domingo, 28 de febrero de 2010

Pasada la tormenta

Pasada la tormenta, salgo a revisar como está mi universo. Son las seis de la mañana y todo parece en orden. Las calles siguen mojadas, pero no llueve. No se ve a nadie, quizás porque aún es demasiado temprano para existir despierto, pero cuando presto atención oigo cantar al pájaro de la mañana. Se le oye claramente, encaramado en una esquina del tejado. Lanzando al aire su canto peculiar.
A estas horas de la mañana la atmósfera está limpia, extrañamente limpia, como si a lo largo de las horas de noche se hubiera ido quitando de encima cualquier resto del día anterior. Ella se ha despertado y me ha visto salir. Desde la cama me ha preguntado si ya estaba mejor. He murmurado que volvería pronto y la he dejado allí, tranquila y cálida, como las brasas de una chimenea en pleno invierno. Pienso en lo afortunado que soy por ser capaz de oír el canto del pájaro en el tejado.
Las nubes corretean aún por este cielo gris. El viento ha derribado el gran pino de mi rincón del bosque, y el pino, en su caída, ha aplastado a un ciprés. Pienso en la forma que toma el viento entre los árboles. En el destino que derriba las cosas. En cómo todo pasa y acaba derribado y roto, sobre la tierra. Pienso en los grandes gestos que nadie puede ver. Pienso en los héroes y en las derrotas, en caminos marcados que acaban en ninguna parte, en bosques vacíos, en navíos que zarpan de algún puerto para no regresar. Pienso, y mientras camino, alguien ha colocado una hermosa luna llena, redonda y perfecta, en este cielo gris de la mañana. No la había visto, tan hundido estaba en mis pensamientos. No se oye un ruido, los árboles del bosque guardan silencio.

jueves, 25 de febrero de 2010

En el mismo lugar, después de tanto tiempo

Aquel día se despertó cargada de recuerdos. Sentía el aire cálido en su piel. Eso fue lo primero que sintió. Salió a la terraza del apartamento. El mismo apartamento, después de tanto tiempo. El mar lanzaba destellos plateados y la luz del paisaje era tan intensa que no podía mirar. Se tapó el rostro con las manos y abrió y cerró los ojos varias veces. Sintió una extraña sensación: aquella luz era especial. El mar era profundamente azul y el cielo parecía serlo aún más. El paisaje flotaba, ingrávido y eterno, en medio de la nada del desierto. Las casas del pueblo estaban pintadas de blanco, y las puertas eran del mismo color azul del mar. Todo en ese lugar era un laberinto de callejuelas estrechas, cargadas de flores, de luz y de pasado. Sintió en su rostro el calor de la luz del sol y la atmósfera transparente y limpia. El silencio se desplegaba, lento, como una bendición, sobre todas las cosas. Respiró hondo, pensó en aquel verano, sintió en su corazón el paso de los años, y no pudo hacer otra cosa que llorar. Tenía aún quince días por delante y estaba en el mismo lugar, después de tanto tiempo, y nada había cambiado, excepto ella.

miércoles, 24 de febrero de 2010

La eternidad no es nada

Aquella noche la eternidad se deslizaba lenta en lo más profundo de tus ojos. Yo quería que aquello no terminara nunca. Las luces de ese gran universo alrededor de todo. Cada sonido era un misterio, cada olor un destino, cada poro de tu piel un océano en el que yo naufragaba sin remedio... Recuerdo que el reloj de la habitación marcó las cuatro de la madrugada, un grillo cantaba en el balcón desde hacía algún tiempo. Recuerdo también que era verano y que una ligera brisa movía las cortinas. Aquella noche la eternidad se deslizaba lenta entre los dos. Subí a los cielos y regresé a la tierra. Ahora, no sé muy bien porqué, en medio del invierno más frío de mi vida, recuerdo que estabas a mi lado y el tiempo se había detenido. Era verano y una ligera brisa movía las cortinas de aquella habitación... Yo te quería como nunca ha….
-… ¿Te gusta? –Leo levanta la vista del papel y me mira de arriba a abajo.
-Tío, estoy congelado. ¿No ves que está lloviendo? –respondo-, déjame en paz, no tengo la cabeza para historias –; ¿porqué no vamos a algún lado?
Leo no me contesta, su espíritu se ha marchado muy lejos, vuelve a leer su texto. Mueve los labios, murmura las palabras. Cuando acaba, sonríe satisfecho. Le gusta eso que ha escrito, está contento. Luego arruga el papel. Hace una bola y se lo tira al holandés que en ese instante cruza la plaza corriendo, porque se ha dado cuenta de que el conductor del camión de la cerveza se ha dejado el portón trasero abierto. Llueve más fuerte.
-¡Vámonos de una vez! -le digo-. Entonces Leo se levanta y buscamos los dos algún lugar donde pasar la noche mientras la lluvia deshace, poco a poco, las palabras que ha escrito en el papel.

