martes, 29 de junio de 2010

Con las manos vacías

Amanece en este punto concreto de la tierra. Sale el sol y el campo se despereza con un suspiro amable. El agua de río murmura entre las piedras. Hay plantas acuáticas, insectos que zumban en el aire, destellos de colores suaves que se confunden con esta luz primera, cientos miles, millones de cosas se dirigen en este instante hacia alguna parte o giran en círculos configurando el misterio de un ciclo interminable. Siento como un escalofrío me recorre la espalda. Amanece: es de día otra vez. La vida sigue.
Este pequeño hecho, apenas algo intrascendente en este universo en el que vivo, me fascina de un modo extraño esta mañana. Todo está en paz. Me paro a tratar de comprender lo que esto significa, pero no entiendo nada. Lo único que puedo hacer es intentar sentir este fugaz amanecer con toda el alma.
Hoy hay una tranquilidad perfecta en el ambiente. Anoche hubo tormenta. El pueblo está en silencio. Un gran ave rapaz vuela sobre los campos. En el pequeño cementerio que hay fuera del pueblo, el viento ha derribado algunas flores que ahora yacen esparcidas en la hierba. El tiempo parece haberse detenido en este pequeño cementerio. Leo nombres y fechas. Principios y finales; ochenta años de vida, setenta, sesenta, treinta y dos... Hombres, mujeres... Ancianos cargados de pasado. Seres que vivieron aquí, que contemplaron esto. La vida continúa. Miro a mi alrededor: el pueblo está en el fondo de una inmensa garganta. Las paredes de piedra tienen tonalidades grises, rojizas, azuladas... Hay un silencio limpio en el ambiente, un cielo despejado; es como si este lugar viviera al margen de este tiempo fugaz en que vivimos los que estamos de paso por la tierra.
Miro a mi alrededor: el agua del arroyo contiene las respuestas. Mientras tanto, ella aún duerme sobre la hierba. Ella, principio y fin, de todo esto que siento.
Yo sé que sólo soy un hombre con las manos vacías, pero qué bueno es vivir este día, sentir en este instante, de nuevo, en esta vida. Una vida que empieza con este nuevo amanecer, y que me llama a gritos por mi nombre, pidiéndome que viva hoy con toda el alma.

jueves, 24 de junio de 2010

Me llamó muy temprano

Me llamó muy temprano: aún no había amanecido. Me dijo: “necesito hablar contigo, que me digas algo que me dé una esperanza, una sola palabra que me diga que aún puedo ser feliz…” Luego siguió diciendo cosas de ese estilo. Yo no sabía qué contestar: había perdido mi trabajo, me habían embargado la casa, y mi mejor amiga, la única persona por la que merecía la pena continuar, se había matado hacía un par de días con mi coche. No había dormido desde entonces y justo ahora, cuando, por fin, había conseguido relajarme un poco, sonó el teléfono y esa voz me dijo que necesitaba un mensaje de esperanza.
-¿Dónde estás? –le pregunté.
-En Mónaco, con mis padres. Voy a estar quince días en su maldito yate. Me aburro como una ostra. No puedo más.
Recordé como nos habíamos conocido. De un modo absurdo, como suceden todas estas malditas cosas en la vida. Ella seguía hablando. Yo estaba tumbado en el suelo de mi cuarto sobre ese jodido colchón. Me dolía la cabeza de un modo insoportable. Miraba la mancha de humedad del techo. Habíamos estado juntos un verano, dos meses o así, hacía unos años, y yo, ahora, no conseguía recordar su nombre. La voz decía que no podía soportar ese tipo de vida, que quería regresar a esta ciudad, estar con un chaval que había conocido; quería verme, volver a hablar conmigo, quería ser feliz.
-Todo el mundo quiere ser feliz –le contesté-. La mancha del techo tenía la forma de una araña. Una araña aplastada, enorme, peluda y asquerosa, que parecía moverse un poco a cada instante. Miré el bote de pastillas. Estaba volcado y sólo quedaban dos, tiradas al lado de la lámpara. Los ojos me escocían un montón.
-¿Porqué nadie me entiende?; ¿porqué no puedo ser feliz? –la voz seguía y seguía. Traté de recordar su cuerpo. Ella era joven, era bonita, tenía dinero, se pasaba la vida viajando. La imaginé tumbada en la cubierta del yate de su padre, a la luz de la luna, con una copa en la mano. Alargué el brazo y me metí en la boca las dos pastillas que quedaban. El reloj cayó al suelo y rodó bajo la mesa.
-¿Sabes? –dije-, nadie es feliz. En este jodido mundo nadie es feliz –ella empezó a lloriquear al otro lado de la línea-. La imaginé al día siguiente, feliz, bañándose en ese mar azul, con sus amigos. Cerré los ojos y me quedé dormido. La oí decir: “yo quiero ser feliz, de verdad que quiero ser feliz, pero no puedo…”

