miércoles, 31 de marzo de 2010

Te quiero

Cuatro de la mañana y tú duermes. Yo te contemplo.
En tu rostro respira lo eterno, pasan cosas de largo, se enredan en tus pestañas mis pensamientos. Has abierto un momento los ojos, me has sonreído, y he sentido crecer este mundo que habito. Cada instante es perfecto porque yo estoy contigo.
Mi corazón escribe en el aire palabras de tinta negra que se dispersan. Quiero llegar a ti, pero te escapas siempre, como un rayo de luz por las paredes. Y atravieso existencias sin fin persiguiendo tus labios, y la luna se agiganta en el cielo cuando digo tu nombre. Y te miro y percibo amenazas absurdas: minotauros, dragones, basiliscos de piedra, centauros... Infinitos peligros que nos acechan, y me pongo nervioso, y doy vueltas, y no puedo dormir, y decido salir a buscar un tesoro, o asaltar un castillo, y no encuentro castillos a mano, y al final robo un banco, desafío a un villano, rescato princesas y cabalgo en las olas y escalo montañas. Me desarmo y me invento de nuevo, y regreso a la cama, empapado y exhausto. Hace frío y tú aún duermes. Te contemplo, y es extraño sentir todo esto. Tengo miedo a perderte, te quiero.

martes, 30 de marzo de 2010

En los ojos del pájaro triste

En aquellos días resultaba fascinante contemplar las múltiples facetas de la vida. Al otro lado de la reja, un árbol se cubrió de flores de repente. Lo estuve contemplando mucho tiempo. Pensaba en el juego. En la vida y la muerte, jugando a atraparse en ese territorio sin nombre que formaba el banco de arena del río. Los ríos son inmensos, absurdos cruces de caminos. Lugares donde se pierden los rastros de los amigos. Caminos que no llevan al mar –el poeta se equivocaba-.
El vivir y el morir se mezclaban en los detalles hasta el punto de convertirse en una única emoción, algo que ya no se diferenciaba del barro, del agua, o de uno mismo. Recuerdo que pensaba en esas cosas y también en el tiempo que nos lleva el vivir, en todo ese misterio que se iba desplegando a cada paso, con cada pequeña decisión, y en las cosas terribles que habrían de suceder en el futuro. Un pájaro se posó en una de las ramas del árbol. Era un pájaro pequeño y tenía los ojos tristes. “Ojos de pájaro triste”, pensé.
Caía el sol, el día terminaba y el mundo, mi mundo, se había detenido para siempre en el fondo de aquellos ojos, y era el lugar más solitario y triste que existía.

En aquel tiempo

Porque en aquel tiempo todo el mundo andaba buscando su camino y yo permanecía estático y ausente, ajeno a todo, observando desarrollarse la vida alrededor. Por eso y porque el mundo estaba construido a base de un buen montón de historias que yo iba construyendo con cuidado y después iba dejando atrás, de un modo irremediable; por eso sucedían todas aquellas cosas. La magia era el color del cielo, la luz en su mirada, el espacio final de un campo de amapolas donde mi corazón encontraba un lago de sangre roja, intensa, cálida y fascinante, por el que transitar. La vida era un viaje hacia ninguna parte. Las cosas se perdían. Nadie parecía entender muy bien su sentido final, lo que era el existir en esta realidad. Claro que, de algún modo, tampoco lo entendía yo. Quizás la única diferencia que existía entre ese mundo tan lejano y mi mundo particular era sólo un problema de cansancio. La vida duraba demasiado y llegaba un momento en que uno se cansaba de un modo irremediable de vivir. Vencer era una idea inconcebible. Los muertos están muertos aunque uno tarde un tiempo en comprenderlo. Cada derrota era una nueva pérdida, cada triunfo también. Todo es definitivo. La existencia no estaba en ningún lado. Lo único que uno podía hacer era observar los sucesos del mundo y esperar encontrar un poco de ese algo indescriptible, sin forma, sin lugar, sin tiempo, sin medida. Algo que existe sólo en un cruce perdido de caminos, el espacio que queda donde no queda nada ya.

