domingo, 31 de agosto de 2008

El mundo

Aquella noche, de pronto comprendí con una claridad perfecta que existían dos mundos. Uno era el mundo de las familias acomodadas. Un mundo inmaculado, perfecto y limpio donde todos y cada uno de sus miembros hacían siempre lo que tenían que hacer, y luego ese otro mundo, desconocido y oculto para la mayoría. Era el mundo de los Rumanos, los Colombianos, los Chinos, los Marroquíes... Un mundo que se mezclaba cada noche con ese otro mundo de los descarriados, hijos desde siempre de la ciudad. Chicos y chicas jóvenes, gente mayor, hombres, mujeres, ancianos, niños... Un mundo subterráneo que sólo se dedicaba a vivir un día y otro día, sin una idea clara del futuro. Un mundo que no esperaba nada de la sociedad ni de la vida. Y allí estaba yo, mezclado entre todos ellos, solo y perdido, como cualquiera, pero asistiendo a este espectáculo como un espectador que, fascinado, intenta comprender el mensaje oculto de una obra de teatro o de una compleja sinfonía.
En ese mundo había mujeres que ya no hablaban de obtener amor de sus parejas, sino sólo algo de deseo, hombres desesperados que buscaban un pequeño destello de cariño o un último trago de alcohol. Hombres y mujeres sin esperanza y hasta -y esto era aún lo más terrible-, sin desesperación. Fracasados, perdidos, vagabundos, locos… Hermanos en la desolación, seres que, poco a poco, entraban en mi alma y que, una vez allí, dejaban de ser de carne y hueso y se transformaban en memoria, gesto, recuerdos y conocimiento. De pronto comprendí que aquel era un mundo especial. Era el mundo de los seres humanos. Un mundo frágil y al mismo tiempo fuerte. Un mundo construido con un entramado de redes complicadas que nunca alcanzaría a comprender, tan profundo, fascinante y oscuro como un abismo, que apenas llegaba a ser iluminado por la luz de la luna o de la compasión. Aquella noche comprendí que, de pronto, vivir era de nuevo una aventura. Me sentía abrumado con esa sensación, como alguien que acaba de despertar de un coma profundo y que regresa de nuevo a algún lugar de su pasado sin poder comprender. Notaba como mi sangre corría de nuevo, caliente, por mi cuerpo. Mi cerebro se desbordaba lleno percepciones, tan intensas que tardaría aún mucho tiempo en descifrar. El mundo estallaba en mi mente y, de pronto, sentí que todo, en ese instante, había recuperado su luz, su intensidad. Después de mucho tiempo, por fin, había regresado al mundo, y este me recibía con su pasión y con su intensidad de siempre. Miré hacia arriba: entre los edificios brillaban las estrellas y en cada cristal roto del suelo de la calle se reflejaba el incierto futuro de cada ser humano.

jueves, 28 de agosto de 2008

Vreneli

Ella tenía treinta años y un deportivo rojo aparcado en el jardín. La conocí en un pequeño pueblo muy cerca de Montreux. Aquella noche salí con ella y sus amigos, y luego, casi cuando empezaba a amanecer, nos bañamos los dos, extraños y borrachos, en la bañera del cuarto de su hotel. Los hombres la deseaban. Tenía el pelo negro –creo recordar que me dijo que su abuela era italiana-, la mirada profunda, y una sonrisa amarga que hablaba sin hablar. Era alta y corpulenta. Cuando íbamos cogidos de la mano parecía mi madre. Eso me fastidiaba un poco, pero ¿quién es capaz de resistirse al sexo cuando uno tiene dieciséis? Pasamos juntos unos días. A ella le debo seis días de felicidad, un par de desencantos, el sueño de una noche de verano, y una tarde de lluvia que me pasé, llorando, en la orilla de un lago.

Cambio de planes

Tarde lluviosa de un triste mes de enero. La soledad arrastra las hojas de los árboles. No hay nadie en el paseo. Sobre el suelo mojado yacen sus más queridos sueños. Quiere pensar que aún le queda vida, pero siente que eso que un día llamó vida, se ha ido para siempre. Ella pasa las horas pensando y dando vueltas. ¿Adónde irá? ¿Qué le sucederá mañana? Mira hacia el horizonte y sólo ve un abismo de amargura. Aún así, no piensa regresar y sigue caminando. De pronto suena el móvil. Escucha y asiente con un gesto. Pronuncia el nombre de un hospital del centro. Dice que sí, que está en camino. Regresa. Ha empezado a llover mucho más fuerte.

martes, 26 de agosto de 2008

La señora Remedios

Aquella noche nadie se despertó en la casa de Remedios. Sus cuatro hijos murieron y ella pasó cinco días en coma en aquel hospital. Al sexto despertó. Nadie sabía bien cómo decirle lo que le había pasado. Luego, muy poco a poco, se lo fueron contando.
Remedios ya nunca fue la misma. Salía de noche, hablaba sola, veía marcianos por toda la ciudad. Su marido la abandonó y ella ejerció diez años de prostituta en un burdel de un barrio marginal. Luego, una tarde, mientras tomaba un vaso de vino en el bar, de pronto recordó. Volvió a saber los nombres de la gente, reconoció sus caras, y supo que estaba casada.
Se había curado. Volvió a su vieja casa, pero no había nadie. Llamó a una amiga. Quedaron. Tomó un café con ella y su amiga le contó lo que había sucedido. “No te preocupes, esto son cosas que pasan” –le dijo cuando terminó.
Mientras su amiga hablaba, Remedios, con todo el maquillaje de sus ojos corrido por la cara, apretaba muy fuerte un pañuelo en su mano y, mirando al vacío, sonreía.

Naufragio

Aquel no fue un verano más. Había llegado a la isla por un desconcertante giro del destino y allí la había conocido. Ella vivía en una casa inmensa construida junto al mar, pintada de un inmaculado color blanco, con un jardín muy verde y muy cuidado, desde el que se divisaba una vista completa de la playa. Él se quedó a dormir en una esquina de la cala, bajo un pequeño embarcadero de madera, que le proporcionaba un techo.
La vio un amanecer. Paseaba sola por la orilla. Pensó que era perfecta. Se conocieron. Pasaron unos días juntos. Tomaban el sol y hablaban de sus cosas. Ella quería ser una mujer de mundo, dirigir la empresa de su padre, formar una familia, tener dos hijos y una casa en la Rue Royale de París. Él no quería nada, tan sólo estar allí, nadar y coger conchas en la orilla. Nunca había sido bueno para hacer planes de futuro.
Una tarde decidieron nadar hasta la popa del viejo barco hundido que había en la bahía. Estaba un poco lejos. Cuando llegaron, él la ayudó a trepar hasta su lado. Sintió que la quería. Se sentaron a contemplar una puesta de sol como él no había visto nunca. No hablaron, el día terminaba. Los dos sabían bien que no quedaba nada por decir. Mañana ella se iría a perseguir sus sueños, y él volvería allí, durante muchos días, a sentarse sobre la cubierta oxidada del viejo barco hundido.

lunes, 25 de agosto de 2008

Futuro

Llegó arrastrando el armazón de un carrito de compra en el que transportaba, atado de mala manera, una mesa plegable, una silla, y un diminuto taburete de madera. Era una señora mayor, de pelo muy blanco y ojos muy claros. Se paró a un lado del paseo, a la sombra de un árbol y extendió muy despacio su mesa, su silla y el viejo taburete. Sobre la mesa colocó un jarrón diminuto con un par de flores y un cartelito escrito a mano que decía: “Leo su futuro”. Tenía el aspecto de una campesina de algún pueblo perdido de Rusia. Llevaba un vestido muy limpio, de color desteñido, en el que, con el paso del tiempo, se habían difuminado unas flores. Se sentó en la silla y, con infinito cuidado, apoyó los dos pies sobre el taburete. Suspiró. Se daba masaje en las piernas. Sus tobillos estaban azules, hinchados, de tal forma que apenas se diferenciaban de sus pies. Suspiró; murmuró una frase en su lengua. Le costaba trabajo respirar el aire caliente. Era una de esas típicas tardes de verano de nuestra ciudad. Hacía un calor aplastante. El paseo estaba vacío de gente. La mujer tanteó con su mano una bolsa que había dejado en el suelo. De la bolsa sacó un trozo de melón que ya había cortado y pelado. Aletargada, la tarde seguía su curso. Una pareja pasó junto a ella. Se besaban, reían. Parecían muy enamorados. Estaban de espaldas y contemplaban el lago. Un par de palomas se posaron muy cerca de ellos. La anciana observó a la pareja y después inició un movimiento para acercarse la fruta a la boca. De pronto, el trozo de melón resbaló de su mano y acabó sobre el suelo. La anciana no habló. Contempló aquella fruta cubierta de arena. La observó mucho tiempo, como si no comprendiera lo que había pasado. Se frotaba las piernas. Parecía que nunca conseguiría dejar de mirar ese suelo.

domingo, 24 de agosto de 2008

El jorobado y la estatua

Desde la altura de mi posición, sobre el pedestal de granito, observo a este hombre pasar. En verano, en invierno, con frío o calor, camina despacio, arrastrando los pies y los años, igual cada día, encorvado su rostro y su cuerpo hacia el suelo.
Mientras camina, se sujeta las manos muy fuerte, intentando evitar que su cuerpo se mueva como una marioneta, pero no lo consigue. Ha llegado a mi altura y se ha sentado en el banco que hay junto al seto. Con mucho trabajo ha sacado del bolsillo de su pantalón unas cuantas hojas de periódico y se ha puesto a leer. Se inclina y acerca su rostro al papel, lo que hace destacar la terrible deformidad que destroza su espalda.
El hombre lee un rato, más tarde se levanta y se va, con su paso de siempre, arrastrando sus pies y su vida, estirando su cuello, su esperanza y su rostro, que miran desde siempre hacia el suelo. Mañana regresará de nuevo, igual que cada día. Hasta que un día ya no vuelva más. Desde la soledad eterna de piedra en la que habito tan sólo yo comprendo lo que significa que el trágico destino haya condenado a este hombre a estar solo toda la vida.

jueves, 21 de agosto de 2008

De noche

Es de noche, el parque está desierto. Un anciano camina atravesando la avenida bajo las copas de los árboles. Piensa en que pronto terminará el verano. Otro verano más. Recuerda aquellos otros veranos de su vida, cuando todo parecía avanzar de un modo decisivo hacia delante. Es de noche, el parque está desierto. El anciano se para y mira alrededor. Tan sólo ve un vacío aterrador. El parque duerme. El anciano percibe esa respiración pausada que parece surgir de cada objeto, del banco de madera, de la estatua, del árbol, de la fuente y la luna… El anciano sabe con esa intensidad que da la cercanía de la muerte que en este instante no es más que un insignificante ser perdido en medio de la nada. Los objetos le observan. Como él, todo en el parque parece estar a la espera de una extinción que se retrasa.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Destino

Decidió salir de casa, era de noche. Caminó por las calles estrechas del centro sin saber dónde ir. Encontró un local que llamó su atención. Sobre la puerta había un luminoso de neón que decía: “El Destino”. Entró dentro. Era un bar. Se sentó en un taburete de la barra y pidió una cerveza. No había tenido un buen día. Sabía que aquella mujer sólo iba a traerle problemas. Miró alrededor. Unos chinos estaban sentados en una mesa del fondo. Encendió un cigarrillo. Ella había escrito su número de teléfono en la cajetilla. No la voy a llamar, pensó él, y sacó su móvil del bolsillo. Marcó. Escuchó una voz que decía: “el número al que llama está desconectado o fuera de servicio”. Alguien tocó su hombro. Se volvió y notó un golpe muy fuerte en el pecho. Oyó un par de gritos. Un chino gritaba: “¡le ha disparado! ¡Le ha disparado!”.

Patmos

Él llevaba ya más de treinta años sin ir a ningún lado. Ella nunca paraba de viajar. Se habían conocido en la presentación de un libro y desde entonces, dos o tres veces cada año, se escribían cartas donde ella le contaba, entusiasmada, cosas de los lugares por donde había pasado, detalles de los monumentos, anécdotas del mundo y de la gente. Él contestaba a aquellas cartas sin saber qué contar. Respondía cosas intrascendentes –los pájaros se han ido y no han vuelto este verano, las flores ya no tienen aquel color violeta que solían tener-, y también le contaba que al cumplir los ochenta, un día iría con ella a Patmos, que era un lugar tan bueno como cualquier otro, cuando por fin se decidiera a viajar.

