lunes, 26 de julio de 2010

Una vez

Una vez conocí a un hombre que no llegué a ver nunca. No sabía si era real o era tan sólo un personaje que nació en algún lugar desconocido de mi imaginación. A veces me escribía cosas, me dejaba mensajes, que venían de lejos. Eran pequeñas notas cargadas de destino, de vida arrancada a la vida, de experiencias maduradas paso a paso, bajo un sol de justicia o un frío aterrador. Pequeños destellos de dolor, cansancio existencial, sabiduría…
Yo le leía en silencio cada noche. Trataba de entender su voz, el tiempo de su narración, el peso de sus palabras, la forma que adoptaban sus cielos; la mirada cargada de dolor de sus demonios, el tono de su voz... Detrás de todo aquello había un pasado extenso, cargado de experiencias, de mundos, de caminos. De preguntas que aún, después de tanto tiempo, esperaban respuestas.
Una vez conocí a un hombre que no llegué a ver nunca. No sé muy bien porqué, pero en lo más profundo de mi mente yo me lo imaginaba en una carretera solitaria, rodeado de montañas, avanzando bajo la nieve, sobre una bicicleta. Tras él arrastraba un pequeño remolque cargado de pasado. En él llevaba todo lo que un día vivió. No sé muy bien porqué, pero yo me lo imaginaba así –es curioso la forma que adoptan a veces nuestros sueños-.
Una vez conocí a un hombre que nunca llegué a ver. Algunos días se cruzaban de un modo misterioso nuestras palabras, de modo que a veces apenas podía distinguir que parte de sus notas eran de él, y qué parte eran mías.

jueves, 22 de julio de 2010

De noche, a la espera

Se ha apagado la luz de la calle, y en mitad del silencio, regresa muy despacio hasta su casa el último hombre de la tierra. Tú duermes arropada en tu colcha de estrellas y en tus manos aún guardas espíritus y lágrimas. Yo te observo en silencio y en tu cuerpo oigo como respira el universo. Es un sonido profundo, ancestral, que me lleva muy lejos. Siento que en ese respirar te alejas de un modo irremediable hacia ese gran misterio de lo eterno, y un repentino escalofrío me recorre la espalda. Mi corazón se pierde para siempre en tus esquinas. No quiero que te marches nunca de este mundo.
Es una noche de verano, silenciosa y profunda. El tiempo parece haberse detenido en el rayo de luna que ilumina el espejo. Tú duermes por encima de todo lo que existe. Duermes en el río de luz que le da intensidad a nuestra Vía Láctea, duermes en el sonido del pájaro nocturno, en el cuerpo del gato que persigue fantasmas, en el canto del grillo que llega hasta mi oído desde el fondo del mar o del estanque.
Todos estos sonidos me recuerdan a ti, pero ahora, se ha apagado la luz de la calle, y, de pronto, en mitad de la noche, me despierto y mi alma, permanece a la espera y te observa. Todo es cambio, todo es transformación; nos marchamos a cada momento. Nos marchamos sin ninguna esperanza, nos marchamos despacio, de un modo irremediable hacia lo eterno. Te contemplo dormir y pienso que no debo olvidar este momento. Ahora abres los ojos, sonríes, y al instante, regresas de nuevo al océano profundo de tus sueños. La vida es un viaje y nosotros estamos en camino desde siempre.

