad que da el haber perdido todo, y recorrí el camino de vuelta a casa una vez más, sabiendo que, a pesar de todo el sufrimiento no había aprendido nada. Y el regreso fue triste, como cualquier regreso, y sentí que había muerto o me había convertido en piedra, o simplemente que todo ese viaje me había transformado un poco más en esa tierra que pisaban mis pies. Eterna tierra que un día se llevará algún viento y se transformará en polvo de estrellas.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Las relaciones

Era muy tarde: estábamos sentados en un banco. Leo se esforzaba en liar un cigarrillo con restos de colillas que había recogido del suelo y un trozo diminuto de hachis. Mientras buscaba un filtro que se le había caído en alguna parte, entre los pies, no paraba de hablar: “...el caso es que me dijo que ya nunca sería como antes, que si demasiada intensidad, que si ella quería una especie de -aquí me pierdo un poco-, amistad corriente, de coleguillas y punto, que si esto que si lo otro... Yo la observaba y no sabía que contestar... Que me mandó a la mierda, vamos. Y yo lo único que le dije fue: estás cometiendo un grave error haciendo esto. Y mientras lo decía me sentía como un gilipollas. Pero ella ni parpadeó. Lo tenía muy claro; así que me fui de allí, y mientras caminaba de noche, solo, por la ciudad, sumido en mis pensamientos y dando vueltas por las calles sin saber adónde ir, pensaba en las relaciones de los seres humanos, en la vida, en lo terrible que es todo... Sólo éramos amigos; no había ningún problema, nada, pero ella no quería esa amistad, ni la necesitaba, y eso es así de fácil, y no hay que darle vueltas. No quería eso y sólo dios sabe porqué. La miré el cuello y ya ni siquiera llevaba aquel colgante que hacía menos de una semana le compré con toda la ilusión del mundo. Ni una semana le había durado en el cuello aquel colgante. Así funciona esto. Total, que se acabó esa historia y pasé de ese maldito capítulo del libro de mi vida y me propuse no volverlo a leer nunca más. Y lo peor de todo es que ni siquiera puedo decir que me doliera. Aquella noche me costaba pensar. No me dolía lo que había sucedido, como otras veces no me han dolido otras cosas trágicas que me han pasado en la vida. Ella era inteligente; era mucho más inteligente que yo, así que ella sabrá porqué lo ha hecho y yo creo que ya no sé sufrir; ¿sabes?, a veces pienso que he perdido la capacidad de sufrir y no consigo que nada me duela demasiado, o tal vez es que ya no distingo lo que es el sufrimiento en medio de tanta basura y tanta infelicidad. Así que lo único que sentía aquella noche era una especie de pena muy grande y muy profunda. Yo hubiera querido sentir un dolor desgarrador, pero no sentía más que pena. Tal vez ya nunca pueda volver a sentir nada. Ni sentir algo de dolor, ni tener una amistad, ni volver a creer en nadie... No sé: he perdido la fe en los seres humanos; y luego hay otra cosa ¿sabes Ángel?; los locos lo estropeamos todo. Puede que esa sea la única verdad que me acompañará toda mi vida. La única respuesta a todo lo que me sucede. Los locos mueren solos... Nadie soporta a un loco... Ángel, tío, líalo tú, que a mí me tiemblan las manos esta noche...”

jueves, 24 de septiembre de 2009

Locos

En la planta tercera del hospital las cosas permanecen extáticas, como si estuvieran flotando sobre un abismo, suspendidas de un hilo que pudiera quebrarse en cualquier instante. El vigilante no dice nada. Abre la puerta y la cierra tras de mi. Camino por el corredor sin mirar a los lados. No necesito mirar: sé lo que hay. A cada lado, simétricos, se abren los huecos que forman las habitaciones sin puertas, y dentro cada habitación, un ser perdido en su mundo para siempre.
Ese pasillo siempre se me hace interminable. Al fondo, a la derecha; por fin llego hasta ella. Está en la cama, mirando fijamente al techo. Saludo, pero no me responde. Algo pasa por su cabeza. Me siento sobre la cama. La observo; me mira fijamente. Al rato su rostro se suaviza y llora. Es tan hermosa. La habitación se llena de murmullos, de gestos sin salida, de muros imposibles de saltar. Nadie es capaz de sufrir como los locos.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Sobrevivir