martes, 22 de junio de 2010

Se fue la primavera

Se fue la primavera y dejó atrás un universo de senderos. La vida era aquello. Las palabras del mundo, infinidad de detalles, de historias escritas en el aire. Todo nuestro pasado, juntos, con su carga de eternidad. Cada momento vivido contigo y todo lo que me diste durante aquellos meses de primavera se materializó de pronto, en aquel océano inmenso, azul, vibrante, tan lleno de experiencias y de sabiduría.
Hoy era un día azul y todo se elevaba hacia lo alto. Estábamos en un acantilado inmenso, frente al mar. Yo era feliz, el verano empezaba. Había mil anhelos en el aire; la vida entera era un sólo proyecto que se multiplicaba contigo a cada instante. Cada noche, tu espalda era un camino, cada flor encerraba una palabra, cada piedra un paisaje, cada nube en el cielo era un reflejo de nuestra libertad.
Recorrimos playas desiertas, calas donde nunca había llegado la tristeza, dunas fosilizadas, cactus, rocas, nubes blancas llenas de sol, ríos de lava, volcanes, aguas desconocidas, profundas, cristalinas, donde nadamos juntos… Y en cada recodo del camino, se escondía, perfecta, toda esa gran felicidad de un mundo que habíamos descubierto y conquistado para nosotros dos, y que ahora nos seguía dócil, frágil y misterioso, como un pequeño gato enamorado.
Yo te observaba subir aquellos puertos sobre tu bicicleta, te veía luchar contra el viento caliente que nos traía la tarde. La brisa de la mar levantaba pequeños remolinos en tus ojos, tu pelo se enredaba en los rayos de luna, tus manos eran pájaros posados sobre la eternidad. Al borde de aquella carretera el tiempo era un secreto que se nos desvelaba lento –pequeños saltamontes, serpientes, lagartijas, preguntas sin respuesta, deseos, aventuras…- La noche nos encontró abrazados, muy juntos, sobre la palpitante arena de una playa desconocida. La puesta de sol era un incendio y allá en mi corazón yo guardaba cada momento vivido aquellos días con una intensidad desesperada. Recuerdo que llevabas en tus labios todo el sabor a sal de aquel instante que pasamos muy lejos, perdidos en el mar. La arena de las dunas guardaba el calor de tu cuerpo, la noche, las estrellas, el viento de la vida te arropaban. Aquella primavera viví contigo en un lugar sin nombre, perdido en un rincón del paraíso. Un sitio inalcanzable donde nacen los sueños de los hombres.

martes, 15 de junio de 2010

El pescador de sueños

Esta mañana he salido temprano a navegar. Aún no había amanecido y la costa se desplegaba limpia bajo la aurora. La eternidad callaba en ese instante; el sol, la luna, el viento… Todo me recordaba a ti.
Tú estabas en tu mundo, durmiendo tu esplendor sobre la cama. Yo recordé tu cuerpo, ese desfiladero último donde van a parar todas las cosas: desembocaduras de ríos, selvas amarillas, peluches silenciosos, gatos sin nombre, besos…
El aire olía a mar. Las gaviotas jugaban con el barco. Sus voces te llamaban. Un fragmento de ti flotaba aún sobre el malva del cielo.
Las redes de mis sueños se hundían en el agua. He sentido una sensación inexplicable. Solo, desnudo en mi interior, perdido en medio de este mar inacabable, he visto regresar la eternidad. La muerte, el nacimiento, cada resurrección... Las olas de la vida, el firmamento.
Sólo un día sin ti y ya me muero.
El aire huele a sal, voy rumbo al mar del Norte. La vida sin tu amor no es más que una extensión de mar helada. La tinta de las horas se pierde entre sus aguas. La luna se ha marchado y sin embargo, cada noche oigo latir tu corazón sobre mi almohada.
Palabras que se pierden entre la soledad del brezo. La tierra queda atrás, cada vez más lejana. En la espuma se esconden, silenciosos, el monstruo de las nectarinas, la araña, la ortiga y el ciempiés. Las redes de mis sueños se hunden en el agua. Un agua tan profunda, tan fría, tan extraña… Tengo miedo por ti, mi amor, no salgas de la cama.

