domingo, 31 de enero de 2010

El salón

Estaba en casa de mi hermana, sentado en el sofá del salón. Todos los viernes solía ir a hacerle una visita. En la televisión estaban poniendo una película que ya había visto antes dos veces. Trataba de un asesino en serie que conseguía burlar a la policía. Entonces oí un ruido en una habitación. Fue un golpe seco. Sonó como un cuerpo que cae al suelo. Pensé que era mi hermana, que tal vez se había desmayado, y fui hacía allí a toda prisa. Abrí la puerta de la habitación y me quedé perplejo. Aquella habitación no era la de mi hermana. No reconocía los muebles, la cama ni el espejo. Mi hermana tampoco estaba allí. No había nadie. Conmocionado, regresé al salón. Abrí la puerta del salón y se me cortó la respiración. Ahora tampoco reconocía aquel salón. Era mucho más grande, y donde unos minutos antes estaba la televisión ahora había un gran armario. Miré por todas partes y no encontré nada conocido. Salí de allí y recorrí pasillos y pasillos de un edificio extraño. Subí y bajé escaleras, patios, recorrí corredores… Aún hoy, después de tantos años, busco la forma de salir de aquí.

jueves, 28 de enero de 2010

Mis manos

Sentado entre dos contenedores de basura, absurdamente solo y derrotado, contemplo mis manos en silencio. Son unas manos huecas, de aspecto desolado, como tejas de una mansión deshabitada. Sin embargo, si las miro con más detenimiento, veo como en ellas se me han acumulado las grandes historias de mi vida: derrotas, experiencias, pasiones, sentimientos… En sus líneas llevan escrito el rastro de mis días y mis noches.
Contemplo mis manos en silencio. ¡Qué estúpidas mis manos! ¿No vais a ser capaces de escribir nada decente? Esta noche de frío muerde una luna helada. Instantes de silencio. Salvaje soledad. Una mujer camina calle abajo. Resuenan sus tacones en la acera. Me mira y me sonríe levemente. Me guardo su mirada. Sus piernas dejan un rastro de luz sobre la acera: es un reflejo azul y plateado. Guardo el papel y el lápiz. Se ha levantado viento. ¡Qué estúpidas mis manos, demasiado cargadas de pasado!

miércoles, 27 de enero de 2010

Manchas de tinta en el papel

Bloque de casas: un cuarto diminuto en un piso bajo, y en él, inclinado sobre una mesa, un hombre bajo una lámpara pequeña que apenas ilumina el espacio del folio en el que escribe. Enfrente, una contraventana cerrada desde siempre, que da a un patio interior. En el patio se oyen voces y ruidos de platos. Un matrimonio discute tres pisos más arriba, un niño llora, un perro ladra. Nadie parece feliz. Hace frío.
Al hombre, que tiene las manos heladas y lleva puesto un jersey de lana, el invierno se le está haciendo interminable. Su vida, su pasado, su gente, su trabajo... Todo ha quedado atrás. Apenas queda nada ya que no esté destrozado. Mira un viejo reloj que tiene la correa rota: es tarde, es demasiado tarde, pero esta noche tampoco va a dormir. Igual que lleva haciendo desde hace mucho tiempo, va a anestesiar su corazón con un libro gastado.
El hombre sabe que no hay ningún camino que lleve adonde habita él, y aunque vive rodeado de esa gente –en el patio se oye la voz de un hombre, un plato se estrella contra el suelo, una mujer da un grito, llora un niño, se cierra de golpe una ventana, ladra un perro...-, el hombre sabe que no hay ningún camino. No existe para nadie desde hace mucho tiempo.
Pasan las horas y aún sigue escribiendo. Borrosas manchas de tinta en el papel. A ratos, de pronto se detiene, se frota los ojos irritados. Sacude la cabeza. El relato no avanza, no le gusta una mierda lo que escribe. Pero escribe y escribe mientras la noche se pierde en un viaje sin destino. No queda ningún puente que lleve adónde está. El hombre contempla las palabras que ha escrito en el papel y siente que ahora también se le va helando el corazón. Otra noche de invierno, otra derrota más –sacude la cabeza, el niño no para de llorar, la mujer grita, se oye ruidos de platos rotos, de muebles desplazados, de golpes, de carreras...-. Lo cierto es que no sabe porqué sigue escribiendo. El invierno parece que nunca va a acabar. La noche es demasiado fría. Cierra los ojos y el mundo se extingue para él. Su alma se funde con el frío. Lo último que puede recordar son aquellos ojos llorando junto al mar. En su sueño no necesita más.