Se acababa septiembre. Había terminado el verano y Ángel mataba su tiempo leyendo a Jack Kerouak y escuchando canciones del estilo de Knocking on heavens door, con toda esa nostalgia inútil del que deja muchas cosas atrás. Pasaba horas en silencio, observando ese mundo, que se desplegaba ante sus ojos como un espectáculo de infinito misterio que a ratos le alegraba el alma y a ratos le destrozaba el corazón. Un mundo que se movía deprisa, que transformaba a los seres humanos y a las cosas a una velocidad de vértigo, y las alejaba de él, de un modo irremediable y trágico, con cada nuevo amanecer. Más tarde, cuando llegaba la noche y el mal de su alma le impedía dormir, pasaba las horas escribiendo una serie de historias que no interesaban a nadie, ni tan siquiera a él. Hacía años que no escribía nada; nada que pudiera mostrarle su camino o le hiciera atrapar un poco de ese polvo de estrellas del que hablaba Thoreau, cuando buscaba una respuesta en la soledad del bosque en el que un día se había retirado a realizar su sueño. Se acababa septiembre, y Ángel pensaba que toda su vida y su pasado no habían servido para nada, pero todo eso daba igual, mañana escribiría otra historia, y seguiría buscando, como el que trata de sobrevivir a una maldición.

martes, 22 de septiembre de 2009

En un cruce de caminos

Caminó tres días y se encontró con ella. Estaba de pie, en un cruce de caminos. A su alrededor el polvo bailaba una danza de locos con el viento. Él se sentó a esperar. No tenía nada mejor que hacer, así que decidió esperar a ver qué sucedía. La muchacha estudiaba los caminos. Miraba al horizonte, y a ratos parecía que tomaba una decisión, pero luego se arrepentía. Recogió algunas piedras, se sacudió el vestido –llevaba un vestido ligero de verano, de color crema, con dibujos pequeños de rosas rojas, con los bordes pintados con tinta-, él la observaba, y a ratos, sentía como desde el cuerpo de esa mujer llegaba una melodía.
Ella entonces le vio. Sus miradas se cruzaron. Tenía unos ojos claros, repletos de agua de mar, cargados de historias tristes, de preguntas sin respuestas, de despedidas eternas. Él decidió quedarse, hacer un hogar en ellos. Pensó que ya no importaba dónde, que no existían los caminos. Ella le escribió su nombre y le dio su dirección, y luego se despidió. El la buscó tres días, luego trescientos mil, hasta que dio con ella. Estaba de pie, esperando, en un cruce de caminos. Él se sentó a su lado; los dos miraban al mundo, repleto de espacios grandes. Se terminaban las horas y hacía un poco de frío, por un desgarro del cielo llegaba una luna blanca. Yo creo que se querían.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La montaña dieciocho

Atravesó diecisiete montañas para llegar allí. Cuando llegó se encontró con la montaña dieciocho. A ésta le puso un nombre: quería tener la sensación de que había llegado a alguna parte.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Humo

Hay un lugar, detrás de un muro y una reja de hierro, donde se pone el sol y cada hora el silencio se apodera del mundo. Allí acaban las ilusiones y las palabras, y nacen los recuerdos que nos perseguirán el resto de la vida. Ayer pasé de nuevo, después de mucho tiempo, por ese sitio y todo seguía igual que lo de lo dejamos aquella mañana de noviembre. La misma capilla gris, marchita y triste, que aquel amanecer de cipreses callados heló tu corazón. Estábamos allí los dos, desconsolados, mirando aquella columna de humo blanquecino que salía de alguna parte y se llevaba el viento hacia un lugar desconocido. Tú bajaste la mirada, aguantando las lágrimas, y no decías nada. Yo no sabía que hacer, donde meter las manos. Nunca antes de ese día me había puesto un traje.
Llegaron unos coches y un hombre vestido de gris descendió el primero. Colocó una corona a un lado y luego colocó otra. Nadie dijo una palabra, todo el mundo entró en silencio en la capilla oscura. Las coronas de flores parecían ojos enormes que nos miraban y el aire se impregnó de un aroma opresivo de tristeza. Yo sentía en mi corazón que todas aquellas flores habían muerto por una razón absurda, lo mismo que nuestro amigo. Tú mirabas al suelo y no me decías nada y en tus ojos se deslizó una maldición que se quedó a vivir entre nosotros, como una estatua de mármol y de tristeza, toda la vida.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Contar la vida