lunes, 14 de junio de 2010

Seis nombres

Aquella mañana me desperté intranquilo, pensando en un inmenso viaje: un viaje interminable que haríamos juntos, en busca de un lugar en el que ser felices –las cosas, las esferas, los centros, las esencias… Todo me recordaba a ti. -Era sólo un lunes por la mañana y ya pensaba en ti- . Luego, bajo la lluvia, busqué seis nombres con los que definirte. Seis nombres con los que trataría de llegar hasta ti, pero solo encontré un paisaje cubierto por las nubes. Era normal: los lunes no son un buen día para buscar seis nombres.
Mientras atravesaba el caos de la ciudad pensé que en poco tiempo recorreríamos juntos caminos por cielo, destinos y lugares, paisajes imposibles, oasis con palmeras, mundos donde a los sueños ya no se los distingue de nuestra realidad.
Recuerdo que, al final, casi a las diez de la mañana, pinté seis nombres sobre un paso de cebra y luego los dejé caer en el agua del mar -el mar era un lugar amable donde nunca llegaban esas tontas historias del los seres mezquinos que agotaban la tierra-.
Era demasiado temprano y los ángeles dormían. Los aviones no podían volar a causa del humo y las cenizas de un volcán. La bolsa fluctuaba, las luces se encendían.
Aquel fin de semana compramos un colchón. Era como una isla. De noche te oía respirar, en la orilla del mundo, al lado de las olas, y todo alrededor de ti era un espacio azul, bello, inmenso, perfecto, donde permanecías tú, siempre bajo la luna, el centro de todo el universo…
Aquella mañana me desperté temprano, demasiado temprano como para escribir ni siquiera una sola línea de un poema, pero daba lo mismo, las cosas te querían. No hacía falta escribir nada más. El mundo era un árbol inmenso, un jardín en la tarde, una puesta de sol. Oscuros nubarrones pintaban el paisaje, pero eso daba igual. Estábamos sentados en una colina de hierba. Muy lejos, los aviones, aterrizaban, uno detrás del otro, huyendo de la tempestad. Aquello era el diluvio. Cortinas de lluvia caían sobre todo el paisaje. Mientras tanto, nosotros, tomábamos el sol. El mundo estaba en paz, el cielo estaba en orden. Entramos los dos en ese paraíso cogidos de la mano –sentí un ligero escalofrío, la puerta me quedaba un poco grande-. El aire olía a Jazmín y a millones de flores, todas enamoradas. Había granados en flor.
Buscaste un rincón especial en el jardín de Dios. Me dijiste que si un día desaparecías te buscara en ese lugar, pero yo pensé que si un día desaparecías no me daría tiempo a buscarte. Me moriría y punto.
Recogí unas semillas del suelo –adoro la textura de esos frutos, como adoro también esa textura tuya-, las contemplé un momento. Tú andabas perdida entre las flores. Recuerdo que pensé en el frío: ese frío lejano que ahora parecía haberse marchado de este mundo, muy lejos, para siempre. Tú parecías feliz y aquello –no había duda-, aquello era estar en el cielo. Y a nosotros, no sé muy bien porqué, nos habían dejado entrar.

viernes, 11 de junio de 2010

Quererte

Quererte en mitad de la noche, en la sala de estar, en el tintero azul.
Quererte en los espárragos trigueros, en los botes de coca cola, entre tus calcetines.
Quererte como te quise ayer y como te volveré a querer mañana,
Quererte con los labios, quererte con los ojos, quererte con las manos, quererte hasta con los dientes…
Quererte en el tiesto del cactus y en la rana que baila,
Quererte igual dormido que despierto, en la estación de tren, en la ropa tendida, en la plaza de piedra, en el mercado,
Quererte cuando me dices: “¡vale!”, quererte al cruzar la calle, quererte en el ronroneo del gato, quererte en cada flor, en cada piedra, en cada río,
Quererte por encima y por debajo, por la piel de tu cuerpo, por el sol que se pone y el día que se acaba.
Quererte en las amapolas, quererte en parques de perros, y quererte por los barrancos.
Quererte cuando no quieres, quererte cuando te duermes, quererte cuando me abrazas.
Quererte en el infinito, quererte dentro del bosque, sobre la nieve blanca.
Quererte en los puertos altos, quererte cuando te hielas, quererte en las carreteras, en el monte y en la playa. Quererte en cada viaje.
Quererte si estamos juntos, quererte si no lo estamos.
Quererte en el fin del mundo, quererte en cada palabra.
Quererte porque te quiero.