martes, 26 de enero de 2010

Lo pierdo todo

Atravesando la tarde, regreso al espacio del mundo donde habito. Hace frío. Desde la soledad de miles de kilómetros de carreteras veo ponerse el sol: el mismo sol que en este instante se pone, también para ella, en otro lugar del mundo. El viento arrastra los últimos copos de nieve del invierno que se hielan en el cristal del coche, como pequeñas lágrimas que han sido derramadas para nadie. Perdido entre las brumas de la tarde, el paisaje a mi alrededor desaparece y ahora apenas soy capaz de recordar los rasgos de tu rostro. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Todo se olvida y muere en este intento absurdo de encontrar un futuro a cada instante. Hay algo equivocado en el ambiente, los libros, los papeles… Todo este rebuscar en mi universo, tratando de poner el alma a punto, de encontrar la respuesta en un poema. Darse de cabezazos contra un muro real, hecho de piedra. Mi genio se escapó de la botella ayer y aún no lo he encontrado. Cada noche lo pierdo todo, amor, pero sigo adelante cada día.

lunes, 25 de enero de 2010

Ahora, en este instante

Ahora, en este mismo instante, este es un buen momento -siempre es un buen momento-, para que de las cosas inanimadas surjan escenas de permanencia infinita. Cada día es una oportunidad, cada noche un descanso en el que el ser regresa al origen, a ese recogimiento del alma y la apariencia, donde todo se hunde en un inabarcable espacio inmaterial. Cada cosa tiene su sitio en la esquina del sueño de la vida y en cada imagen se oculta el misterio de un deseo secreto o un temor. Cada noche, el existir se pone a disposición de lo inefable. Cae la nieve: la nieve es belleza, pero ahora también es un canto de muerte, un lamento de lobo, una huida en el tiempo, y esta noche, no sé muy bien porqué, mientras veo los copos de nieve caer, recuerdo como un día de enero, hace cientos de vidas, también yo enterré mi corazón en un lugar sin nombre, cubierto de nieve, muy parecido a éste. La verdad no es hermosa, mi amor, la verdad es muy triste, los dos lo sabemos, pero lleva en su esencia una carga de inconcebible intensidad. Yo amo la verdad, esta verdad dura y profunda, que acaricio en mis sueños, en un lugar que no sé donde está, ni sé de dónde surge, pero que late y perdura en el ambiente incluso cuando el último resto de vida ha terminado. ¿Cuánto debe sufrir un ser humano para poder reconocer un gesto de felicidad? Nieva en mi corazón, nieva en mi alma. La noche, en su latido, se deja abandonar al sueño y el viento arrastra copos de nieve cargados de pasado. Hay tanto que contar sobre esta noche, traspasada de eternidad y de destino...

domingo, 24 de enero de 2010

Vivir y ser

La vida continuaba y hasta entonces, él la había vivido de un modo irremediable. Las cosas, los objetos, la gente, y hasta los sentimientos, eran como el agua de un río que se perdía bramando, enloquecido, corriente abajo. Y sin embargo ahora, ¿qué había sucedido?, ¿había dejado de sentir? No lo sabía. Tal vez, sin darse apenas cuenta, de pronto había llegado a algún lugar. Sentía estar en un espacio extraño, como si hubiera ido a parar a un remanso de agua en el que todo se hubiera detenido casi completamente, y todas las cosas importantes de la vida giraban en el agua, perdidas en el tiempo, despacio y en silencio. Su mente, en un instante extraño, dejó de sentir la necesidad de seguir con su viaje. Ya no iba a continuar ni un sólo día más. Todo en su corazón se había detenido. ¿Qué había sucedido? La vida seguía en todas partes, pero él, ahora se limitaba a contemplar, como un espectador observa una obra de teatro, los sucesos del mundo, tratando de entender el caos del existir. Vivir y ser eran la misma cosa. Vivir era ser uno mismo, y ser era vivir con toda el alma. Eso era la existencia. De pronto, aquella tarde, sentado en el lugar donde acababa el mundo, su alma comprendió el único secreto de la vida, y al fin pudo reconocer alrededor todo aquello que está tocado por la magia infinita de la vida.