martes, 23 de febrero de 2010

Y la vida seguía

Y la vida seguía su camino, y el mundo no era más que un fragmento de mineral vagando en medio de un océano de estrellas y todo debía tener un espacio concreto en el que Ser, aunque nadie parecía conocer ese secreto. Las cosas se llamaban. Toda esa creación atravesando el tiempo. El murmullo de un mundo en continua transformación, creciendo e impregnando todo de sensaciones. No sé como empezó: surgió en mi corazón un sentimiento; lo vi nacer, crecer, multiplicarse... Y mientras tanto, la gente iba y venía alrededor. Tú amabas toda aquella humanidad, mientras que yo desconfiaba de todos. Probablemente yo no era más que un perro que ha estado demasiado tiempo solo, sin nadie que le diera de comer. Pero eso daba igual: corrías a atrapar cada momento y yo lo único que hacía era observarte. Un día dijiste que subiéramos a la cima del mundo y subimos los dos. Otro día dijiste que querías conocer el fondo de un mar desconocido; uno que fuera de un intenso color azul cobalto, y te seguí hasta el corazón de una isla de Grecia de nombre impronunciable. Tú y yo, solos los dos, y el mundo-paraíso, hermoso, vulnerable y pasajero, tan poco creíble como una de esas películas que ponen los sábados por la tarde en la televisión. Me cansé de quererte poco a poco. La isla se iba hundiendo sin remedio. ¿Porque deja uno de querer? Eso era un gran misterio. Y la vida seguía mientras tanto, pero era una vida de otros. Tal vez ellos también esperaban su turno para este desencanto…

lunes, 22 de febrero de 2010

Diario

Martes, veintitrés de febrero de dos mil diez: he pasado este último fin de semana solo en el faro, sin ver a nadie ni hacer prácticamente nada. El viernes por la tarde bajé a la playa. Había un gran pez varado en la orilla. Debía llevar muy poco tiempo muerto, porque aún no había empezado a descomponerse. Algunos cangrejos empezaban a congregarse alrededor de él y una bandada de gaviotas me observaban posadas en las dunas. Ignoro de qué especie es, pero tiene el tamaño de un delfín pequeño. Hace tantos días que no escribo aquí que no sé si he mencionado que mi hermana se fue definitivamente. Me llamaron por radio los del guardacostas y me dijeron que mis padres lo habían arreglado todo. La enterraron ayer. Ahora sí que tengo apuros económicos, aunque aún no descarto hacer la locura de comprarme la barca. Tal vez es un gesto de inconsciencia o una necesidad fundamental, ¿para qué necesito una barca? No sé, el caso es que sigo con esa idea metida en la cabeza.
Me hago la comida, la cama, friego los cacharros, lavo la ropa, atiendo las tareas del faro y limpio la jaula de la cotorra. De momento no hago nada más y el faro no se hunde. Para ahorrar dinero no pongo la calefacción. Gasto lo mínimo posible. Puede que me acostumbre y al final ya no necesite poner esa calefacción que no calienta nada, no sé. El parte de nuevo anuncia temporal. Durante el fin de semana sí he puesto la calefacción, pero es que hacía un frío terrible y el faro parecía una tumba, húmeda y desolada.
Ahora son las diez de la noche. Por la tarde he paseado por la playa. Marco, el patrón, se ha pasado al mediodía y, amablemente, me ha dejado tres tarteras con comida y unos peces. Así tampoco gastaré el poco dinero de que dispongo. Acabaré viviendo de esta beneficencia. He congelado algo. El caso es que tengo comida hasta el próximo domingo, creo.
Todo el fin de semana pasado ha llovido. Durante la noche la lluvia arreció y se oía bramar el viento. Había quedado en que trataría de conectar por radio con los del puerto, pero la lluvia me dejó sin fuerzas. No me apetecía hablar con nadie y luego toda esa ropa sucia pendiente de lavar. Así que, aunque me puse el despertador y me levanté, al final decidí no hablar, ni lavar, ni nada. Lo decidí en el último momento. Me senté frente a la radio y al rato me volví a la cama. Ha sido una pena porque podía haber aprovechado para hacer un par de encargos y que me los trajeran aprovechando el cambio de tiempo de la tarde, pero no lo hice y luego me arrepentí. Necesito sedal y un par de anzuelos nuevos.
Este fin de semana, la soledad pesaba como el plomo. Sin poder salir, pasé casi todo el tiempo mirando al mar y subiendo y bajando de un modo psicótico por la escalera. El mar estaba lleno de viento y de espuma blanca que iba y venía de un lado para otro. A ratos me tumbaba en la cama y me ponía a leer a Murakami, me dormía, hasta que una ráfaga de aire o un golpe de mar hacía temblar las paredes de piedra del faro y me despertaba. Entonces seguía leyendo, sin distinguir allí dentro si era de día o de noche, hasta que el temporal cesó y se dejó de oír el viento. El sábado por la mañana aprovechando un claro, bajé a dar un paseo por la playa. Ya no quedaba nada del pez del otro día. Había salido el sol y era maravilloso sentir su luz y su calor en el rostro. Llevé un cazo pequeño y recogí unas conchas para hacer un collar. Un collar para nadie. Me apaño bien, pero la soledad pesa. Algunas veces recuerdo el cadáver de ese pez y entonces me invade la tristeza; cuando me pasa eso me pongo a leer, me duermo y me olvido de todo. Hoy he desconectado la radio. No creo que vuelva a conectarla, aquí, en este faro abandonado que ya no alumbra a nadie, no es necesaria. Pienso continuamente en comprar la barca, es como una obsesión, pero no sé.