jueves, 10 de junio de 2010

Tristeza de lluvia

Llueve: esta mañana el mundo tiene una apariencia gris, y mi alma se impregna de una húmeda melancolía. La lluvia lo empapa todo: la hierba, el árbol, la calle, los zapatos… Hasta mis sentimientos tienen el ánimo empapado.
Hace días he visto a un buen amigo. Le había alcanzado la tristeza. Lo supe cuando vi en su rostro aquella melodía que tuvo en el pasado. Ahora, cargada de desolación y de amargura.
Llueve: esta mañana la casa de la intranquilidad arde entre brumas y no hay piedad que recomponga un gesto. Mi amigo conoce y persigue su camino, dice que no le queda tiempo, que ella está muy mal, que tiene pocas probabilidades de futuro.
Llueve: si el destino decide poner punto final en el peor momento, ¿porqué no aprovechar este día de vida? Hoy mi alma me pide que entierre la tristeza, que no me hunda en esta melancolía. Hay que vivir, no queda mucho tiempo. Hay que vivir por encima de todo, hay que romper la inercia de la vida.
En el prado empapado pasta un viejo caballo. Un caminante sube por el camino. La vida continúa en todas partes. Se respira el silencio, traspasado de lluvia y de amargura. En el cielo las nubes presagian la tormenta. Debes partir, amigo mío, debes partir hoy mismo, comienza a caminar, no queda mucho tiempo. Tienes que ser valiente, lanzarte a corazón abierto a ese abismo final de tu destino. No dejes de vivir ni un solo instante, no dejes de crecer y de buscarte.
La vida viene y va, como un sueño intranquilo, hasta un punto final, mientras nosotros –perdidos, pequeños, desolados-, buscamos en nuestro corazón una salida. No se puede hacer más: no hay forma de volver la vista atrás, no se puede rectificar, lo único que podemos hacer es continuar, buscar en nuestro corazón una salida.

miércoles, 9 de junio de 2010

Y mi alma acarició la eternidad

Era muy tarde: empezaba a llover. Te bajaste del tren en mitad de una hora sombría. Yo te esperaba en el andén, o fuera, en medio de la calle. Ya no recuerdo bien -tal vez la eternidad sólo sea esta forma de recuerdo, difusa, leve, intemporal-. Me sonreíste. Llevabas un vestido rojo. Pensé que poseías una especie de don, una magia capaz de hacer de cada cosa un gesto del destino. Te acompañé a una tienda en algún lugar de esta ciudad terrible en la que vivo. Llevaba tanto tiempo solo, viviendo en mi interior, que casi había perdido esa capacidad de hablar que tuve en el pasado.
¡Cómo son los recuerdos! Ahora que lo pienso mejor tal vez aquella noche no llovía. Tal vez no era muy tarde, tal vez tú no llevabas ese vestido rojo que imagino, ni fuimos a una tienda. Lo que recuerdo bien –eso sí que no lo he olvidado-, es que cenamos juntos en uno de esos pequeños restaurante chinos que existen escondidos en las calles pequeñas, uno de esos que sí son chinos de verdad. Que hablamos, que te quise desde tu primera palabra, que te besé en los labios justo antes de pagar la cuenta, que luego dimos un paseo –adoro la Gran Vía por la noche-, que me sentí feliz llevándote cogida de mi brazo, y que en algún momento, unas horas después, justo cuando el amanecer pinta el cielo de ese color violeta cargado de esperanza, mi alma acarició por fin la eternidad junto a tu cuerpo.