jueves, 21 de enero de 2010

Una botella

Aquello no pintaba bien: la fiesta estaba en pleno apogeo pero Lucas tenía otras cosas en la cabeza. De momento trataba de encontrar una ventana, una puerta o algún otro agujero por donde salir al exterior y coger aire. Subió por la escalera al primer piso, avanzó por un pasillo estrecho que se balanceaba de un lado para otro al ritmo de las pulsaciones de su corazón. Estoy mareado, pensó, muy mareado, y una sensación desagradable de vértigo asomó a sus ojos. Se dio la vuelta antes de llegar al final y trató de regresar al piso de abajo. Una pareja salió besándose de una habitación. Tropezó con ellos, salió despedido y chocó contra la pared. Cayó al suelo y acabó de rodillas entre ellos. “Tranquilo tío”, dijo, mientras se levantaba. La escalera, al fondo, parecía no tener final. Bajar por ella no era una sensación demasiado agradable, notaba el pulso de la sangre en las sienes y algo le oprimía el pecho de un modo que le estaba agobiando cada vez más.
Al llegar al salón la música le golpeó en la cara, las notas se aplastaron contra su rostro y luego se deslizaron por él como un reguero de miel pegajosa. Un amigo le agarró de una pierna cuando pasaba junto a un sofá: alguien había encendido la televisión y las imágenes bailaban por las paredes cubriendo los muebles con una espeluznante gama de colores. Al ver aquello se mareó aún más y sintió ganas de vomitar. Intentaba soltarse cuando su amigo le ofreció un pequeño frasco con unas pastillas en su interior. Dudó, pero ante la mirada insistente de su amigo, se metió las pastillas en la boca, tragó, y continuó su camino hacia el exterior. Atravesó la sala esquivando algunos muebles y al fin salió. Respiró hondo el aire helado de la noche y, por un instante, se sintió algo mejor. Estaba en una terraza que daba a un jardín. Oía cantar un grillo en alguna parte. Era un chirrido metálico, penetrante, histérico, que se perdía entre los árboles desgarrando el paisaje y su cerebro. Miró a su alrededor alucinado y entonces vio una botella. Estaba tirada en el suelo: era una botella de plástico y parecía estar llena. Se sentó junto a ella, la tomó entre sus manos y, muy despacio, desenroscó el tapón. Lo observó largo rato. El tapón era de color azul y los laterales cortaban. Observó con cuidado aquel trozo de plástico: tenía rayas; sentía esas rayas clavarse en las yemas de sus dedos como cuchillas. Trató de entender lo que pasaba y llegó a la conclusión absurda de que estaba apretando con demasiada fuerza. Gimió ante la impotencia de no sé sabe qué y de pronto sintió unas ganas tremendas de llorar. Tiró el tapón a un lado y bebió un largo trago: era un líquido frío, con un sabor muy fuerte. Sintió el líquido deslizarse por su garganta, bajar hasta su estómago y quedarse allí estancado. Luego empezó a sentir calor. Después tuvo una sensación extraña. El líquido esperaba allí, en su interior, alguna cosa. Tal vez alguna decisión. Algo que él debiera hacer. Sintió aquel líquido como un ser vivo que esperaba dentro de él. Lucas inclinó su cuerpo, se puso a cuatro patas, y el líquido cambió de posición. Lucas gimió. Ahora le ardía todo el cuerpo. Se dejó caer y se tumbó en el suelo de lado. Dos chicas pasaron por allí y las oyó reír. Sintió los golpes de la música llegar desde muy lejos, aunque tal vez no era la música y sólo eran los latidos de su corazón. Cada vez le dolía más el pecho y ahora además todo ardía dentro de él. Sacó un puñado de pastillas de su bolsillo, se las metió en la boca y las tragó de un golpe. El tapón de la botella había ido a parar bajo una hamaca y parecía observarle en silencio, gimió, pensó que debía relajarse un rato, quedaba mucha noche por delante.