viernes, 19 de febrero de 2010

¿Qué hacer?

Trescientos mil días después de aquello me senté al borde del camino y me puse a pensar. Todo lo que había escrito hasta entonces no había servido para nada. No era nada. No significaba nada. ¿Qué hacer?.. Respiré hondo. Unos metros más adelante, sobre la copa de un árbol, cantaba el pájaro azul. Una ligera brisa arrastraba las nubes que se enredaban entre mis pies dejando jirones de humedad mezclados con deseos. En ese instante supe que la vida iba en dirección contraria; en algún punto de mi camino se había arrepentido de seguirme y ahora se dirigía hacia otra parte, quizás a un lugar más cálido, lejos de toda esta soledad y de este frío. Después de tanto tiempo podía oír aún el latido de tu pequeño corazón aunque casi no recordaba tu sonrisa, ni guardaba entre mis objetos personales el brillo de tus ojos en verano.
Sí, creo que aún puedo recordarte, pero tú duermes. Puedo sentirlo en mi interior. Y duermes en tu cielo, y duermes sin pensar en mí, tan lejos, tan distante… Se ha intercalado entre nosotros un mar inmenso y negro, lleno de tempestades. Trescientos mil días después de aquello recuerdo que me senté de nuevo al borde del camino, y las horas permanecían quietas, como si me estuvieran esperando, y eran igual de transparentes que aquella temporada que estuvimos juntos. Las horas aguardaban sentadas a mi lado y yo, mientras permanecía allí, sentí que aún podía quedar un rastro de esperanza pero la realidad arrasaba con todo: yo ya no era el de entonces, ni tú tampoco.
Aún te quiero –le digo a la nada-, pero tú ya no existes. Y mientras digo esto se rompe algo definitivamente y el pájaro azul levanta el vuelo. Nunca estuvo la soledad tan cerca. Puedo ver con toda claridad el círculo pequeño de sus ojos. Nunca he visto nada más negro, ni más impenetrable, que esos ojos de pájaro pequeño. Sacudo la cabeza, respiro hondo, intento despejar las lágrimas, y luego me levanto y empiezo a caminar. La vida es dura y larga, pero yo sigo caminando. Un día y otro día, y ya no sé porqué. No quiero perder más tiempo aquí. Busco con la mirada un horizonte, me da lo mismo cual, pero en este lugar no queda nada. Y sigo caminando, un día y otro día y ya no puedo recordar como he llegado aquí ni porque sigo.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Entre dos estaciones