En medio de la nada

Eran las seis de la mañana: Ángel y Leo estaban sentados sobre un muro de piedra en las afueras de la ciudad. Frente a ellos, en medio del cielo de la noche, brillaba con todo su poder la luna llena.
Ángel pensaba en esa vieja luna del pasado. Pensaba en el dolor y en la desolación de las vidas que había malgastado tratando de vivir sus sueños. Unos sueños que –ahora lo sabía bien-, nunca se iban a realizar.
-¿Sabes Leo? –dijo, volviéndose a su amigo-, todo esto es tan hermoso y sin embargo no sirve para nada. No hay nada que encontrar. Todo es un escenario falso, un decorado absurdo donde lo único real que existe es el dolor.
Leo no contestó: pensaba en sus propios fracasos. Tras ellos el cielo se cubrió de nubarrones negros. Eran los nubarrones más negros que nadie vio jamás en un cielo de primavera. En un lugar de la ciudad se había levantado viento y el agua de la lluvia golpeaba los cristales con una fuerza descomunal. Un tren pasó a lo lejos. Se oía el golpeteo de las ruedas al pasar sobre las traviesas de la vía. Era un ruido rítmico y constante, como el de un corazón que galopaba hacia el fin infinito de la noche. Leo miraba la luna fijamente. Ninguno de los dos decía nada. Mientras, detrás de ellos, la oscuridad, la lluvia, el viento, devoraban un mundo atormentado que el resto de la humanidad había fabricado a su medida. Un mundo hostil, mediocre. Un mundo de sueños muy pequeños. Un mundo de preguntas que nunca obtendrían una sola respuesta. Eran las seis de la mañana. Los dos estaban solos, cada uno a su manera, aislados sin remedio, perdidos en un mundo que apenas existía ya en medio de la nada.

viernes, 26 de marzo de 2010

Una vez

Una vez viajé hasta una ciudad situada al sur de las grandes montañas. Allí conocí a una mujer.
-¿Quién eres tú? –me preguntó una noche.
-Soy un poeta –respondí.
-No sé que es un poeta –dijo ella.
-Alguien que, cuando muere, deja algo hermoso atrás –le dije yo.
Esta noche, no sé muy bien porqué, he vuelto a recordarla. Me gustaba sentir el suave tacto de su piel, y contemplar su rostro en la penumbra, cuando en la hora más oscura y profunda de la noche, empezaba a crecer, y suspiraba, y se hacía infinita y azul entre mis brazos.

miércoles, 24 de marzo de 2010

La vida de los helechos

Una vez conocí a una mujer maravillosa. Juntos vimos amanecer sobre valles inmensos, cabalgamos a lomos del viento, nos fundimos en espacios de luz y silencio.
A través de las horas, recorrimos carreteras desiertas, escuchando el latir de la tierra.
Compartiendo un instante perfecto nos hicimos maestros del tiempo, mensajeros de lluvia, cazadores de nubes, rastreadores de huellas, pescadores de estrellas… Y en mitad de una noche infinita, poco a poco, despacio, comprendí que la vida no era más que esto. Caminar a su lado, navegar en sus sueños…
.
…Dicen que nadie regresa igual de su viaje y nosotros, durante aquella travesía a través de la noche, viajamos mil vidas. Yo la observaba progresar en la nieve con el amanecer de fondo y sentía que estaba contemplando el primer despertar de un mundo nuevo. Ella era imprescindible, era fundamental y lo llenaba todo; no hacía falta más.
Mientras la contemplaba, rodeada de niebla y de silencio, en mi alma de pronto comprendí que el largo viaje de mi vida pasaba justo por el centro de su corazón. En ese punto exacto se hallaban las respuestas. Ella tenía la clave, la magia y el misterio. Era el lugar del mundo que había buscado desde siempre, la cumbre que todos queremos conquistar.
…Y mientras, la tierra seguía su camino, cruzando el universo. Me fascinaba entonces pensar en el orden del cielo, y en toda esa belleza que ella llevaba dentro. Miraba cada gesto de sus manos, los rasgos de su rostro, la estela de su cuerpo, y era tan especial esa mujer que estaba allí, caminando a mi lado.
Cuando todo acabó, muchas horas después, ella dormía en paz bajo la manta. Sentí que la quería de un modo irremediable. Yo miraba en la tele un viejo documental que hablaba de la vida de los helechos. Mi alma estaba en paz. Sentí en ese momento que todo estaba bien, que todo estaba en orden. En el mundo de los demás la gente se mataba. Había cataclismos, hambre, miseria, guerras… pero ella estaba allí y allí estaban mis sueños. Los helechos me fascinaban, y era tan especial esa mujer y yo era tan feliz sólo por estar a su lado.

