domingo, 9 de noviembre de 2008

La vida de las sepias

Allá donde miraba siempre veía una mujer o un hombre discutiendo, una anciana que, sin venir a cuento, protestaba de algo, o hablaba de su vida, unos niños corriendo entre las mesas, un matrimonio que ya no se quería, o un pobre en una esquina, rodeado de ese ambiente de centro comercial, con música enlatada, pastosa y machacona. Todo eso se le pegaba a la piel y le seguía, como un olor persistente, durante el resto del día.
Samuel se refugió en su casa. Encendió el televisor. En la pantalla una voz hablaba de las sepias. Samuel pensó en su vida, en todas nuestras vidas. En el piso de al lado, la vecina chillaba a su marido. Arriba, en el segundo, la loca cantaba una canción que hablaba de la guerra. Lo hacía todo el tiempo. Algunas madrugadas, a las cinco, la oía gritar en sueños. Gritaba a un hombre muerto. Mientras tanto, en la pantalla de la televisión, las sepias se reproducían. Su cuerpo se encendía en mil colores. Son magníficas, pensó Samuel, y miró al cielo por la ventana. Hacía sol. Sonó el teléfono, era una vieja amiga. Samuel recordó los días lejanos de su juventud, cuando todo era intensidad, belleza y alegría. Todo aquello quedaba lejos, perdido para siempre en el pasado. En la pantalla, las sepias peleaban. Es ley de vida, tiene que ser así, pensó Samuel, y sin embargo, parecía tan loco y tan absurdo todo aquello. Samuel no podía retirar sus ojos de la escena. Las sepias se atacaban, perdían sus tentáculos, se herían con una crueldad inusitada. Mientras lo hacían, sus cuerpos explotaban de color. Violeta oscuro, rojo amenazador, azul intenso, verde furioso oscuro. Ferocidad de una lucha descomunal por imponerse.
Samuel pensó en su adolescencia, pensó en sus ilusiones, en las ilusiones de todos los hombres y mujeres que había conocido. Samuel pensó en todo lo que es fugaz y es pasajero. Las sepias, mientras tanto, habían terminado el ciclo de sus vidas. Sus cuerpos, muertos, flotaban en el fondo junto a miles de huevos. Las que quedaban vivas habían perdido su color. Algunas se movían débilmente. Se las veía exhaustas, agotadas. Ahora ya no eran nada más que un saco blanquecino de aspecto repugnante. Parecían espectros, pero aún se peleaban. Samuel no quiso saber ya nada más de aquello. Apagó el televisor. Salió a la calle. Pensó en la vida de los hombres. Era de noche, habían encendido las luces de los escaparates. Miró a su alrededor. Un hombre amaba a una mujer, un niño, cogido de la mano, caminaba junto a ellos. Muy cerca, un vagabundo, pedía en una esquina algo para beber, en la puerta del tanatorio cargaban un féretro en un coche. Samuel continuó caminando, sumergido en un torbellino de vida y destrucción.

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