miércoles, 31 de diciembre de 2008

Tarde de invierno

Esta tarde el tiempo de mi vida se ha detenido ante los viejos edificios del Madrid más antiguo. He recorrido sus calles, ateridas de frío y de granito, calzadas de herraduras de agua de niebla y de lentos silencios. He pasado por viejos soportales, callejones oscuros, plazas desiertas, cafés recogidos al calor de una vela sobre la mesa, donde parejas de jóvenes se miraban largo tiempo a los ojos, ella con un pañuelo de color violeta, él con una bufanda gris y un abrigo de invierno y de futuro. Me he parado en escaparates de librerías, madera gris, puertas que chirrían y dentro, detrás del mostrador, el guardián del secreto, dormido, a la espera.
Bajo un cielo blanco de hielo, de escarcha y vacío, me he hundido en sus calles, sus plazas y sus monumentos, y sin apenas darme cuenta, he pasado revista a los sitios que fueron la esencia de mi vida. La lenta soledad de los suburbios en el centro mismo de la ciudad, donde todo llevaba al origen del mundo y de las cosas, a la Plaza del Dos de Mayo, a la Vía láctea de los sentidos, al camino que lleva al secreto de la Plaza Mayor. Pintores bajo un manto de desesperanza, viejos temas repetidos hasta la saciedad: el torero, el Quijote, la plaza...
Esta tarde he recorrido en silencio, despacio, cada piedra del centro, cada historia de ese mundo que nacía cada noche, y que un día, tal vez, fue mi mundo. El lugar donde todo empezó.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Luces de Navidad

Ricardo había pasado todo el día caminando. Había pedido en la puerta de centros comerciales, en grandes almacenes, en calles atestadas, en parques, en teatros, en plazas y en trenes de cercanías.
Esta noche, después de hacer eso durante cinco años, ha visto la ciudad, iluminada con las luces de Navidad, y ha sentido el peso inmenso de tanta soledad. Ricardo, esta noche, ha comprendido, que lleva cinco años luchando por su vida y su cordura, tratando de entender este extraño destino, este fracaso absurdo, éste estar en la vida sin estar. Ricardo esta noche, ha perdido el último gramo de esperanza y de ganas de existir que aún le mantenía, y debajo de un puente, rodeado de basura, se ha quitado la vida.

domingo, 28 de diciembre de 2008

El cambio

No había sido una buena idea bajar a la ciudad. Después de tantos meses aislado en esa cueva en la montaña, donde todo resultaba esencial, y las reglas del mundo y la existencia estaban claras, donde la intensidad del tiempo se percibía en cada copo de nieve que caía blandamente sobre las piedras, en el vuelo del pájaro, o en el ruido tranquilo del agua del arroyo, regresar a ese mundo pequeño y atestado de los hombres era como ver el destino final de alguna maldición. Así, aquella tarde me di perfecta cuenta, de que, mientras había estado fuera, llegó un momento en el que la mayoría de la gente perdió su identidad. No eran capaces de reconocer nada de lo que les rodeaba, ni siquiera de reconocerse a sí mismos. La vida, entonces, se convirtió en una jungla donde la convivencia adoptó todas las formas de la mezquindad. La esencia de la vida se marchó a vivir a otro lugar y allí sólo quedaron esos cuerpos, abriéndose paso a codazos, luchando unos con otros, atormentados e incapaces de ver su propia realidad. No quedó nada, excepto la desolación de ese existir sin forma ni lugar. Lo banal, lo impermanente se apoderó de todo y el suelo se secó, reseco de ignorancia, dejando la ciudad sin el menor rastro de un existir que pudiera llamarse verdadero. Así pasaban aquellos hombres y mujeres los días de su vida; una vida tullida y miserable de la que nunca serían capaces de escapar. Yo, aquella tarde, mientras caminaba entre ellos, sentía una mezcla de horror y de fascinación al contemplar aquello. ¿Cómo habían podido destruirse de ese modo?

Aún hoy la recuerdo

Ella pensaba que el mundo era muy grande, que al cielo le sobraban algunas estrellas. Que era muy triste no poder verlo todo, sentirlo todo, amarlo todo. En las noches de luna llena, salía a caminar y buscaba esa tranquilidad tan especial que siente una persona cuando camina sola a la orilla del mar. Luego, cuando regresaba tranquila hacia la casa, pensaba que algo de toda aquella intensidad del mundo se había perdido en el camino y sentía una gran melancolía. Así, ella hizo de su vida un continuo movimiento, como su caminar, y a cada instante, no podía evitar sentir que el mundo la esperaba, que una nueva experiencia estaba comenzando. Los viajes habían entrado a formar parte de ella. Era tan fácil sentir mientras viajaba. Llegó un momento en que se hizo adicta a aquella sensación de intensidad y todo en sus ojos reflejaba el cambio de ese mundo con el que había hecho un pacto de amistad. El mundo la había acogido y ella entendió que aquello sería para siempre y que nunca podría dejar de viajar porque ese mundo era su universo, el sitio donde ella era de verdad, donde existía, con su piel y su cuerpo, con su alma y su alegría. Ahora, después de tanto tiempo, algunas veces la recuerdo y en los pueblos pregunto por ella. Muchos me dicen que la han visto en lugares distintos, desiertos desolados, valles perdidos, remotas montañas a las que nunca ascendió nadie, ciudades que sólo existen en la imaginación de los viajeros.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Un hombre sentado

Son las once de la noche del día veinticuatro de diciembre. La calle está desierta; sólo de tarde en tarde se ve pasar a alguien, encogido en su abrigo. La gente está reunida en sus casas alrededor de una mesa. Muchos ya habrán terminado de cenar y estarán brindando alegremente. La Navidad se ha instalado en todos los hogares. Hay un ambiente de esperanza, una pausa en la guerra de la vida, un momento de paz y de armonía.
Mientras sucede esto, hay un hombre sentado en la escalinata de piedra de la iglesia de San José. Está doblado sobre sí mismo, con la cabeza metida entre las piernas. Sus manos son un grito de espanto y de dolor -rígidas como garras, con los dedos crispados y las palmas mirando hacia arriba, parecen suplicar que acabe todo este sufrimiento cuanto antes-. Le observo mucho tiempo. No es un hombre joven, ni viejo. Levanta la cabeza y me contempla. Los dos nos miramos fijamente. Luego lanza un gemido y entierra su rostro, de nuevo, entre las piernas. Todo su cuerpo tiembla. Murmura sufrimientos. Me marcho y le dejo ahí, solo y deshecho en esa escalinata de la iglesia cerrada. Mientras camino calle abajo -también yo ahora estremecido por tanta soledad y tanto frío-, pienso que todos somos él. Esta noche de Navidad todos llevamos dentro la inmensa culpa del dolor que padece este hombre.

jueves, 25 de diciembre de 2008

La ley

Todas las mañanas, mucho antes de que salga el sol, tan temprano que la autopista está completamente vacía, conduce camino del trabajo. Hoy, igual que cada día, ve por el espejo retrovisor como se aproxima a gran velocidad el coche negro. Es uno de esos coches oficiales, blindado, con cristales oscuros, que no dejan ver quién hay en su interior. Ese viene de fiesta, piensa el hombre. El coche pasa bajo el radar, e igual que cada día, ve el destello del flash por el retrovisor. Cada día una multa, piensa, pero el que viaja en ese coche está por encima de nuestras leyes.
El coche negro, enorme, llega a su altura y pasa a su lado, provocando una turbulencia que hace que su pequeño coche se tambaleé un momento. Debe ir a más de doscientos, murmura el hombre. El coche se aleja a gran velocidad, igual que cada día. Corona la cuesta de la autopista, pero hoy, a diferencia de ayer y antes de ayer, y de todos los días, patina en el asfalto, da un brusco giro y se estrella contra el muro de hormigón del puente. Rebota un par de veces contra los quitamiedos, salta la mediana y acaba boca abajo, en el carril contrario. Luego surge una llama y todo queda en silencio.
El hombre llega a su altura y baja del coche. Se acerca. No puede ver si hay alguien vivo dentro. Las puertas no se abren. Da una patada a un cristal, es un cristal blindado. El coche ahora está envuelto en llamas. Se aleja, saca su móvil y llama a emergencias. Mira a su alrededor, no se ve un alma, aún no ha amanecido.
Al cabo de unas horas aparece la noticia en todos los periódicos: “un ministro ha muerto en un accidente de coche esta mañana”. Un testigo que ha visto el accidente dice en el telediario de la noche: “hay una ley que nos iguala a todos”.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Bassenev y los barcos