Habanna

Habanna era una de esas mujeres que toman un camino equivocado y lo siguen con una tenacidad desconcertante hasta el final.
Aquel verano la vi desmoronarse paso a paso, calcular fríamente el camino que la conduciría a la muerte un par de años después, y saltar al vacío con una sonrisa irónica y amarga dibujada en sus labios. Nunca pidió perdón ni se dejó querer. Tal vez era una mujer completamente libre, no lo sé. Le gustaba viajar sola y contemplar la luna desde el acantilado. Su padre la violó a los doce años.

martes, 19 de agosto de 2008

Algunas veces, sin embargo

Algunas veces, sin embargo, andar hasta llegar a la línea del horizonte aún no es suficiente: uno quisiera llegar algo más lejos, atravesar una montaña más, descender a otro valle y a otro, hasta salirse del mundo. Nunca llegué a descubrir el motivo que impulsa a los hombres a subir más alto o a llegar más lejos, ni porqué, en un momento de tu vida, esa sensación se convierte en una especie de veneno que te arrastra a un viaje sin fin que muchas veces acaba de un modo trágico. Tampoco llegué a comprender esa necesidad de soledad, ni porqué la nieve, el frío o las noches a la intemperie, resultaban ser más acogedoras que un solo día entre la gente. Sólo sé que en aquellos días no podía pasar mucho tiempo en un sólo lugar, que empezaba a dar vueltas y acababa metiendo en la vieja mochila, un saco de dormir gastado y un par de sentimientos, y escapaba, corriendo, hacia el monte. Tal vez buscaba algo, no lo sé. La vida, entonces, no tenía un sentido profundo, terrible y claro, como el que tiene ahora.

lunes, 18 de agosto de 2008

Salir al mundo

Me costó hacerlo, dar el primer paso –hacía tanto que no traspasaba el círculo de sal que yo mismo había trazado en el suelo, para marcar mis límites-, y sin embargo esa mañana cogí mis cosas y regresé al mundo. Todo seguía igual: el cielo estaba arriba, tan azul como siempre, y las piedras tenían el mismo tacto rugoso y cortante. El agua, las nubes, la roca, los cuervos… Nada había cambiado. Todo hablaba en el mismo lenguaje de entonces, con las mismas palabras y los mismos sonidos. Reconocí cada olor, cada sonido, cada gesto de la naturaleza.
Algunas veces uno debe dejar su cuerpo y su alma atrás, salir de dentro de sí mismo y respirar el aire helado del exterior. No hace falta querer llegar muy lejos, ni pretender subir muy alto. Sólo hay que tomar cualquier camino y comenzar a andar. Así, uno descubre que el cielo está siempre al alcance de la mano.

jueves, 7 de agosto de 2008

La amistad

Son las seis de la tarde. Hace calor. Intento escribir algo, pero es difícil concentrarse. Lo dejo y abro un libro de Márai. Leo una frase. Dice: “un alma llama a otra y ésta no puede resistirse”. Cierro el libro y pienso en el fascinante misterio que se esconde bajo esa forma de relación humana que los seres humanos llaman amistad.
En este mundo donde las relaciones se cuentan por fracasos y están basadas en una complicada red de conductas extrañas y comportamientos absurdos y sin sentido; donde uno se pasa todo el tiempo tratando con gente que llega de la nada y desaparece en la nada para siempre, sin dejar ni el rastro de un nombre tras su paso. ¿Qué hace que dos personas sientan esa especie de asombro repentino, esa necesidad de descubrirse, de revelarse los secretos de su alma, de encontrarse en un cara a cara brutal con alguien que se reconoce de un modo parecido, y al mismo tiempo se intuye que es un ser tan diferente?
Algunas veces pienso que hay algo de desafío trágico y fatal en la amistad. No me refiero a una amistad convencional, sino a esa forma de relación profunda que deja una huella imborrable en tu vida y en tu carácter. Esa amistad, cargada de presagios, de dos seres que estaban destinados a encontrarse desde siempre. Cuando surge esa forma de amistad ya nada vuelve a ser igual, uno no vuelve nunca a ser el mismo. En esa gran transformación vital se pierde hasta gran parte del pasado y una parte de ti se escapa para siempre. Tal vez por eso, cuando uno llega a adulto, resulte tan difícil llegar a esa amistad perfecta. Pasados los cincuenta ya es demasiado tarde para eso, se han formado profundos abismos insalvables, uno está demasiado apegado a sus miedos y a sus defectos.
Aquella tarde de verano, cuando esa mujer se cruzó en mi camino, yo no tenía la menor idea de lo que se escondía detrás de todo aquello. Me encontré de repente junto a ella, sin saber bien qué hacer, o cómo comportarme -uno nunca sabe lo suficiente como para llegar a conocer todos esos secretos que nos hacen vencer la resistencia frente a un alma que se abre ante tu alma, para siempre.- Ahora me pregunto quienes éramos nosotros dos en ese instante. Dos seres traspasados por una unión perfecta. Tal vez el resto de la vida se decide de pronto, en un momento así, cuando surge ese extraño sentimiento, y ahora, sin embargo, suena de un modo tan absurdo hablar de todo esto...

Cardioversión eléctrica

Desde el comienzo de los tiempos, miles de caravanas de camellos habían atravesado por el desfiladero angosto de aquel cansado corazón. Tantas, que un día, los sabios de la tribu tuvieron que parar aquello, no se fuera a secar la fuente que había al otro lado. Desde aquel día, las tribus nómadas esperan impacientes oír de nuevo aquel latido. Mientras llega ese día, le cuentan a sus hijos viejas historias de cómo era ese sitio, un mar de agua esmeralda en medio de la arena del desierto.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Conversación

-El problema, después de todo, tal vez sólo consista en encontrar una razón para seguir viviendo, pero ¿quién es capaz de conseguir una proeza así en nuestros tiempos?
Mi amiga miró al cielo de la noche. Con el paso de las horas había descendido la temperatura y ahora se estaba bien allí. Estábamos sentados en una de esas terrazas de verano donde la gente de la ciudad pasa gran parte de la noche huyendo del calor y de la melancolía. Continué:
-Vivimos en un mundo de posibilidades infinitas y sin embargo nunca sucede nada que nos aporte algo de luz. Los años pasan, el tiempo se nos escapa de las manos, y todo sigue igual. Vivimos atrapados en una interminable sucesión de errores que se repiten siempre. No hemos avanzado nada.
-Pero, sí hemos avanzado –replicó mi amiga-, ya no somos los mismos. ¿Ya no recuerdas cómo éramos?
Bebió un largo trago de su copa y comenzó a liarse un cigarrillo. Yo contemplaba su larga melena pelirroja que ahora le tapaba la cara y pensaba en todo el tiempo que había trascurrido desde aquellos lejanos días de nuestra juventud.
-No sé, tal vez sí hemos cambiado algo, pero siempre tengo la sensación de que no hemos llegado a ninguna parte.
-Siempre has pensado demasiado en estas cosas –se humedeció los labios y pasó la punta de su lengua con cuidado por el borde del papel. Acabó de liar el cigarrillo. Levantó la mirada y sus ojos brillaron bajo la luz de la farola. Un coche de policía pasó a toda prisa calle abajo-. Nunca vas a encontrar el sentido de la existencia, ni siquiera una buena razón para vivir. ¿Por qué no dejas de buscar? Limítate a vivir, como hago yo, y olvídate de todo lo demás. ¿Aún sigues escribiendo?
-Si. A veces escribo alguna cosa.
-¿Cómo se titulaba aquella novela que siempre decías que no conseguías terminar?
-El libro del dolor humano –respondí.
Mi amiga sonrió, y yo sonreí también. Ahora parecía un título ridículo.
-No me extraña que no lo terminaras –dijo.
Miré a mi amiga. Seguía siendo la misma. A través de los años, de un modo misterioso, había conseguido mantener intacta la fuerza que surgía de ella. Su melena pelirroja lanzaba destellos a la luna y un montón de recuerdos vinieron a mi mente.
-¿Sabes? –dije de pronto-, creo que nunca he dejado de quererte.
-Lo sé. A mí me pasa igual.
-Ya ves, no hemos cambiado nada.
-Nunca se cambia. Mejor no darle vueltas a estas cosas –se hizo un largo silencio. Ella fumaba con la mirada perdida en algún punto del pasado.
- Era una mierda de novela –dije, mientras le hacía una seña a la camarera pidiendo la cuenta.
-Aunque fuera una mierda debías haberla terminado –respondió.

martes, 5 de agosto de 2008

Despedida

Los dos tenían diecisiete años y aquella era la última tarde que pasarían juntos antes de irse de vacaciones de verano. Se abrazaron los dos. Él hubiera querido apretarla un poco más contra su cuerpo pero su timidez se lo impedía. El abrazo se prolongó. Ella no se soltaba y él no sabía muy bien donde poner las manos. Cuando se despidieron ella le regaló un colgante. Era una medalla pequeña de un símbolo oriental sujeta con una cuerda roja. No volvió a verla más. Ella murió aquel verano.
Ahora han pasado ya más de treinta años, pero esta noche, sentado a solas en el coche, escucha en la radio una vieja canción y comprueba que todo duele igual que aquel verano.

Dexedrina

Sentado en la sala del hospital psiquiátrico, un hombre de cincuenta años mira al vacío y piensa qué habrá sido de toda aquella gente, mientras en su cabeza suena una y otra vez la música de esa canción que se titula: “Shine On You Crazy Diamond”.

Lo mejor de la vida

Lo mejor de la vida siempre resulta ser lo más pequeño. Un detalle insignificante que aparece de un modo inesperado, cuando uno ya había perdido cualquier esperanza. La puesta de sol en la montaña, allá donde el silencio es perfecto y llena tu cuerpo de universo, la bandada de buitres alzándose desde las peñas, el silbido de seda del viento al rozar con sus alas, la cabra montés con su cría, el cielo, tu alma, el tacto de las rocas, el olor de los bosques, el sabor de la savia del viejo ciprés, el agua del río. Los pequeños placeres que otorga la belleza del mundo, tan intensa y eterna, como aquella mirada de un joven anciano que un día, se quedó para siempre a vivir en mis ojos. Tu mundo y mi mundo, tu vida y la mía.

lunes, 4 de agosto de 2008

La ciudad donde mueren los sueños

Cuatro días después el Sr. Osaki dejó las montañas atrás, atravesó una meseta y llegó a una ciudad. Se sentía contento de estar de nuevo entre la gente. Paseaba por las calles, observando lo que sucedía a su alrededor. Al principio todo parecía normal pero, poco a poco, un sentimiento de desasosiego fue apoderándose de su alma. Había algo especial en el ambiente de ese lugar, algo que en un primer momento pasaba desapercibido, pero que luego, cuando uno lo observaba con más atención, empezaba a percibirse como una sensación extraña, opresiva, agobiante.
El Sr. Osaki tardó algo de tiempo en comprender de donde surgía ese malestar. Lo vio con claridad cuando pasó a su lado una pareja. No hablaban, no se miraban; sus ojos parecían vacíos, como sus almas. El Sr. Osaki se sentó en una plaza a observar.
En una esquina, un matrimonio discutía por algo relacionado con un niño que estaba junto a ellos y que no paraba de llorar. Dos jóvenes gritaban por un tema de drogas. Una anciana cruzó la plaza protestando por unos papeles que alguien había tirado al suelo y el propietario de una tienda que estaba barriendo delante de su puerta se quejaba de que la gente no dejaba de ensuciar. Un taxista gruñía porque el tráfico estaba fatal, y un hombre mayor se lamentaba porque cada vez había más delincuencia. Algunas personas esperaban en la puerta de un banco y todos tenían la misma expresión de hastío y de infelicidad. Había gente sin trabajo que detestaba el tiempo que les había tocado vivir, y gente con trabajo que detestaba tener que trabajar, había ricos que eran infelices viviendo en su riqueza y pobres que sufrían por un pasado que no podían cambiar. Había inmigrantes desolados, que no sabían adónde ir; matrimonios en los que ya no quedaba ni un solo gesto de pareja, que ya no eran uno ni dos, sino ninguno, porque habían perdido cualquier rastro de identidad. Jóvenes tristes, niños que no reían, jubilados incómodos, perdidos, cansados de vivir. Hasta los perros iban de un lado a otro, entre las piernas de la gente, con cara triste, incapaces de comprender la causa de su infelicidad.
El Sr. Osaki observó con atención todo esto durante mucho tiempo, luego se levantó y sin mirar atrás, continuó su camino, dejando la ciudad.