miércoles, 20 de enero de 2010

El tiempo

Algunas veces me paro a contemplar el tiempo. Lo veo dilatarse en los ojos de los niños y luego, sólo un poco más tarde, contraerse en los ojos de los ancianos. Me fascina observarlo. No hay dos tiempos iguales. Hay un tiempo que huye –es el tiempo del amor y la belleza-, y un tiempo que se esconde –el tiempo de la sabiduría-. Hay un tiempo que dura eternamente –el tiempo del frío y la derrota-, y un tiempo que corre y se atropella -el tiempo de las noches de verano-. Cada uno de nosotros vive de una manera diferente el tiempo –la gente no comprende bien porqué siempre dispongo de un tiempo ilimitado-. Unos ocupan todo el tiempo del día y de la noche y así olvidan sus penas, o huyen de sus fracasos, otros no se ocupan de nada y sólo se limitan a agotarlo.
Todo tiene su tiempo, y cada instante, toma del mismo tiempo su forma misteriosa de existir.
Aquella tarde a finales de verano, ella miraba fijamente al cielo. Pasé mucho tiempo observándola, tratando de entender lo que miraba. Después de algunas horas, cuando ya casi se ponía el sol, comprendí su secreto. Miraba hacia un lugar del cielo. Un punto muy concreto en el espacio, por donde a todos se nos iba escapando el tiempo. Cuando lo comprendí, yo también pude ver lo que pasaba: como la fina arena de un reloj, el tiempo llegaba hasta ese punto y luego pasaba y se perdía, de un modo inexorable, al otro lado.

martes, 19 de enero de 2010

Su nombre

Ahora he olvidado su nombre, pero aún recuerdo esa manía suya de regalarme cosas que no me interesaban (un calendario con fotos de jugadores de fútbol, pequeñas estatuas de yeso pintadas de negro y purpurina, apestosos pescados sacados de dios sabe dónde...). Siempre quería regalarme algo y yo siempre lo rechazaba. Todo esto sucedía porque una tarde le di un viejo reloj. El caso es que a partir de entonces, se desvivía conmigo.
Una vez me llevó a su casa. Siempre estaba empeñado en llevarme, y no paró hasta que lo consiguió.
Su casa era un pequeño cobertizo al fondo del poblado, justo al lado del vertedero. Dentro, en la única habitación que aún conservaba el techo, sólo había un hornillo de gas, algunas latas, botellas vacías de cerveza, y una destartalada cama. Sobre la cama, rodeada de restos de comida y cacahuetes, dormía una perra mestiza, color marrón. Recuerdo que entonces comprendí por fin adónde iban a parar todos esos aperitivos que él se guardaba siempre en los bolsillos.
En el bar no caía bien porque era un hombre de mal beber y a veces se pasaba de la raya. Debido a eso algunas noches se iba caliente para casa, pero a mí, incluso bebido, me respetaba, nunca supe porqué. Aquella tarde, en aquella casucha, sentados los dos al borde de la cama, me contó algunos detalles de su pasado. No había nada original. Era una historia como tantas otras historias; una historia de mala suerte, de errores, de pérdidas y de desolación. Me fui muy tarde, se había levantado viento y la lluvia arreciaba (ahora, mientras escribo esto, recuerdo que tenía una perdiz en una jaula, colgada junto a la puerta. La jaula se balanceaba con el viento y el pájaro estaba aterrorizado).
Cuando salí de allí, el poblado se había convertido en un inmenso lodazal. Los pozos negros se estaban desbordando y un par de hombres intentaban meter dentro de una pequeña nave a dos caballos que no querían entrar. Me fui de allí en medio de lo que parecía ser un fuerte temporal, seguí mi vida y no volví a pensar en él.
Al cabo de unos meses regresé y me extrañó no verlo. Cuando les pregunté a los hombres me contaron que lo encontraron muerto. Lo encontraron al día siguiente, rodeado de cascotes, sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, como dormido, pero morado y tieso como una estatua de piedra. Aquella noche, después de irme yo, su cobertizo había perdido lo poco que quedaba del tejado. Cuando al día siguiente la gente pasó por allí y lo encontraron, la perra aún estaba junto a él.
Fui a ver a esa perra un par de veces. Se la había quedado una señora mayor. Siempre que iba, no sé muy bien porqué, me acercaba hasta las ruinas de su casa. Permanecía mirando el sitio mucho tiempo (la jaula estaba en el suelo y la perdiz no estaba). Alguien se había instalado en ese lugar y ahora también él comenzaba a tapar con piedras y plásticos las ventanas y lo poco que aún quedaba del tejado. El nuevo era otro hombre muy parecido a él: el mismo mono azul, las mismas manos, la misma expresión de soledad en su cara arrugada... Me saludó y me dijo su nombre, pero yo no escuché. Después de aquello fui a ver a la perra un par de veces. La perra se llamaba Reina y estaba bien cuidada, el nombre del dueño lo he olvidado.