Es corriente que aquel que ha sufrido un desengaño profundo llene su alma de odio. Bassenev llegó a París una mañana de octubre. No llevaba maletas; sólo un abrigo gris que sujetaba, doblado, en su brazo. Salió de la estación y caminó despacio hasta llegar al Sena. Una vez allí continuó a lo largo del río. El tiempo era agradable; lucía el sol y a pesar de la época del año, parecía un día de primavera. Bassenev contempló a unos niños que jugaban frente a la isla de Saint Louis. Estuvo observándolos durante mucho tiempo, mientras su mente daba vueltas a una idea. Se le aceleraba el corazón cuando pensaba en ello. Notaba el peso de la pistola en el bolsillo del abrigo. Cruzó el puente de la Tournelle y cuando llegó a la mitad se detuvo y se asomó sobre el muro de piedra. Sabía que aquel día ella pasaría por allí. Algunas embarcaciones navegaban despacio, río abajo. Respiró hondo y miró hacia el cielo. La vida es injusta -pensó-, y notó cómo se le humedecían ligeramente los ojos. ¿Porqué tuvo que suceder? En ese momento apareció. Iba del brazo de un hombre corpulento, bastante más joven que ella. Notó que le temblaban las piernas. Se apoyó en el muro de piedra que le separaba del vacío y miró hacia el río intentando disimular. Ella le vio cuando pasaban a su lado. ¡Bassenev! -dijo-, ¿qué haces aquí? El hombre que iba con ella miró a los dos sin comprender. ¡Bassenev! -repitió la mujer-.
Bassenev se volvió y se quedó mirándola sin decir nada. Su mano, metida en el bolsillo del abrigo, apretaba con fuerza la pistola, mientras intentaba dominar el temblor que sacudía todo su cuerpo. ¿Quién es este tipo? -dijo el grandullón-. Sólo un viejo conocido -respondió ella, mientras le miraba a los ojos-. Déjalo -la mujer continuó caminando. Arrastraba a su hombre del brazo-. Es un chiflado. ¿No ves cómo me mira? No merece la pena detenerse.
La mujer y el hombre continuaron su camino. Los oyó reír mientras se alejaban. Acabaron de cruzar el puente y se perdieron entre los edificios. Bassenev permaneció de pie, mirando el puente, durante mucho rato. Todo su cuerpo temblaba. Luego, muy lentamente, como si regresara de un sueño, poco a poco comenzó a notar el calor del sol en su rostro. Entonces se volvió. Un sollozo le subió hasta la garganta. Lo sofocó como pudo, miró al cielo, sacó la pistola del bolsillo y la lanzó al agua. Los niños jugaban frente a la isla. Bassenev lloró, apoyado en el muro del puente, hasta que el sol se puso, y luego regresó a la estación. Tras él, unas embarcaciones se perdían en la corriente, río abajo, camino de un lugar desconocido, como si no fueran a regresar jamás a esa ciudad.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Luces de Navidad

Aquella noche de Navidad, las calles estaban atestadas de gente. Carlos caminaba entre la muchedumbre sin dirigirse a ningún lugar concreto. Unos muchachos, al pasar, le lanzaron un petardo, que estalló con un ruido atronador entre sus pies. Se sobresaltó. Carlos detestaba cualquier ruido que le recordara una explosión. Un grupo de gente pasó a su lado, tocando trompetas de cartón y lanzando al aire pequeñas nubes de confeti. Alguien le roció con un spray de nieve y le manchó la ropa. Aquello ya era demasiado. Se metió en un parque para escapar de aquel bullicio.
El parque estaba desierto y en silencio. Carlos se sintió bien. Buscó un banco apartado y decidió sentarse a meditar.
Llevaba un tiempo allí cuando apareció, caminando, una mujer con un abrigo rojo. Lloraba. Carlos no solía hacer ese tipo de cosas, pero por un impulso extraño, se levantó y le preguntó que le pasaba. Ella le respondió que le dolía mucho un tobillo. Él la invitó a sentarse. Hablaron y ella le contó que se llamaba Aksiuha y que se había torcido el tobillo en un ensayo del ballet donde trabajaba. Hablaron de muchas cosas. Aksiuha llevaba un mes en la ciudad y para ella, lo del tobillo, era un serio problema, pues perdería su trabajo si no conseguía recuperarse. Mientras hablaba, Carlos contemplaba su rostro. Tenía unos ojos grandes y claros y su piel era muy blanca. El pelo le caía sobre los hombros y parecía reflejar las luces de la calle. A pesar del abrigo se notaba que era delgada y estilizada. Cada uno de sus gestos hablaba del arte de la danza. Carlos se ofreció a acompañarla y ella aceptó. Caminaron despacio, atravesando la ciudad. No paraban de hablar. Ella se apoyaba en su brazo. De pronto Carlos sintió que aquellas luces que adornaban las calles tenían un sentido. La Navidad era un espacio donde uno podía compartir sus sueños y sus esperanzas. Aksiuha caminaba a su lado, cojeando, y a él le pareció que era una especie de ángel que ocultaba sus alas bajo el abrigo rojo.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Siete días después

En lo alto de la loma, me senté sobre un muro y contemplé la ciudad, que se extendía ante mí como un desierto de escombros hasta donde alcanzaba la vista. La polvareda que flotaba en el aire le daba a toda la escena un aspecto irreal, como de territorio mágico cubierto por la neblina. A pesar de que habían pasado siete días todavía persistía ese olor, una mezcla de azufre y goma quemada, que se pegaba a la garganta y te hacía toser. No se veía un signo de vida por ninguna parte. Suspiré.
Pasé bastante tiempo allí, siguiendo la trayectoria del sol a lo largo del cielo. Luego, cuando ya casi se ponía, me decidí por fin, y bajé la ladera hasta alcanzar una calle cualquiera. Había algunos coches destrozados entre los cascotes. Un edificio había perdido la fachada, pero el azar había hecho que el resto quedara todavía en pie. Se veía el interior de las habitaciones y restos de multitud de objetos que habían quedado en ellas. En una colgaba, ladeada sobre la fachada, una cama de matrimonio, a punto de caer al vacío. En otra había un espejo que no se había roto. Dos pisos más arriba había una estantería con algunos libros. Observé todo aquello y después me fui de allí. Caminé mucho tiempo por una amplia avenida. En mi cabeza daba vueltas la imagen de aquella cama vacía. Vacía y sin sentido, como lo que quedaba del mundo que un día había sido nuestro.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Y en el doscientos uno descansó (microcuento)

Demasiado cansado para escribir, apoyó su cabeza en la mesa y se quedó dormido. En la pantalla del ordenador su relato número doscientos uno aún no había sido escrito.

martes, 16 de diciembre de 2008

Bárbara en su red

En un rincón de un parque de las afueras de la ciudad, junto a una carretera solitaria, pasa estos días Bárbara. Ha llegado hasta este lugar con la última gota de gasolina que le quedaba en el depósito. Lleva ya cuatro días aquí, dentro del coche.
Es tarde; son las doce y cuarto de la noche y por la carretera ya no circula nadie. Bárbara enciende la luz que hay junto al espejo retrovisor y busca el litro de cerveza. Bebe un trago muy largo y apaga la luz. Todo está en silencio. Fuera del coche el frío y la oscuridad lo llenan todo. Aún queda algo de nieve entre la hierba. Bárbara se estremece. Se pasa la mano por el pómulo, rasca un poco la sangre seca de los bordes, y luego roza con cuidado sus dedos por la herida. Bárbara ya no recuerda bien, sólo sabe que se ha caído y que se ha golpeado con algo. Tiene un corte muy feo. Parecía que nunca iba a dejar de sangrar, pero ahora ya ha parado. Se palpa la parte inferior del ojo. Está bastante hinchado. Respira hondo. La blusa está manchada de sangre y los zapatos de barro. Piensa en que aún le quedan muchas horas por delante hasta que, por fin, amanezca. Busca de nuevo, a tientas, el litro de cerveza.
Bárbara se hunde en sus recuerdos. Piensa en el día en que nació su hija, en el tiempo que vivieron en aquella casa alquilada de la calle Mayor, piensa en su madre y su trabajo. ¿Qué fue de todo aquello? Hace frío dentro del coche. Empieza a tiritar. Las horas pasan, la botella se ha vaciado. Se está quedando adormilada, cuando, de pronto, un golpe le hace dar un brinco en el asiento. Tantea a toda prisa en la guantera buscando la navaja, pero en el caos de trastos no la encuentra. Los golpes se suceden en el cristal del coche. Bárbara está aterrada. ¡Déjeme en paz! -grita, mientras tantea por el suelo-. Una luz la deslumbra desde fuera. ¡Déjeme en paz! -repite sollozando-. Los golpes paran. Se oye una voz: ¡Señora, abra la puerta! Bárbara mira al exterior y luego, muy despacio, baja el cristal del coche. Su corazón aún late desbocado y siente que le duele de un modo horrible la cabeza. La voz desde la oscuridad le dice: buenas noches, señora, ¿me enseña el DNI y los papeles del coche? El hombre se lleva los papeles. Habla por radio. Al instante regresa. Señora -dice-, tendrá que acompañarnos.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Melancolía (relato de no ficción)