martes, 20 de julio de 2010

Ella viene

Cae la tarde en el patio de luces de mi casa. Cantan los pájaros. Es la hora, me marcho. Ella ha llamado. Ha llamado de lejos, dice que está en camino, y al oír su voz yo he sentido de nuevo renacer esa agradable sensación de que todo en esa mujer es camino y destino, lugar de regreso y punto de partida. Morir y renacer de nuevo en un lugar desconocido.
Algunas tardes, en la hora en que el cálido viento del sur dobla la esquina, ella llega al desierto reseco de mi vida y siento que me crece dentro una especie de árbol de amor y de infinito. Cuando sucede esto, intento pensar con claridad, pero todo se me transforma en bruma, en niebla y en silencio, y me escuecen los ojos, y en el fondo de mi alma, se me encarama un animal extraño con rostro de dragón y ojos de fuego.
Pero dejemos eso: ella viene esta tarde, regresa de muy lejos. Viene con el sonido de una campana azul fundida en su pequeño corazón, viene con un olor inconfundible a prado empapado de rocío y a hierbabuena verde. Trae la orilla del río en sus manos, la arena del lago, el destello de luz de un gran amanecer en calma.
Ella viene. Regresa cargada de sueños. Ahora ya es de noche, apenas queda espacio ya en el cielo. Yo la espero en silencio, estoy en el vestíbulo de la estación, observando pasar a la gente, pensando, intentando no echar a volar hacia su tren antes de tiempo.

jueves, 15 de julio de 2010

Pero al salir la luna

Aquella noche fui poco más que un triste deseo perdido en medio de las olas del olvido, pero al salir la luna volvieron a llover estrellas y me sentí mejor. Habíamos viajado más al norte de lo que cualquier ser humano hubiera viajado nunca, y hacía frío, y al rato también hacía calor, y el mundo era un lugar húmedo y tenebroso, cargado de humedad y de tinieblas. El aire bramaba al doblar cada esquina de nuestros corazones, y mientras avanzábamos, el porche de una casa amenazaba con acogernos de un modo permanente. Sentí un escalofrío: nunca llegaría a ser como esos humanos sedentarios que se sientan en uno de esos porches a pensar. Pasamos de largo entre setos de tejos y campos de margaritas. Teníamos hambre; tú llevabas la luz de un pensamiento azul prendida en el fondo de tus ojos, y era una luz intensa. Tal vez, por eso, yo no podía evitar mirarte todo el tiempo. No habíamos vuelto a hablar desde que el desconsuelo nos hizo abandonar la carretera que bordeaba el círculo del mar y ahora llevábamos cien horas sin parar, empujando las viejas bicicletas, contra el viento. Tu pelo ondulaba en el aire y era como un presagio. Tu pelo, largo y fino como un cristal tallado por cuatro duendes locos. Se oía llegar hasta nosotros el ruido de nuestros propios pasos. Llegaba a través de los troncos de los árboles del bosque, a través de la oscuridad, a través de la sangre y el tiempo. Los oíamos llegar con la misma cadencia con que late cualquier corazón. La danza de las horas sonreía. Recuerdo que pensé: demasiadas palabras en el agua del río. ¡Para!,-dije-, quiero beber -pero tú dormías mientras caminabas. “Para” -repetí-, y tú te detuviste de repente y sacudías un poco la cabeza, como diciendo: no.
“¿Donde estamos?” -dijiste-“No sé, probablemente muy arriba” -contesté-, y vi que el cielo estaba por debajo de nosotros. Entonces un pájaro nocturno se posó en una rama y tú te quedaste mucho tiempo contemplándolo. En ese instante supe que tú ya no eras tú, que el viaje nos había cambiado de algún modo. No sentí angustia, tampoco sentí miedo. Lo único que podíamos hacer era continuar. No me pertenecías; nadie es dueño de nadie. ¿Cuánto tiempo habíamos necesitado para regresar? Volver a comenzar no era sencillo. Recordé que ya no era capaz de recordar y me sentí muy triste. El viaje se estaba prolongando demasiado, sentí que no era más que un pequeño deseo perdido entre las olas del olvido, un hombre entre los hombres, nadie especial que mereciera nada, como uno de esos seres sedentarios que mueren lentamente mientras pasan el tiempo pensando en uno de esos porches junto a la carretera. Aquella noche fui poco más que un triste deseo en medio de las olas, pero al salir la luna volvieron a llover estrellas y me sentí mejor. Habíamos viajado más al norte de lo que cualquier ser humano hubiera viajado nunca, y hacía frío…