Más de quinientos relatos y todavía no veo el final del camino. Tal vez el espacio no sea infinito y se sequen un día esas enredaderas que palpitan ahora, encendidas, con este color rojo del otoño, y cubran las paredes de mi casa sin tiempo. Pero aún ahora, en este mismo instante, cuando ya casi terminó el verano, con su viento cálido absorbido por la tierra, y el viento cargado de silencio de la noche me llena de recuerdos y de frío, permanezco a la espera del misterio que llama a las palabras. Las palabras… Gestos para la tierra de un universo mío; un mundo sin vegetación, reseco de felicidad, cubierto de amargura. Contrastes sin principio ni fin, eternos, permanentes, contrastes de la naturaleza humana y espacio secreto de las cosas. Tal vez seas feliz o tal vez no, o en tu desesperanza, tal vez me llames alguna madrugada y me pidas que vaya, diciendo la palabra mágica que funcionaba siempre en el pasado. Todo eso da lo mismo: más de quinientos relatos y no se ve el final. Cada palabra arrastra otra que la transforma y la convierte en frase, cada frase una historia, cada historia una nueva decepción, y cada decepción, es sólo un caer y levantarse, el comienzo de la lucha de un día por contar, sólo el instante extraño, la magia de la resurrección del hombre ante el fracaso, pero para contar debe querer contar la vida, y la vida no es mas un gran vacío que uno debe llenar de historias.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

De noche, en la soledad del lago

Yo conozco esas cosas que pasan por el alma de los seres humanos. Veo sus dioses y siento sus demonios. Conozco sus vidas y comprendo sus muertes, y todo es tan triste y desolado en su existencia como contemplar desde el suelo el vuelo pausado de esos pájaros que pasan en bandadas, en la puesta de sol, muy lentos, regresando a su tierra al acabar el verano. Un viaje al principio, al eterno retorno a las fuentes de toda existencia, que realizan dormidos, destemplados, febriles, sobre el cable que cruza el abismo... Guardé mi cuaderno en el bolsillo. Caía la tarde y toda la soledad del mundo se fue a posar en la laguna. El agua cambió de color y ahora se la veía oscura. La brisa era como una mano invisible que dibujara rayas sobre la superficie. Se terminaba el día y el mundo entero se disponía a recogerse y dormir, tal vez un poco estremecido ante la inminencia del fin de otra estación. El tiempo se marchó también, despacio, camino de su hogar en algún lugar recóndito del firmamento y a mí no me quedaba ni una sola razón para existir sobre esta tierra. Cerré el cuaderno, me senté con la espalda apoyada en un árbol y vi salir, una por una, todas las estrellas. Recuerdo que me ardía el corazón. Sentía en su interior como un dolor extraño, caliente, apasionado, triste. Probablemente era mi alma, que andaba luchando con la muerte.

martes, 15 de septiembre de 2009

Todo el silencio

Todo el dolor del mundo encerrado en unas cuantas palabras. Cuánto silencio hace falta para escribir una sola de ellas y conseguir que suene como algo verdadero. Escribir no es sencillo, se necesita haber sobrevivido a un largo viaje: un viaje a los infiernos de la vida, a sus cielos y muertes, a sus soledades, destierros y pérdidas. Pérdidas que nunca se podrán recuperar. Incomprensibles, absurdas pérdidas que dejan agujeros negros en el alma. Espacios de oscuridad que se tragan cualquier intento de alegría. También es necesario haber atravesado el triste escenario de la derrota. Derrotas en los campos de fuego del amor, en los cielos dichosos de una lucha por esa libertad que hiciste para ti, a tu manera, como el que se hace una casa de ensueño a su medida. Tempestades y luchas… Todo para saber que la única respuesta es que no existen respuestas, que no existen preguntas, que no hay nada especial que hacer más que escribir, porque en eso se basa ahora tu vida. Lo que eres, lo que has sido, y lo que te hará seguir siendo si ese dolor del mundo no acaba un día contigo. Y sin embargo, nada de eso importa ya. De pronto, un día te despiertas, comprendes que vives sólo para escribir, creces para escribir, sufres para escribir, y todo para recibir únicamente a cambio un espacio vacío de silencio. Todo el silencio del mundo en unas cuantas palabras que no consiguen decir nada. ¿Porqué escribir? Respuesta: uno también se puede enamorar de ese silencio.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Instante