Ligero de equipaje

Al día siguiente el Sr. Osaki atravesó el valle siguiendo un camino que discurría junto al río. El día había amanecido templado, corría una brisa que acariciaba su rostro y su espíritu estaba profundamente en paz.
Sentada junto al río encontró a una mujer. Aún no era mayor, pero tenía todo el pelo completamente blanco. Junto a ella, se hallaban esparcidos sobre una piedra multitud de objetos.
-Hola –saludó el Sr. Osaki.
La mujer levantó la mirada pero no dijo nada, parecía muy disgustada.
-Veo que tienes un problema. ¿Puedo ayudarte?
-Déjame en paz –respondió la mujer-, ¿no ves que estoy cansada?
El Sr. Osaki contempló la multitud de objetos que había a su alrededor. Sobre la piedra lisa de la orilla del río se veían, cuidadosamente colocados, varios vestidos, tres pares de zapatos, algunos frascos de colonia, pañuelos de brillantes colores, una cajita de madera que contenía joyas -cuatro collares y diferentes anillos de oro, plata y piedras preciosas-, un cofre de madera repleto de copas y platos y hasta un pequeño jarrón de porcelana de aspecto muy valioso. También había una garrafa de cristal con agua y un saco con comida.
El Sr. Osaki se quedó mirando todo aquello y dijo:
-Demasiado equipaje para atravesar estas montañas.
La mujer le miró con los ojos cargados de ira.
-¡Maldito viejo! –dijo, de pronto-, ¡sigue tu camino! ¿No ves que estoy ocupada decidiendo que cosas debo dejar aquí?
El Sr. Osaki se despidió de ella con un gesto y continuó su camino siguiendo el río. Era un día maravilloso; el sol brillaba alto en el cielo, pero a la sombra de los árboles no hacía apenas calor. La vida era sencilla. Comer, beber, dormir, sentarse a contemplar el mundo y dejarse llevar por la belleza que habita en cada ser y en cada cosa. No hacía falta nada más. Detrás de él, de tarde en tarde, oía lamentarse a la mujer. Agotada, lloraba amargamente ante la imposibilidad de continuar montaña arriba, cargada con todos los objetos que eran lo más valioso de su vida.

Los nueve dragones del vacío

Al día siguiente descendió de la montaña. Los nueve dragones del vacío le acompañaban. Uno por cada cima que había conquistado y cuatro por cada abismo que el alma del Sr. Osaki había conseguido traspasar.
Camino del valle, llegó a un pequeño pueblo perdido en la montaña. Estaba situado en la ladera, sobre unas terrazas de hierba que descendían escalonadamente hasta perderse de un modo abrupto en un barranco. Al fondo del barranco corría un río. Sólo cuatro casas permanecían en pie y sus cuatro habitantes miraban al Sr. Osaki con recelo pues no comprendían que hacía aquel anciano por allí.
-Los hombres siempre rechazan lo que no entienden -pensó el Sr. Osaki.
A la salida del pueblo, en una casa apartada, vivía una anciana que había cumplido cien años. Estaba sentada en un banco de piedra, junto a la puerta, al lado de una pila de madera. El Sr. Osaki se sentó junto a ella a escuchar.
La anciana llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Su rostro y sus manos tenían la textura que tiene la corteza de los árboles viejos, y en sus ojos cansados apenas entraba ya la luz. Junto a sus pies descansaba una perra pequeña de pelo fosco y raza indefinida que dormía profundamente. Tanto, que uno tenía que fijarse mucho para oírla respirar.
La anciana le contó que hacía muchos años, una tarde de invierno, su hijo se mató mientras cazaba en los prados de altura. Los hombres encontraron su cuerpo destrozado un par de días después, allá en el fondo del barranco, junto al río. Desde el día que lo enterró, la anciana nunca más se movió del lugar donde estaba. Ya que no necesitaba nada, tan sólo deseaba morir en paz, en su casa, junto a su perra.
Mientras hablaban el Sr. Osaki miraba al cielo y veía formarse en las cimas de las montañas unas impresionantes nubes negras que descendían, como cascadas de humo, por los collados. El aire olía a humedad, a jara y a pasto recién cortado. Una cabra montesa saltó en algún lugar de la ladera y unas piedras cayeron hacia el valle, rebotando, con un chasquido seco, en la pedrera. Por el camino de detrás de la casa pasó un hombre con unas cabras.
-Ya baja la tormenta -dijo el Sr. Osaki.
Unos truenos sonaron en las cimas ocultas totalmente por las nubes.
La anciana miró arriba y dijo:
-También bajaba la tormenta el día que mi hijo no volvió.
Los dos permanecieron en silencio, escuchando con aprensión. El tiempo empeoraba por momentos. Una densa niebla cubría los pastos y el ruido de los truenos retumbaba de un modo siniestro en el valle.
El Sr. Osaki miró a su alrededor. Los nueve dragones del vacío dormían a sus pies. La perra ya no estaba; se había acurrucado junto a la chimenea, en el lugar más oscuro y protegido de la casa.

En la cima de la montaña

Una estrella fugaz cruzó el cielo nocturno dejando tras de sí un rastro de luz y de polvo de estrellas.
-¡Qué soledad! ¡Qué silencio! -dice el Sr. Osaki.
En la cima de la montaña no parece pasar el tiempo. Es una noche sin luna, oscura y fría. El Sr. Osaki está metido en su saco de dormir.
-Mis pobres, viejos huesos -piensa, mientras cambia de postura y acomoda su cadera entre dos piedras.
Sobre él, el firmamento es una conmoción de estrellas. Hay miles, millones de puntos luminosos. A su izquierda, la Vía Láctea es un río de claridad plateada. El Sr. Osaki contempla, asombrado, toda esa belleza, con los sentidos aturdidos por la grandiosidad del espectáculo.
-Todo es un gran misterio. La vida, la muerte, el universo... Todo es tan fascinante, y sin embargo, ¿porqué siento este sentimiento de tristeza?
El Sr. Osaki intenta dormir pero esta noche, en la cima de la montaña, regresan sus fantasmas.
-No eres feliz -le dicen-, tanto buscar y al fin no has encontrado nada. Eres un huérfano en un universo extraño, un ser que camina sin rumbo, a la deriva.
El Sr. Osaki sacude la cabeza. No quiere escuchar esas viejas historias.
-¿Sabéis? -le dice a sus fantasmas-, tal vez ya no haya nada que encontrar. Tal vez todo consista en seguir caminando y sin embargo, cuando todo termine, cuando a mi alrededor todo este universo se apague y se consuma, me encontrará caminando. Caminaré hasta que ya no quede nada más por caminar y aún después, cuando bajo mis pies no quede tierra, seguiré caminando. Sobre el viento, las nubes o el mar, caminaré hasta que se cumplan los días de mi vida, tratando de hallar una respuesta. Tal vez en eso consista mi destino.
La montaña está en calma. Las estrellas buscan los límites del cielo. Arrastrados por el viento nocturno descienden hacia el valle los fantasmas. Una rapaz nocturna cruza la noche dejando un rastro de silencio en el aire. El Sr. Osaki se ha dormido. No piensa, no siente. Tan sólo permanece en el instante. Ahora su corazón habita en algún punto, allá en la Vía Láctea, en un lugar lejano, donde no alcanza a llegar el sufrimiento.

En la montaña

El cuarto día de camino el Sr. Osaki se encontró con una cadena de montañas y decidió cruzarla. Subió una pequeña, de unos seiscientos metros, y descendió por la otra cara hasta llegar a un valle por el que discurría un río. Eran las siete de la mañana y la temperatura era agradable. El cielo estaba completamente despejado y a su alrededor se oía cantar a los pájaros del bosque. Llegó al río y se quitó las botas y los pantalones. Cruzó despacio por el agua helada, intentando no perder pie, pisando con cuidado entre las rocas cubiertas del musgo del fondo. Un par de truchas cruzaron la poza lanzando destellos plateados y se escondieron en las piedras de la otra orilla. Salió del agua y se sentó en la hierba. Sus pies estaban blancos debido al frío. Se puso los pantalones y las botas y continuó camino.
Frente a él se abría una ladera inmensa, cubierta de enormes piedras y maleza. Un laberinto de rocas que le conduciría a un estrecho collado, allá en las alturas. Comenzó a andar y progresó muy despacio en la pendiente. El sol iba ascendiendo en su camino y pronto le alcanzaría. La temperatura iba subiendo por momentos según avanzaba el día.
-¡Qué calor! Y eso que aún no me ha alcanzado el sol -pensaba el Sr. Osaki mientras se secaba el sudor de la cara con el brazo.
Rodeó unas rocas, cruzó una garganta, y al rato el sol ya estaba sobre él. Bebió un sorbo de agua. Tenía menos de un litro y no sabía si podría conseguir algo más.
Tardó una hora hasta alcanzar el collado. Bajo él, el río parecía una pequeña línea diminuta. Miró hacia arriba y comprobó que a continuación debía ascender a otro aún más escarpado. Continuó. Ahora sudaba abundantemente. A ratos se paraba debajo de alguna roca. Una serpiente se arrastró junto a él como si quisiera disputarle la sombra. El Sr. Osaki contempló durante un rato al animal, que estaba al acecho de algún pequeño roedor que, de tarde en tarde, hacía ruidos entre los matorrales.
Continuó ascendiendo pero tuvo que regresar. Llegado a un punto era imposible seguir. Una densa vegetación impedía la progresión. Dio vueltas y más vueltas tratando de salir del laberinto pero sólo consiguió arañarse la cara y los brazos. Descendió quinientos metros y se subió a una piedra. Desde allí encontró un paso junto a un vertiginoso abismo que quedaba a su izquierda. Unas cabras montesas le contemplaban, curiosas. Cuando comenzó a avanzar se fueron alejando, despacio, saltando entre los riscos con asombrosa agilidad.
Llegó a lo alto del collado y se sentó a descansar junto a una pared inmensa de granito. La roca allí arriba estaba erosionada por la fuerza del hielo, el agua y el viento. La soledad del lugar era extrema. Llevaba un día y medio sin ver a nadie. El Sr. Osaki acarició con sus manos la piedra. Le encantaba la textura rugosa del granito. Sintió que, de algún modo, aquel lugar era un hogar para su alma. El Sr. Osaki comprendió que, cuando estaba solo, era cuando menos solo se sentía. Aquí, en este sitio perdido y desolado, se sentía en perfecta comunión con la naturaleza.
-Podría quedarme a vivir en este sitio para siempre -pensó el Sr. Osaki, y recordó tiempos pasados, cuando en su juventud vivió algún tiempo solo, en parajes como éste, buscando aprender de las montañas.
Continuó su camino y ascendió otro de esos gigantescos escalones de piedra que le alzaban quinientos metros cada vez. Ahora el camino se estrechaba cada vez más hasta que desembocó en una garganta que daba paso a un amplio valle en las alturas. En medio del valle, una pared completamente lisa, se elevaba ciento cincuenta metros sobre la pradera. Paró de nuevo y bebió un par de tragos de agua. Algunos rebecos le observaban y unos cuervos enormes graznaban, mientras se perseguían en el cielo. Un par de buitres dejaban deslizar su sombra por la pared. Todo parecía vivir el primer día de una creación perfecta y allí, el Sr. Osaki halló el secreto de una forma de paz que ya casi había olvidado.
En el cielo se habían comenzado a formar unas nubes inmensas que dieron sombra al paisaje durante un momento. El Sr. Osaki sacó algo de ropa y se la puso. Estaba empapado de sudor y el aire frío de las alturas le hizo estremecerse.
Eran las cuatro de la tarde y seguía ascendiendo. Ahora la montaña había cambiado por completo. Mientras atravesaba un nevero, altas agujas de piedra, jóvenes y afiladas como cuchillas, rodeaban al Sr. Osaki. El lugar tenía un aspecto irreal. Era como moverse en otro planeta. El sitio era tan desolado y sobrecogedor que hasta el silencio se percibía como algo espeso y denso. De pronto un corzo saltó, asustado por la presencia del Sr. Osaki. Era enorme y tenía el pelo marrón y brillante. Su musculatura era colosal y el golpear de sus pezuñas retumbó entre las piedras. Se alejó dando saltos, perdiéndose al instante, montaña abajo. El Sr. Osaki ascendió los últimos doscientos metros con precaución, agarrándose a los resaltes, hasta que la pared perdió su inclinación y se convirtió en la cima de la montaña. Lo había conseguido. Bajo él, cadenas de montañas de roca desnuda se extendían perfectas, rodeadas de valles inmensos cubiertos de pinos, hasta alcanzar el horizonte. Un río formaba un camino de destellos plateados. Sobre su cabeza, seis buitres giraban en círculo, siguiendo el camino de alguna corriente de aire caliente en el cielo. La brisa ligera del atardecer acarició su rostro. El Sr. Osaki bebió el último sorbo de agua y miró hacia abajo. Mañana bajaría por la vertiginosa ladera y continuaría su camino a través de las montañas, pero esta noche decidió dormir aquí. A solas y en silencio entre las estrellas.