Tanta gente, y todos buscando su camino… En el vagón del metro la chica negra se ha tapado el rostro con las manos, y permanece así, durante el espacio de tiempo que se deshace entre dos estaciones. No está dormida, probablemente intenta no pensar. A su lado hay un joven; tiene la ropa manchada de gotas de pintura y sus manos hinchadas aún conservan las marcas de un día de trabajo. Al fondo, una pareja arrastra dos maletas. A veces se miran y se besan en los labios, de un modo rápido, como diciéndose que aquello es un comienzo y que no pasa nada. Una señora aprieta con fuerza contra el pecho a un niño muy pequeño; el niño duerme. La señora mira al techo todo el tiempo. No parpadea, y eso hace que parezca que está mirando algo amenazador. Dentro de ese vagón su mirada es un misterio inquietante. A su lado hay una mujer: sus rasgos son bonitos. Suena su móvil. Ella atiende la llamada, sonríe, dice que estaba a punto de llamarle, pero que no ha tenido tiempo. Pienso que a las mujeres jóvenes que tienen un rostro bonito el móvil les suena a todas horas. Probablemente a esa chica negra que se tapa la cara con las manos su móvil le ha dejado de sonar. Es tarde; demasiado tarde para sentir cualquier cosa que no sea cansancio. El metro va ha cerrar. Este es el último viaje. Los rostros a mi alrededor reflejan el cansancio de otro día. Siento que este vagón es un mundo pequeño, perdido en algún punto de la nada, que gira en un espacio interminable. Un mundo que gira para eternamente, sin la más mínima posibilidad de llegar a ninguna parte.

martes, 16 de febrero de 2010

Hacia el Conocimiento

El señor Lemon se ha despertado, ha encendido la luz y ha mirado el reloj: son las cuatro y media de la madrugada. Es invierno y hace bastante frío. La casa está en silencio; un silencio pesado y extraño que encoge de un modo irremediable el corazón. Esta ausencia de sonido es como la mirada de un hermoso caballo que se ha roto una pata –piensa- y abre un libro.
El señor Lemon lee un par de páginas, pero no consigue concentrarse y lo deja. Mira de nuevo el reloj. Se levanta, se viste. La casa está vacía. Se pone el abrigo y sale a la calle. Son las cinco de la mañana y comprueba que después de varios días; en este preciso instante, ha dejado de llover. La atmósfera de la calle se parece bastante a la de la casa: a estas horas no hay nadie. El mundo entero está en silencio. Todo está empapado y se oyen gotas de agua caer por todas partes, desde las ramas de los árboles, desde los tejadillos, por las alcantarillas… Todo este mundo no es más que un universo empapado de agua. El agua parece gotear también sobre el silencio.
El señor Lemon camina distraídamente sin rumbo fijo. Dentro de una hora y media tendrá que ir a trabajar, pero eso resulta muy lejano en este instante. Ahora lo único que siente es una sensación intensa, y piensa lo fácil que resulta empezar de cero cuando no dejas nada atrás.
Ahora, el señor Lemon camina sin mirar alrededor, sólo mira hacia adentro. Camina. Le da vueltas y vueltas a sus pensamientos, recuerda escenas de su vida, pasajes leídos en los libros, imágenes de rostros y de cuerpos, lugares perdidos en el tiempo… Son tantas y tantas experiencias… ¿Y todo para qué? Comprende que el hombre no es más que un recipiente cuya única función es acumular Conocimiento. Un poco más tranquilo, después de pensar esto, regresa de nuevo para casa, aunque sabe que queda mucho tiempo aún para que amanezca.

Momento

Observo la quietud de ese espacio dormido en tu rostro. Te observo, y alrededor de ti presiento gigantescas ventanas de luz, millones de estrellas, y todo es tan lejano y tan distante como un recuerdo. Sin embargo, mientras la noche se deja acompañar por esta sensación, ladera abajo siguen creciendo aún las rocas que sembramos, el loco atardecer que pintaron los pájaros de invierno de tus pies sobre el musgo mojado, la sencillez de un gesto que me hacía volver de nuevo a ti –girabas la cabeza para apartar el pelo-, siempre, después de despeñarme en mis infiernos. Y hay tanto momento en el momento. El tiempo que gastamos escribiendo palabras de agua, tratando de cruzar, solos los dos, ese río de infinita amargura, de la mano del viento, compartiendo un naufragio de sombras y vacío que el destino nos había hecho justo a nuestra medida.
Se ha nublado, ha empezado a nevar y hemos vuelto a perder otro recuerdo. No llores, por favor. Cuando lloras caen ángeles pequeños de los cielos. Sus ojos tienen fiebre de vivir pero, en los charcos, apenas queda ya un resto de vida. Se hiela el mundo. No llores, por favor, mi amor, sigue durmiendo.