El viejo había dejado atrás el mundo de los hombres y ya no amaba nada, ni existía para él ningún apego que pudiera retenerle sobre la faz de la tierra. Había caminado durante doscientos cincuenta y ocho mil días, y en ese tiempo había alcanzado los confines del universo. Recorrió ese camino sabiendo en lo más profundo de su corazón que no hallaría una respuesta; sin esperanza ni desesperación, sólo haciendo camino. Hoy en su caminar, de pronto, el viejo se ha detenido. Su mente y su corazón han muerto. Ahora va a amanecer: el universo espera. El mundo deja de respirar mientras el viejo lava sus pensamientos en el río.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Una historia

Mientras dormía, el mundo y las cosas se fueron perdiendo irremediablemente en el pasado. El hombre atravesó los campos camino del puente de piedra. Llegó cuando empezaban a apagarse las últimas estrellas y una vez allí permaneció de pie, escuchando. Abajo se oía, lejano e irreal, el murmullo del río. El puente tenía un aspecto inquietante como si pesara sobre él la historia de algún suceso terrible y desconocido. Faltaba poco tiempo para que comenzara a amanecer pero aún no había demasiada luz en la bóveda del cielo. El hombre recordó la historia. Una historia que ahora era la historia de su vida.
Avanzó muy despacio sobre el puente de piedra. Ya casi empezaba a amanecer y llegó hasta él el canto de algunos pájaros que alborotaban desde la oscuridad del bosque. El hombre caminó hasta la mitad del puente. Allí se paró un instante. Miró a su alrededor, se asomó sobre el muro de piedra, respiró hondo y se lanzó al vacío. En ese instante las cosas se fueron perdiendo irremediablemente en el pasado, el hombre sintió como un retroceder del tiempo y nunca despertó del sueño.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Desde el olvido

El anciano acababa de cumplir noventa años y hacía mucho que no hablaba con nadie. Sólo aquel día salió de su silencio habitual cuando la enfermera le entregó el sobre. Lo abrió y leyó la carta varias veces. Junto a la carta había un par de fotos. Las miró mucho tiempo; luego pidió una hoja de papel y se puso a escribir.

Querida niña, mi pequeña. He recibido tu carta… Me dices que has cumplido sesenta y cuatro años… No puede ser: no puede haber pasado tanto tiempo. Seguro que estás equivocada. Me alegro que estés bien. Tus hijos parecen muy fuertes y la casa es preciosa. Sigues tan guapa como siempre… Tienes la misma luz en la mirada… ¿Cómo has dado conmigo? Bueno, da igual. Todo va bien, ya ves, yo sigo siendo el mismo, y te sigo queriendo…

El anciano miró por la ventana. El verano acababa. Otro verano más, pensó, y se quedó dormido. La enfermera guardó la carta que había comenzado a escribir en el cajón, junto a las otras cartas.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Una mañana

Aquella mañana estaba desayunando una tostada con mermelada de arándano o de grosella. No lo recuerdo bien. Lo que sí que recuerdo con toda claridad es que miré por la ventana y en la orilla del mar, allá donde la arena se veía húmeda aún, se había posado una bandada de gaviotas. Pensé que aquel lugar no estaba mal. Había llegado allí después de dar un buen montón de tumbos por la vida. Tenía setenta años y estaba cansado de vivir. Desde hacía mucho tiempo lo único que hacía era escribir, pasear en las puestas de sol, rumiar recuerdos del pasado y soñar con un futuro diferente en busca de un detalle que le diera sentido a este maldito esfuerzo de continuar viviendo cada día. Nunca encontraba nada.
Aquella mañana estaba desayunando una tostada con mermelada de arándano o de grosella, no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo con toda claridad es que a las diez en punto exactamente, aquella bandada de gaviotas levantó el vuelo y apareciste tú, con un pequeño bañador a rayas, buscando conchas en la arena, y yo, no sé porqué, dejé aquella tostada a medias, crucé la playa, fui hasta donde estabas, y me puse a charlar contigo.