lunes, 18 de enero de 2010

Muros

Nueve de la noche, se pone el sol y en el mundo no queda ni un sólo lugar en el que refugiarse. Los días se suceden y alrededor del caos los hombres siguen levantando muros de piedra; enormes muros de piedra con los que protegerse de otros hombres que, igual que ellos, también construyen muros. Y los muros se multiplican y dividen los campos y las ciudades. Los muros lo cubren todo. Nadie puede moverse. Los hombres han perdido su libertad. Las mujeres también, sólo quedan los niños que aún no saben de muros, ni tienen ni una sola experiencia del terror. Los niños no saben nada de nada y saltan los muros con la facilidad ingrávida de un gato, hasta que alguien llega y les cuenta porqué se construyeron. Siempre hay alguien adulto que cuenta a los niños este tipo de cosas. Los niños le escuchan con los ojos muy abiertos. ¿Los ves? ¿Ves ese brillo de asombro en el fondo de sus ojos de niño? Entonces los niños de un lado y otro, sin entender porqué, un día se tiran piedras. Primero es un juego alegre, lleno de gritos, de risas y de carreras, luego llega el dolor y el sufrimiento del que recibe el impacto de alguna de esas piedras que ahora son sus juguetes. Y así los niños, de pronto se transforman en hombres que no tienen ni idea de todo el sufrimiento que van a tener que soportar. Pero eso da lo mismo porque forma parte de otra historia mucho menos interesantes. La historia de los hombres que dejan de ser niños. Una historia aburrida que siempre termina igual.
Se pone el sol y, qué cosa más paradójica, en este mundo lleno de muros nadie se siente a salvo.

domingo, 17 de enero de 2010

Un directo en la boca

Salí de ese lugar y caminé perdiéndome en un laberinto de calles. Tenía que pensar con calma en todo lo que me había sucedido en los últimos tres días. Una vez más la vida me había conectado un directo en la boca y yo, de nuevo estaba a punto de caer. Otro combate perdido, recuerdo que pensé. Pero ahora, después de tantos años de perder, apenas sentía ese dolor de antes. La vida era una continua decepción, y nada más, y mi alma parecía haberlo asumido hacía mucho. Atravesé algunas calles desiertas; el frío me encogía el corazón. Me puse un viejo gorro de lana en la cabeza. El sol fue desapareciendo al fondo, tras los bloques de casas, y se hizo de noche. Me dolía una mano. Me había hecho un profundo corte con el cristal de una botella rota. Miré a mi alrededor, no había nadie. Barrios de la desolación, pensé, y continué mi camino hasta alcanzar una avenida. Allí, un río de coches se dirigía hacia las luces de un centro comercial. Era viernes y todo el mundo hacía ese tipo de cosas. Gente corriente haciendo cosas corrientes. Antes, cuando aún creía que vivir podía ser una experiencia interesante, no concebía esa manera de pasar por la vida. Ahora, con el paso de los años, algunas veces me encontraba a mí mismo mirando con la mente en blanco a uno de esos matrimonios con hijos que volvían cargados de bolsas de la compra de algún supermercado. Gente corriente. No; yo nunca podría ser uno de ellos, y sin embargo ahora los contemplaba sintiendo en mi interior una punzada extraña.
Atravesé un puente que cruzaba sobre una autopista y allí el frío era aún peor. Al otro lado había un grupo de casas en construcción. Salté una valla y le di una patada a una puerta de madera que cayó con estrépito al suelo. Entré: era la planta baja de un local bastante grande. Junté algunos trozos de madera y encendí un fuego. Me senté y contemplé mi sombra danzando en la pared. Me gustaba oír el crepitar del fuego. Un perro se asomó a la puerta. Lo llamé y se acercó. Era uno de esos perros de caza, pequeño, de pelo duro color canela. Lo acaricié y se tumbó a mi lado. Al rato se quedó dormido. Era como si hubiéramos estado juntos desde siempre. No podía dormir. El fuego se apagó y yo permanecí toda la noche mirando esa pared, a oscuras. Al otro lado del hueco de la puerta la niebla se había apoderado de la calle y todo estaba empapado de humedad. Miré aquella pared toda la noche. Tenía que pensar con calma en todo lo que me había sucedido, pero no conseguía pensar. Lo único que hacía era mirar esa pared vacía. A ratos, el perro movía las patas en sueños, como si corriera. Llevaba una cuerda atada alrededor del cuello a modo de collar. Mi mano, cubierta de sangre seca, se iba inflamando más y más. Notaba el calor del perro a través de mi abrigo. De pronto comprendí que ese era el único calor que había sentido en los últimos seis años. Intenté rebuscar en mi pasado pero no conseguí encontrar un poco de calor, así que continué mirando la pared toda la noche.