Instante

Pasa el tiempo, avanza el día. En el camino, unos pájaros picotean algunas semillas que ha esparcido el viento. Un silencio especial llena la tarde. Allá en el horizonte, sobre unas montañas, unas nubes blancas, inmensas, cubren el cielo.
Algunas veces la vida es una bendición -piensa el Sr. Osaki-, mientras escucha el murmullo que producen los latidos del corazón del mundo.
Ha estado cinco horas caminando y decide que este es un buen momento para sentarse a descansar. Saca un trozo de pan y un pequeño cuenco de madera, envuelto en un trapo, que contiene un puñado de arroz hervido. Come despacio, con las manos, concentrado de un modo profundo en la comida. Sabor, olor, forma, color, textura... Permanencia y vacío alrededor de cada grano. Un lagarto se acerca y el Sr. Osaki lo observa. Su cuerpo, de color verde intenso, lanza destellos de felicidad al mundo. Se para el tiempo.
No falta nada, no sobra nada -piensa el Sr. Osaki-. La vida es sólo esto. Un instante de paz en el camino y esperar, con la serenidad del que sabe que no existe el futuro, que acabe el día.

Vivir otras vidas

El Sr. Osaki está pensativo esta mañana. Aún no ha amanecido pero él ya se ha puesto en marcha. Ha guardado algunas cosas en su mochila. Hoy va a irse muy lejos. Quiere dejar el mundo atrás.
Vivir entre la gente nunca se le dio demasiado bien. ¡Qué más quisiera el Sr. Osaki que vivir una existencia más o menos tranquila como el resto de los seres humanos! Pero hay algo, un detalle pequeño, un aspecto de su carácter, que le aleja de un modo inexorable de la sociedad.
Ya no recuerda cuando ni como comenzó a separarse del mundo. Sólo sabe que esta mañana, mira hacia atrás, y comprende que debió ser hace mucho tiempo. Demasiado como para poder recordar.
El Sr. Osaki, esta mañana, ha pagado el último mes de su pensión y se ha ido de allí, dejando tras de sí un mundo de seres atrapados en la desolación. Un mundo sórdido y terrible donde no hay una mínima luz capaz de dar sentido a sus caminos.
El Sr. Osaki ha decidido marcharse a tratar de vivir otras vidas, y ahora, un par de horas después, anda por una carretera, rumbo hacia el norte, camino de un mundo desconocido repleto de historias que contar.
-¿Sabes? –dice el Sr. Osaki, hablándole al paisaje-. Detrás de cada fin hay un principio.

El árbol y el niño

Es una tarde calurosa de verano: el Sr. Osaki está sentado, meditando a la sombra de un viejo Ahuehuete de más de trescientos años de edad. Un niño se suelta de la mano de su padre y se acerca corriendo.
-¿Qué haces? -pregunta.
-Nada especial -responde el Sr. Osaki.
-¿Estás solo?
-completamente solo -dice el Sr. Osaki.
El padre, al ver al niño hablar con un extraño, le llama. El niño regresa. Toma la mano de su padre y le dice, riendo:
-¡Está loco!
-El padre no responde. Los dos continúan su camino.
El viejo árbol sonríe. Sus hojas, movidas por la brisa, murmuran al Sr. Osaki:
-Ya ves, hasta el niño lo ha visto: estás loco. Eres un viejo loco solitario.
El Sr. Osaki piensa que los árboles y los niños siempre tienen razón. Está solo y está también bastante loco. Piensa en cómo llegó a esta situación y comprende que todo comenzó cuando un día, después de un cataclismo, miró a su alrededor y vio que los seres humanos eran muy desdichados por causas que no lo merecían. Desde que supo eso, quiso dejar el mundo atrás y dedicó todo su esfuerzo, su vida y su destino, a intentar entender el misterio de la serenidad y la sabiduría.
¿Sabes, amigo? –dice el Sr. Osaki al árbol-, la gente vive atormentada por sus fantasmas; seres inexistentes creados por su mente, fruto de su imaginación, de sus anhelos y de sus miedos, que condicionan de un modo terrible los días de sus vidas. Todo el mundo vive perdido en un lugar remoto del pasado y corre tras un futuro que aspiran controlar. Todos viven en cualquier parte menos en el presente, y no consiguen distinguir entre la realidad y las trampas que les pone su mente en el camino.
El árbol no responde; parece pensativo. Luego dice:
-¿Qué crees que has conseguido comprender desde aquel día?
-¡Que soy el más absurdo, estúpido e infeliz de todos los seres que conozco!
El viejo árbol se ríe a carcajadas y el Sr. Osaki ríe también. Se ha hecho de noche y se ha levantado una ligera brisa fresca. Se oye el rumor de agua de una fuente y en el cielo nocturno ha salido una luna perfecta.
-¿Sabes? -dice el árbol mirando desde arriba-. Han cerrado la verja. Te has quedado encerrado dentro del parque.
El árbol y el Sr. Osaki ríen de nuevo, felices de vivir este momento, mientras los otros árboles, sin comprender, observan.

Nostalgia

Hace calor: la vida entera parece a punto de bullir cuando el Sr. Osaki se sienta bajo un árbol inmenso, sobre la hierba. El mundo está desierto y la soledad y el silencio se perciben como algo material, pesado y sólido, que hace que hasta el aire que le rodea sea una cárcel.
No se ve un alma en este sitio olvidado de los seres humanos. El Sr. Osaki mira a su alrededor. Le vuelven a su mente recuerdos del pasado; fragmentos de una vida que ya no siente como suya. Lugares, rostros, gestos… ¿Cuánto tiempo ha pasado?
El Sr. Osaki siente en su corazón que ha vivido ya demasiadas vidas, que ha visto envejecer a demasiada gente, que ha sentido ya demasiadas cosas y que, después de todo, sólo habita una vida solitaria, triste, vacía, pesada y agobiante como este aire caliente de la tarde que llena el paisaje de silencios.
El Sr. Osaki siente que está atrapado en un mundo de soledad y de silencio del que ya nunca más podrá salir, siente que ha perdido la fuerza y la ilusión por las cosas sencillas de la vida, siente que ya sólo queda esperar que cambie el tiempo y regrese el temporal de nieve y frío del invierno. El Sr. Osaki, esta tarde terrible de verano, siente en su corazón que nunca más regresará aquella olvidada primavera.

Suburbio


Es una cálida noche de verano. El Sr. Osaki camina por las afueras de la ciudad. Reverberan las luces de los suburbios. En la distancia, se oye el ruido amortiguado de coches y camiones. La ciudad duerme. La autopista es un río de sueños que se marchan para no regresar.
En la penumbra del cielo nocturno el mundo entero es una despedida. Guiños de luz de estrellas, profetas de un lento amanecer, lejano todavía. Dolores y aflicción, versos sin terminar. Vida a la espera.
El Sr. Osaki se sienta en un destartalado banco. Graffitis y botellas rotas, restos de jeringuillas. Gemidos en la oscuridad. Almas que van y vienen, sombras sin sombra, cuerpos en descomposición, rostros sin rostro. Desperdicios de vida que escupe la ciudad.
Hay un destino trágico que flota en el ambiente. Huele a humo y sudor, a cubo de basura, a alcantarilla. Naces, creces, te sobrevives. Lloras, cambias de sitio, rezas, robas, esperas.
El Sr. Osaki contempla el escenario del drama interminable de la vida. El libro del dolor y la aflicción. A un lado del camino, junto a la tapia, hacen furiosos el amor un par de amantes, y la luna más llena que nunca, brilla en el cielo.

Un instante en tu corazón

La tarde avanza a través de un mar de soledad en calma. Unos jóvenes charlan sentados en un banco. Hay una luz extraña que ilumina los ojos de la gente y todo lo que habita el mundo regresa a su lugar dentro del corazón. Las cosas sencillas cobran una importancia que trasciende lo material –una brizna de hierba, el pájaro pequeño que se acerca, el gesto de la mano de una chica-. Todo vive para que yo lo viva –piensa el Sr. Osaki, y alza el rostro hacia cielo, agradecido-.
La tarde avanza y deja atrás un pasado repleto de instantes en el tiempo, de momentos de luz y de armonía. Algunas nubes, en el cielo, deciden continuar su camino hacia el océano eterno de su disolución. Vibra el aire con las notas de una guitarra y una mirada gris regresa del olvido. Algunas caracolas se han posado en el banco de arena, junto a los arrecifes de coral. Bajo el agua ejecutan su danza las medusas, y en el cielo, pájaros blancos juegan a arrebatarse la comida. A la luz de la luna regreso a la bahía y allí me esperas tú, cuidando que todo el universo siga en orden y no se apaguen las estrellas.
¡Cuántos recuerdos! –Piensa el Sr. Osaki-. ¿Qué habrá sido del paraíso?

Felicidad

Cae la lluvia y el manto vegetal del bosque está empapado. Huele a tierra mojada y el viento que baja de las cimas, corre entre los árboles. La montaña está cubierta por las nubes, pero aún así, al fondo, muy arriba, en un pequeño claro, empieza a amanecer. Primero, las nubes se han abierto muy despacio y una ligera cortina de agua ha descendido hasta acariciar las copas de los árboles más altos, luego, después de un breve instante, el agua se ha transformado en niebla que se ha escondido entre las rocas. Suenan algunos truenos muy abajo, en el valle lejano, y nace un arco iris gigantesco Un instante después, como si la naturaleza hubiera querido hacer un truco de magia apabullante, un potente chorro de luz ha surgido del cielo y ha llenado de vida el escenario perfecto del mundo.
Amanece, es de día otra vez –piensa el Sr. Osaki-. La vida continúa. La vida inmensa, inacabable, eterna. La vida de los hombres y las cosas. La vida en la naturaleza, aquí, donde todo es sencillo y también especial.
Tres buitres giran en círculos en el aire ligero de la mañana buscando su felicidad en los ríos calientes del cielo. Unas cabras montesas se dejan ver en lo alto de unas rocas; canta un pájaro cien metros más abajo. Un lagarto observa al Sr. Osaki que a su vez observa al lagarto, y en los ojos del pequeño animal, el anciano ve brillar los misterios del mundo. Todo esto es la vida.
El Sr. Osaki recoge sus cosas con cuidado. Es temprano, pero aún tiene que atravesar esas montañas. Comienza a caminar. Atrás queda un momento de felicidad perfecta. Un instante de plenitud vivido en el mundo. La vida es sólo esto –piensa el Sr. Osaki-, camino del instante siguiente.

Infelicidad

El Sr. Osaki está tumbado en la cama de su pensión. Son las cuatro de la tarde y se dispone a leer un rato. Apenas ha comenzado el libro, cuando del otro lado de la pared le llegan unos gritos. Son los vecinos, que están discutiendo. Ella grita que ya no puede más. Se oye llorar a un niño muy pequeño, luego a otro niño. Él entra, grita también. Suena un portazo y se oye el estruendo del cuerpo de uno de los pequeños chocando contra la pared. Los gritos son cada vez más fuertes. Ella se marcha a otra habitación. Uno de los niños se queda solo. Sigue llorando, pero ahora débilmente. Ella, perdido totalmente el control, gime y de vez en cuando grita con todas sus fuerzas que ya no puede más. Desde el otro extremo de la casa se oye la voz de él. La insulta. Ella también le insulta. De vez en cuando, entre la algarabía de gritos, se oye llorar al niño.
El Sr. Osaki presta atención a esta escena que se repite cada día. Contempla como esa familia se aleja irremediablemente de su felicidad y su futuro. Observa el sinsentido de esta situación.
El Sr. Osaki sabe que todo este dolor es fruto del desconocimiento, sabe que todo este sufrimiento se podía evitar si esa mujer y ese hombre pudieran comprender lo absurdo de sus actos. Pero eso no va a suceder –piensa el Sr. Osaki-, seguirán siempre girando en círculos, atrapados en su error, incapaces de encontrar una salida, gritándose y destruyéndose el uno al otro durante toda su vida, y los niños pagarán el precio de su ignorancia como si pesara sobre ellos una terrible maldición.
El Sr. Osaki cierra su libro, suspira y decide marcharse de allí. Necesita salir y respirar. Le duele demasiado ese dolor.
Pasan las horas y al caer la noche regresa a la pensión. Se sienta en la cama de su habitación y coloca sobre la silla que le hace de mesa, un trozo de queso que ha comprado y una barra de pan. En la habitación de al lado siguen los gritos. Los dos niños están llorando. El Sr. Osaki le da gracias al cielo por el queso de cabra y la barra de pan y toma su cena a solas y en silencio, pensativo.