jueves, 18 de marzo de 2010

Una mujer dormida

Una lluvia silenciosa caía muy lejos sin que nadie supiera el lugar. En el escenario los músicos desgranaban notas de guitarra mezcladas con ritmos de percusión. Mientras tanto, en el lado más oscuro del mundo, aquellos chavales gritaban, y en sus gritos se mezclaban la rabia, el deseo, y las ganas de amar.
Y la noche era larga, y la noche seguía, y dos cuerpos fundidos en uno sentían que nunca verían el mar. Pero es pronto y es tarde y todos sabemos que no hay nadie que sepa volver a empezar…
Y la vida se marcha a otra parte y el mundo y las horas van quedando atrás. Se ha levantado viento, te observo, y mi alma se rebela en su esquina y cubre de deseo la escalera del bar. Una voz se estremece pendiente de un hilo, unos labios se abren y la sabia de un cuerpo desciende a un secreto lugar. Los jóvenes saltan, pero se acaba el tiempo, la noche termina. Una mujer dormita sobre un campo de errores; es hermosa, es terrible, es joven y eterna, y también es fugaz, pero todo eso ahora da igual.
Y todo este bullicio se transforma en abrazos y pinta una alegría de luces y de sueños. Detrás de cada camiseta manchada de sudor hay escrita una historia, hay una despedida y también un comienzo cientos, miles de corazones, desgarrados, perdidos, caídos, desolados, y uno, tan sólo uno de ellos, encuentra su lugar. Rodeado de monedas, bebiéndose el olvido, en esta hora maldita, he encontrado un pequeño corazón. Aún late enamorado, perdido entre la calderilla, en la caja del bar.

martes, 16 de marzo de 2010

Mi bicicleta espera

Mi bicicleta espera. Espera en el centro del universo. Ella sabe que pronto nos iremos hacia un lugar desconocido. Mi bicicleta calla. Sobre todas las cosas planea su silencio. Ella y yo partiremos cualquier día de estos.
Despacio, a nuestro ritmo lento, atravesaremos puestas de sol sobre campos inmensos. Montañas y desiertos, tormentas, vacíos y silencios… También el tiempo.
Y en nuestro recorrido, cada cosa tendrá su sitio, y todo será perfecto. Los dos iremos juntos hasta un mar infinito, un mar que nadie ha visto, un mar que será el nuestro. Él nos acogerá en sus aguas, como acoge a las aves, los peces, los planetas...
Mi bicicleta espera. Ella sabe que en un punto de ese camino se mezcla en nuestras almas la tierra con el cielo, pasado con presente, lo viejo con lo nuevo, lo leve con lo eterno, y en ese punto exacto se esconden las respuestas.
Mi bicicleta espera; tenemos por delante un largo viaje; un viaje hacia el comienzo, allá donde todas las cosas tenían un sentido. Un misterio que en esa bicicleta podemos alcanzar, porque en sus tubos de metal se esconde todo eso que es mejor y que es más nuestro.

Un objeto

El lugar parecía ser un sitio en la montaña. Era un sitio lejano, no sabría decir porqué, quizás por el color de las rocas o lo abrupto del paisaje. No había ni rastro de vegetación: era evidente que estaba a mucha altura sobre el nivel del mar. Me encontraba en una amplia estancia, con paredes de piedra. Las ventanas no tenían cristales, ni marcos de madera, ni nada parecido. Sólo eran aberturas enormes por las que entraba el sol, y sin embargo, dentro, había una penumbra extraña. Fuera, en el exterior, el cielo era intensamente azul. Dentro, infinitas partículas de polvo permanecían en suspensión en la franja de luz que los rayos de sol proyectaban sobre el suelo.
Junto a mis pies había una pequeña caja de madera; la recogí: en algún momento fue de color rojo, pero ahora parecía desgastada por el paso del tiempo y la humedad, y tenía el color gris de la madera seca. Ignoro porqué sabía que antes había sido de color rojo.
La caja tenía aproximadamente el tamaño de la palma de mi mano. La abrí: estaba llena de ceniza y dentro había una pequeña campana de bronce. Saqué la campana con infinito cuidado. Ignoro porqué trataba ese objeto con tanto cuidado. La campana estaba cerrada por debajo y observé que tenía una pestaña. La abrí. Dentro había una especie de cubo de resina. También había ceniza. Tomé el cubo en mi mano y con infinito cuidado lo acerqué a mi nariz. Despedía una especie de olor dulzón; era de tacto áspero y de color blanquecino. Cuando soplé sobre él para quitarle la ceniza, ésta me entró en los ojos y se me llenaron de lágrimas. Los ojos me escocían mucho y apenas podía abrirlos. Una mujer entró entonces. No podía verla con claridad. Mis ojos estaban llenos de lágrimas y sólo veía su silueta. La mujer se acercó y me habló. El tono de su voz era muy cálido y parecía venir de otro lugar. Nos sentamos en el suelo, uno enfrente de otro en el centro de aquella inmensa habitación que ahora parecía aún más grande. Yo no entendía sus palabras y sin embargo escuchaba con atención, como si comprendiera. Quizás la conocía o quizás no. No lo sabría decir. De vez en cuando, mientras me hablaba, aquella mujer rozaba mis brazos o mi cara levemente con sus manos y entonces sentía un placer tan intenso que no sabría cómo describir aquel contacto. Aún no podía verla a través de las lágrimas y sin embargo, no sé porqué, sabía que sus ojos eran de color claro y podía describirla hasta en sus más mínimos detalles. El suelo de aquel lugar también se había cubierto de ceniza y la estancia ahora era aún más grande. Sentí una sensación extraña, como si de algún modo, mientras habábamos, todo en ese lugar fuera creciendo, haciéndose más y más grande, hasta que aquel lugar, aquella voz lo llenó todo. No existía un fuera o un adentro y sin embargo, al otro lado del vacío bramaba el viento.