martes, 8 de junio de 2010

Aquella primavera

Aquella primavera, mientras la humanidad envejecía hundida en una espesa mancha de petróleo, yo vivía una experiencia extraña, ajeno a todo aquello.
Cada noche, en mitad del silencio del mundo –de mi mundo, compuesto de sueños, de búsquedas y de palabras-, yo me desplegaba y creaba un espacio final entre mis brazos; un pequeño universo, repleto de vida, de cielo y de aire por ti. Tú venías entonces: recuerdo cada gesto, cada giro en la brisa, tus miradas profundas, tus besos, el sonido y la paz de tu respiración… Esa forma de amarme en las estrellas, en lo eterno, maravilloso, etéreo e invisible de las cosas.
Y entonces, en la hora más lejana en el tiempo, se desplegaba la magia de todo ese existir –se fundían entonces tus sueños, mis sueños, los sueños de los hombres, mujeres y animales de este mundo. Los sueños de la creación y del misterio-, y se hacían materia y adquirían una forma concreta, se materializaban, y tú los hacían crecer en el brillo de tu mirada.
Había en esas horas de la noche un tacto tibio en tu piel, como una calidez de puesta de sol en medio del invierno; una esfera escondida entre las cosas, un destino final donde uno podía contemplar lo hermoso, lo sencillo, lo bello y lo importante de este mundo.
Yo esperaba en silencio; trataba de entender cada mensaje y luego escribía palabras en mi mente que me hablaran de ti.
Y la vida seguía para todos. Yo miraba sin comprender: ¿cómo podían vivir esos otros seres humanos sin conocer este estado del alma? En aquel tren todos parecían estar completamente muertos. La soledad de un desencanto inmenso mataba sus miradas. Yo observaba todo aquello como si no fuera conmigo. Yo no pertenecía al mundo. Estaba enamorado. Te amaba y vivía todo el tiempo en ese espacio nuestro que yo había creado para ti. Un espacio donde tú me esperabas cada noche, perfecta, intacta, eterna. A salvo del tiempo y la rutina. Un espacio donde nunca nos podría alcanzar esa tristeza atroz de los seres del mundo.
Aquella primavera, mientras el mundo entero parecía morir de aburrimiento, nosotros vivíamos nuestras vidas con todo el corazón. Con hambre de vivir con toda el alma, como solo pueden vivir los sabios, los amantes, los libres, los valientes, los que luchan por conseguir sentir que han vivido una vida verdadera.

viernes, 4 de junio de 2010

Los peces del cielo, las aves del mar

Aquella tarde tu mundo estaba en calma. Los rasgos de tu rostro se habían suavizado y estabas otra vez en medio de las cosas. Tu cuerpo se mezclaba con la brisa, y el orden de nuestro universo se había restablecido. Te brillaban los ojos cuando me dabas la mano y decías: “te quiero”, y había un mundo en paz después de la batalla.
Eran las cinco de la tarde cuando nos paramos a media ladera. La tarde se dormía en un recodo del camino. Una nube pasó sobre nosotros y el cielo se cubrió.
De pronto se levantó una brisa fresca que bajaba de las montañas. Todo el bosque se estremeció, y en ese instante, nubes de polvo amarillo emergieron de las copas de los árboles. Fue un momento de magia y de silencio. El tiempo se paró para nosotros. El bosque entero ardía en un instante extraño de pasión. La brisa empujó aquella nube hacia los valles. Columnas de polen emergían del mar oscuro y verde de los pinos y luego se unían a la gran nube principal. El cielo se cubrió de polen. Era como si el bosque entero hubiera enloquecido. Nos quedamos mirando aquello mucho rato. Más tarde, cuando cesó la brisa, toda esa furia de la supervivencia desatada se posó sobre todas las cosas: en las aguas del lago, en los remansos del río, en las piedras, sobre el prado de hierba, cubriéndolo todo con un manto amarillo de futuro.
Tú mirabas aquello y todo era un misterio. Regresamos despacio hasta el centro del mundo, caminando entre campos de luz y margaritas. Parábamos en cada flor, en cada pez –aquel inmenso pez de labios amarillos-, en cada tela de araña, en cada lagartija.
Parecías feliz, me sonreías. Yo te observaba, y a ratos trataba de entender lo que sentías, pero ¿quién puede entender el universo? Te brillaban los ojos y en ellos yo veía los peces del cielo, las aves del mar. Los mundos que llenaban nuestro mundo, el polen de tus días y tus noches, la dulce suavidad de todo tu universo enamorado.