Un pequeño libro rojo

En un montón de papeles, junto a unos cubos de basura, el Sr. Osaki ha encontrado un pequeño libro de tapas rojas. Es una edición de mil novecientos cuarenta y cinco, -un pequeño tesoro para el Sr. Osaki-; se titula: “Mario y el mago”.
El Sr. Osaki coge el libro con cuidado. Le da la vuelta, acaricia sus tapas de tela. Lo abre, como el que abre el arcón que guarda un gran tesoro, y comprueba que conserva todas las hojas. Frunce el ceño al ver que se ha despegado un poco el lomo. Respira hondo mientras inspecciona el desperfecto. Como un médico, despacio, abre la herida del libro para comprobar su profundidad y la magnitud del daño. No pasa nada –murmura, acercando su rostro al libro-, un poco de pegamento y estarás otra vez como nuevo.
Se sienta en la hierba y comienza a leer. A su alrededor la vida transcurre igual que cada día, pero el Sr. Osaki, ahora ya no está en el parque. Ha desaparecido en la historia del libro. Como un personaje más, asiste a la función del mago. Siente lo que sienten los personajes, vive sus inquietudes, observa y aprende de sus experiencias.
Pasa el tiempo, las horas se suceden, se pone el sol y ya no hay más hojas que pasar. El fascinante embrujo ha terminado. El Sr. Osaki mira a su alrededor un poco confundido. Le cuesta regresar de nuevo a la hierba reseca de la realidad. Una vez más, la magia de un pequeño libro ha descifrado el misterio del mundo.
Mientras leía, el Sr. Osaki ha vivido otra vida, ha conocido gente y ha podido observar aspectos diferentes de la naturaleza humana y de la realidad, desde el conocimiento de un hombre profundamente sabio. Esta noche, mientras camina, el Sr. Osaki le da gracias al cielo por haber conocido a Thomas Mann.

Nada es para siempre

Son las doce de la noche y el Sr. Osaki está sentado en el tejado de una casa del centro de la ciudad, A su alrededor se despliega un mar ondulado de tejados de casas antiguas, de buhardillas, ventanas, antenas y cañerías. Un universo ajeno y misterioso que se alza por encima del mundo. Sobre su cabeza, en el cielo nocturno, brilla la luna.
La noche está en calma y sólo turba la paz algún ruido apagado que llega desde el suelo. Abajo, a lo lejos, se adivina el camión de la basura que hace su recorrido diario.
Piensa el Sr. Osaki en todas las personas que viven bajo este laberinto de tejados. Cada una con una historia que contar, cada una con su vida, su lucha y su camino. Miles, millones de vidas y de historias diferentes, pero todas con un principio y un final igual: nacer, morir.
El Sr. Osaki medita sobre la necesidad que tiene el ser humano de trascendencia. Le resulta curioso pensar esta noche en el afán que despliegan estos hombres y mujeres por existir, por vivirse y vivir. Le fascina ese afán por crearse algo parecido a un sólido yo. Una forma tangible y real en la que ser capaces de reconocerse, como si estuvieran aquejados de un extraño virus de la extinción. Un virus que les hiciera desaparecer un poco cada día hasta transformarlos en seres incorpóreos. Almas inexistente, fugaces e inmateriales, carentes de vida.
Brilla la luna sobre el sr. Osaki. La noche esta impregnada de serenidad y el universo vibra con el rumor de su latido eterno. Piensa el Sr. Osaki que la vida de los seres humanos que habitan bajo estos tejados no es nada más que eso: una lucha desesperada por seguir existiendo, a pesar de que, en su corazón, saben lo inútil de su intento.

Contrastes

Llevaba unas zapatillas de deporte de un impecable color blanco con los cordones rosas. Sus pies eran increíblemente pequeños. Acababa de entrar en el vagón y se había situado a su lado. El Sr. Osaki levantó la mirada del suelo. La niña, de alrededor de quince años, tenía el pelo negro, brillante y liso, sujeto con un par de horquillas de metal de color rosa situadas a los lados de la cabeza. En su rostro, de piel morena y rasgos marcadamente aztecas, brillaban unos ojos profundamente negros. Llevaba una camiseta blanca y en el cuello, un collar hecho de algunos hilos de color rosa y violeta. Apretaba contra su cuerpo un bolso de plástico de imitación, con un dibujo de una chica que reía, abrazada a un muchacho que conducía una moto.
En su muñeca izquierda llevaba puesto un reloj de color blanco y en la izquierda una pequeña pulsera de colores, también rosa y violeta. Unos pantalones vaqueros completaban su vestuario.
Había algo en la pulcritud perfecta de esa niña que revelaba la historia de su vida y la vida de sus padres. Aunque el Sr. Osaki no sabía nada de moda, podía ver con claridad que, tanto el reloj, como el collar y el resto de los complementos los había adquirido en una de esas tiendas “de todo a cien”, y la ropa en un almacén de al por mayor, regentado por ciudadanos chinos. Y sin embargo, la imagen de esa niña que viajaba en el rincón del vagón desprendía la paz de un orden familiar, de una educación humilde, honrada, honesta y eficaz.
La contempló mientras salía del vagón y se alejaba por el andén entre la gente. El Sr. Osaki recordó esa maravillosa educación de la gente sencilla que tantas veces había visto en familias humildes, sin ninguna cultura. Su puesto en el vagón lo ocupó un niño. Llevaba unas sandalias que dejaban ver sus pies negros de suciedad. Apoyaba en su oreja un teléfono móvil del que salía una música estridente que molestaba al resto del vagón. Desafiante, permaneció de pie, sin sujetarse a nada, y cuando el tren inició la marcha se tambaleó y pisó a una mujer mayor a la que se le cayó el bolso al suelo. El chico se abrió paso hacia el fondo del vagón sin decir nada. Llevaba unos pantalones cortos de camuflaje y una camisa azul. En la parte de atrás ponía “Pitbull” con grandes letras. Ahora el chaval se había sentado. Se daba palmadas en las piernas y pateaba el suelo al ritmo de la música, de un modo histriónico, dejando un rastro de olor a pies por el vagón.

En el camino del bosque, junto al río

El Sr. Osaki es un solitario, tal vez por eso tiene esa extraña relación con la gente y las cosas. Algunas veces, mientras le observo caminar sin rumbo, mientras cruza la ciudad, o se sienta en la hierba en un parque, o charla con un desconocido, un niño, un anciano o cualquier objeto -una estatua, un árbol, una montaña, un pájaro, un río-, siento que es alguien especial, un ser fuera del mundo, alguien que ha dejado multitud de sentimientos y de experiencias, perdidas muy atrás, en el pasado. ¿Qué le hace ser así?
Últimamente, mientras le sigo, pienso mucho en él y en lo que representa. No es un sabio, tampoco es un filósofo, es un hombre normal, con un pasado y un presente, con un futuro incierto, como todo futuro, y sin embargo posee en su interior una mezcla de todos los conocimientos y las filosofías. Tal vez eso haga de él lo que realmente es. Un ser humano. Un hombre que pasa desapercibido, y sin embargo, alguien que va cambiando el curso de la historia de alguna persona cada día. Alguien tan importante, vital, e imprescindible, como tú y yo.
Mientras sigo los pasos del Sr. Osaki, comprendo que cada uno es, por encima de todo, lo que siente, lo que piensa, lo que anhela. Cada uno es, por encima de todo, su actitud, su visión de las cosas, su interés, su deseo, su búsqueda. Cada uno es el camino que transita en esa búsqueda que dura todos y cada uno de los días de nuestra vida.
Muchas veces he presenciado como el Sr. Osaki hablaba con la gente, daba consejos, se observaba a sí mismo a través de las cosas, pero sobre todo he presenciado como el Sr. Osaki, la mayor parte del tiempo, lo único que hacía era escuchar. Escuchaba, observaba, pensaba, aprendía... Intentaba entender cada mínimo aspecto de los seres humanos y de la naturaleza, tal vez en un desesperado intento de entenderse a sí mismo.
Le he visto entristecerse hasta rozar la locura por un mínimo detalle del caos del existir. Le he contemplado mientras se bañaba en las aguas de un río, rodeado de nieve, y le he visto reír y ser muy feliz. Una noche le vi subir a las estrellas y regresar de ese cielo nocturno con las manos repletas de luz, deslumbrado y perdido, sin haberse enterado de nada de lo que había vivido, y luego, dos días más tarde, le he visto descender al abismo de los seres humanos y sufrir con cada uno de ellos por las cosas oscuras, siniestras, terribles, de la vida. Le he visto algunas veces, infinito y feliz, y otras cansado, muy cansado, pero siempre le he visto buscando, con esa intensidad y esa decisión del que sabe que ya no puede hacer otra cosa que no sea perseguir su destino.
Esta tarde, mientras se pone el sol, camino unos pasos detrás de él. Sigue un sendero estrecho que atraviesa un bosque. Al lado del camino desciende un riachuelo. Mezclado con el ruido del agua que salta entre las piedras, se oye el crujido de madera de los troncos inmensos de los pinos de la montaña, mecidos por el viento, pero esta tarde el Sr. Osaki no mira alrededor, no escucha, sólo camina.
Perdido entre sus pensamientos, El Sr. Osaki no parece existir. A ratos se le oye respirar. Si no fuera por eso, diríase que en ese cuerpo, esta tarde no habita nadie, sólo el vacío. Un vacío capaz de contener lo mejor y lo peor de cada ser humano, un vacío que le abre la puerta a todo el universo. Un vacío capaz de contenernos a ti y a mí al mismo tiempo. Un vacío capaz de contenernos a los dos.

El predicador

El Sr. Osaki pasea por el parque. Cada día se abre ante sus ojos un parque diferente, infinito, distinto, de una complejidad que le fascina.
El Sr. Osaki pasa muchos días allí, contemplando la vida del parque, que para él es un reflejo de la vida del mundo y del universo.
Esta tarde, mientras camina, observa a un predicador que se ha subido al pedestal de una estatua y que, desde ese lugar, grita a los cuatro vientos que el fin del mundo sucederá mañana. El Sr. Osaki piensa que eso está bien, porque mañana es lunes, y es un día perfecto para que nos sorprenda el fin del mundo, pero no se lo acaba de creer, y como no se lo acaba de creer no siente esa urgencia de salir corriendo a buscar el amor de su vida, ni se marcha de putas, ni se va a confesar. Así que, ignorando el tremendo mensaje, deja al tipo atrás y continúa su paseo, mientras oye a su espalda como sigue dando la tabarra con nuestra inminente muerte y muy poco probable posterior resurrección.
¡Arrepentíos! –dice-, ¡que la hora está cerca! El Sr. Osaki observa el mundo alrededor y comprende que el fin del mundo ya no le importa a nadie, ni a los árboles, ni a los pájaros, ni a las carpas, ni siquiera a nosotros, que vamos a ser los más perjudicados en esta historia.
Y la tarde continúa, y en su caminar, el Sr. Osaki observa como las adivinas echan las cartas a sus clientes, ajenas también ellas, a este inminente fin del mundo, y ven el futuro amoroso de una chica delgada, con el pelo teñido de rubio, muy negro, muy negro, pero eso sí, al menos va a encontrar un trabajo. Lástima que se acabe el mundo –piensa el Sr. Osaki-. Hay gente que llega tarde a todas las citas de su vida.
Y la tarde termina y nosotros –los seres sin rostro que transitamos por el parque-, hemos gastado un día más, y el Sr. Osaki piensa que eso sí que es real, y percibe en ese detalle cotidiano algo que es mucho más demoledor y más terrible que el fin del mundo que anuncia ese predicador.

Los muertos

El Sr. Osaki pasea por el parque. Se siente perdido esta tarde, pero cuando observa con atención comprende que todo el mundo está igual de perdido que él. La mayoría más.
Son las seis de la tarde y aprieta el calor. Bajo la sombra de unos árboles, sentados en un banco, un par de hombres conversan. Hace demasiado calor como para pensar con claridad, pero el Sr. Osaki escucha su conversación mientras que por el cielo pasan las nubes y llega la noche.
El más joven le dice al otro que hoy la ha vuelto a ver, y que, de nuevo, ha sido una conmoción para su corazón, que aún la quiere después de tanto tiempo, que sigue igual de hermosa y de distante. Dice que es la mujer más bella que ha existido sobre la tierra. Dice que es especial y tan perfecta, que hasta el agua del lago se aparta cuando pasa. Dice que la quería y que la seguirá queriendo, que eso es algo que no tiene remedio, y que ahora, después de tanto tiempo, ya le da igual, pues con los años se ha acostumbrado a vivir con esa maldición.
El otro hombre asiente. Se hace un silencio tenso. Saca del bolsillo de su camisa un paquete de cigarrillos y le ofrece uno. Dice que le comprende, que también él perdió su alma y lo mejor de su juventud por la misma mujer. Dice que por ella quemó sus naves, dejó su familia, su novia y su trabajo, y que, cuando se fue, por ella atravesó desiertos y naufragó en mares desconocidos buscando otra mujer igual sin encontrarla.
Luego, mientras enciende el cigarrillo, continúa con la voz rota por la emoción. Dice que se arruinó la vida, pero que ese es un precio muy pequeño por haber compartido un tiempo junto a ella.
Se ha puesto el sol y una ráfaga de aire devuelve al Sr. Osaki a la realidad. Mientras observa a estos hombres, piensa que son supervivientes de dos naufragios en un único mar. Piensa que, algunas veces, la soledad se convierte en algo tan sólido que forja puentes de acero que cruzan de desastre en desastre, océanos de vida y muerte. Piensa que esa mujer ha creado un vínculo entre ellos más fuerte que la sangre y que permanecerán así, eternamente unidos, en su derrota.
El Sr. Osaki, esta noche, mientras regresa a casa, cree firmemente en la fuerza de ese destino fatal que nos lleva y nos trae de un modo irracional. También cree que los muertos son los únicos que pueden escapar a ese destino, y que, sólo los muertos, como estos dos hombres, ajenos a todo y ya sin esperanza, se acercan a la permanencia y poseen el trágico equilibrio del vacío.