domingo, 14 de febrero de 2010

Sentarse a escribir

Escribir una historia es tan fácil como sentarse a descansar un rato sobre la punta de la hoja más pequeña de un árbol que crece sobre un abismo. No hay nada más sencillo; uno llega, se sienta, y comienza a escribir como si respirara, sin importarle nada, ni siquiera el abismo, o el árbol, o la hoja pequeña. Ni siquiera la brisa o el viento, o el frío o el paso del tiempo. Ni siquiera la certeza total de que el próximo otoño el árbol perderá todas y cada una de sus hojas; entre otras esa hoja sobre la que has decidido hoy sentarte a escribir un rato.

viernes, 12 de febrero de 2010

Una época de cambios

...No tenemos ni idea de la cantidad de sufrimiento que somos capaces de soportar...

Aquella fue una época de cambios. El cielo descendió hasta un punto en el que a uno se le hacía difícil respirar. La vida se alejaba, arrastrada por el río embarrado de todos los acontecimientos, y yo lo único que hacía era observar. Los momentos se sucedían y el tiempo se estiraba y se encogía. Yo presenciaba aquello con una despersonalización tan absoluta que algunas veces salía de mi cuerpo y me observaba, y era como el que observa a un gato cruzar un callejón, y ni uno sólo de mis viejos recuerdos permanecía entonces aún en mi memoria.
Aquella fue una época de cambios. Lo único que no cambió fue mi absoluta, inmensa, profunda, soledad. Miraba alrededor y contemplaba como el cambio lo destruía todo –las manos de los hombres, el rostro de las mujeres, la ropa de los niños…-, y me decía a mí mismo que aquello era destino, que no podía ser de otra manera, y quería pensar que todo ese desafío de continuar, un día y otro, algún día se iba a concretar en algo parecido a una respuesta. El cielo y el infierno eran la misma cosa y el resto del invierno no cesó de nevar. Todo se congelaba dentro y fuera de mí, hasta mis sentimientos. Yo atravesaba el mundo, aquel mundo de entonces, montado en una bicicleta helada, tapado con harapos, con el cuerpo encogido, hasta que no se distinguía de mí mas que un bulto deforme y blanco; solo en mi soledad, en medio de la noche, surcando un campo de batalla aterrador que no entendía, intentado continuar, mirando alrededor, observando pasar las vidas de los otros a una velocidad de vértigo, sintiéndome tortuga entre guepardos.
Aún entonces, guardaba tu foto en mi bolsillo, aunque, después de tanto tiempo, ya casi no podía recordar nada de ti. Tal vez debido a eso, no paró de nevar dentro de mi alma, y ese invierno me transformé en una estatua sin nombre. Escribía cada día cosas absurdas, palabras sin sentido, estúpidas palabras que acababan ardiendo en el fuego de cualquier chimenea. Aquella fue una época de cambios que no consiguieron cambiar nada de mí. Seguí siendo el de siempre, sólo que más extraño, mucho más alejado del mundo y de las cosas, un hombre que miraba en su interior, y tan sólo encontraba un torpe corazón completamente helado.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Seguridad Social

Aunque el hospital permanecía abierto, allí no había médicos ni enfermeras. Todos se habían ido, y sin embargo, la gente seguía llegando en oleadas. Bajaban por la avenida, cruzaban la carretera y luego se dirigían hacia la puerta principal. Eso sucedía todos los días. La mayoría era gente mayor, aunque también se veían algunas personas jóvenes (amas de casa, profesores, personas que trabajaban en oficinas…) Todos ellos entraban por el vestíbulo, daban algunas vueltas, recorrían los pasillos y esperaban, con la mirada perdida y unos papeles blancos en la mano, ante las puertas cerradas de las consultas. Hacía ya más de seis meses que todo el entramado de la asistencia social se había colapsado y no se iba a recuperar, pero esa gente seguía haciendo lo único que había hecho durante toda su vida: ir al médico. No sabían hacer nada más.
De vez en cuando se oía a alguien protestar porque le parecía que la espera se prolongaba. Otros hablaban de sus cosas y así pasaban el tiempo. Así día tras día.