jueves, 14 de enero de 2010

Bajo el oscuro viento

Bajo el oscuro viento de la noche vago en silencio entre las cosas. Oigo el latir del mundo en la rama del árbol, en la piedra y el río. Desciendo a las profundidades del bosque donde todos los elementos duermen y me tumbo en el musgo a la espera de que acabe el invierno. Crujen los troncos de los árboles y entre las piedras se mueve un viento que corre y corre sin cesar, atraviesa el vacío y deja un rastro de desconsuelo. El vacío es mi casa, que se abre a este viento que ahora llena mi corazón de nieve helada. Y sin embargo mi alma aún sigue ardiendo. Cierro los ojos. Los elementos de la naturaleza duermen y yo duermo con ellos.
Eran las tres de la tarde y hacía demasiado calor para moverse. La ciudad en agosto era un infierno. Las calles eran tan sólo un lugar más de huída y en el parque ya no quedaba nadie excepto una mujer que se sentó a mi lado. Me contó muchas cosas de su vida. Yo estaba adormecido, cansado y demasiado enfermo como para escucharla. No corría ni una brizna de viento. La atmósfera aplastaba el alma y no había forma humana de escapar a esa agobiante sensación. Sin embargo la mujer hablaba sin parar, hablaba, hablaba... Yo estaba demasiado enfermo como para escucharla y al rato me quedé dormido. Me desperté de noche. Tenía mucha fiebre. Brillaban las estrellas. Se había levantado algo de viento. Un viento oscuro repleto de silencios. La mujer ya no estaba. Mi corazón ardía.
Muchos años después nos encontramos y luego de nuevo desapareció. Mientras la recordaba, el tiempo cambió de repente. Yo descendía de la cima de una montaña. Bajo el oscuro viento perdí altura siguiendo una canal hasta un collado. Allí el viento se convirtió en un vendaval que bramaba y rugía enloquecido. No sé porqué ahora no podía quitarme a esa mujer de mi cabeza. Yo estaba muy cansado para mirar atrás. Sólo quería dormir, pensar un poco en ella y luego abandonarme. Agotado de luchar con aquel viento me tumbé a descansar sobre la nieve y me quedé dormido. La nieve me cubrió completamente. Dormí durante mucho tiempo. Recuerdo que soñé con ella. Los dos caminábamos luchando por avanzar en medio de un viento infernal.
Ahora pronto va a amanecer. No se oye nada. El vacío es mi casa, que se abre a ese viento que ha llenado mi corazón de nieve helada. No quiero despertar, estoy cansado. El silencio llena el espacio. La tierra, el fuego, el viento... Todos los elementos de la naturaleza duermen y yo quiero dormir con ellos, pero siempre aparece esa mujer que ahora tira de mí y me arrastra hacia la seguridad del bosque donde me tumbaré en el musgo a la espera de que acabe el invierno.