miércoles, 2 de junio de 2010

Hundirse, regresar

En mi corto viaje por la felicidad, un día, de pronto, sentí un dolor profundo, algo como una sensación de fatalidad que me aplastaba el alma, y en ese instante, como el que sigue un destino que no puede evitar, decidí regresar.
La plaza estaba como siempre: los mismos borrachos armando jaleo en la esquina, la misma ambulancia con las luces encendidas, los mismos policías, los jóvenes, los viejos…
Los mendigos también seguían allí, tirados en el suelo, como barcos embarrancados. El olor a orines y a maría, los restos de botellas rotas, las mierdas de los perros, la basura… Sentí de nuevo todo el dolor el mundo en las miradas de aquellos seres que habían quedado atrapados en ese lugar sin tiempo, y de nuevo sentí la vieja sensación que me decía que aquel era mi sitio. La yonki me reconoció y me pidió dinero. Tenía la cara amarillenta y un corte profundo bajo su ojo izquierdo.
Leo estaba en el banco. El mismo banco en el que lo dejé hacía más de dos meses. Seguía sentado allí, en medio de la plaza, con el mismo cartón de vino y la misma mirada. Me senté junto a él. No hablamos.
Pensé que Leo era el destinatario de alguna maldición, sentí todo el peso de su destino. Alguien o algo le había condenado de por vida. Nunca sería feliz. Nunca tendría a nadie, nunca saldría de allí.
Leo miraba fijamente el rastro de la luna por el cielo. Sólo él sabía lo que estaría pensando. La yonki se acercó otra vez y me dijo que llevaba más de quince días sin hablar, mirando al cielo. “La vida es una mierda”, me dijo, y me ofreció un trago de su mugrienta botella de cerveza. Bebí: le cerveza estaba caliente. Aquella noche la vida pesaba demasiado. Todos queríamos desaparecer pero no había manera. Algo en nuestra naturaleza nos mantenía atrapados allí, como muertos en vida; algo que era muy fuerte, mucho más fuerte que nuestro nulo deseo de existir. Mientras tanto, las horas transcurrían y el aire se hacía más pesado. El alma se nos iba llenando de un sentimiento oscuro mientras a nuestro alrededor el destino tejía su telaraña. Quedaba mucho tiempo para el amanecer, demasiado tiempo como para pensar en cualquier cosa que no fuera el rastro que dejaba la luna en ese sucio cielo. Sentí que no había forma de escapar, que lo único que podíamos hacer era seguir allí, hundidos para siempre en la basura, perdidos, derrotados. La botella se deslizó de sus manos y cayó al suelo. Se rompió con estrépito. La yonki se rió y era una risa atroz, metálica, descolocada. Una risa que salía de las más frías entrañas de la muerte. Pensé que todos los demonios de la muerte y del mundo se reían de mí. Miré en el fondo de sus ojos. La yonki no paraba de reír. Respiré hondo; estaba tan cansado… Pensé que ahora habría que comenzar de nuevo. Me levanté y me fui de allí. No miré atrás. Leo no hablaba. Miraba fijamente a esa asquerosa luna. La noche continuaba. Todos seguíamos vivos, si es que eso era alguna forma de vida.

martes, 1 de junio de 2010

Cuando se terminó la tierra

Cuando se terminó la tierra nos quedamos mirando aquel vacío. La brisa llegaba hasta nosotros y tú la recibías con los ojos cerrados. Llegamos hasta ese punto caminando, a través de espesuras y caballos, habitaciones cerradas, vértigos en la luz, brezos, revelaciones… La nada sólo era un tren camino de cualquier parte, una montaña blanca, el lápiz de algún suicida, la máquina de la vida.
Siglos de desencanto nos contemplaban: ruinas, batallas, nieblas… El mundo era una espesura de árboles descompuestos, cadáveres de animales, ballenas embarrancadas, aves que no sabían volar, ojos que no comprendían.
Yo pensaba en el tiempo y en cómo habíamos atravesado kilómetros de luz y de distancia. Una gaviota pasó frente a nosotros. Parecía flotar entre dos sueños. A nuestros pies, las rocas y la hierba murmuraban. Tú deseabas poseer el horizonte, pero se hacía de noche.
Vimos ponerse el sol. Sobre el agua del mar flotaban los deseos. Aguardamos sentados a que la luna viniera a contarnos cualquier cosa. Hablamos mucho tiempo con la luna. Tú querías vivir entre miles de estrellas y yo sólo quería estar contigo. La tierra y el cielo se mezclaron. Los peces regresaron a las profundidades. El silencio se desplegó como una bendición sobre todas las cosas. Era la noche, con su carga de inmensa melancolía.
Yo pensaba en el tiempo. Al fondo del abismo, el agua del mar nos contemplaba. Comprendí que habíamos llegado a un punto desconocido, el lugar donde el alma decide de algún modo su destino. ¿Y ahora qué?, pensé, pero mi mente era incapaz de imaginar lo que sucedería después de todo aquello. La noche se extendía infinita y lenta sobre todas las cosas. Tú no decías nada, te empapabas de mundo, con los ojos cerrados.