Escuchar

El Sr. Osaki está sentado en un banco del parque. A su lado hay un hombre. Ha llegado montado en una bicicleta. Lleva un pañuelo rojo que le cubre la cabeza. Debe venir de lejos a juzgar por su aspecto sudoroso y cansado. Bebe largos tragos de agua de un bidón que sujeta en sus manos con cuidado, como un tesoro.
Al rato llega un anciano: se sienta junto al hombre y dice:
-Una buena tarde para montar en bicicleta.
-No crea -responde el hombre limpiándose el sudor-. Hace mucho calor.
-Pues ayer fue peor...
El anciano inicia una conversación. El hombre escucha. A veces asiente con la cabeza o pronuncia unas palabras que animan al anciano a continuar.
-Discúlpeme, quizás hablo demasiado -dice el anciano, al rato.
-De ningún modo -responde el hombre-, continúe, por favor.
Pasa el tiempo y el anciano habla de su infancia en un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos, de su juventud labrando los campos, de sus hijos, de su trabajo, de cuando se vino a la ciudad, fascinado por el bullicio y la gente...
-Me jubilé muy tarde -dice-, pero no me importó. Yo era muy feliz en mi trabajo.
El anciano continúa hablando de un problema que tuvo por hacerle un favor a una persona. El hombre del pañuelo pregunta alguna cosa. Entonces al anciano se le ilumina el rostro y continua.
-Hacía tantos años que no hablaba de estas cosas -dice el anciano.
El Sr. Osaki observa, fascinado, la intensa relación que se ha establecido entre estas dos personas que hace una hora aún no se conocían.
El anciano y el hombre comparten un momento de silencio. Los dos miran al cielo. Se está nublando un poco y la superficie del lago se oscurece. Unas palomas levantan el vuelo sobre el anfiteatro donde está el monumento.
-¿Y su mujer? -dice el hombre del pañuelo-. Pronuncia muy despacio las palabras, como si supiera que esa pregunta encierra la clave de un misterio.
El anciano baja la mirada, aprieta las manos, se le humedecen los ojos y le tiemblan los labios. De pronto, reprimiendo a duras penas un sollozo, responde:
-A mi mujer la mataron.
-Lo siento -dice el hombre.
-Se querían mucho ¿verdad?
-Si; cuarenta y tres años casados y no discutimos ni una vez. Cuando ella murió yo debí haberme ido también.
El anciano le cuenta la historia de cómo mataron a su mujer. Le dice que hace siete años ya que la perdió. Después le cuenta muchas cosas más, mientras, detrás de ellos, se va poniendo el sol.
El Sr. Osaki se levanta y se va. Sabe que ha presenciado algo extraño, pero no consigue entender porqué. Mientras se aleja, a veces, se detiene, y se vuelve, intrigado. Ahora el anciano ríe, parece muy feliz. El Sr. Osaki sacude la cabeza y ríe también. Probablemente -piensa el Sr. Osaki-, ese hombre ha pasado tanto tiempo a solas y en silencio, sobre su bicicleta, que ha aprendido el arte de escuchar.

Tres de la mañana

Cuando se despertó, el Sr. Osaki vio que en el suelo de su habitación, justo en el punto exacto donde debían estar sus zapatillas, se abría un agujero. Miró el despertador: eran las tres de la mañana. Intrigado, se asomó. No se veía el fondo, tan sólo oscuridad. Muy abajo, se oían chirridos de cadenas, ruidos metálicos y silbidos de vapor. El Sr. Osaki gritó a la oscuridad de aquel vacío negro pero nadie le respondió. Decidió bajar. Mientras descendía oyó algunas voces. Caminó por un laberinto de túneles y al fin llegó al andén de una vieja estación. Allí se había congregado una multitud. Pudo reconocer a la familia que vivía al otro lado del tabique de su pensión, a la casera del piso de arriba, que estaba poseída por un extraño furor que le hacía dar patadas en el suelo a cada instante. El tendero de la frutería, el taxista que le había llevado hacía unos días al centro, un amigo que había olvidado… Todos parecían estar muy alterados: se insultaban, gritaban con desesperación, se reprochaban cosas unos a otros. Allí, bajo la inmensa cúpula de la estación, el griterío era ensordecedor.
El Sr. Osaki, viendo todo aquello, comprendió que aquel era el lugar donde acababa la existencia de todos los seres desquiciados que algún día, en el pasado, buscó su camino en un mundo que ya no existía. Una estación perdida en el horror de sus vidas, oscura, aterradora, donde la gente ya no era consciente de lo horrible de su situación, donde la gente era incapaz de ver hasta qué punto había extraviado su camino y donde, ahora, airados, culpaban al resto de la humanidad de sus errores mientras se limitaban a esperar, sin hacer nada, que llegara el próximo tren.
Todos los que estaban allí giraban en un inmenso torbellino de odio y de locura. Algo terrible se había apoderado de sus almas. Un mal que era una mezcla de ignorancia y de desequilibrio y que espantaba al Sr. Osaki. Era como una maldición: los viejos gruían por ser viejos, los jóvenes porque eran jóvenes y querían ser cualquier otra cosa, los niños lloraban porque eran niños y querían ser mayores… Todos se peleaban por todo y con todos. Daba terror aquello. Sólo el Sr. Osaki parecía permanecer ajeno a esa locura. De algún modo, a pesar de encontrarse entre ellos, se había sustraído a aquel horror. Entonces un tren entró en la estación y el griterío aumentó. Mezclados con el ruido y el vapor, la gente se empujaba en un desesperado intento de encontrar un lugar en el tren. En ese momento el Sr. Osaki decidió no seguir al gentío aunque la consecuencia de esa acción fuera quedarse para siempre en ese andén, apartado y aislado de todo y de todos.
Al fin, todo el mundo, consiguió apretujarse como pudo en los vagones y el Sr. Osaki contempló como partía el tren con su carga de almas, dejando un rastro de odio, sangre, sufrimiento y locura. Frente a él, las vías descendían hasta las más profundas simas del horror. Allí les esperaba un mundo terrible en el que las relaciones verdaderas serían sustituidas irremediablemente por simulacros de amor sin pasión o burdas relaciones comerciales sostenidas sobre intereses egoístas. Un mundo en el que todos los sentimientos elevados se iban a transformar en un mero intercambio de objetos, cuerpos y mercancías.
El Sr. Osaki se quedó completamente solo en el andén. Todo estaba en silencio. Inesperadamente, un hombre apareció a su lado. Era un viejo poeta japonés. Le miró y dijo: “ellos no pueden comprender. Lo único que hacen es seguir a sus fantasmas”.
El Sr. Osaki sintió tristeza. Sentado de nuevo en la cama observó sus zapatillas y vio que eran reales y pensó que tal vez nunca hubo ningún agujero en el suelo. Se levantó y se preparó un café. En el piso de arriba la casera daba patadas en el suelo, los vecinos gritaban, un niño lloraba. En la calle vacía, el tendero de la frutería se peleaba con un taxista… Y sólo eran las tres de la mañana.

Destino

El Sr. Osaki piensa sobre qué escribir esta tarde. Está en su pequeño cuarto, sentado encima de la cama, con el cuaderno apoyado en una silla.
Tras las contraventanas de metal que dan al patio interior, una mujer le dice a otra que hay un pájaro muerto en el suelo.
El Sr. Osaki se queda mirando el cuaderno, suspira, y escribe:
.
“En el suelo del patio
yace un pájaro muerto
la vida continúa para el resto ”.
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El Sr. Osaki tiene razón: otros pájaros cantan en el patio. El Sr. Osaki observa la silla de madera. Es lo único que posee. Esta silla sobre la que escribe y que ahora utiliza de mesa.
Así es todo en la vida -piensa el Sr. Osaki-, como esta silla, todos nacemos para algo, luego llega el destino y nos asigna una oscura función. Más tarde, la muerte remata la faena y todo termina de un modo tan absurdo como comenzó.

Hojas muertas

Una muchacha conversa animadamente con el Sr. Osaki. Es joven y rebosa de vida. La ha conocido esta tarde, mientras paseaba, y ahora le habla con entusiasmo de lo bello que es vivir.
El Sr. Osaki intenta escuchar con atención, pero su mente escapa una y otra vez a algún lugar sombrío de su pasado. Mientras, la chica continúa hablando.
Están sentados en la orilla de un estanque y se está poniendo el sol. La chica agita el agua con su mano y se refresca el cuello. El Sr. Osaki observa como una tortuga se desliza hacia el fondo en la paz de la tarde. Las carpas pasan en fila junto a ellos. Hay una plateada que parece observarlos. Un poco más lejos rompe las aguas el lomo de un dragón. Una anciana da de comer a las palomas mientras la lengua áspera del tigre de la desolación lame la espina clavada en la garra del mundo. El Sr. Osaki suspira. Un momento perfecto, se dice para sí, pero siente que está cansado. En la orilla opuesta un grupo de personas pasa cantando una canción.
La chica continúa. “No somos más que hojas de un mismo árbol” –dice-, y sus preciosos ojos grises brillan de satisfacción ante la idea. El Sr. Osaki mira al suelo y lo único que ve son muchas hojas muertas esparcidas sobre la hierba. Se ha hecho de noche y del cielo se desprenden un par de estrellas que caen al lago, muy cerca de donde están ellos. El Sr. Osaki observa cómo se hunden despacio. Ahora las ve brillar, posadas sobre la arena del fondo. El Sr. Osaki está a punto de levantarse y coger una. Quisiera regalarle una estrella a esta chica, pero esta noche se siente demasiado cansado para intentar ese gesto.

Tras la tormenta

En un rincón del parque, tras la tormenta, los pétalos de los pensamientos yacen esparcidos en la hierba. Sobre ellos brillan aún gotas de lluvia y el viento los mueve débilmente. Bajo el pedestal de la estatua pintan un cuadro de colores en la fascinación de la tarde en calma. Es el vibrar de un mundo que se estremece en el proceso de un cambio interminable.
El Sr. Osaki observa este pequeño universo de pétalos dormidos. Piensa que, tal vez las flores, como los seres humanos, aprovechan los días de lluvia para llorar la nostalgia de un pasado de luz y días de primavera. Tal vez estos pétalos encontraron también su momento para unirse en un encuentro a solas con su naturaleza. Luego, el destino, una tarde cualquiera, despliega su acción, y el viento y las lágrimas hacen el resto.

Peligros de mirarse en un espejo

El Sr. Osaki observa su imagen en un espejo. Lo que ve es un extraño ajeno totalmente a él. Comprende que hace ya demasiado tiempo que no se reflejaba en nada y ve que, por su aspecto, muchas cosas han debido suceder desde aquel día en que se vio siendo él por última vez.
El Sr. Osaki se queda un buen rato de pie frente al espejo. No sabe qué hacer con la figura de esa persona extraña. Tendrá que acostumbrarse a andar por la vida con ese cuerpo. Tendrá que hacer algo con él. Darle una ocupación, cambiarle esa mirada de tristeza, enseñarle de nuevo a sonreír, darle una utilidad, quizás hasta darle una vida nueva.
No sé –piensa el Sr. Osaki, abrumado ante la magnitud de la tarea-, tal vez no debía haberme vuelto a mirar en un espejo.

En la puesta de sol

El Sr. Osaki contempla una puesta de sol. El círculo de luz pasa del blanco al rojo intenso, luego se vuelve de un color naranja pálido. Desciende a gran velocidad. Se apoya un instante en la línea del horizonte, allí, se estrecha el círculo perfecto, se torna de nuevo intensamente rojo, y luego, sin más, desaparece.
Ya está, ha llegado la noche –piensa el Sr. Osaki-. Otro día termina y con la luz del día se marcha otra esperanza.
¿Qué le deparará la vida? El sr. Osaki se siente esta noche un poco pesimista. Mira a su alrededor, se ve perdido, diferente. Por la calle la gente pasa junto a él ajenos a sus pensamientos. Todos parecen dirigirse a algún lugar, en un punto concreto del futuro. Tan sólo él parece un ser embarrancado en unos arrecifes negros, dentro de un barco saqueado, oscuro y roto. Inmóvil, alejado, ajeno a todo aquello que para los demás constituye la vida.
Del cielo caen gotas de lluvia. La noche se ha vuelto más oscura. Pasa un rato y ahora la lluvia no cesa de caer.
La hierba y el resto de los seres vivos beben de ella –piensa el Sr. Osaki-, pero la lluvia no llueve para ellos. Tan sólo llueve y nada más, y sin embargo, sacia la sed del mundo y le da vida.
Es muy tarde esta noche y el Sr. Osaki regresa muy cansado camino de su habitación. Se siente un poco más tranquilo con éstos pensamientos.
Así debiera ser también el sabio –murmura para sí-. Hace lo que debe hacer y el resto es secundario.