Ellos, nosotros

Llegaron del otro lado, caminando desde el lugar donde no hay agua. Aparecieron una noche, sin hacer ruido y se quedaron aquí, entre nosotros. Les dejamos hacer y ahora ya no se los distingue. Ellos, nosotros, somos la misma cosa. Nuestra tierra es su tierra y bebemos del agua del mismo río. Nuestra sangre es su sangre.
Algunas veces miramos hacia el lugar por donde ellos vinieron y oímos estremecerse el mundo. Cuando oscurece, se ven franjas de luz azul surcando el cielo y se oye el fragor de inmensas explosiones que hacen temblar el suelo. En esas noches, ellos, nosotros, permanecemos juntos, pensando en nuestro futuro, sin hacer ruido, mirándonos sin comprender. Ellos, nosotros, somos la misma cosa. Si esto es así, ¿Quiénes son entonces los otros, los que hacen que franjas de luz azul crucen el cielo? Sabemos que son muy pocos, que están destrozando el mundo, pero no hacemos nada. Sabemos que algún día los otros también llegarán aquí, desde la tierra sin agua y entonces ellos, nosotros… Todos seremos la misma cosa. ¿Qué sucederá en el futuro? Oímos las explosiones y entonces permanecemos juntos, pensando en nuestro futuro, toda la noche.

lunes, 8 de febrero de 2010

Causas perdidas

Pasó el tiempo, cumplió los treinta y seis, y nunca llegó nadie. Dejó de perseguir sus sueños y se olvidó de aquel príncipe azul. Las cosas no eran como ella las sintió durante aquellos años. La vida le enseñó que el mundo funciona de otro modo, pero ella se empeñó en equivocarse. Se hizo una especialista en defender causas perdidas. Mató su soledad con unos cuantos hombres. Cuando la volví a ver estaba muerta. Nadie fue a verla aquella tarde, al tanatorio. Sólo su madre lloraba junto a ella. Yo sabía que había muerto de frío y decepción, aunque el forense dijo que fue de sobredosis.

Algunos días, si miro en lo más hondo de ese pozo de soledad que es hoy mi corazón, aún puedo ver su rostro curtido por el sol, sus pómulos salientes, y el brillo de sus inmensos ojos grises, que aquella perra muerte no consiguió apagar.

domingo, 7 de febrero de 2010

Primera fila

Eran las cuatro de la tarde y la atmósfera se dilataba cargada de monotonía. Estábamos sentados en la primera fila. Llevabas un baby gris con finas rayas blancas. Yo no recuerdo porqué me había sentado allí, pero probablemente me habrían castigado. Nunca he sido propenso a sentarme en los primeros bancos de la clase. Recuerdo a ese profesor: era un tipo delgado y alto, ni joven, ni mayor, y tenía el pelo rizado. En ese momento dormitaba con los pies apoyados en la mesa.
Tú hacías unas cuentas, te movías inquieta, mirabas a un lado y a otro, y luego… De pronto sucedió: se oyó una risita. Era el chico que tenías al lado, luego se oyeron más. Te pusiste a llorar. Miré al suelo y vi que te habías hecho pis. El profesor se despertó. Ese hombre tenía un despertar muy malo. Se levantó y vino hasta ti. Cuando vio lo que había sucedido te arrastró y te puso de pie en medio de la clase. Estabas empapada. Algunos chicos al fondo se reían, pero la mayoría tenían demasiado miedo hasta para reír. El hombre te dijo muchas cosas, todas terribles, y tú llorabas. Recuerdo que tenías los ojos grandes, oscuros, y la piel muy morena. No sé porqué pero entonces yo dije: “¡gilipollas! Estaba en la primera fila y se oyó claramente. El hombre me miró como si no pudiera creer lo que había oído. Yo me quería morir. Se hizo un silencio sepulcral y el tiempo se paró en a1quel instante.
Vino hacia mí y me dio una bofetada. Vi un fogonazo azul dentro de mi cabeza y casi me caigo entre las mesas. Luego ese dolor frío y el pitido en la oreja. Nunca me habían dado un golpe así. El profesor aquel me cogió del cogote y me arrastró a empujones fuera de clase. Tenía el pelo rizado. Nunca te volví a ver pero recuerdo que en ese curso me dieron muchos palos.