En aquel tiempo todos llevábamos a cuestas nuestra pequeña carga de melancolía. La arrastrábamos por las playas desiertas cuando era verano y a través de la nieve en invierno. Algunos llevaban muchos años cargando con aquello, otros, mucho más jóvenes entonces, acabábamos de encontrarnos con ella. La vida se desplegaba ante nosotros como el universo en una clara noche de invierno. Luces aquí y allá, y todo tan fascinante, que resultaba imposible permanecer parado. Hombres, mujeres, niños... Todos embarcados en un viaje con un rumbo y un fin desconocido. Los más viejos sabían todo aquello y nos lo contaban por las noches, cuando nos reuníamos alrededor del fuego. Recuerdo como escuchaba sus historias de barcos, de islas, de pueblos perdidos para siempre en las montañas. Ella tenía diez años y yo tenía doce y éramos libres.
Recuerdo un atardecer de un mes de otoño. Estábamos sentados en la arena cuando, delante de nosotros, el agua del mar se desgarró despacio y surgió el lomo de una ballena. A veces uno recuerda cosas como ésta, cuando ya se han agotado las cosas que uno quisiera recordar. Estuvimos un tiempo mirando aquello, sin decir nada, y luego nos fuimos cogidos de la mano. Nunca antes nos habíamos cogido de la mano.
En una de las cuevas vivía un hombre extraño. Le llamaban El Brujo. Por la noche fuimos a verle. Recuerdo su pelo largo, enredado y lleno de sal de mar. Tenía el cuerpo curtido por el sol como un trozo de cuero viejo, le faltaban los dedos de su pie derecho y estaba tan delgado que uno podía contar cada uno de los huesos de su columna vertebral.
Le encontramos sentado sobre una piedra, al borde del gran acantilado, como un santurrón hindú, frente a una pequeña llama. Le preguntamos qué significaba aquello que habíamos visto y lo único que nos contestó es que nadáramos de noche, siguiendo la estela de la luna sobre el agua. Así lo hicimos. Bajamos por las rocas hasta el mar, nos quitamos la ropa y, desnudos, entre gritos y risas, nos metimos en el agua. La luna llena brillaba enorme y plateada mar adentro. Ella y yo nadamos juntos hacia la luna rompiendo su reflejo sobre la superficie del mar con nuestras manos. Llevábamos un rato haciendo eso cuando, de pronto, comenzó una lluvia de estrellas. Recuerdo que estaban por todas partes; cruzaban el cielo dejando una estela de luz detrás de ellas, y luego caían, haciendo un ruido de chapoteo, como de lluvia, al golpear el agua. Era como una granizada de luciérnagas. Si te sumergías podías ver brillar algunas débilmente, posadas en el fondo. Otras descendían despacio hasta lo más profundo. Nunca nos habíamos reído tanto. Entonces todo era así. Éramos libres y aquello era algo natural. La magia formaba parte de nuestras vidas. Después de aquella noche nunca volvimos a ver a la ballena, pero otros que vinieron después dicen que sí la han visto. ¿Sabéis? El brujo aún no se ha muerto, nadie sabe porqué, pues tiene ya más de ciento cincuenta años. Sigue sentado allá, en la misma piedra, diciendo cosas de esas a los pequeños, y este verano le ha dado por tocar el saxo.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Tocar fondo

Esta tarde hace demasiado frío hasta para los vagabundos. No se ve un alma por este lugar. Cae la tarde y el frío arrecia cuando aparece Lydia. Llega hasta donde estoy, caminando descalza sobre el suelo embarrado, con la mirada perdida. Cada paso que da apoya la planta de los pies con infinito cuidado, como si se quemara. Miro sus pies. Están hinchados y tienen síntomas de congelación. Se sienta junto a mí y bebe un trago. Lleva puesto un pantalón de pijama de color gris, que le cuelga de un modo desolador entre las piernas. Se cubre el pecho con un abrigo azul, y bajo él sólo lleva una camiseta rota. Me pide un cigarrillo.
Lydia tiene el pelo y los ojos negros, dibuja y le gusta escribir. También le gusta hacer teatro, pero hoy no está para esas historias. Ha pasado la noche en la calle, en medio de la nevada, y ahora está al límite de su resistencia. Acaba de cumplir treinta y dos años y lleva los labios pintados con restos de carmín de color rojo que la manchan un lado de la cara y la barbilla. Me dice que se marchó de casa hace dos días porque sucedió algo terrible. “Primero me encerré en el baño, luego salí de allí como alma que lleva el diablo” -dice-, y su cuerpo se estremece mientras recuerda lo que ahora es incapaz de expresar con palabras. Sus labios tiemblan de frío, como sus pensamientos, mientras me cuenta algunas cosas. Sabe que hoy ha tocado fondo. Hasta ella se da cuenta de que la aventura ha terminado. Mientras espero que llegue una ambulancia tenemos tiempo de hablar de muchas cosas, pero está agotada. A ratos comienza a delirar. Murmura sin parar cosas extrañas, y sin embargo, en un momento de extraña lucidez, Lydia me mira fijamente, y me dice que hoy, por fin ha comprendido que sus sueños nunca se cumplirán. Miro sus ojos: el viento se lleva sus lágrimas. A lo lejos se ve llegar a la ambulancia. También viene un coche de policía. ¿Qué vas a hacer mañana? Dice Lydia, temblando de pies a cabeza. Nada –respondo-, lo mismo que he hecho hoy.
Llega la policía. Ve con cuidado, niña -digo, mientras la ayudo a levantarse-, y me marcho de allí. También yo estoy temblando. Se pone el sol y el viento arrecia. Esta tarde, hasta los charcos y el barro tienen frío.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Sobrevivir al paraíso

Estaban en el paraíso ¡Qué ilusión, madre mía! Todo era tan perfecto que a uno se le caían los palos del sombrajo. Los árboles, el río, los pájaros, las flores... Eva le preguntaba a Adán que podía contestar a Dios si se acercaba, y Adán le respondía que, con esos ojos, tampoco era muy necesario que contestara nada. Yo creo que Adán estaba enamorado.
Un día apareció un león y, mientras ronroneaba, restregó su melena en las piernas de Eva ─por cierto, unas piernas blancas como la nieve blanca, y es que había que ver aquellas piernas─, y Eva no protestó por que, desnuda como estaba, no podía llenarle de pelos ningún caro traje de ejecutiva. Aquello era perfecto; ¡un paraíso, vamos! Eva decía a Adán: “el que te quiere bien, te quiere grande, grande” y eso ya lo sabía Adán, pero cuando lo decía aquella mujer sonaba aún más importante. Claro, Eva también se había enamorado.
Los días en el paraíso no tienen desperdicio. Eva le preguntaba a Adán si la quería, y Adán miraba al infinito. Yo creo que pensaba en el futuro, en el precio de las manzanas, en los niños que no quieren comer puré, en la oficina... Eva se mosqueaba. Adán miraba al cielo y la besaba.
Un día apareció Dios y Adán supo enseguida que tres iban a ser ya demasiados. Eva le preguntaba a Adán porqué andaba de mal humor, y Adán, que no sabía que contestar, no contestaba nada. Dios era el propietario del terreno y la casa, tenía las llaves del coche, los derechos de autor y las manzanas. ¡Hay que joderse! ─pensaba Adán, medio amargado─, con este tipo dando vueltas por aquí, esto del paraíso ya no me mola nada.
Mientras tanto, los árboles, las flores, y hasta los pajaritos, empezaron a resultar cada vez más cargantes. Eva estaba de mal humor, se mareaba ─yo creo que estaba embarazada─. Dios era un plasta omnipresente que aparecía siempre que ella iba a orinar, ─lo hacía cada dos por tres, y claro, eso la molestaba─. Eva quería mear en paz y se quejaba a Adán, quería comer manzanas, y se quejaba a Adán. Dios no quería ver a Eva cerca de sus manzanas y Eva no quería ver a Dios mientras meaba... Adán estaba hasta los huevos, de Dios, de Eva y de las manzanas.
Un día Eva le dijo a Adán que se largaba. Adán se lo pensó un buen rato, pero al final se fue con ella, porque, como ya he dicho antes, yo creo que la amaba.
Atrás quedó el maldito paraíso, con sus puestas de sol, con Dios y con sus pajaritos. Un frío amanecer se llevaron el coche y, en el fondo del maletero, tres sacos de manzanas. Eva estaba feliz. Sentada junto Adán, con su barriga hinchada, desnuda como un ángel, sonreía.
Adán no sonreía, sólo miraba al horizonte y conducía. Pensaba en niños que no quieren comer puré, en noches trabajando en la oficina, en el precio de la maldita gasolina. Desnudo Adán también, de vez en cuando bajaba la mirada, y mientras contemplaba aquello que colgaba dormido entre sus piernas, pensaba en cómo se las iba a ingeniar, para comprar, pagando con manzanas, un par de pantalones y unas bragas.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Lo que comió la rata

Aquella noche Iris sabía que era algo absurdo y doloroso vivir con esa sensación de ser una infeliz, y sin embargo, algo en su interior le hacía estremecerse de terror, cuando intentaba cambiar cualquier mínimo aspecto de su vida. Allí, en la monotonía de su infelicidad, Iris había construido su casa; un sitio imaginario pero tan real, como el viejo puente de piedra que atravesaba ahora.
Hacía viento y comenzó a nevar. Pequeñas gotas de hielo se quedaban pegadas a su abrigo. Reprimió un fuerte escalofrío, se encogió e intentó caminar más deprisa. Entonces una voz resonó detrás de ella. La oyó con toda claridad. La voz decía: “Iris, no dejes de mirar atrás, porque lo que comió la rata, fue comido por el gato que devoró a la rata, que fue comido por el perro del callejón. ¿Recuerdas, Iris? El perro del callejón, que fue devorado por la rata que había comido aquello”.
Iris miró hacia atrás. El eco de la voz sonaba en su cabeza. La nevada arreciaba. No había nadie. Sólo la oscuridad, rota, aquí y allá, por la tenue y amarillenta luz de las farolas. Iris recordó el perro muerto y aquella rata que estaba royendo su cadáver. Ella era muy pequeña. Sólo era un sueño, ¿o no?, ¿porqué lo recordaba? Sintió un zumbido en la cabeza y de nuevo oyó la voz. Iris caminó más deprisa. Oyó el ruido agitado de su respiración y el golpeteo de la sangre en las sienes. Ya casi había atravesado el puente. De nuevo aquella voz. Se tapó los oídos con las manos. Estaba llegando al otro lado. De pronto se paró y miró hacia atrás. La voz había callado. Un gemido escapó de su garganta. Echó a correr. En medio del puente, la rata de su sueño la esperaba.

martes, 9 de diciembre de 2008

Después de diez años

Después de diez años de nuevo regresé a aquella casa. No había cambiado nada. Yo seguía sentado, leyendo, en el sofá, y Ariadna ordenaba montones de ropa lavada, en la mesa de madera del salón. Mi perro dormitaba en la cocina y había dos bolsas de basura preparadas, junto a la puerta, para que las bajara al contenedor.
Miré la librería. Alguien había colocado una pecera con cinco peces rojos. ¡Qué extraño! ─pensé yo─, no recuerdo haber comprado eso. Dejé el libro a un lado, y me acerqué a la pecera. Cogí un bote y eché un puñado de comida a aquellos peces. Entonces me fijé mejor: yo no era el hombre que estaba alimentando a aquellos peces. Acerqué el bote a mi nariz y olí su contenido. Noté como algo se revolvía en mi interior. El olor era nauseabundo y ese hombre no apartaba la nariz. La comida flotaba sobre el agua. Sentí una repugnancia visceral. Salí de allí como alma que lleva el diablo, dejando a ese desconocido oliendo aquella cosa. Ya no recuerdo nada más, excepto que, después de diez años, de nuevo regresé a aquella casa. No había cambiado nada. Yo seguía sentado, leyendo en el sofá, y Ariadna ordenaba montones de ropa lavada, en la mesa de madera del salón.