lunes, 15 de marzo de 2010

En el viejo jardín

En el viejo jardín abandonado, junto al estanque, había una estatua que representaba a un ángel que miraba al cielo. Era de mármol blanco, pero ahora, con el paso del tiempo, estaba oscurecida y sucia, cubierta de musgo y de silencio. Nadie pasaba por allí desde hacía mucho tiempo.
En el agua, por debajo de las flores acuáticas, nadaban unos peces. Un pájaro de color negro cantaba en la rama de un sauce. Las nubes pasaban muy deprisa; se había levantado viento. La vida era un viaje sin final y al fondo, sin embargo, había una puerta…
En el viejo jardín abandonado, en las puestas de sol, cuando la soledad se posaba en el suelo, se oía con toda claridad el murmullo del viento contándole a los árboles viejas historias, y el olor de la savia de abeto llenaba el aire. En días como éste, las hojas caídas de los árboles creaban un manto dorado sobre el suelo. Tal vez en esas hojas dormían los recuerdos, ahora no lo sé, pero desde el borde del lago, yo percibía toda la intensidad de ese mundo a la espera.
En el viejo jardín abandonado, junto al estanque, había una estatua de un ángel. Era de mármol blanco…

viernes, 12 de marzo de 2010

Yulia

Cuatro de la madrugada: Yulia está en la cocina. No puede dormir. Enciende el gas y calienta un poco de leche. Suspira: tiene los ojos irritados por el frío y la falta de sueño. La cocina son cuatro paredes en mitad de la nada, un lugar que parece flotar en un espacio infinito y helado.
Yulia se siente mal: está cansada. No sabe por dónde continuar, qué hacer, cómo seguir. Lo ha perdido todo. Lo último que ha perdido ayer por la tarde es la esperanza. Sabe que la vida ya nunca va a regresar, que esta vez se ha ido de verdad, definitivamente, que ya no hay vuelta atrás. Y mientras tanto, en ese mundo que ahora siente tan distante al suyo, las cosas parecen seguir como si nada hubiera sucedido.
Yulia no entiende nada. Tiene cuarenta y cinco años y lo único que sabe es que ha fracasado, que en algún momento de su vida sucedió un cataclismo y ella no se enteró, y sólo ahora, al cabo de los años, cuando mira hacia atrás, comprende que una pequeña decisión, una increíble, pequeña diminuta decisión, ha cambiado completamente el curso de su historia.
Yulia sujeta el vaso de leche entre sus manos y el calor del cristal le parece algo lejano, irreal, extraño. Ya no me queda nada, piensa, y decide acabar, pero tampoco tiene fuerzas para hacer eso. Las paredes de la cocina se estrechan más y más y al otro lado la noche se extiende al infinito.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Quizás quería saber