viernes, 5 de febrero de 2010

Náufrago

Una vez fui un náufrago. Un náufrago perdido en medio de la nada. Pasé muchos años así, mirando ese vacío –un cielo azul, repleto de espacio y de silencio, que parecía haber sido creado sólo para que lo sintieran los demás-. Durante el día no comprendía nada, pero cuando, por fin, conseguía alcanzar la noche, ya todo iba mejor –reconocía un sentido y un orden en ese magnífico universo. El cielo era negro y era estrellado. Oscuridad y luz. La Vía Láctea marcaba un camino en mi mente que podía seguir sin ninguna dificultad. Leía en las estrellas y en el aire igual que tú lees en tus libros. Allí encontraba mi lugar y cada noche hallaba mil respuestas-. No sé quién me enseñó a hacer eso, ni sé porqué lo hacía…
…Paré en mitad de la pared y pegué la frente al hielo. Jadeaba, estaba extenuado. Era muy tarde y el aire había cesado de repente. Sólo se oía el sonido de mi respiración. Sentí que el infinito se me había metido dentro. La atmósfera y el aire helado de la noche, el cielo, las estrellas, el frío de la nieve y toda esa soledad… Cuando cesó el fragor de los latidos en mis sienes miré hacia arriba. Por encima de mí, a unos cuarenta metros de distancia, sobresalía una cornisa de nieve. Imposible seguir. Bajo mis pies, una pared de hielo, descendía directa hacia el abismo. Abajo, oscuridad. Imposible bajar. La cuerda colgaba entre mis pies y se perdía sesenta metros más abajo. Al otro extremo ya no quedaba nadie…
Una vez fui un náufrago. Un náufrago del hielo y las estrellas. Pasé muchos años así, perdido en medio de la nada. Leía en las estrellas y en el aire buscando una respuesta…

jueves, 4 de febrero de 2010

Escribir

Escribir cada día. No es fácil. No sé como lo hago. Me planto delante del papel y me quedo mirando, y entonces, de pronto, dejo mi vida a un lado y todo se transforma en un relato. Escribir cada día, desde hace tanto tiempo… ¿Y todo para qué?, ¿y todo para quién? Preguntas sin respuesta. Algunas veces pienso que no seré capaz, que ya me he saturado, que no me queda nada por decir, pero al final siempre aparece algún detalle, una delgada brisa que recorre el pasillo, el hueco de un rostro de mujer sobre la almohada… Miras por la ventana y ves a un corredor y piensas que la gente que corre siempre parece huir de su pasado y está tratando de alcanzar un futuro que se le escapa. La gente que escribe parece que no sabe correr.
Escribir, respirar, escribir. Atravesar los campos de la vida y la muerte, los viejos pasadizos de los años, las claves de la desesperanza, y en un momento dado, decirse de algún modo que el mundo en el que vives tal vez tenga dentro de sí una respuesta. Y así durante años. Luego viene el saber que no se sabe, después viene el saber que no hay respuestas, y al fin llega el saber demoledor que te dice que esto que escribes con la tenacidad de un loco, no es ni remotamente un pálido reflejo de escritura. Y entonces empiezas a escribir de nuevo, y lo haces cada día, y no sabes porqué, y lo sigues haciendo hasta que en tu interior no queda nada, y te quedas vacío de ilusiones mientras alrededor la gente corre con la mirada fija en un punto del horizonte.

miércoles, 3 de febrero de 2010

No duerme la montaña

…No duerme la montaña ni el mundo ha empezado a pintarse el rostro de destino. Pero las cosas… Las cosas duermen. Duermen en ti, de un modo plácido, como una puesta de sol junto a un lago de primavera, y el mundo viene y va, y el aire se asfixia entre tus brazos. Esta noche, cada minuto, se alarga en la distancia, y es un presente eterno, una luz en la nada del vacío. Sólo queda el hueco de tu presencia. ¿Dónde estarás ahora? ¿Quién seguirá tus pasos…?
-¿Qué escribes?
-Nada.
-¿Puedo leerlo?
-Espera que lo acabo.
…¿Quién bailará sobre el montón de pólvora de tu camino..?
-Trae, anda, dame.
-Toma…
Ana se echa el pelo hacia atrás, como hace siempre, y se concentra.
-…¿Qué te parece?..
-Malo, bastante malo… Oye: ¿sabes que esta tarde he ido al médico?
-¿Ah, si?, y ¿qué te ha dicho?
-Que tengo cáncer: me operan la semana que viene.
Se echa el pelo hacia atrás con ese gesto suyo de siempre.