martes, 13 de julio de 2010

El arte de la vida

Seis de la tarde. Mes de julio. En casa la temperatura es casi de treinta grados -veintiocho con cinco, para ser más exactos, veintinueve al acabar de escribir esto-. Se hace difícil pensar con este calor, se hace difícil conservar el buen humor, respirar o mantener siquiera a salvo una sonrisa, pero lo intento.
Ahora que hace tanto tiempo ya -el tiempo es una cosa relativa-, que empecé este viaje, comprendo que no existe un lugar que no haya visitado, que no existe un recuerdo, un rostro, una experiencia, que no haya percibido en mis sentidos, y sin embargo, también es cierto que aún no he visto nada, que no he aprendido nada, que no he entendido nada, y que aún no he comenzado a caminar.
Tal vez llega un momento en nuestras vidas en el que no se trata ya de ver ningún otro lugar -eso no significa lo que piensas-, sino aprender a ver de un modo diferente los lugares del alma que un día visitamos. Aprender de una vez, a ver y a comprender, con los ojos de la sabiduría.
Cada día nos entrega el tesoro del vivir, la sed y el hambre de existir, de estar en el planeta, la posibilidad de luchar por conservar lo mejor de nosotros mismos. Vivir con todo el corazón y toda el alma requiere de un continuo esfuerzo. Crecer y mantenerse a salvo, sentir, por encima de todo; esquivar lo triste y lo mediocre de la vida. Da igual lo que suceda, da igual lo que nos digan. No te dejes morir, lucha con toda el alma, busca con todo el corazón el tiempo que haga falta. No pierdas la esperanza; rebélate y mantente vivo.
Vivir es nuestra obligación: crecer, comprometernos, trazar nuestro camino, amar, crear, vibrar, sentir, tratar de ser felices y hacer felices a la gente que amamos... Siempre y en cada instante.
Esta tarde del mes de julio no debes dejar que te derrote el miedo al existir o la tragedia, la enfermedad, los años, la desesperación, el pasado, el dolor, la rutina, o cualquiera de ese tipo de cosas que nos acechan siempre bajo la apariencia de un cansancio tenaz, que nos supera.
En esto consiste el arte de la vida.
Seis de la tarde. Estamos en el mes de julio y parece que hoy hace demasiado calor para estar en la vida, y sin embargo yo dejo de escribir y salgo a conquistar esta tarde que ya no volverá. Recuerdo una estrofa de una vieja canción que decía: “la vida te espera en un sitio cualquiera...” Tal vez no era exactamente así. Da igual. Me marcho, que la vida me espera, y no pienso perderla en el camino. Haz tú lo mismo también y nos encontraremos. Será fácil reconocerte. Llevarás en tus ojos ese brillo especial de los que luchan siempre por seguir vivos.

viernes, 9 de julio de 2010

La chica de mis sueños

Las once y treinta y cinco de la noche: creo que llego un poco tarde, te busco entre la gente, estás sentada al fondo, en una esquina. Eres perfecta, guapa, inteligente… No sé lo que me pasa hoy, pero me gustas. Me gustas tanto que creo que me voy a derretir. Avanzo entre las mesas; todo está abarrotado. El tipo del acordeón no para de tocar.
Mientras me acerco, pienso que no hay ninguna duda, que eres la mejor, que estás buena a rabiar, que tienes estilo y personalidad, carácter, fuerza y ganas de vivir; que eres simpática –seguro que te gusta viajar, que te gustan los lagos, las montañas, montar en bicicleta, caminar…-, que te gusta lo que me gusta a mi -nos parecemos tanto-. Doy un rodeo, la terraza del bar está completamente llena; no se puede pasar.
Te imagino dormida. Pareces un ángel sobre una nube azul o una sirena tendida en la arena caliente de una playa -¡Qué guapa cuando duermes! Ay, pienso, es que me matas; ¿cómo puedo pensar en descansar contigo al lado?-. Eres sensible, inteligente, te gusta conversar, amas como las fieras, lloras como las cataratas, me das lo que es mejor de ti: tus ojos, tus labios, tus miradas… Me muero por estar contigo, me muero por besarte, me muero por beberme tus sonrisas, me muero por estar sobre tu cama. Ya llego junto a ti, busco una silla. Me siento –te has puesto esta noche un vestido rojo-. Me miras y no entiendes. Siento que no puedo pensar en otra cosa, que si no estoy contigo me deshago, que no puedo vivir sin ti, que esta noche me tienes atrapado, que creo que estoy enamorado. Te miro fijamente, me deslumbras, y luego, con voz de hombre de mundo, me presento: “me llamo Ángel, perdona: ¿tú no serás la chica de mis sueños?” Me miras fijamente, y otra vez me deslumbras, esperas un instante, me dices que soy un gilipollas, te levantas, llamas al camarero, pagas, te vas, me dejas, me abandonas.