Escribir

El Sr. Selkirk se aburría. Aquella mañana había amanecido igual que ayer y antes de ayer. Un día de sol perfecto, un cielo azul sin nubes y el mismo mar interminable de cada día.
En esa isla no había nada que hacer, excepto escribir cada día su nota de socorro, meterla en una de las botellas y luego, lanzarla al mar con la esperanza de que alguien, en algún lugar lejano, la recogiera. Después de eso no había nada más. Sentarse y esperar a que pasara algo.
El Sr. Selkirk miró con aprehensión las cajas de botellas, la pluma y el tintero.
¿Qué pasaría cuando ya no quedara tinta o se acabaran las botellas?

lunes, 8 de diciembre de 2008

Muchacha dormida sobre un cielo violeta

Son las seis de la mañana cuando sobrevuelo los Alpes. Al otro lado del pasillo, cinco asientos a mi izquierda, una muchacha se ha quitado los zapatos y se ha quedado dormida. Detrás de ella, sobre las nubes, el cielo comienza a tornarse de un color violeta anaranjado. Está a punto de amanecer. Miro por la ventanilla y, dos mil metros por debajo de nosotros, se extiende un mundo en penumbra, completamente helado. Un mundo que se desplaza despacio entre las nubes hasta quedar irremediablemente atrás. Mi corazón se llena de nostalgia. Regreso; el viaje ha terminado.
Atrás queda todo lo que pasó: la cálida amistad en medio del frío de la vida, la compañía de una gente que, por unos días, me quiso de todo corazón. Lo nuevo y lo diferente. Ahora que todo ha terminado, desde este punto en medio de la nada, cuando miro al futuro, lo único que veo es esa claridad violeta anaranjada, surgiendo de la línea del horizonte. Un punto de luz y de calor en medio del intenso frío. Un destino final al que uno puede dirigirse en busca de un futuro.
Algunas ráfagas de viento sacuden el avión. Pienso en que el mundo es un paraíso; el escenario perfecto para vivir una felicidad. Por eso, suceda lo que nos suceda, nunca debemos rendirnos al presente. Nunca debemos dejar de buscar. Da igual lo mucho que la vida te haya golpeado, da igual que todo lo que un día conociste haya quedado atrás, lo único que queda es continuar. Seguir buscando hasta el último momento, sin perder la esperanza, y si es posible, guardando un pequeño rescoldo de alegría para convertirlo más tarde en una hoguera, cuando llegue el tiempo de la felicidad.
Miro a mi alrededor: la muchacha y el mundo permanecen dormidos, pero, muy lentamente, la claridad se hace más fuerte. Amanece. Pienso que, en cada fin, se esconde siempre algún nuevo principio, y me digo a mí mismo que muchas cosas habrán de suceder, y que, suceda lo que suceda, nunca voy a dejar de buscar ese punto de luz allá en el horizonte.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Morir a las tres

El señor Guerrero, presidente de una importante empresa multinacional con más de medio millón de empleados, no sabía que iba a morir a las tres de la tarde de ese mismo día.
A las nueve en punto se levantó, se dirigió al cuarto de baño, se lavó y se afeitó, y a las nueve y veintidós minutos salió impecablemente vestido y aseado, a tomar un café en la mesa del salón.
A las diez menos diez, su chofer le llevó hasta la oficina en el centro financiero de la ciudad, y a las diez y veintidós ya estaba reunido con tres de sus mejores abogados para supervisar los últimos detalles de cuatro mil despidos repartidos entre las oficinas de Asia Pacífico y centro Europa.
A las once daba las órdenes pertinentes para que se anularan las subidas salariales en Estados Unidos y se redujeran al máximo los gastos en América del Sur. Esto último le llevó menos tiempo del esperado y aprovechó para llamar a su mujer -era su aniversario-. Nadie cogió el teléfono. Su secretaría le recordó que su hija, que estudiaba francés en La Sorbona, cumplía hoy dieciocho años. Llamó al móvil dos veces. Su hija no contestó.
Fastidiado por que no le cogían el teléfono, miró el reloj. Eran las doce. Se dirigió a la sala de juntas e hizo una presentación a seis directivos de bancos y entidades que capitalizaban dos cuartas partes de las acciones de la empresa. Habló de objetivos a corto y medio plazo, de planes estratégicos de acción, de grandes repartos de poder en tres economías emergentes, de compras e inversiones, de inmensos beneficios producto de dos nuevas adquisiciones.
Eran las dos y cuarenta y siete minutos cuando regresó a su despacho con la satisfacción del hombre de negocios que ha hecho su trabajo. Se sentó en el sillón. Miró de nuevo su reloj. Se había retrasado un poco. Eran casi las tres y aún tenía que cerrar dos temas importantes. De pronto, sintió un dolor muy fuerte en la cabeza, respiró hondo; se apretó con fuerza las sienes con ambas manos. ¿Qué demonios sería este dolor? Pasó un rato intentando relajarse, luego miró el reloj: eran las tres y dos minutos. Es lo último que vio. Perdió el conocimiento y se murió. Allí, sobre la mesa, y sí, efectivamente, se había retrasado un poco.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Orden emocional

Bill se levantó y miró por la ventana. Aquella mañana de noviembre pensó en que le había dado todo a esa mujer. ¿Cómo podía decir que nunca le dio nada? Era temprano y el campo estaba cubierto de escarcha. El cuarto del apartamento estaba en silencio. Sólo si uno prestaba atención podía oír el murmullo lejano de algún coche.
Rosy, encendió un cigarrillo y llenó otra taza de café. La casa, sin Bill, parecía más fría y desolada. Al dirigirse a la mesa tropezó con un libro que asomaba por debajo del sofá y un poco de café se derramó en una esquina de la alfombra. Ese maldito estúpido –dijo entre dientes-, ¿cuándo demonios va a venir a llevarse sus cosas?
Era un día de fiesta y Bill no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Respiró hondo. Sintió que le dolía el pecho. ¿Que nunca le di nada? Lo mejor de mi vida -murmuró-, mientras buscaba las pastillas.
Rosy se terminó el café y, después de dudar un momento, encendió otro cigarrillo. Imbécil, egoísta -pensó-, mientras hojeaba el catálogo de un supermercado.
Bill entró en la cocina y miró el calendario. Noviembre -murmuró-, ya casi son dos años. ¿Como puede decir que nunca le di nada?
Rosy aplastó su cigarrillo, lanzó un suspiró prolongado, por un momento pensó encender el televisor, pero miró la hora, se dio la vuelta y regresó a la cama, que ahora parecía gigantesca.
Bill se quedó mirando a la ventana. Ahora le dolía más el pecho. Seiscientos días -murmuró-, ya casi son dos años. Se tomó otra pastilla y se metió en la cama. La cama parecía tan pequeña…

martes, 2 de diciembre de 2008

Y mientras tanto, la noche

Maruka miró a su alrededor. En el claro del bosque reinaba un profundo silencio. Sólo un pequeño pájaro posado en la rama de un cedro rompía aquel silencio. Se sentó a contemplarlo.
El pájaro golpeaba la madera con el pico en series rítmicas, y a Maruka le pareció que sonaba como un pequeño corazón lleno de vida, tac, tac, tac... Respiró hondo. Sintió en lo más profundo de su ser el frío del otoño. Era como una premonición de la noche y el hielo. Maruka pensó en su alma. ¿Qué había sido de su alma? El bosque le lanzaba una llamada apremiante para que se fuera de allí, para que ella escapara, pero era demasiado tarde. Maruka recordó fragmentos del pasado, su viaje a través de la hierba y de la noche, su cielo cubierto de dolor y su tristeza. Maruka recordó su soledad profunda y notó como se le encogía el corazón, tac, tac, tac… El pájaro seguía picoteando el tronco. Un pequeño ratón surgió de pronto junto a ella y la miró. Maruka sonrió con amargura.
Maruka habló y le dijo al pájaro, al ratón, al árbol: ¿sabéis? Lo peor de todo es esta sensación de no pertenecer a ningún sitio. Tener que estar en todas partes y en ninguna, como una extraña sin hogar. Vivir como de paso, con estas cuatro cosas que ahora se van deshilachando y desapareciendo mezcladas con la lluvia y con el tiempo. Todo esto es desarraigo. Mi vida es una vida sin hogar, sin familia ni amigos, sin amor ni esperanza.
Maruka recordó todos aquellos lugares que había frecuentado hacía algún tiempo y notó de un modo doloroso como su piel, poco a poco, se había ido secando, fundiéndose con todo, hasta hacerse algo inseparable de ese terrible viento helado, de las copas de aquellos árboles, de las hojas marchitas, de la tierra del bosque. Todo lo que fue de Maruka un día desapareció y no quedó de ella ni el recuerdo. Nadie ─al menos eso creía ella─, podía ayudarla a superar esta terrible maldición que era el olvido, porque nada podía hacerla resurgir. Traerla de regreso hasta su piel y dar calor de nuevo a aquel cuerpo gastado y a aquellos sentimientos. Sólo un milagro sería capaz de rescatarla del olvido que la había traído hoy a este claro del bosque. Maruka miró a su alrededor, se había levantado viento. Su corazón se fue de allí arrastrado por ese mismo viento. Mientras tanto, la noche la había rodeado. Maruka pensó en lo doloroso y triste que era estar muerta, también pensó en su amante, el hombre que un día, lejano ya, la había matado.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Sehnsucht