martes, 2 de febrero de 2010

Cambiar

…Aquella tarde, al verme reflejado en el espejo de una casa desconocida, de pronto me encontré siguiendo el mismo recorrido sentimental que había hecho hacía quince años. El mismo tipo de mujer, los mismos escenarios, y yo, tratando de resucitar las mismas sensaciones… Todo era igual, excepto que yo ya no era el mismo. Entonces decidí que no iba a volver a repetir jamás aquella historia. Mi alma había muerto de hipotermia y yo la había abandonado en un rincón de mi pasado, y no iba a regresar ahora a rescatarla. Salí de su casa y de su vida. Eran las siete de la tarde y estaba oscuro y llovía ligeramente. Noté el viento helado golpearme en el rostro y sentí un escalofrío. Al menos siento algo, recuerdo que pensé. Aquel atardecer, el centro de la ciudad era el lugar más inhóspito de este planeta.
-¡Mierda de invierno! –murmuré. Y de nuevo decidí cambiar. Cambiar alguna cosa de mi vida.
-Eso es: cambiar, cambiar… No voy a ser el mismo –aceleré el paso. Doblé por una callejuela y salí a una calle principal. Era una de esas calles céntricas, repletas de grandes almacenes y comercios. Un par de prostitutas conversaban apoyadas en el cierre metálico de un local. Cuando pasé a su lado, una de ellas me dijo alguna cosa, pero no contesté: hacía demasiado frío hasta para hablar. O tal vez no… No sé. Debía cambiar alguna cosa. Paré, me di la vuelta, y las contemplé un instante. Cambiar… Mientras lo hacía, llegó un señor mayor, casi un anciano. Habló con la más alta apenas dos palabras y se marcharon juntos. Cruzaron la calle camino de un portal. No se miraron. El anciano iba encorvado, parecía arrastrar una carga insufrible de tristeza. La otra prostituta me observaba. Cambiar… Me di la vuelta y me marché de allí. Algo debía cambiar: algo, en alguna parte; en mí, en ti, en el anciano… Tal vez aquella prostituta era el único ser que estaba en el punto donde convergen las líneas de fuga del planeta, tal vez ella era el centro o tal vez ella debía cambiar, tal vez todos debiéramos cambiar cientos, miles de cosas, tal vez, tal vez... La música de esas palabras misteriosas sonaba como un mantra dentro de mi cabeza. La música de las palabras, recuerdo que pensé. Amaba las palabras como a ninguna otra cosa del mundo, y decidí cambiar, y continué despacio, buscando más palabras calle abajo.

lunes, 1 de febrero de 2010

Sobre el dolor

-Te equivocas –me dijo con sus grandes ojos cargados de pasado-. El dolor nunca desaparece, lo que sucede es que de tanto estar ahí, de tanto doler durante tanto tiempo, llega un momento en el que ya no duele y está como escondido. Y no duele porque todo tiene un tiempo limitado de existencia, ¿sabes? Hasta para el dolor existe un tiempo. Quizás tú aún no lo has sentido. Me refiero a esa forma terrible de dolor. Si lo hubieras sentido sabrías de lo que hablo, lo reconocerías. Es un dolor profundo, que en un momento de tu vida, de un modo inesperado, llega y se instala dentro de tu corazón, y te desgarra de un modo atroz. ¿Sabes de lo que hablo? Te mata por dentro para siempre. Al principio no te das cuenta, pero luego, cuando, pasado un tiempo, crees que lo has superado e intentas volver a ser alguien normal, comprendes que ese dolor ha anulado una parte de ti, algo que nunca podrás recuperar de ningún modo. Una parte de ti se ha ido para siempre, ha desaparecido, y en su lugar sólo queda un hueco vacío. Eso hace el dolor, y el dolor tiene mil formas y mil intensidades, pero siempre hace lo mismo, deja en tu alma pequeños huecos vacíos, espacios en blanco más grandes o más pequeños, y eso sólo depende de la forma y la intensidad de lo que has padecido. ¿Me entiendes? ¿Por qué no dices nada?
-Déjalo estar –le respondí. Miré sus ojos grandes, y entonces ella se tapó la cara con las dos manos-. Venga, déjalo estar –continué, y le pasé mi brazo por los hombros. Sollozaba.
Caía la tarde y la ciudad, y el mundo, y la humanidad entera seguía su camino. Un grupo de chavales pasaron riendo a nuestro lado. Hasta el mismo universo seguía su camino, ajeno a su dolor.