miércoles, 13 de enero de 2010

En aquel tiempo

En aquel tiempo me asombraba como podía pasarme días y días sin ver a ningún ser humano. Al caer la tarde me sentaba tranquilo junto al mar, y esperaba a que se pusiera el sol. Aquel acantilado era mi templo, mi palacio, mi mundo, mi horizonte, y en la costa desierta cada gesto tenía su lugar. En el banco de arena sumergida que separaba el islote de la costa, florecían hermosas caracolas y en el jardín de algas, rosarios de medusas flotaban en el agua esparciendo su luz. Aquel verano viví de esa manera, perdido en un punto sin nombre de la costa. O tal vez aquel hombre no era yo, no sé, todo ha cambiado tanto que casi no puedo recordar. Pero aún recuerdo el mar, eso sí lo recuerdo bien. La mar, el mar, mi mar... Mi amado mar... ¡Qué lejos si te pienso ahora, aquí, mientras camino solo, perdido en medio de la nieve!
Aquella mañana amaneció de pronto y un sol resplandeciente corrió a ocupar su sitio en el espacio. La luz era tan clara, el cielo tan azul, el día era tan blanco, que casi no se podía mirar. Frente a la costa faenaban dos o tres barcos de pesca muy pequeños, y en ellos, sobre cubierta, un par de hombres se afanaban en recoger las redes. El mar lanzaba destellos a la costa, y el agua se llenaba de matices. Verdes rabiosos jugaban con las olas, azules profundos huían mar adentro, blancos traviesos salpicaban las rocas de la costa. Era como si un enjambre de flores hubiera tomado posesión de aquel campo de agua.
Mientras lo contemplaba, algo se me metió en el corazón y perdí la noción del tiempo. Sentí una sensación de plenitud inexplicable. Hoy soy feliz, pensé. Y supe que nunca más volvería a ser feliz como lo fui en ese instante. El sol subió y subió en el cielo y el día fue pasando de una manera extraña. Unas olas rompieron contra el acantilado mientras unos peces pequeños buscaban su comida entre las rocas. Pude sentir entonces el latido del mar bajo mis pies, a quince o veinte metros por debajo. El mar y yo éramos la misma cosa. El cielo fue cambiando lentamente, primero se puso amarillento, luego se desplegó un telón violeta triste, luego rojo volcán. La lava descendió deprisa hasta hundirse en la línea del horizonte, y al fin, definitivamente, todo se volvió gris, y después negro.
Recuerdo en aquel tiempo, como podía pasarme días y días sin ver a un ser humano. La bóveda celeste era mi casa. A veces, al caer el sol, me sentaba tranquilo junto al mar, y escuchaba la voz de este planeta. Mi corazón sentía entonces todo ese gran poder inexplicable que se nutre de aquello que fue nuestro pasado y avanza hacia futuro. La gran transformación del universo, el misterio del cambio, que existe y late y vibra en nuestras manos. Recuerdo en aquel tiempo, como al caer el sol, mi alma se dejaba llevar por todo esto. De noche, en el jardín de algas se mezclaban medusas con estrellas, mientras dentro de mí, el planeta seguía su viaje en el espacio.

martes, 12 de enero de 2010

Qué fácil es quererte

Perdí la identidad y la razón una noche de marzo, rodeado de estrellas y universos. Junto a mi alma apenas se agitaba una ligera brisa que aún permanecía allí desde el verano. Los amigos que nunca volvería a ver se removían inquietos. Tal vez se habían perdido en lo más hondo de mí. No sé, ahora no recordaba nada, sólo un bosque interior, un espacio muy negro donde se hundía para siempre mi pasado, y todo el caminar del mundo a través de la nieve. Ha transcurrido ya un tiempo demasiado largo y ahora estoy cansado del viaje. Te echo de menos ¿sabes? Hace mucho que no hablo con el río. La magia de aquel pájaro se fue y no regresó, mi saco de dormir ya no sabe dormir a solas, y entre estrella y estrella no encuentro nuestra luna. Este invierno no acaba nunca, no hay ninguna ciudad perfecta, ni existe un corazón donde pueda encontrarla. Y lo peor de todo: recordarte en el alba de aquel amanecer que se escapaba siempre de las manos. Recojo mi experiencia y mi equipaje y guardo entre mis manos el último resquicio de calor que me dejaste. Lo guardo con cuidado. En fin, ahora debo seguir, el futuro aún aguarda. ¿Dónde estarás, amor, en este instante? Qué fácil es quererte en las noches de invierno en la montaña.