Esa mujer poseía una música dentro, una especie de melodía que tenía la facultad de conmoverme y hacer que, más tarde o más temprano, siempre quisiera volver hasta su cuerpo. Algunas veces, mientras amanecía, contemplaba la vida latir en sus manos pequeñas y me dejaba llevar por esa sensación cálida, como de olas de mar, de azul de cielo y viento, y entonces sentía en lo más hondo del corazón que no había un más allá después de ella y que yo era un hombre afortunado. Me gustaba verla dormir. Era tan ella, tan profunda, tan perfecta en ese instante. Mientras la contemplaba, jugaba a imaginar que viajábamos los dos, juntos, en uno de sus sueños. Yo no tenía un nombre, ni tenía un lugar, sólo era alguien sin rostro, un agujero negro en medio de la nada, alguien que caminaba a su lado por un instante. Un hombre a quien gustaba el tacto de la arena de la playa o el calor de un rayo de sol cuando terminaba el día. Amanecía y mientras yo la observaba dormir, mi mente se abría hacia lo eterno, sólo con verla. Ella tenía ese don. Sin hacer nada, sólo con su presencia, provocaba ese efecto en mí. Probablemente estaba enamorado de ella, como el que se enamora de una idea, de un sueño, o de un milagro. No sé. El caso es que, a pesar de todos esos sentimientos, no pasaba mucho tiempo sin que sintiera una necesidad terrible de marcharme lo más lejos posible de su lado. ¿Porqué se hacen este tipo de cosas? No sé. Quizás quería saber. Lo único que puedo recordar de aquellos años era esa necesidad inmensa de saber.

martes, 9 de marzo de 2010

Continuamente pasan cosas

Continuamente pasan cosas. Nacen y mueren mundos. A cada instante hay alguien que respira y ríe y es feliz, en el primer amanecer de una nueva vida que empieza. Una muchacha escribe y se ilusiona en un viejo sofá destartalado de un cuchitril okupa de Berlín, tras unas viejas cortinas que mueve el viento. En el piso de al lado una pareja rompe y se besan con un último beso –y es un beso ligero, un beso dado en la punta de los labios, un beso de adiós y de despedida, que queda ahí, flotando en la nada de un día cualquiera de la vida, como un último gesto-. Melancolía ha vuelto, pero hoy no tenemos tiempo. La gente corre y corre y un día cualquiera, antes de que se den cuenta, la loca riada de la vida los arrastra y aprenden que no hay un solo cielo, ni hay una única vida. Y las cosas revientan de esperanza, revientan de futuro mientras la primavera comienza a tejer su alfombra en alguna parte. Hay un mensaje escondido, que nadie, excepto tú, puede llegar a ver. ¿Lo ves? Mira con atención. ¿Sientes toda esa fascinación que te espera al alcance de las manos? Intensidad, instante. Percepción… Siente, no dejes de sentir, desquicia tus sentidos. Haz que las cosas hablen. Sumérgete en el misterio porque tu vida es tuya. Y no dejes de luchar, apenas te queda tiempo –hay tanto por aprender-, y apenas has comenzado. La realidad se mueve tras de ti, ¿puedes sentirla?, corre, no pares, tú eres tan importante… Hay mundo fascinante que tú tienes que crear. Aprende a ver lo profundo porque no dejan de pasar cosas. Vive con toda el alma y observa con atención. Continuamente pasan cosas, continuamente…