miércoles, 7 de julio de 2010

En su naturaleza

Estaba en su naturaleza ser de ese modo: salvaje, violenta y arriesgada. Tal vez no fue su corazón el que se congeló en una noche de invierno, fueron sus pies, sus manos o su vida. Yo la recuperé de entre las nubes, cuando todo el silencio la llamaba, pero no lo recuerda, a pesar de que se lo dicen cada tarde los animales.
La recuerdo correr de un modo etéreo, internarse en las olas sin rozarlas, deshacerse en espuma y en sal, mientras su corazón se ensanchaba en un vuelo que se hacía de mar hacia todas las cosas.
La recuerdo envolverse en una manta azul, hecha con hilo de oro y de tristeza. La recuerdo subir y bajar, y no hablar, y llorar y llorar, y estremecerse, hasta que se encontró una noche de frente con la luna.
Estaba en su naturaleza ser feliz, y alcanzar cada sueño, y crecer y escapar y perderse en un mundo de luz.
Los ángeles del cielo la querían, los ángeles de la tierra también. Los dioses, los lagartos, los gatos y las plantas la adoraban. Estaba en su naturaleza ser querida.
Yo pasé aquel verano de mi vida contemplando el milagro de tenerla a mi lado, de saber que existía, de observar cada gesto que escondía en sus ojos, de escuchar cada llanto, de vivir cada risa.
Estaba en su naturaleza ser feliz, y salvaje y violenta y arriesgada. Yo la quise de una manera extraña, hasta el punto de que ya no sabía distinguir que parte de mi cielo no era ella.

lunes, 5 de julio de 2010

Soñé

Aquella noche soñé con un pasado que no pude llegar a adivinar a quien pertenecía. Las horas transcurrían lentas, y en mi sueño, una mujer desplegaba una danza perfecta en medio de la oscuridad. Todos los nombres falsos que un día pronunciaron los labios de los hombres se hicieron sólidos de pronto y se convirtieron en los muros de una oscura ciudad que lo envolvía todo. Tenía el aspecto de un cementerio azul que flotaba sobre las olas.
Y en medio de la noche pasó un tren.
Yo caminaba sobre abismos sin fondo; la magia de un sabor a miel me transportaba. Había un gran volcán, pero no había fuego. Pequeñas luces indicaban los signos del camino. En el suelo podía ver el rastro que dejaban cientos de pies de hombres y de mujeres que habían perdido el alma, libros abiertos a medio terminar, callejones oscuros, abismos del lenguaje donde nunca se encontraba una solución.
En mi sueño rompí todas las reglas del destino, besé cientos de corazones, cargué con los muertos de los demás, subí cuestas de soledad, tracé líneas de luz, maté gigantes que no tenían culpa de nada.
Aquella noche soñé con un pasado que no pude llegar a adivinar a quién pertenecía. Yo estaba en un andén, desnudo, helado, frío. Las horas transcurrían lentas y en mi sueño una mujer bailaba una danza perfecta. Recuerdo que pensé que era muy tarde, que ya no había tiempo. Recuerdo que sentí que me moría.
Y en medio de la noche pasó un tren.