lunes, 11 de enero de 2010

Cuántas veces

Cuántas veces, a través de las innumerables noches, me he acercado hasta ti, rodeando el centro del misterio, y en el aire cargado de frío te he recordado. Pero ahora, cada noche es más honda, más larga, y allá en el resplandor del horizonte, apenas se ve un rastro de luz. El aire se ha convertido en hielo y hiela el alma...
¿Sabes? Recuerdo aquellas horas cuando tú aún dormías en tu sueño profundo, y las cosas tenían un sentido. La vida no era esto, ahora, por fin lo he comprendido, y el sentir no debía convertirse en padecer. Siempre me fascinaba contemplarte mientras dormías porque encontraba en tu cuerpo el misterio de un universo en orden. Cada cosa tenía su momento en ti -veía en tus ojos cerrados crecer el tiempo interminable-, y tu imagen era un lugar perfecto en el que yo espera ver amanecer. Tu alma lo llenaba todo...
Barro, charcos helados... Barro. Ahora alrededor de mí lo único que permanece y es real, es este caminar eterno atravesando el frío. Mis pies se hunden en este barro helado. Soy sólo este existir de barro y frío...
¿Sabes? Apenas siento nada ya, y no sé si eso es bueno. He perdido el secreto de sentir. Atravesar la oscuridad de un muro que no existe. Dejar atrás el último resto de mi pasado. Qué duro continuar en un frío cargado de futuro. Charcos helados, charcos. Almas que nunca dejan de luchar. Hay tanta soledad en medio de estos campos. Cruje el hielo bajo mis pies. Luces inalcanzables. Horizontes donde se duermen las estrellas que ya hemos olvidado. Almas que mueren en cada charco helado.
Cuántas veces, a lo largo del tiempo, he atravesado una noche como esta, interminable, para intentar encontrarte.

jueves, 7 de enero de 2010

Conversación en un sueño

─ ¿Sabes? –le dije a la muchacha de mi sueño-, yo buscaba permanecer siempre en lo más profundo. Hallarte entre las sombras. Saber, de un modo u otro, que eras tú. Pero tú no llegabas. Aquel fondo del mar seguía tan vacío como siempre, o tal vez mis ojos habían perdido ya la capacidad de ver en esa oscuridad, pero a pesar de todo aún te sigo esperando. No soy nadie especial. Soy como todos: alguien que busca su camino. Un anhelo, un temor, una búsqueda. No existe nada más: eso es mi vida.
─ ¿Sabes? -me contestó-, algún día, tal vez, regresará la luz, la intensidad, la vida, y entonces todo será real y estaremos tranquilos. Habitaremos el centro de un círculo perfecto y las cosas siempre se mantendrán en equilibrio. Y toda esta búsqueda, al fin, habrá tenido algún sentido.
Me abrazó y me dio un beso en los labios. Recuerdo que eran las doce de la noche y comenzó a nevar.

miércoles, 6 de enero de 2010

Vagabundo

Eran las doce de la mañana cuando comenzó la lluvia y las cosas se fueron desdibujando lentamente en la neblina gris. Casi al instante se levantó un viento helado. Yo observaba el paisaje refugiado bajo el alero de la pequeña casa. Era antigua, y parecía haber sido abandonada hacía mucho tiempo. Alrededor de sus muros flotaban aún los recuerdos. Veía a los fantasmas de la casa desvanecerse, dejándose llevar por ese viento. Los árboles gemían y en los charcos de agua la lluvia cantaba tristes canciones sin música ni letra. Al rato empezó a nevar. Así era el mundo aquella mañana de diciembre para mí, mientras el resto de la humanidad se preparaba para celebrar que terminaba el año.
Bajo esa lluvia helada, yo, solo en mi soledad, permanecía a la espera de un cambio que nunca se iba a producir. Observaba el paisaje, los árboles, el lago... Algunos patos bajaron a posarse en la orilla cubierta de hierba. La lluvia arreciaba y fuertes ráfagas de viento doblaban con una fuerza descomunal las ramas de los árboles más grandes.
Era el final de mi vida y yo contemplaba este mundo en silencio. Era el final de mi vida o tal vez el principio, no sé. Las cosas se representan de un modo tan extraño dentro de mi cabeza… Pensé que toda esa escena no era más que una imagen distorsionada de mi mente; la mente de un ser humano que, como tantos otros, se debate siempre entre un anhelo y su opuesto, un temor.
Subí en mi bicicleta y abandoné mi precario refugio bajo el alero. Al instante la nieve golpeó mi rostro. Sentí como si me clavaran cientos de agujas de hielo en las mejillas. Las ruedas salpicaban. No había un ser viviente por los alrededores. La vida parecía seguir, pero en algún otro lugar, en otra parte. Las manos y los pies se congelaban. ¿Y esto? –recuerdo que pensé-. ¿Esto es realmente la vida? Sentí que era un vagabundo loco sobre una bicicleta.