lunes, 8 de marzo de 2010

Un lunes frío

Nueve de la noche del lunes, ocho de marzo de 2009. El bar está casi vacío. Además de mi amigo y yo sólo hay tres personas. Una de ellas es una mujer de unos cincuenta y tantos años, alta, delgada y bien vestida.
Mi amigo y yo charlamos. Fuera, en la calle, hace frío: por la rendija de la puerta entra un viento helado que corta la piel. En la televisión comentan que la ciudad de Barcelona está padeciendo un temporal de nieve que tiene colapsada la ciudad. Salen las típicas imágenes de coches atrapados en la nieve. La mujer bebe un vaso de ginebra con limón. Mi amigo y yo charlamos. La mujer se levanta y me pide fuego. Tiene unos ojos claros, no sé de qué color. Le doy fuego, regresa a la barra y sigue bebiendo. Mientras charlamos, de tarde en tarde observo a la mujer: bebe sin decir nada, no habla con nadie. Tan sólo se mira en el espejo que tiene enfrente y bebe.
Al rato veo como se desliza despacio del taburete al suelo. Nadie la ha visto a pesar de que tiene a un hombre sentado casi al lado, y al camarero. Los dos miran las imágenes de la nevada en la televisión. La mujer se ha dejado caer, deslizándose despacio, hasta llegar al suelo y ahora está tendida allí, entre los taburetes, rodeada de servilletas usadas y restos de comida. Me levanto, me acerco y la ayudo a levantarse. “Estoy bien”, dice. No se preocupe, estoy bien. La mujer se vuelve a sentar en el taburete y sigue bebiendo. No sé porqué, pero pienso que esa mujer tiene algo: estilo, pienso. Mi amigo y yo reanudamos la conversación interrumpida.
No ha pasado un minuto cuando la mujer se cae del taburete. Esta vez no ha caído con gracia. Sencillamente se ha desplomado hacia atrás. Ha dicho un par de veces “¡Ay!” antes de golpearse estrepitosamente contra el suelo y se ha quedado allí, como una tortuga panza arriba entre un par de sillas y una mesa.
El camarero ha salido corriendo de detrás de la barra y el otro cliente la ha ayudado. Entre los dos la han convencido para que se siente en una de las sillas y ella se ha quedado allí diciendo: “no pasa nada, no pasa nada, de verdad que estoy bien”.
El camarero regresa a la barra, pero antes se para a nuestro lado y nos dice que está harto de borrachuzos, que todas las noches pasa igual, que siempre hay alguien que tiene que dar la nota y que luego no hay forma de echarlos.
Mi amigo y yo seguimos hablando. De tarde en tarde miro a esa mujer. Ella me mira fijamente todo el rato. Pienso que hace muy poco tiempo debió de ser una mujer hermosa. Le brillan los ojos con una intensidad creciente. Son unos ojos grandes, oscuros, cargados de tristeza. Mi amigo mira el reloj. Se levanta. Nos vamos. Es lunes por la noche y hace un frío desesperado.

domingo, 7 de marzo de 2010

Carreteras

Salí de esa parada del metro en medio de ninguna parte. Miré la hora: eran las tres y media de la tarde. Tenía hambre. Decidí buscar algún lugar donde comer algo. Miré alrededor pero sólo había bloques de casas, todas iguales, con ese aspecto de gigantescas colmenas abandonadas. Le pregunté a un matrimonio de gitanos si había cerca algún centro comercial. Me dijeron que no, pero que si seguía por la carretera encontraría uno. El hombre me señaló a un punto en el horizonte. Respiré hondo y me dirigí hacia allí.
Mi mente estaba completamente vacía. Crucé la carretera y continué por la acera que rodeaba unos bloques de casas. Cuando se acabaron las casas llegué a una rotonda inmensa. Crucé por encima de una autopista. Desde el puente miré hacia un lado y otro. La autopista se perdía en el horizonte. Hacía bastante frío; el cielo tenía ese color blanco plomizo de antes de nevar. Continué por el arcén de otra carretera más pequeña. A un lado, entre un muro de cemento y un barranco de tierra, dos hombres marroquíes habían hecho un refugio con unos trozos de plástico. Estaban intentando encender un fuego. Un humo blanquecino salía de la fogata que no acababa de encenderse. El frío arreciaba.
Continué andando y dejé atrás un polígono industrial. Una pareja de chinos intentaban arropar a un niño pequeño que estaba en un carro. El carro había perdido una rueda. Le intentaban tapar con una manta diminuta. La cabeza y medio cuerpo del niño caían a un lado. Una anciana iba con ellos; parecía agotada. Los tres iban en zapatillas. Las calles del polígono estaban desiertas. Salí de allí y continué por otra carretera. Un drogadicto vino hacia mí. Andaba dando vueltas, sin dirigirse a ningún lugar concreto. Caminaba cien metros en una dirección, luego daba la vuelta y me seguía. La primera vez que nos cruzamos vi en sus ojos ese brillo salvaje de los que siempre están solos. Al rato le perdí de vista. Hacía frío; el cielo estaba cada vez estaba más blanco. A lo lejos ya se veía el cartel que anunciaba el centro comercial. Entonces comenzó a nevar. A mi alrededor todo eran carreteras vacías que se perdían entre los copos de nieve blanquecina. Era uno de esos días sin esperanza.