Había tantos te quiero revoloteando en el aire en ese instante. Desde los campos cubiertos de nieve se alzaba un mensaje de esperanza a las estrellas. La hierba murmuraba en mis oídos las antiguas historias de los pueblos que íbamos dejando atrás. Había tantas cosas que contar. Era la vida, que llamaba a la puerta, y yo la contemplaba en tus ojos que se abrían de par en par al universo. Alguien abrió una puerta y entró un frío atroz. Salimos al encuentro del lago de aguas negras. Era la tradición, bañarse mientras apartábamos el hielo. Luego caminamos de regreso, atravesando los copos de nieve.
Al llegar a la ciudad la historia se desplegaba ante mis ojos como si se me rebelara un misterio. Un matrimonio anciano observaba cantar a un coro de muchachas. Me emocioné: sentí que esa también era una gran respuesta. La vida, la vejez, la muerte, el infinito... Compartir ese misterio de causas y efectos, felicidad y dolor. Compartir un destino. Bajo un árbol me recordaste que algún día regresaría el calor del verano y me ofreciste unas hojas que ahuyentarían de nosotros las tragedias. Seguimos caminando. Yo te observaba, no podía dejar de hacerlo. A cada instante sucedía algo. A veces era el viento, que agitaba de un modo imperceptible un mechón de tu pelo, o una huella en la nieve o un ángel moribundo que se dejaba caer extenuado. O simplemente se oía latir un corazón.
¿No te das cuenta? Decías, apenas existimos esta noche. La abadía desierta era la imagen de la soledad. Se oyeron los cascos de un caballo. El león de piedra guardaba el monasterio desde la eternidad. Había magia en él. La magia de la piedra, el musgo y el destierro. Entonces tu dijiste: esto podía ser un sueño o no pasar jamás ¿qué importa? La vida entera es sólo un escenario donde nosotros desplegamos nuestros pequeños sueños. Yo te escuchaba mientras descendías aquella escalera junto a los fantasmas. Siempre seremos una melodía que nadie escribirá, decías...
Mientras te escuchaba pensaba en la importancia de todo lo que el cielo ponía ante nosotros. Cada palabra que pronunciabas contenía en sí misma el principio del fin, la soledad eterna y al mismo tiempo una promesa de felicidad. Cada mínimo gesto de tus manos era una desaparición en el vacío. ¿Cuando regresarás? decías, mientras bajabas aquella escalera entre las gárgolas. Yo no lo sé, probablemente nunca. Entonces, cruzando la abadía, tú te marchabas como un instante en medio de la noche y yo te contemplaba como un espectador. Una remota galaxia dejó de lucir en ese instante, y en algún punto del universo tuvimos que dejar de contarle nuestros sueños a la noche. Había que volver al mundo. Todo, de pronto, estaba ocupado por un silencio atronador. Había comenzado a nevar de nuevo y bajo los copos de nieve regresamos despacio hasta la casa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Contenedor TN-85

Se llamaba Marcel. Le conoció en el bar de la casa okupa. Tenía veintiséis años, nueve mayor que ella. También tenía los ojos verdes y un acento francés que la hacía temblar. Fumaron marihuana y bebieron ron toda la noche. Marcel decía: “la gente no hace nada porque aún no se sienten directamente amenazados, están dormidos, pero nosotros no, nosotros lo hemos comprendido, se están cargando el mundo, no queda mucho tiempo, tenemos que luchar”.
Hicieron el amor en un cuartucho de aquella casa abandonada, entre unas cajas de cartón y un par de bicicletas. Antes de amanecer, Marcel le dijo a Eva: ¿porqué no te vienes conmigo a Francia?
El viaje en tren fue una experiencia inolvidable. Marcel era maravilloso. Pasaron todo el tiempo juntos, abrazados, en un rincón al fondo del vagón. Marcel quería a Eva y Eva quería a Marcel.
Cruzaron la frontera y llegaron a Francia, a un lugar llamado League. Era casi de noche. Allí se reunieron con otros compañeros. Durmieron en un saco de dormir. Marcel intentaba encontrar una postura un poco confortable, pero no había manera, lo único que se podía hacer en esa posición era besarse. Estaba amaneciendo. Marcel decía: “¿Qué crees que estás haciendo tú por mejorar el mundo? ¿Qué estoy haciendo yo? Aún no hemos hecho nada. ¿Sabes? Tenemos que empezar a sacudir conciencias. ¿Cómo puedo vivir y no sentir que soy una basura, quejarme de mi mala suerte, comerme un filete en un bar, mientras hay niños que se mueren de hambre en un país del tercer mundo? Dime: ¿no sientes que eres cómplice de todo éste engranaje que está esquilmando el mundo y acaba con la vida de millones de seres cada día? Eva sintió que estaba enamorada.
Al día siguiente viajaron en un coche hasta Gorleben, al norte de Alemania. Se escondieron junto a otros grupos en un bosque hasta que llegó, al fin, el tren que transportaba aquellos residuos nucleares. Salieron de improviso. Hubo mucha tensión. Eran unos doscientos. Tres jóvenes franceses se habían encadenado a una de las vías. Eva pensó que el tren los arrollaba. Saltó como una desesperada, gritando con los otros, hasta que paró el tren. Lo habían conseguido. Habían parado el tren. Estaba entusiasmada. Marcel reía y la besaba. Cantaron y bailaron en medio de las vías.
De pronto se oyeron sonar unos silbatos. Llegó la policía y cargó contra ellos. Uno pegó a Marcel y otro la pegó a ella. Un perro la mordió una pierna. Sintió un golpe en la cara y un dolor muy fuerte. Perdió el conocimiento. Se despertó esposada en un furgón, apoyada en un chico que no conocía de nada. En total eran diez, en un lugar estrecho. Los otros hablaban Alemán. Oyó gritos y unos disparos, pensó en Marcel. Estaba mareada.
Ahora son las doce de la noche. Eva nunca había estado en una celda. Todo está limpio y en silencio, nada que ver con lo que sale en las películas. Si no es por los barrotes se diría que está en un hospital. Le duele la cabeza. Tiene el labio terriblemente hinchado y la ropa manchada de sangre. Eva piensa en Marcel. Se toca la cara con la mano. Le duele tanto. Intenta pasarse la lengua por los labios. De pronto se da cuenta. Se le ha caído un diente. Eva pasa la lengua con cuidado por el hueco del diente. Nota un vacío inmenso. Se tapa la cara con las manos y se pone a llorar. No se oye nada más, el resto de las celdas está en silencio.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Una mujer con un vestido verde

Fernando miró el reloj: las nueve. La luna brillaba frente a él cubierta parcialmente por unos nubarrones negros. No viene, pensó, ¿porqué iba a venir?
Hacía mucho frío. La ciudad seguía su ritmo, igual que cada noche, ajena a sus pensamientos. Los coches avanzaban hasta llegar a la plaza, y luego, después de rodear la fuente, se perdían a su derecha, cubriendo el asfalto de humo y luces rojas.
No va a venir, pensó. Miró el reloj de nuevo. Pasaban diez minutos de las nueve. De pronto comenzó a llover. Se refugió en un soportal de un banco. Dos adolescentes japonesas llegaron corriendo junto a él. Reían. Fernando las miró. Sacaron una cámara de fotos y le pidieron por señas que les hiciera una. El flash lanzó un destello. Les devolvió la cámara y entonces ellas se pusieron a hablar en japonés.
Se dio la vuelta. Miró el reloj: eran las diez. No va a venir, pensó. Había parado de llover. Las chicas se marcharon. Fernando esperó un rato más. Las diez y media. Miró a su izquierda y luego a su derecha. No va a venir, pensó. Sólo la había visto un día. Se paró en esa esquina, con un vestido verde. De eso hacía ya más de quince años. Fernando salió del soportal. Cruzó la calle. Miró hacia el cielo. La luna ya no estaba.
Da igual, pensó, tal vez mañana venga. De nuevo comenzó a llover.