Un largo camino

El Sr. Osaki está sentado en un banco. Es una tarde de junio. El cielo está cubierto de nubes, pero hace calor. No corre una brizna de aire.
Al otro lado de la calle se ha detenido un coche. De él se bajan una chica y un chico. Discuten. La chica cruza la calle y el chico se monta en el coche y se va.
Por el paseo del parque se acerca un anciano. Tiene barba y parece cansado.
La chica cruza la franja de hierba y se para indecisa. Duda. No sabe si continuar por el paseo o regresar calle abajo. Es una chica joven de pelo rubio y grandes ojos claros. Lleva un vestido blanco. Ahora se ha parado. Se tapa el rostro con las manos. Sus hombros se agitan. Comienza a llorar.
El hombre mayor pasa junto a ella. Algunos pasos más allá se detiene y regresa.
-¿Puedo ayudarte en algo? –dice.
-No, no pasa nada –responde la chica.
-No le des importancia. Estas cosas suceden a veces –dice el señor mayor-. No te preocupes.
Los dos permanecen mirándose a los ojos un instante. La chica no sabe qué decir. De pronto el anciano parece turbado, como si un sufrimiento intenso le abrasara por dentro el corazón.
-Escucha –dice-, no debes sufrir. Uno sólo debe sufrir por las cosas irremediables.
-Ya sé -responde la chica-, estoy bien, de verdad.
-¿Conoces Sarajevo? –Dice, de pronto, el hombre-. En Sarajevo existe una avenida que llaman de los francotiradores. Está cerca del río Miljacka. Durante la guerra la gente cruzaba esa avenida y los francotiradores serbios les disparaban. La gente no podía hacer otra cosa; tenían que pasar por allí continuamente. Cada día morían hombres, mujeres, niños… ¿Te gusta la poesía? Te voy a regalar un libro, pero no sufras, por favor.
La chica le observa, confundida. El hombre saca un libro pequeño del bolsillo y se lo pone en las manos. Es un bonito libro. La chica sonríe.
Son poesías –dice el anciano-. Hablan de Sarajevo.
-Gracias –responde la muchacha.
-Ahora me tengo que marchar. Una chica tan joven como tú no debería sufrir nunca por nada.
La muchacha se marcha calle abajo con su pequeño libro en las manos y el anciano se aleja despacio por la avenida del parque, arrastrando los pies, derrotado, como si a cada paso tuviera que vencer un cansancio infinito.
El Sr. Osaki, contempla a la muchacha y luego al anciano. Piensa en el largo camino que ha trazado el destino para llegar a este encuentro.

La vida de los árboles

El Sr. Osaki quiere estudiar la vida de los árboles. De pronto ha sentido una necesidad urgente de saber cosas de los árboles y, sin pensárselo, a pesar de que son las tres de la tarde y de que la temperatura es de treinta y cinco grados a la sombra, se ha lanzado a la calle a buscar árboles con los que aprender.
El Sr. Osaki camina entusiasmado de un lado para otro. El parque está lleno de ellos. Pinos, Tejos, Pinsapos, Eucaliptos, cipreses, robles… Se para bajo uno de ellos, observa sus hojas a contraluz, la línea enrevesada de su tronco, su forma de ir hacia la luz navegando a través de los años. Lo estudia despacio, con calma. No quiere perderse ni un detalle. Más tarde se abraza a un pino enorme. Respira el olor de su corteza, siente en sus manos la rugosa vejez de su corteza expuesta desde siempre a la intemperie –siente que está abrazando a una ballena gigantesca del mundo vegetal-, observa los insectos que trepan por su tronco, huele su sangre espesa… Inesperadamente una pregunta se instala en su cabeza: ¿cómo se relacionan los árboles?
El Sr. Osaki se sienta en la hierba a pensar. Pasa una hora, dos... ¿Cómo se relacionan? Frente a él dos árboles inmensos crecen uno junto al otro. ¿Cuánto tiempo llevan así?: ¿cien años?, ¿doscientos? El Sr. Osaki los imagina mecidos por el viento caliente del verano, mojados por la lluvia del otoño, cubiertos por la nieve del invierno, compartiendo su vida y su suerte. Algunas de sus hojas se tocan en lo alto. Diríase que se acarician disimuladamente, con las yemas de sus múltiples dedos vegetales, y sin embargo, parecen tan distantes. Los dos tienen algo en común, pero entre ellos se levanta una muralla invisible de silencio.
Ahora llega un pájaro y se posa en la rama del árbol más grande. Una brisa repentina sacude las hojas y el pájaro levanta el vuelo y se posa en el otro. ¿Lo ha hecho realmente el viento o ha sido el árbol? El Sr. Osaki duda: ahora, con la complicidad del viento, los dos árboles juegan a pasarse de uno a otro, el pájaro.
El Sr. Osaki se aleja de allí. Va meditando sobre lo que le han enseñado los árboles. A veces -piensa-, la cosa más pequeña es suficiente para romper un silencio.
En su camino se encuentra con dos adolescentes. Están sentados en un banco. Los dos miran al frente. No se conocen: tan sólo la casualidad les ha hecho coincidir en ese banco.
Tienen quince o dieciséis años y por la tensión de sus cuerpos se nota que están deseando conocerse. El Sr. Osaki, mientras se acerca, comprueba que llevan un rato así, pero no se dirigen la palabra. Los dos esperan que sea el otro el que rompa ese silencio tenso.
El Sr. Osaki recuerda lo que ha aprendido de los árboles y se sienta en el banco junto a ellos. Ahora los tres miran al frente en silencio. El Sr. Osaki espera un momento y luego, dirigiéndose a la muchacha que está en el otro extremo del banco, dice como si la conociera desde siempre:
¿Que tal has terminado el curso?
-Muy bien -responde ella, sorprendida-, aunque me han suspendido “mates”.
-A mi también -dice el muchacho- mi profesora está como una cabra.
-La mía también -dice la niña, mirando con sus ojos alegres al muchacho- ¿A qué instituto vas?...
Ya está: se ha roto el maleficio del silencio. El pájaro de las palabras vuela de rama en rama, de labio a labio, de mirada a mirada. El Sr. Osaki se marcha disimuladamente. Tras él se oyen las risas de los muchachos. El Sr. Osaki sonríe. Piensa en lo complicada que resulta a veces la vida para los árboles y los adolescentes.
Se ha levantado viento y ahora las ramas se mueven con más fuerza. Si no fuera porque son árboles –piensa el Sr. Osaki-, juraría que ahora se están besando.

En el atasco

El Sr. Osaki está metido en un atasco. Es sábado por la mañana y un amigo le ha pedido que lleve una furgoneta a un polígono industrial.
El Sr. Osaki contempla a la gente que ocupa los vehículos que tiene alrededor. La mayoría son matrimonios con niños que se dirigen a su lugar de descanso en la playa. Ante él, la hilera de coches se extiende hasta donde alcanza la vista despidiendo una cortina de humo y calor que desdibuja el paisaje.
El Sr. Osaki piensa entonces que le gustaría ser uno más de todos estos hombres y mujeres que van hacia la playa, le gustaría ser un poco más “normal”, alguien que soportara bien esta dinámica de producción, consumo, producción, y quince días al mar. Entonces el Sr. Osaki piensa en que él también podría ir unos días a la playa, o a la montaña, o a casa de algún viejo conocido, o a cualquier parte con tal de salir de la ciudad. Podría unirse a ese grupo de todos, el grupo de los que siguen la corriente. Esa corriente de coches que apenas avanza unos metros en un fallido intento de arrastrarlos lejos del vacío total de su existencia.
El Sr. Osaki se imagina entonces rodeado de gente corriente, intentando ser uno más, haciendo cola en el parking del aeropuerto, en el control de la policía, en la recogida de equipajes, en la parada de taxis o en el chiringuito de la playa, intentando comprar una botella de agua. Se imagina haciendo cola para comer, para cenar, para comprar comida en el supermercado, haciendo cola en la gasolinera, en el buffet libre, en el cruce de la autopista, en el parking que da acceso a la playa… Haciendo cola para ver la puesta de sol…
No; el Sr. Osaki sabe que, desgraciadamente, nunca conseguirá ser uno de ellos. El Sr. Osaki no puede decidirse a dar el paso: no se siente capaz de nadar en la riada de los seres “normales” sin ahogarse. Es un proscrito y siempre lo será. A estas alturas de su vida ya no sabe si es bueno o es terrible no formar parte de ese rebaño de la gente “normal”, pero lo que sí sabe es que ya no soporta las colas ni las muchedumbres, que no soporta ver como se diluye su individualidad en esa masa informe de toallas, sombrillas y cremas para el sol. Lo que sí sabe es que le aterra ser una escama más del cadáver de esa serpiente que llega hasta la costa.
El Sr. Osaki, sacude la cabeza. Por más que lo intenta no sabe dónde ir este verano, y ante la imposibilidad de tomar una decisión, parado con la furgoneta, en medio del atasco, decide no hacer nada, y piensa que, a fin de cuentas, no tomar una decisión también es tomar una decisión. Y se queda en Madrid, sin hacer nada.

El ruido de las balas

El Sr. Osaki está sentado en la cama. Tiene un papel en las manos. Es una carta. Junto a la carta ha recibido una nota en la que un joven americano que conoció hace tiempo le pide que, con la ayuda de su familia, localice a una mujer en Japón, y le entregue la carta. La mujer se llama Shin Suche y la carta dice:
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“Querida Shin:
Amanece y desde el fondo de la calle regresa el ruido de las balas. Hoy no hay una razón por la que continuar, ni un sitio adonde ir. Sólo el olor a sangre que llega en oleadas. No quiero despertar, no quiero abrir mis ojos a la vida. Porque no hay vida ya. ¿A quién estamos ayudando?
Esta mañana hay cadáveres de hombres y mujeres que observan desde las aceras la mirada culpable de los soldados. Hay escombros y humo en las ruinas de la casa de enfrente. Un humo pesado, tan pesado, que no se eleva nunca. Un humo que permanece agazapado, a la espera, paciente como un francotirador.
¿Sabes, cariño? Esta guerra responde a mis preguntas cada día, despeja las incógnitas,
me muestra como soy, cobarde, diminuto. ¿Sabes, cariño?... Ayer corría con una niña herida en mis brazos. La niña gritaba, con su rostro pegado a mi rostro. Cruzamos la calle y su madre también, pero su madre me gritaba a mí y me daba golpes y patadas hasta que tuve que dejar a la niña en el suelo. Yo sólo quería sacarla de allí, pero su madre estaba aterrorizada de que un soldado tuviera a su hija en sus brazos. Mis compañeros dicen que soy un estúpido, que pongo a todos en peligro. Un reportero me hizo una foto, con la niña cubierta de sangre en mis brazos, pero ahora yo sé que las imágenes ya no reflejan nada porque el mundo no sabe sentir.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuánto hace ya que no te veo? He perdido los libros que me enviaste, mi memoria, la luz de tu mirada.
He perdido cualquier resto de mi humanidad participando en esto. Ahora el dolor no cesa ni un instante, ya no queda esperanza. Sólo las explosiones siguen. Ellas son lo único real en este sitio, mientras nosotros, como asustadas sombras, corremos y gritamos de esquina a esquina mientras miramos el rostro de La Muerte intentando entender lo que nos dice.
Pero La Muerte dice que ella es el dulce descanso en esta mañana en el horror. Ella me dice: “ven” detrás de cada esquina. ¿Sabes, cariño? No hay una sola muerte; hay una muerte esquiva, la muerte de los desesperados, de los heridos, de los que agonizan entre las ruinas de las casas. Una muerte que a través de los días se hace esperar y que a veces perdona. También hay una muerte horrible. La muerte del cuerpo mutilado, negro como el carbón, oscuro, hinchado, roto, perdido para siempre en un atroz dolor interminable. Hay una muerte inmóvil, oscura y silenciosa que no te alcanza nunca porque sabe que ya no queda vida en ti, aunque te muevas y camines. También hay una muerte diferente: la muerte de los niños. Ellos mueren de otra manera.
Amanece: Se oyen alaridos al fondo de la calle. De nuevo el ruido insoportable de las balas. Ahora tenemos que salir de aquí. No sé si volveré, pero da igual. Ya no tiene remedio. Ya no soy el que conociste. Si regresara todo sería horrible ¿Sabes, cariño? Te echo de menos. Ahora tenemos que salir de aquí”.