Noche de verano

La vida no es fácil: normalmente nunca se gana y la felicidad va y viene de un modo extraño, pero siempre merece la pena luchar. Esta noche pasada la vida llegaba a tus orillas en silencio, con un mensaje triste, cargado de verano y de melancolía, y sin embargo, las estrellas brillaban en el cielo igual que cualquier noche, que todas las noches.
Recuerdo que hubo un tiempo sin lágrimas, ni oscuridad. La nieve lo cubría todo y los lobos del mundo eran cachorrillos de perro que venían a comer de tu mano. ¡Qué hermoso resultaba entonces tu silencio! Los ojos de los peces lanzaban sus destellos a la luna, y en el fondo del mar, las cosas más hermosas de la tierra se confundían contigo. Tu piel era la esencia de cualquier paraíso y todo, en el fondo de mí, se llenaba contigo.
Ayer, la noche se hacía lenta, hasta que en un instante extraño se iluminó tu rostro, y todo cambió de repente; habías regresado de muy lejos, volvías a sentir con toda el alma. Recuerdo que en ese momento pensé que la vida no es fácil, pero siempre merece la pena luchar por lo que amas.

viernes, 2 de julio de 2010

Inercia

Consagró su destino a pintar acantilados, a escribir sobre piedras sus versos, a tratar de acabar con los muros, a crecer con el tiempo. Montó sobre una máquina de tinta y de papel y trató de darle un nombre propio a cada ser humano.
Pasó el tiempo y el hombre maduró, dejó de ser un niño y trató de cantar una sola canción; una canción de amor, que contara la historia del mundo, o quizás de su vida o su muerte, pero nunca encontró las palabras correctas y su voz naufragó.
Consagró su destino a una búsqueda. Regresó del infierno –nunca debió pasar por esa puerta-, y al regreso, sus manos, acariciaron una estrella fugaz (mientras escribo esto me pregunto cuánta tristeza se puede llegar a acumular en cada ser humano).
Había un nombre escrito en un papel y había un gran descubrimiento. Había una gran lucha. Era un hombre feliz y estaba en este mundo. Las cosas se crecían. Luego pasó una nube, se acabaron los sueños. Alguien alimentaba incendios en una habitación. La muerte lo llenaba todo. Aquel lugar se hundió en el desconcierto. El árbol se secó. Las mujeres huyeron, los niños se marcharon. La cera de los púlpitos no ardía. La sangre de los muertos se secaba. ¿Adónde íbamos todos? Aquello era algo serio; según pasaba el tiempo la cosa empeoraba. Los hombres, las mujeres, perdieron los recuerdos. Los niños y las bestias pasaron un mal trago… Todos dejaron de jugar por las mañanas. Llovieron caracolas, tortugas, horizontes, y nadie se inmutó ni dijo nada. Murieron muchos. Les pesaban la sangre y las palabras. No supieron ganar esa batalla.
El hombre no supo qué escribir desde ese día. Nadie se merecía aquello. La inercia de la vida los mató. Los que le conocieron nunca dijeron nada, nunca se revelaron. Murieron en silencio, murieron sin saber, murieron como perros, todos domesticados.

jueves, 1 de julio de 2010

Algunas noches

Algunas noches llegas transformada, convertida en olvido y desencanto. La soledad se apodera entonces de tu alma. Te vienes muy despacio, agotada y febril hasta la cama. Yo te miro a los ojos y veo tempestades, abismos, naufragios en el aire.
Algunas noches llegas del trabajo, y una tristeza extraña se instala junto a mí bajo la almohada. Todo tu ser se vuelve hacia lo oscuro mientras lucho por rescatarte. Salgo entonces en busca de una luz que te pueda salvar, de una razón que te lleve hacia el mar, de un libro que te hable de montañas.
Esas noches, el mundo, se esconde acobardado entre cortinas, las estrellas se duermen en las calles, no hay sonrisas posibles, ni gestos que muevan el cielo.
Cuando sucede eso, yo busco sin cesar en los cajones, recorro mil caminos, incansable. Intento comprender para explicarte, enciendo y le doy luz a mis mejores lunas, escojo mis palabras, apago mil incendios con las manos, me enfrío y me desvelo, en un intento loco de ayudarte.
Casi siempre amanezco derrotado, cubierto por el polvo, desangrado… pero eso me da igual, no significa nada. Algunas noches llegas triste, y algunas noches, yo consigo alegrarte, y la vida está bien. Sonríes, y con eso me basta.