martes, 8 de septiembre de 2009

En la esquina de tu universo

Un día fui a buscarte a una esquina del universo. Vivías en un país encerrado en un muro. Para llegar a ti crucé puertas de hierro, vallas interminables, campos de espinas. Caminé tanto tiempo que olvidé mi pasado y las cosas normales que hacían los seres humanos. En mi viaje crucé fronteras imposibles, tierras resecas, pueblos que padecían la maldición de un hambre atroz. A cada lado del camino, a lo largo de miles de kilómetros, contemplé los rostros del horror. Rostros que clamaban justicia en medio de la desolación. Mis zapatos pisaron el polvo de mil suelos minados, de lugares en guerra, y observé aquellos cuerpos inertes que miraban al cielo, de ese modo insistente y absurdo, como si le pidieran a alguien una explicación.
Pasé muchos años así, caminando hacia ti, en mitad de esos campos desiertos, en mitad de esa vida sin vida, de ese mundo de muerte, de ese espacio salvaje y atroz. Sin embargo, nunca perdí la fe ni la esperanza. Donde iba, surgía de la miseria tu recuerdo, y al final del camino siempre esperabas tú, con tu piel y tus ojos, con tu rostro y tu risa. Sólo tú, tan perfecta, en el caos de este mundo, en tu esquina perdida de algún universo. Esta noche, a pesar de los años, a pesar del cansancio, todavía camino hacia ti.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Siete infiernos

Siete infiernos no son nada si tengo que cruzarlos para llegar a ti. Cae la noche y los reflejos de las luces se mueren en los charcos. La mujer china llora en su esquina. Desolación de una pobreza de la que no escapará nunca. ¿Porqué no se puede cambiar ningún pequeño aspecto de la vida? Es de noche y en el escenario de la ciudad, las cosas no son lo que parecen: el negro ciego se pierde entre las brumas de la droga. Ahora es un zombie; su alma se ha ido para no regresar. No hay nada que pueda preocupar a esa mente dormida. La anciana se afana en recoger sus cosas entre un montón de cajas de cartón. Restos de lo que es su pesadilla. No queda nada ya de sus días pasados. Sus manos, cubiertas de mugre de cien días, son lo más expresivo de su cuerpo. Hay mala gente aquí: ahora se acercan dos. Llevan el diablo en su mirada. Mal vino, mala sangre. Peleas de mal beber, botellas rotas. La policía pasa. Al otro extremo un par de corazones solitarios hacen las paces bajo la luz de una farola. Dos lesbianas se pegan dentro de un coche. Se pegan de verdad, con saña y desesperación. Una es mulata, la otra una niña pija descarriada. El coche es un deportivo plateado. Pienso que ese coche es como un gran pez, un tiburón gigante. En las tripas del pez se siguen pegando las lesbianas.
Sufrir no lleva a nada, pero hay cosas que me superan. La china llora en su esquina. Vuelan papeles. Se ha levantado viento, no se ven las estrellas. Siete infiernos no son nada si tengo que cruzarlos para llegar a ti, pero debo reconocer que me he perdido entre la sordidez de esta ciudad oscura y ya no soy capaz de encontrar el camino. Busco a mi alrededor algo que me recuerde a ti. ¿Cuánto hace que te busco? La china no deja de llorar: llora toda la noche.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Parado en la esquina

Esperó, parado en la esquina, observando a la gente. Esperó hasta que ya no quedó nadie. Luego, en el mundo vacío, dejó pasar aún más el tiempo. Era extraño ver como la noche avanzaba, se cubría de nombres, de recuerdos. Era extraño comprobar como, dentro de cada forma, existía un lugar; como dentro de cada imagen habitaba una vida, como dentro de cada gesto se escribía una historia. Parado en la esquina de su mundo vacío caminó sobre el cable que cruzaba el abismo y así, poco a poco, se fue desprendiendo de su identidad. Y el silencio y la nada completaron las horas y el sol ascendió por las fachadas e iluminó los balcones, la acera, los nombres, y más tarde también pasó de largo, saltando entre los tejados, con su luz juguetona, y de nuevo se puso, y se hizo la oscuridad hasta que ya no quedó nada sobre el juego del mundo. Parado en la esquina del tiempo, el anciano se olvidó de sí mismo, de su vida y las cosas, del dolor de existir y la desolación que le había supuesto estar muerto en vida. Se olvidó de sufrir y empezó su camino: el regreso constante a lo eterno, al principio-final, donde nacen y mueren las cosas en el mismo momento.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Noche de luna

Esta noche hay una luna que ocupa todo el cielo. Bajo ella, no sé muy bien porqué, el mundo parece más pequeño. Flotan en la penumbra un mar de cosas, preguntas sin respuestas, tristezas que ha depositado la marea. Ha refrescado un poco, casi hace frío. Es la primera sensación de frío del invierno. Miro hacia atrás, trato de distinguir mis huellas, pero el viento ha borrado los recuerdos. No hay camino, ni senda, ni siquiera la línea imaginaria de un horizonte tranquilo al que poder dirigirse. Las cosas se han dormido; los rostros, las palabras… Todo el pasado me espera acurrucado tras la esquina de la desolación. Cada cosa en su sitio, cada mundo en su tiempo, y al fin, fuera de todo mundo, el retornar de mi alma al vacío, un vacío sin esperanza, un viaje sin fin y sin retorno. Ahora ya lo sé, mi alma comprende: no queda ya un lugar adónde dirigir mis pasos, tan sólo un mar de hielo interminable y la espera tenaz de caminar sin rumbo hasta que todo acabe.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Preguntas