martes, 11 de noviembre de 2008

Un hombre gris

Toda su vida fue un hombre gris. Nadie le vio entrar en un banco, ni hablar con un amigo, ni tener una relación. Por no tener, no tenía ni un sólo rasgo que le hiciera un poco singular. Siempre vivió con su difunta madre, una mujer anciana, viuda desde que él tuvo uso de razón. Ella murió de pronto, de esto hacía un par de años. Después nada cambió. De día trabajaba de cartero, de noche veía la televisión.
Nunca llegó a saber porqué hizo aquello. El día que cumplió sesenta años, salió de casa. Recorrió algunas calles. Entró en una farmacia, y la atracó. Ni él mismo se creía que estuviera viviendo aquello. Tres calles más abajo entró en otra farmacia. No había que hacer nada especial. Entraba, decía que aquello era un atraco, pedía lo que necesitaba, y luego continuaba su camino. Aquello duró toda la noche.
Empezaba a salir el sol. Pasaba sobre un puente de una conocida vía de circunvalación. Miró las bolsas que había conseguido en las farmacias. Sacó una caja; leyó lo que ponía: “Acinetil”. Sonrió, y una detrás de otra, se tragó las pastillas. Tenía la boca seca. Miró a su alrededor. Cerca había una fuente. Muy bien, pensó. Llenó de agua una litrona que alguien había dejado abandonada. Regresó y se sentó en lo alto del puente. Balanceó las piernas que colgaban en el vacío. Eran las seis y media, los coches pasaban bajo él. Alguien tocó de pronto el claxon. Se le había caído un zapato. Pensó que eso que había allí a sus pies era la gente. La gente gris que iba a trabajar, y se sintió feliz y diferente. El zapato saltaba de un lado para otro, atropellado, cada pocos segundos, por un coche. Respiró hondo. El aire estaba cargado de humedad. Sacó otra caja de una de las bolsas. “Antiobes”. En tres tandas vació la caja en su garganta. Luego bebió dos tragos de agua. Tosió: se había atragantado. Abrió otra caja: “Apsedón”. Muy bueno, dijo, e hizo lo mismo y después continuó. Tragaba las pastillas y leía : “aceglutamida, piritinol, deanol, lisina...”... “Agudil”, sí; éste sabía mejor, “Alsocal”... Hombre, jarabe, todo un detalle... “Aminofilina”... No, éste lo descartó (nunca había soportado eso de los supositorios)... “Fenproporex”... ¡Ah! Éstas sabían muy amargas...”Apsedón”... Atención, abuso peligroso, murmuró, mientras bebía otro trago. Tuvo que regresar hasta la fuente. Se había terminado el agua de la botella. Metió la cabeza bajo el chorro de agua, y con el pelo chorreando y la botella llena, regresó de nuevo al puente. “Denubil”... Perfecto. Se bebió seis ampollas. Después bebió otro trago de agua.
Miró a su alrededor. Estaba amaneciendo. Sintió como le latía muy fuerte el corazón. El cielo ardía en un maravilloso amanecer de un día de otoño. Sobre la ciudad, partículas de humo y polvo se desplazaban aquí y allá, mecidas por las turbulencias que generaban los coches a su paso. En los edificios, cada ventana, le lanzaba un mensaje de una profundidad maravillosa. Sintió que percibía en su interior cada ruido del mundo, como si él fuera el depositario de todos los sonidos y su cuerpo la caja de resonancia de todo ese murmullo universal. El parque olía a musgo, a pino, a materia vegetal en descomposición, todo eso entraba en su nariz y allí, inmediatamente, era clasificado. Al instante toda esa sensación llegaba hasta su alma en avalanchas y cobraba la forma de inmensas olas de calor. A cada instante su cerebro encontraba una palabra para definir de un modo nuevo todo aquello. La vida, la ciudad, el cielo... De pronto comprendió que todo era como el sonido de un gigantesco corazón. Todo era demasiado hermoso, demasiado excitante, demasiado bello, como para sentirlo y más tarde seguir viviendo. Cada átomo del mundo era luz y oscuridad, sonido y silencio, materia y vacío, color e intensidad. Entonces, de pronto, sintió una sensación que no supo expresar. El cielo se había oscurecido. Echó el cuerpo hacia atrás. Sintió que era lo gris que avanzaba hacia él. Luchó por escapar pero no consiguió moverse. No encontraba el nombre de aquello en su cerebro. Buscó desesperadamente. Se puso de pie sobre la barandilla y se lanzó al vacío. Eran las nueve, una hora punta de un día de trabajo, y claro, como sucede siempre en estos casos, dijeron mal su nombre en las noticias, ni una persona le acompañó en su entierro, pero les puedo asegurar que el atasco que se formó aquella jodida mañana de un día doce de noviembre, nunca lo olvidaremos ninguno de los que estábamos debajo de aquel maldito puente.

lunes, 10 de noviembre de 2008

¿Qué voy a hacer ahora?

Mario guardó silencio. Cuando Clara se enfurecía era mejor no decir nada. Esperaría a que pasara la tormenta. Clara se despachó a gusto. La habían echado del trabajo y estaba enloquecida. Mario aguantó los primeros veinte minutos sin pestañear. A veces asentía con un gesto. Parecía que no iba a acabar nunca. Mario se levantó, fue hasta la nevera y cogió una lata de cerveza. Clara seguía hablando Abrió la lata y comenzó a beber.
-¿Me estás escuchando? -dijo Clara sentándose en el sofá del comedor.
-Te escucho -contestó, mientras volvía al salón.
Clara continuó:
-¡Han sido veinte años! -dijo, tapándose la cara con las manos-, ¡veinte años de trabajo! ¡Veinte años de quitar mierda a los jodidos pacientes de ese hospital! ¡Veinte años de volver a casa y poner la lavadora! ¡Veinte años de fregar los platos y aguantar tus rarezas!, ¡veinte años de cuidar de mi madre y de tu asquerosa madre! ¡Veinte años pagando esta maldita casa!.. ¿Y ahora que? Ahora me han despedido. ¿Sabes? ¡Me han despedido! ¿Me oyes? ¡Qué!, dime, ¡qué! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Es que no tienes nada que decirme?
Mario no dijo nada. Se sentó en el sofá. Oyó toser a su vecino al otro lado del tabique. Bebió otro trago de cerveza. Quería decir algo pero bajó la vista y entonces vio la alfombra. La miró detenidamente. Había envejecido. Recordó como hacía veinte años llegaron achispados de una fiesta e hicieron el amor justo donde él pisaba ahora. La alfombra estaba sucia, se había deshilachado en las esquinas. No parecía ya la misma alfombra. Clara se levantó de pronto y se fue a la cocina. Poco después se oyó el ruido de platos en la pila. Clara lloraba. Se la oía sollozar. Mario no dijo nada. Pasó un buen rato. Los sollozos se fueron apagando. Mario permaneció mirando aquella alfombra, sin decir nada, bebiendo, hasta que se quedó dormido.

domingo, 9 de noviembre de 2008

La vida de las sepias

Allá donde miraba siempre veía una mujer o un hombre discutiendo, una anciana que, sin venir a cuento, protestaba de algo, o hablaba de su vida, unos niños corriendo entre las mesas, un matrimonio que ya no se quería, o un pobre en una esquina, rodeado de ese ambiente de centro comercial, con música enlatada, pastosa y machacona. Todo eso se le pegaba a la piel y le seguía, como un olor persistente, durante el resto del día.
Samuel se refugió en su casa. Encendió el televisor. En la pantalla una voz hablaba de las sepias. Samuel pensó en su vida, en todas nuestras vidas. En el piso de al lado, la vecina chillaba a su marido. Arriba, en el segundo, la loca cantaba una canción que hablaba de la guerra. Lo hacía todo el tiempo. Algunas madrugadas, a las cinco, la oía gritar en sueños. Gritaba a un hombre muerto. Mientras tanto, en la pantalla de la televisión, las sepias se reproducían. Su cuerpo se encendía en mil colores. Son magníficas, pensó Samuel, y miró al cielo por la ventana. Hacía sol. Sonó el teléfono, era una vieja amiga. Samuel recordó los días lejanos de su juventud, cuando todo era intensidad, belleza y alegría. Todo aquello quedaba lejos, perdido para siempre en el pasado. En la pantalla, las sepias peleaban. Es ley de vida, tiene que ser así, pensó Samuel, y sin embargo, parecía tan loco y tan absurdo todo aquello. Samuel no podía retirar sus ojos de la escena. Las sepias se atacaban, perdían sus tentáculos, se herían con una crueldad inusitada. Mientras lo hacían, sus cuerpos explotaban de color. Violeta oscuro, rojo amenazador, azul intenso, verde furioso oscuro. Ferocidad de una lucha descomunal por imponerse.
Samuel pensó en su adolescencia, pensó en sus ilusiones, en las ilusiones de todos los hombres y mujeres que había conocido. Samuel pensó en todo lo que es fugaz y es pasajero. Las sepias, mientras tanto, habían terminado el ciclo de sus vidas. Sus cuerpos, muertos, flotaban en el fondo junto a miles de huevos. Las que quedaban vivas habían perdido su color. Algunas se movían débilmente. Se las veía exhaustas, agotadas. Ahora ya no eran nada más que un saco blanquecino de aspecto repugnante. Parecían espectros, pero aún se peleaban. Samuel no quiso saber ya nada más de aquello. Apagó el televisor. Salió a la calle. Pensó en la vida de los hombres. Era de noche, habían encendido las luces de los escaparates. Miró a su alrededor. Un hombre amaba a una mujer, un niño, cogido de la mano, caminaba junto a ellos. Muy cerca, un vagabundo, pedía en una esquina algo para beber, en la puerta del tanatorio cargaban un féretro en un coche. Samuel continuó caminando, sumergido en un torbellino de vida y destrucción.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Último día triste en el paraíso