La vida

Todas las mañanas el Sr. Osaki se prepara un café, se lo toma despacio y luego sale de casa y se dirige a un punto concreto situado en las afueras de la ciudad. Allí, se sienta sobre una valla de piedra y contempla el nuevo amanecer. Hace esto cada día.
Esta mañana el Sr. Osaki mantiene una conversación de hombre a sol. El sol le dice que ya está aquí el verano. Son las siete menos cuarto de la mañana y, en un instante, el cielo ha pasado del color rojo intenso al bermellón, que se ha impregnado de todos los matices del amarillo y un tímido color anaranjado, para cambiar más tarde a un color cadmio intenso, que late en esta atmósfera temprana al ritmo de un joven corazón.
Mientras conversa con el círculo deslumbrante de luz que se va haciendo cada vez más poderoso, va creciendo en el cielo un árbol de luz que se despierta, estira sus ramas y se hace todo claridad azul celeste y, de pronto, como un encantamiento, se crea la magia de la vida.
…La vida… El Sr. Osaki se estremece. La vida –murmura-. El sol de este día le dice que un hombre es tan grande como es su ideal, su proyecto, su plan. Que un hombre es tan grande como sea su esperanza, sus gestos, su amor a la vida…
La vida… El Sr. Osaki no consigue entender como alguien tan gastado como él, después de tantos años, pueda seguir sintiendo este amor rabioso por la vida.
El Sr. Osaki regresa caminando despacio hacia su casa. Aún lleva los ojos cargados de luz y el alma de alegría. Sonríe. La vida –piensa-, la vida… Tras él, el sol asciende hacia lo más alto del cielo a una velocidad de vértigo, como si temiera que se le escapase el tiempo de vivir este día.

Cambiar

El Sr. Osaki, a lo largo de su vida, ha conocido a mucha gente. Gente afortunada, con una mente equilibrada y un cuerpo que funciona acorde a ella. Gente feliz, contenta con su vida y con sus experiencias, que pasa los días de su vida más o menos en paz. También ha conocido a muchos otros que cargaban con el peso de la derrota, con naturalidad, como algo inevitable, como carga cualquier mortal con la sombra de su propio cadáver.
El Sr. Osaki sabe que alguien más o menos feliz y equilibrado jamás podrá entender a un derrotado. Dirá que siempre es posible rectificar, corregir los errores, empezar desde cero, construirse una vida mejor... Palabras y más palabras... Las palabras son hermosas y da gusto verlas volar, construirse escenarios en el cielo, crecer, hacerse inmensas y tomar el color inmaculadamente blanco de las nubes, para luego, sin más, caer, cuando les viene en gana, como una lluvia blanda, sobre la tierra. Pero el Sr. Osaki sabe que uno nunca puede cambiar, que uno nunca puede empezar de cero: para eso tendría que retroceder hasta el principio, allá donde se empezó a gestar el primer signo de un fracaso, el peso de la desilusión primera. Ese lugar, sencillamente se ha desvanecido en un punto del firmamento. Nunca llegó a formar parte de su existencia, vino de antes, de lejos, de muy lejos. De mucho antes que él, o su padre, o el padre de su padre nacieran y en ellos empezara a moldearse de un modo inexorable su destino.
No; el Sr. Osaki sabe que para que un ser humano tuviera una nueva oportunidad y pudiera empezar de cero habría que modificar el principio del universo, seguir con la primera célula, el primer organismo, modificar ese primer planeta, cambiar la creación entera, y apartar de un puntapié a ese Dios patoso, omnipotente y fracasado y decirle que dejara de enredar con sus criaturas.
El Sr. Osaki mira a su amigo. Su amigo que tiene treinta y cinco años y está alcoholizado. Su amigo, que toca la flauta y pasa papelinas en medio de la plaza, bajo la lluvia. Su amigo, que perdió las dos piernas de un modo estúpido, como se pierde siempre lo mejor de la vida y del futuro. Su amigo, que extrañamente, ahora, gira su silla de ruedas, se vuelve hacia el Sr. Osaki y le mira con sus ojos azules y su pelo rubio, empapado, y le dice que va a empezar de cero, que va a cambiar su vida, que mañana será todo mejor y diferente.

¿Quién sabe escuchar?

El Sr. Osaki está sentado frente a un gran edificio de apartamentos. Algunas tardes, cuando se pone el sol, el Sr. Osaki se sienta en este banco y deja vagar su mente mientras observa como se van iluminando, una a una, todas las ventanas.
El edificio es una torre inmensa, aislada del entorno, situada en un lugar estratégico, en un barrio de lujo del centro de la ciudad. Al Sr. Osaki le gusta imaginar la impresionante vista que disfrutan sus propietarios desde esas ventanas. El parque que está situado enfrente, la línea del horizonte dibujada por las copas de los árboles, el lago, sobre el que la puesta de sol acude a su cita al acabar el día, las montañas al fondo del paisaje, y luego, por la noche, las luces de la ciudad bajo un cielo espléndido cubierto de miles de estrellas.
El Sr. Osaki piensa que la gente que vive aquí es afortunada. Los imagina allá arriba, en sus casas, dominándolo todo, en medio de un silencio mágico, pasando, confortables, los días de sus vidas. Y se imagina también cómo sería su vida en uno de esos apartamentos, escribiendo detrás de una de esas ventanas, tan cerca del cielo, rodeado de libros, mientras, bajo él, se desarrolla la vida.
¡Quién fuera uno de ellos! -dice en voz baja.
Ahora ha salido una mujer del portal. De pronto se da cuenta que es la primera persona que ve salir de ese edificio. La mujer cruza la acera -suenan los tacones de sus zapatos-, y se sienta en el banco junto a él. Mira hacia las ventanas. Suspira. Durante un rato los dos permanecen muy juntos, en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos, los dos contemplando la inmensa torre ahora iluminada por los últimos rayos dorados de sol. Una tras otra se van encendiendo las luces de las ventanas.
Inesperadamente, la mujer se vuelve hacia el Sr. Osaki y dice: ¿usted sabe escuchar? Y ella misma contesta: ya nadie sabe escuchar en nuestros días.
El señor Osaki no responde, se limita a escuchar. Está escuchando con todos sus sentidos. Mira a los ojos de esa mujer: desde ellos afloran un par de lágrimas que descienden despacio por su rostro, dibujando una fina línea de agua que acaba en sus labios pintados de color rojo.
La mujer le mira intensamente. Va vestida con un traje negro, elegante, que la distancia de un modo irremediable del banco y de la acera. Sus ojos empapados atrapan los colores azules de un letrero de neón y los lanzan al cielo de la noche. Debió ser una mujer muy hermosa -piensa el Sr. Osaki.
-Mi hijo se ha suicidado -dice.
El Sr. Osaki escucha. Se limita a escuchar y a contemplar sus ojos.
La mujer va a decir algo más, pero un coche llega apresuradamente y se detiene en doble fila justo detrás de ellos. Se baja un hombre bien vestido.
-¡Vamos! -le dice el hombre-, y la toma del brazo. ¿Quién es? -murmura-. ¿No te he dicho mil veces que no hables con extraños? La mujer no dice nada. Tan sólo se deja llevar como ha hecho siempre.

Libros


El Sr. Osaki está sentado en la cama. Contempla un paquete. Lo ha recibido hace un rato. El Sr. Osaki demora el momento de abrirlo. No conoce a nadie en este país y se pregunta quién puede habérselo mandado. De hecho, a estas alturas de su vida, el Sr. Osaki ya no espera que nadie se acuerde de él, por eso, cuando ha recibido este paquete, sucede que ha sentido una mezcla extraña de emociones: alegría, melancolía, tristeza… Una especie de conmoción interna que se ha concretado en un sentimiento de gratitud que le desborda.
El Sr. Osaki abre despacio, con mucho cuidado, este paquete. Despliega el papel sobre la mesa y se le ilumina la cara de felicidad cuando reconoce por fin el contenido. ¡Son libros! Hermosos libros. Libros que esconden dentro misterios fascinantes y amistad.
El Sr. Osaki, toma uno de los libros y lo guarda en su bolsa con cuidado, como si fuera un objeto sagrado de cristal. Sale a la calle, busca un sitio tranquilo, se sienta, lo abre y comienza a leer. Sonríe, esta mañana se siente un hombre afortunado. El Sr. Osaki ha comprendido que nadie está realmente solo si tiene a otra persona que le regale un libro alguna vez.

Naufragio

El Sr. Osaki conduce un camión por una carretera comarcal. Es verano y el calor resulta insoportable. Frente a él se extiende una llanura infinita. El aire abrasado se eleva del suelo distorsionando la forma de las cosas. El Sr. Osaki tiene sueño, abre y cierra los ojos, estira la espalda dolorida y bebe agua de una garrafa que lleva a su lado. Hace muchas horas que está sin dormir. Rememora escenas de su pasado, aquel año en el barco, el color verde intenso de la vegetación, el mar azul y verde y esmeralda y también el color de los ojos de ella.
El Sr. Osaki detiene el camión a un lado de la carretera, que se extiende, infinita, hasta un horizonte vacío. A su alrededor el mundo es un lugar sin vida, árido y seco. Respira hondo, mira su reloj. Son las cuatro de la tarde. Es agosto y el Sr. Osaki, desolado, comprende que también se puede naufragar en el desierto.

Perdido

Perdido en cualquier parte, entre la niebla, el sistema de posicionamiento del Sr. Osaki ha dejado de funcionar. No hay latitud ni longitud, no hay un “go to”, hacia el que dirigirse, ni un “track back” por el que regresar.
El Sr. Osaki piensa que este cacharro es el vivo reflejo de su vida. Suspira y se resigna. Decide sentarse. Relaja los sentidos, respira hondo el aire cargado de humedad, y allí, entre la niebla, se siente acogido en un mundo de rocas, sin lugar y sin tiempo. Sobre él, a once mil millas naúticas, veinticuatro satélites dan vueltas al planeta en seis órbitas distintas que ahora a él no le sirven para nada. Se sienta en el suelo, se cubre la cabeza, se encoge todo lo que puede y decide esperar a que pasen las nubes. El tiempo pasa pero no se disipa la niebla. Se ha hecho de noche y su ropa empapada y el viento le traen viejos recuerdos de otro día lejano ya, en el que un viento terrible, cargado de sal, llenaba el aire, y la soledad era el precio a pagar por vivir y habitar esa tierra. Entonces, en su mente, la vida gemía como un mástil de madera a punto de quebrarse por la fuerza de aquel vendaval. La vida... ¿Aquello era la vida? El mar hervía y golpeaba con rabia las rocas de los acantilados. Aquella tarde, las ráfagas eran tan poderosas que ni el cielo podía sujetarlas.
Sin quitarse la ropa, de un salto, se dejó caer desde el acantilado y se hundió despacio entre la espuma, hasta llegar al fondo. Blandos bancos de algas se balanceaban de un lado a otro siguiendo el dulce vaivén de la marea, y algunos peces permanecían estáticos, ajenos a la corriente submarina, mirándole, como asombrados pájaros.
El silencio allá abajo se transformaba en una paz, sólida y dura, como el espigón de roca del viejo puerto junto al astillero. Su alma, aquel día, era una nave de olvidos, una historia feroz, un abismo profundo cargado de oscuros presagios. Pero allí, en ese fondo verde, en el claro de arena ondulada, junto a la piedra negra, todo ese dolor submarino se convertía en paz y soledad, cálida y blanda, pero también fuerte y segura, como el abrazo de una amante enardecida.
Ese gesto le daba algo de fuerza y así, tarde tras tarde, aterido y con las manos y los pies en carne viva, el Sr. Osaki, salía del agua y regresaba a la tierra y una vez allí, sentado como hoy sobre unas rocas, contemplaba sus tristes velas rotas, su mástil destrozado, la historia de su horrible naufragio en un tiempo infinito. Su vida era una nave hundida. Miraba tierra adentro y al final, cualquier pensamiento llegaba a un punto sin salida. Todo se reducía a cientos, miles de vidas rotas. Millones de vidas destrozadas en un eterno ciclo de dolor, muerte y desolación.
¿Cómo sobrevivir a este naufragio eterno? ¿Cómo sobrevivir a tanto horror acumulado?, -gritaba en su interior-, y así una y otra vez. Sobre el acantilado, repetía esta frase cientos, miles de veces cada día, como si le escupiera las palabras a un Dios estúpido, incapaz de comprender. Un Dios definitivamente ido, ahogado, muerto. Un Dios sin compasión.
Sobre las rocas cayó la noche y el agua del mar se sosegó. Un pájaro sin nombre atravesó el círculo de luz perfecta de la luna y su sombra era negra y la luna era blanca y de nuevo, la noche estaba allí, y había algo a lo que el espíritu del Sr. Osaki aún podía aferrarse. La noche: la cabeza en el cielo, los pies en el suelo –pensaba el Sr. Osaki-, respiró hondo, se puso en pie y comenzó el camino de regreso. Nagasaki queda lejos -pensó-, pero puedo llegar a casa antes de que amanezca.