Siempre la misma pregunta, murmuró entre dientes. Tenía la boca seca. Doscientos metros más abajo, allá donde acababa la empinada ladera, comenzaba un valle por el que en otro tiempo había discurrido un río. Soltó los frenos y al instante la bicicleta cogió velocidad. Se dejó caer dejando tras de sí una gran nube de polvo. La amortiguación delantera gimió al rebotar entre las piedras. Tiró del manillar y enlazó un par de saltos con fluidez; era como bailar con la montaña. Sonrió al ver como, a pesar de los años, aún era capaz de disfrutar con estas cosas como si fuera un niño.
Al llegar al fondo del valle paró y un golpe de calor lo envolvió de repente. Allí, en el cauce seco del río, entre los cortados de tierra, sintió que estaba en un desierto. La vida es un desierto, pensó, vivir es como atravesar un gran desierto, y comenzó a pedalear para salir de ese lugar cuanto antes.
Cinco horas después seguía pedaleando. Tenía la boca seca y le pesaban las piernas. Frente a él, el sol se ponía tiñendo de colores cálidos el cielo. El mundo era un lugar extraño; hermoso, inexplicable y al mismo tiempo triste. La soledad de aquel lugar era aplastante. Pronto se haría de noche y debía pensar en tumbarse en algún sitio y descansar un rato. Mientras avanzaba, la imagen de una mujer volvía una y otra vez a su cabeza. ¿Dónde estará en este momento? Aún la quería, después de tanto tiempo. Ahora ya era muy tarde para continuar, no había luna, la oscuridad impedía ver el camino, y en el cielo brillaban las estrellas. Nunca se cambia, pensó, da igual adónde vayas, las preguntas que no te puedes responder, te siguen siempre.

martes, 1 de septiembre de 2009

Rendirse

Estaba claro: había que rendirse a la evidencia. Yo la quería. La quería con toda la fuerza de mi desesperación: quería cada centímetro de su piel, quería cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, la forma en que pensaba y la forma en que vestía, sus ojos, su mirada, la forma de sus pies y de sus manos. Amaba sus virtudes y amaba sus defectos. Debía aceptar aquello. Había estado engañándome todo ese tiempo, pero ahora, de pronto comprendí que era inútil seguir fingiendo, ocultándome a mí mismo mis propios sentimientos. Era imposible no dejarse arrastrar por todo eso que bullía dentro de mi aturdido corazón. Me había enamorado sin remedio. Vivía sólo para quererla. Desde hacía algunos meses ella era el centro de todo mi universo. ¿Qué iba a hacer ahora que se había marchado para siempre? El mundo se había convertido en un lugar vacío y hasta el hecho de respirar el aire de aquella primavera me dolía. Todo me recordaba a ella. Cada rincón de la ciudad, cada brizna de hierba... Mientras tanto, a mi alrededor, el mundo seguía interpretando su hermosa melodía; los jóvenes, los viejos, todos vivían sus vidas, tan sólo yo andaba perdido. Sólo y perdido eternamente, en medio de un desierto, observando a la gente desde la soledad de mi pequeña barca embarrancada en la arena infinita de mi vida, y sin embargo sentir toda esa sensación... Era terriblemente hermoso volver a comprobar que, ahora, de pronto, todo este mundo absurdo podía llegar a tener un sentido. Aquel amor le daba explicación a cada cosa. Vivía para hacerla feliz, no había nada más fuera de ella. Comprendí que había que resistir, hacerse fuerte y luchar por cada minuto de la vida. Seguir luchando con todo el corazón. Los milagros suceden, me decía.
Yo la quería, la quería con locura, la quería con desesperación, me había enamorado sin remedio. Un par de horas después ya estaba en el camino. Tardaría mucho tiempo en dar con ella. Tal vez un año o dos, tal vez toda la vida. Sólo sabía su nombre y que se dirigía a algún lugar del sur. Me dirigí hacia el sur. El sur no es demasiado grande, me decía, cuando uno busca a la mujer que quiere con toda el alma.