jueves, 4 de marzo de 2010

La realidad

Después de algún tiempo que había pasado ocupado en lamerme las heridas, regresé a aquel lugar. Allí todo seguía como siempre. El local estaba lleno a pesar de la hora y sobre todas las cosas flotaba el mismo ambiente sórdido que había dejado unos meses atrás. Elisabeth (claro, este no es su verdadero nombre), salió de detrás de la barra y vino a saludarme. Era una chica alta, delgada y demasiado inteligente como para perder su vida en un sitio así. Aquella noche se había puesto una microminifalda negra que le sentaba muy bien. Me saludó y me dijo que dónde me había metido y todas esas cosas. Hablamos, y mientras tanto fueron apareciendo los demás. Me pusieron al día al poco rato. Alberto había dejado a su última pareja y ahora estaba enrollado con Alicia, que había dejado a Luis, que ahora andaba con Eva, que había dejado a Carlos y así infinitamente… Todos hablaban, contaban las cosas de sus vidas y yo, mientras trataba de escuchar, miraba a Elisabeth, que parecía flotar en medio de un universo que se precipitaba sin remedio en el vacío. Sentía que aquella realidad no era la mía, que no existía un yo que pudiera considerarse mío en ese estúpido lugar, que todo era ficticio. Un texto escrito por un mal escritor, un escritor mediocre y descuidado que no sabía nada del arte de escribir historias. De repente todo el mundo paró de hablar y me miraron. Debían haberme preguntado algo, pero yo no lo había escuchado, tan absorto estaba en mis pensamientos. Se hizo un tenso silencio y yo pensé: “Señor Dios Todopoderoso, creador del cielo y el infierno, usted que habita en todas partes y que conoce todas las cosas, jodido omnipotente ilimitado, debería mejorar su técnica, porque esta relato que está escribiendo no es más que una basura y no funciona”.
Quedé a las cuatro de la mañana con Elisabeth (ella acababa su turno a esa hora). Fui a su casa y allí, en su cama, seguimos conversando. A Elisabeth le gustaba filosofar. Hablamos de la realidad, De nuestra realidad, que no existe en ninguna parte. Sentí que no éramos más que dos pobres supervivientes en un mundo mediocre y desolado, un mundo sórdido y absurdo, plagado de preguntas que nadie podía contestar. Cuando ella se durmió ya había amanecido. Mientras la contemplaba pensé que un hombre más sensato daría su vida por un instante así, pero que era demasiado tarde para mí. Ya no podía sentir. Ya no sabía sentir. Un gran vacío había ido creciendo en mi interior y ahora ya no quedaba nada allí. Aquella realidad no era la mía.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Regresar

Tu vestido, empapado de lluvia y de noche. Todo era viaje en ti. Te ibas, regresabas, y entonces hacías más tangible cualquier atardecer con uno de tus gestos. También estaba el cielo; un cielo que esperaba siempre, un cielo hipnotizado que anhelaba poder verse en tus ojos. La luna te seguía a todas partes como un perro tranquilo. Allá en mi corazón yo te hice un templo que ahora está desierto. No queda nada ya, tan lejos se ha ido todo. Ya no guardo de ti mas que el silencio. ¿Qué sentirás ahora? ¿Adónde se encaminarán tus pasos? Me dejaste una nada de palabras. No queda ni un resquicio para escapar a ese pasado tuyo, y sin embargo, a veces, aún veo tu sonrisa reflejarse en las cosas perfectas.
Esta tarde, en una calle del centro de Madrid, he visto a una mujer. Caminaba perdida entre la gente. Se parecía a ti: es como si, de un modo misterioso, hubieras regresado. Luego me he dado cuenta; no vas a regresar. Esta vez no es posible desandar el camino que atraviesa el desierto.

martes, 2 de marzo de 2010

Regresar al principio

Su vida no se limitaba a las cosas que soporta la tierra, tenía puesta su mente en algo que existe más allá, pero la vida es como una piedra que rueda barranco abajo, todas las cosas rodando descontroladas… Y un día se fue.
Era uno de esos domingos absurdos en los que el mundo no tiene nada que contar a mi cerebro aún dormido. Yo andaba tirado en un charco, recordando vidas pasadas. No tenía ganas de existir, ningunas ganas. Las cosas perseguían a las cosas, pero a mí no me interesaba eso. Todo era cazado de algún modo, y al mismo tiempo, todo era cazador. Y yo, desde el punto exacto que había llegado a alcanzar, en ese lugar adonde me había arrastrado a través del infinito hastío de mi vida, contemplaba la raíz fundamental de todo aquello. Me quité el abrigo, de pronto había salido el sol. Era el primer rayo de sol desde hacía un buen montón de tiempo. Resultaba curioso ver, desde la intensidad de ese curioso instante, todos los días tirados por el suelo, los meses y los años, acumulados de un modo caótico, uno encima de otro, rotos, viejos, gastados, reventados, como zapatos viejos, a fuerza de acumular desolación. Sentí el calor del sol sobre mi cara. Esto está bien, pensé: la vida da una tregua. El charco en el que estaba, de pronto, y sin saber porqué, se había secado, y en su lugar apareció la imagen de un gran espacio abierto donde uno, si andaba con cuidado, podía llegar a ser feliz.
-Hola –dijiste.
-Hola –te contesté. No te había reconocido.
-Las cosas son las cosas y el cielo se encuentra en todas partes –respondió-, se echó el pelo hacia un lado. Tenía el pelo tan largo y tan hermoso como siempre.
-Y tú, ¿ya has regresado? –pregunté.
-Volví hace cuatro días. Reventaron mi corazón en un oscuro tren en un lugar en el norte de de Europa.
La estuve observando durante mucho tiempo. No parecía ella. Trescientas mil vidas se habían instalado en sus mejillas. Lo debía haber pasado mal.
-¿Oye? –me dijo, pero no continuó la frase.
-¿Comemos algo? –respondí.
Me levanté del suelo y los dos nos fuimos a comer. No hablamos más y mientras caminábamos, ella me tomó de la mano. Sentía el contacto de su mano y era la misma sensación de calidez que había sentido siempre junto a ella. Trescientas mil vidas no es nada. Nunca pude entender porqué era tan sencillo amar a esa mujer. ¡Qué extraño mundo este! –pensé-. De pronto habíamos regresado al principio de todo. Todos éramos cazadores y cazados.