Detrás de un muro vegetal muy bien cuidado hay una casa inmensa, repleta de escaleras y ventanas, con un jardín que da cobijo a una cancha de tenis que no usa nunca nadie.
Es una tarde aburrida de verano y Elizabeth está tumbada junto a la piscina, con su esbelta figura adolescente, que hace resaltar aún más su bañador de marca.
Suspira, deja el libro que tiene entre las manos. Se quita las gafas de sol. Mira el color azul del cielo, y se sorprende al comprobar que aún hoy, después de tanto tiempo, le recuerda.
Una voz sale de la casa:
-Elizabeth: ¿has preparado la maleta? Tu avión sale a las siete.
Elizabeth no responde a su madre. Recuerda aquellos días. Liarse con un hombre casado... Todo fue una locura, y sin embargo...
-Elizabeth... ¿Me oyes?... ¿Te quieres preparar? Tu avión sale a las siete.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Silencio

Tres de la madrugada. Al otro lado de los cristales sólo hay oscuridad y frío. Dentro, nosotros dos. En la radio suena una canción. Es una voz de mujer, poderosa y sensual. Rebeca tararea la canción mientras mueve la cabeza al ritmo de la música y golpea el volante con las manos. Yo miro, ensimismado, al exterior. A los lados del coche, la oscuridad es total excepto por algunas luces que flotan en esa nada negra. Delante de nosotros se suceden las líneas de la carretera, las curvas, las señales...
-Escucha esta canción -dice Rebeca-, es la mejor canción del mundo.
Presto atención durante unos compases. Luego pregunto el título.
-El título da igual -responde-. Tú sólo escúchala. ¿No es la mejor?
Escucho un poco más. Miro hacia el exterior. La oscuridad lo envuelve todo. La voz repite varias veces una frase. Dice en inglés: “permaneceré junto a ti”, o algo parecido. Lo repite muchas veces.
-¡Mierda! -grita, de pronto, Rebeca, mientras da un brusco giro de volante.
Miro hacia atrás. La oscuridad se traga a un perro atropellado. Durante un breve instante sus ojos han brillado a la luz de la luna. Ha sido un destello fugaz, como el que deja la estela de un cometa.
A los lados del coche, algunas luces flotan en esa nada negra. Rebeca ya no canta. Mira la carretera. La música ha dejado de sonar. El silencio es total. Miro el reloj. Falta mucho para que amanezca.

martes, 4 de noviembre de 2008

Yua

Yua estaba sentada en mitad de la sala. Doblada sobre sí misma, se tapaba el rostro con las dos manos. Pasó una nube y la luz desapareció por un instante. Yua levantó la cabeza y varios de sus pensamientos cayeron sobre el suelo. Yua los contempló allí, tirados sobre las frías baldosas de color amarillo, abandonados en ese lugar, igual que ella.
¿He dicho que Yua era preciosa? Tras las rejas de hierro de la séptima planta, a veces Yua contemplaba la ciudad. La ciudad; ese universo recostado en su sillón de humo. La ciudad que bramaba belleza y miseria... Yua, a veces, dejaba que los pájaros picotearan el inmenso laberinto de azoteas sin alma, mientras ella pasaba por encima de todo aquello, con sus gestos sin luz, con sus voces sin voz... Sin embargo, daba igual lo que hiciera, para Yua, todo era entonces un espacio de una irrealidad pastosa y deprimente.
Subí en el ascensor. En la sexta planta se bajó el último pasajero. Estaba claro que algo no funcionaba bien en ella. Yo no conocía a otra que se la pareciera, lo que me hacía pensar que Yua debía ser sólo un problema, un defecto, o una aberración. Algo que la naturaleza había dejado caer, en un gesto de azar, sobre la tierra.
Le pedí al guarda de seguridad que me abriera la puerta.
-Muéstrame el pase -dijo.
-Siempre la misma coña -respondí-, ¿es que nunca te vas a cansar de hacerme pasar por esto?
Igual que cada día, el guarda miró con atención mi foto, me miró a mí, y soltó una carcajada.
-¡Te estás quedando calvo! –dijo, mientras me devolvía el pase.
-¡Ábreme de una vez! -le dije, y di una patada a la puerta de hierro.
-Tranquilo, hombre -me respondió-, no hagas ruido, que me los vas a alterar.
Traspasé la puerta y avancé por el pasillo. Varios pacientes caminaban aquí y allá. Algunos estaban acostados. Entré en la sala. Yua estaba sentada en medio. Miraba a una pared.
En la pared alguien había colgado dos cuadros. Yo no los había visto hasta ahora, y eso que había permanecido junto a ella, sentado frente a esa pared, más de tres meses. Eran dos acuarelas que representaban escenas difusas con flores: un portalón de hierro que daba acceso a un lugar amarillo, una cesta, y a un lado, una especie de tonel de tonos verdes y azulados. Eran dos pinturas detestables. ¿Quién pudo comprar esos absurdos cuadros? -me pregunté-, pero no quise saber la respuesta porque esos cuadros formaban parte de mi vida, aunque yo nunca los hubiera visto antes. Ahora, esos cuadros eran lo único tangible y material que poseía para acercarme a ella, además de mi pasión por traerla de vuelta.
-Las flores... -dije, acercando una silla y sentándome a su lado.
-Las flores... -respondió.
Yua esa tarde necesitaba desahogarse, pero yo no creía ya en los psiquiatras. Sólo creía en las pastillas. Las pastillas que atontan a Yua, que entumecen su mente, que la matan el espíritu y la creatividad.
¿He dicho que Yua era preciosa?
Ahora la nube había desaparecido; el sol entraba por la ventana y rebotaba en sus ojos de color verde. Sentí calor. Por fin calor -pensé-, después de estar helado toda la tarde. Me quité el jersey que me hacía sentir como un anciano y me quedé sólo con una camiseta, pero, al instante, volví a sentir el mismo frío. Yua permanecía inmóvil sobre la silla. Miraba las flores. Tenía en la mano un papel arrugado. No sé muy bien porqué pero pensé en Lázaro y en su “levántate y anda”. Luego pensé en cómo debió apestar aquello y el pensamiento pasó a segundo plano. Matalamuerte -pensé-, ¿no vas a venir a visitarnos? Abrí el frasco, me tomé sus pastillas, y comencé:
-Hola Yua: ¿que tal estás esta mañana?
-Muy bien doctor -me respondió-, ¿y usted?

lunes, 3 de noviembre de 2008

Natalie

Natalie hoy cumple veinte años y pasea sola, en el parque, a la orilla del lago. Camina unos metros. Se sienta. Lleva el pelo muy corto, teñido de rubio muy claro.
En su rostro afilado destacan unos ojos inmensos, inocentes y azules, como el cielo que llena de vida la tarde. Lleva puesta una holgada camisa, una falda vaquera muy corta, unas botas de ante, unas medias muy negras, y un bolso muy grande de color dorado.
Natalie camina unos pasos y se sienta de nuevo. Parece cansada. Son las cuatro. El sol brilla. Hace un día perfecto de otoño. Natalie se queda pensativa, mirando el paisaje. ¿Qué piensa? Espera un buen rato. Se levanta y camina otro trecho. Mientras anda, su bolso cuelga de su mano de un modo descuidado, casi roza el suelo. A veces se detiene, y contempla el paisaje apoyada en la barandilla de hierro. Luego continúa, despacio, con la forma lenta de caminar del que no va a ninguna parte.
Al cabo de un rato llega a un lugar donde la pradera de hierba se extiende hasta la orilla. Se sienta. Mira alrededor. A esta hora apenas hay gente en el parque. Natalie contempla durante largo tiempo el reflejo del sol en el agua. Luego se queda pensativa, mirando el cielo.
Pasa el tiempo. Natalie se ha tumbado de lado. Tendida en la hierba, su cuerpo sin formas, no parece existir, como si dentro de esa camisa sólo habitara el espíritu de alguien que fue y que ahora no existe. Ha recogido un poco las piernas contra su cuerpo. Sus piernas… Tan delgadas, que no parecen de ella. Natalie ayer no comió. Hoy tampoco ha comido, y sólo a duras penas conseguirá comer algo mañana. Natalie se ha quedado dormida sobre el prado de hierba. Mientras la contemplo, pienso en cómo su rostro aún no ha perdido esa increíble belleza que tenía hace apenas dos años. Eso es casi lo único que queda de ella, el resto ya ha muerto. Cae la tarde. Se ha levantado un viento frío. Natalie duerme su desolación en la orilla del lago. Natalie… Tan infinitamente sola, tan infinitamente frágil, tan infinitamente enferma. Su bolso dorado duerme junto a ella, solitario y perdido también, como si alguien lo hubiera olvidado sobre la hierba.