lunes, 1 de marzo de 2010

Nómada

Yo, de pequeño era un nómada. Un nómada de corto recorrido, un nómada que no viajaba nada, que apenas se movía de lugar, y digo que era un nómada, porque ahora, con los años, he comprendido que el viaje no tiene nada que ver con la distancia recorrida, ni siquiera con el trayecto en sí. El viaje es una rara inquietud del alma que aparece de tarde en tarde en nuestra mente.
Yo, por aquel entonces, a pesar de mis pocos años, cuando apenas levantaba medio metro del suelo y me alzaba de puntillas, para observar por encima de las cabezas de mis compañeros de clase el horizonte, intentando entender adónde nos llevaba la corriente, ya era un nómada allá en lo más hondo de mi corazón.
Así empecé a viajar, mirando por encima de la gente.
Luego, pasados unos años, llené mi juventud ascendiendo montañas, leyendo libros, buscando información de no se sabe qué. Primero empecé por la escalada en roca –había que intentar subir más alto, pero había que subir por donde no hubiera subido nadie-, luego, más tarde, comprendí que eso no era tan importante, y decidí embarcarme en hacer travesías. Rutas que implicaban pasar noches a la intemperie en lugares helados que no parecían ser de este planeta –había que ir más lejos, el resto daba igual-. La evolución inevitable de todo aquello fue acabar haciendo todo eso en solitario, porqué sólo en la soledad podía oír con claridad el murmullo del mundo. Descubrí que ya no hacía falta subir tan alto, ni tampoco ir tan lejos; el mundo murmuraba en todas partes.
Bajé de las montañas, me subí en una bicicleta. La gente que me rodeaba no entendía mi concepción del mundo. Decían que no tenía sentido, que era imprudente hacer este tipo de cosas, que no merecía la pena arriesgarse a morirse solo en algún lado. Pero en esos lugares yo hallaba un universo complejo y fascinante que podía percibir con gran intensidad. Así pasé mi juventud, ascendiendo montañas, montando en bicicleta. Buscando comprender lo que buscaba. Todo eso era viaje. Y así me convertí en un nómada profesional que encontraba un hogar allí donde vivaqueaba.
Recuerdo que empecé a sentir una pasión profunda por todo lo que eso representaba para mi y, poco a poco, me fui sintiendo diferente –ya daba igual subir por cualquier parte, incluso daba igual no conseguir subir, y daba igual lejos que cerca, el caso era sentir el mundo que escondía un secreto en todo aquello-, y en momento extraño, comprendí que viajar, sobre todo viajar solo, te abre los sentidos, y entonces yo viajaba todo el tiempo, y siempre viajaba solo -resulta extraño como la soledad te acerca a los demás-. Ahora, después de tanto tiempo, no sé si sigo siendo un nómada, si he encontrado respuestas, o si lo que sucede es que he llegado a ser una especie de perro vagabundo. Ahora, después de tanto tiempo, lo único que sé es que no importa el camino, la forma en que viajas, o el tiempo que hayas empleado en llegar al destino. Lo único que importa es el camino y lo que has aprendido en él. El mundo te llama en todas partes, y a veces, con el tiempo, tú sabes responder a su llamada.