Tarde de octubre

Cuatro y media de la tarde en el parque. Sentado bajo la estatua del lago contemplo la ola de frío que sacude Madrid. Inmensas nubes negras cubren el cielo. El viento agita las hojas del cuaderno en el que escribo. En la orilla opuesta, el aire se deshilacha en una cortina de agua que desciende hasta cubrir las copas de los árboles. Mis manos se hielan.
La gente se ha ido. Sólo permanece, suspendida en el aire, la melodía del saxo de un músico ambulante. Un fragmento de ¨Strangers in the Night¨, que se repite, una y otra vez, como un lamento, bajo un cielo que amenaza caer sobre la tierra.
En esta parte del lago el tiempo se detiene. La soledad es total. Al rato, atravesando el frío, llegan hasta mí un par de muchachas, con abrigos y gorros de lana. Una de ellas tararea la canción. Al paso de una nube, el agua se oscurece y parece aún más fría. Algunos pájaros cruzan el cielo. Dejo de escribir. ¿Qué hora es? Saco el móvil. Fastidiado, compruebo que se me ha estropeado y me pongo a pensar.
Esperar; como siempre. Esta tarde, todo se reduce a esperar en el frío. Pasa el tiempo y las nubes también. Arrastradas por el viento del norte se dirigen al sur, junto a mis recuerdos. Miro al cielo. Dentro de poco, el sol disipará toda esta oscuridad y regresará el calor. Sólo hay que esperar.
Bajo la estatua, sentado en la base de piedra, mi trasero se ha helado. Pasa una mujer. Arrastra una pesada maleta que salta y se retuerce sobre los adoquines del suelo. Es como un animal atado a una correa que no quisiera atravesar este lugar.
Ahora, sin embargo, mientras espero, el tiempo se transforma y cobra vida, y se materializa en una carpa que salta en el lago, en una hoja que flota en el agua, en una rama caída, en un vagabundo enajenado que busca a su gato, en una mujer que ha perdido los dientes en una batalla librada en alguna pensión. Y luego, sin ninguna razón, la tarde se despliega en el cielo y el sol aparece. La gente regresa despacio y se sientan. Uno aquí, otro allá, otro un poco más lejos. Despacio, en silencio, cada uno ocupa su lugar y se vuelven estatuas. Ya no viven: se limitan a estar. A lo lejos suena una sirena.
Intento escribir. Ahora una paloma blanca, se ha posado a mi lado. Tiene manchas marrones en los extremos de las plumas de sus alas. Está cerca, tan cerca, que por un momento pienso, que va dar un salto y se va a posar sobre mí. La paloma me mira con sus ojos de pájaro y después picotea en el suelo. Regreso al cuaderno. Se ha levantado viento. La luz del sol se refleja en el lago. Una barca atraviesa la luz. No se puede mirar. Deslumbrado, las estatuas de bronce parecen vibrar en color verde oscuro. Hace frío. Una pareja de policías pasa a caballo. Huele a lluvia y a tierra mojada. Hace frío, hace frío. Cubro mis manos con las mangas de la chaqueta. Duelen. Me arde la cara. En el embarcadero, a lo lejos, se oye gritar a unos chavales. Cae la tarde. El sol se pone definitivamente. Mi escritura está en paz. Lo he intentado de nuevo, y de nuevo he desistido. Resulta imposible describir la magia y el misterio que esconde la vida.

jueves, 23 de octubre de 2008

Willow in sunset

Puede que hiciera mucho calor aquella tarde, o tal vez no, pero Vincent pintó el cuadro con los colores más calientes que encontró en el caos de sus botes de pinturas. Luego le dio un toque frío al paisaje pintando el río azul y esparciendo reflejos de ese mismo color sobre los troncos de los árboles.
Al ver aquel azul sintió una punzada de soledad en el fondo de su alma. Entonces, a fin de equilibrar el cuadro, mezcló un poco de sangre con tierra del camino y sacó un color carmín garanza oscuro, que usó para dar unas pinceladas, aquí y allá, entre la hierba.
Se acababa la luz y el cuadro estaba terminado. Todo estaba en su sitio; el suelo estaba abajo, el cielo arriba. Detrás de los árboles, vibraba el río azul, y, frente a él, crecían unos sauces. Un día más había sobrevivido a la lenta agonía de vivir. Vincent sintió que, en aquel cuadro, todo era mucho más real que el mundo en que vivía. Se quedó un rato pensativo. Aún brotaba sangre del corte que se había hecho en la muñeca. Al fondo del paisaje, en el margen izquierdo, pintó unas montañas inexistentes, pequeñas, muy pequeñas, apenas una línea de color ocre claro. Contempló el resultado. No estaba mal. Las montañas quedaban lejos. No se entretuvo más. Comenzó a andar. Tenía un largo camino hasta llegar a ellas.

miércoles, 22 de octubre de 2008

El nombre del rey

Les han hecho pasar a una habitación estrecha. Las paredes son de baldosas blancas. Hay una mesa, y en la mesa, un doctor. Es un señor mayor, de aspecto campechano, con poco pelo y bigote. Lleva una bata blanca.
Pegada a la espalda del doctor hay un armario, también de color blanco, repleto de cajas de medicinas. Federico siente un ligero escalofrío. Nota que está destemplado y se da cuenta de que es todo ese color blanco lo que le produce ese desasosiego. Su mujer, Ana, está a su lado, y, sentada en una silla junto a ellos, está su madre.
─Isabel, vamos a ver –dice el doctor con su mejor sonrisa─, ¿hace mucho que la han operado?
Isabel no contesta.
─Hace quince días –responde Ana─.
El doctor levanta la vista y mira a Ana.
─Deje que conteste ella.
─Isabel… Isabel –dice de nuevo el doctor, dando golpecitos a Isabel en el brazo─. ¿Antes de operarse podía ir usted sola al baño?... ¡Isabel! –dice alzando la voz y apretando más fuerte su brazo─, ¿me oye.. Isabel?
La anciana no responde, mira a la mesa. Diríase que está pensando en un suceso muy lejano. Luego, tímidamente, dice: “si, pero no me puedo agachar”.
El doctor continúa:
─Isabel. ¿Qué año nació?
─En mil novecientos…
Isabel no dice nada más. Todos esperan. Se hace un silencio interminable entre los cuatro. Federico y Ana se miran. Federico piensa: ¿es que nunca va a terminar esto?
─Isabel –continúa diciendo el doctor─: ¿cómo se llama el rey de España?
La anciana no responde, se agarra con fuerza las manos, las mejillas se le empiezan a poner coloradas. Gira la cabeza y mira a Federico. Parece a punto de echarse a llorar. Luego se vuelve y mira fijamente la carpeta con papeles que hay sobre la mesa.
Federico observa el pelo de su madre. Ayer por la tarde Ana la llevó a la peluquería, pero esta noche se ha despeinado. Su pelo, completamente blanco, lanza pequeños reflejos azulados a las paredes.
Federico siente que ya no aguanta más.
─Mamá, no te preocupes –dice, apoyando la mano en su hombro─, esto no es un examen… Sólo quieren ver cómo andas de memoria.
La anciana piensa un momento, luego dice:
─Si lo sé. No lo entiendo… Si lo tengo en la punta de la lengua… Es… Fernando o Francisco… Francisco y algo… ¡Francisco de Borbón! –dice de pronto, con una sonrisa de triunfo en sus labios. Federico mira al suelo. Se está poniendo enfermo. Necesita tomarse un café. El frío de la habitación le está calando los huesos. El doctor apunta algo en uno de los papeles que hay sobre la mesa. Luego se levanta y lleva aparte a la pareja.
─Muy bien, dice, se queda aquí. Ahora vendrá una enfermera y la llevará a su cuarto. Ustedes pueden irse.
─Ana dice: ¿pero estará bien? ¿A qué hora podemos venir a verla?
─Pregunten en recepción. Allí les dirán todo.
Federico mira a su madre y recuerda un perro que tuvo de pequeño. Era un pastor alemán. El perro le adoraba. Una vez, jugando, tiró por accidente al suelo a un niño pequeño. Los denunciaron y tuvieron que deshacerse de él. ¿Porqué se acuerda ahora de eso? La anciana permanece sentada en la silla, obediente, mirando a la pared blanca del fondo. No se mueve. Diríase que no respira. La anciana está desconcertada. Sabe que es importante recordar cual es el absurdo nombre del rey de España. Sabe que está en alguna parte, dentro de su cabeza, muy cerca, casi lo tiene al alcance de la mano, lo ha visto en un programa de televisión…

Futuro

Siete veces había perdido completamente las ganas de vivir y siete veces las había recuperado. Hoy, postrado en una cama de un sórdido hospital en un lugar cualquiera de África, un niño de siete años ya no tiene más ganas de vivir ni de morirse. Se limita, como hacen todos los otros niños, a esperar.

martes, 21 de octubre de 2008

La moto robada

Digamos que se llamaba Pedro, aunque ese no era su verdadero nombre. Pedro era un joven delgaducho, que acababa de cumplir los dieciséis. Su familia era humilde, y por aquel entonces vivía en un barrio de las afueras de Madrid. Pedro quería una moto pequeña, pero eso era un lujo que apenas se podían permitir, así que se las ingenió para conseguir que su padre le comprara una, con la promesa de que la utilizaría para ir a trabajar.
Pedro estrenó su moto y como había prometido, se puso a trabajar. Se hizo representante. Vendía cinta aislante, filtros de aire, bujías, y todo tipo de repuestos para el coche. Con su moto empezó a recorrer los barrios de la periferia, calle tras calle, de taller en taller.
─Perdone –decía mil veces cada día─, ¿Puedo hablar con el encargado?
Pronto le conocían en todos los talleres de la zona y en las ferreterías. Le compraban bastante bien y él aprendió cómo saber los precios de la competencia y cómo jugar con los márgenes que le quedaban, después de los descuentos, para ganar el máximo sin perder una venta.
Todo iba bien, muy bien. Le encantaba ir de un lado para otro con su moto. Llegó un momento en que ya no podía entregar él solo los pedidos, llevándolos en la mochila que cargaba a su espalda. Ahora, al terminar el día, iba a la empresa, dejaba los pedidos, y ellos mandaban todo en una destartalada furgoneta. Pronto se fijaron en él, pues nunca antes nadie había vendido tal cantidad de cinta aislante en esa compañía.
Pedro, cada noche, dejaba su moto aparcada en la plaza de garaje de un vecino de su portal. La guardaba en un hueco, debajo de una rampa. Un día, cuando se disponía a empezar su jornada, se encontró que le habían robado los puños, las manetas, la palanca del cambio, y algunas cosas más. Pedro maldijo su destino, preguntó a todo el mundo, y así localizó al ladrón. Era un asunto feo, el hombre era un tipejo de cuidado. Decidió ir a buscarlo al bar donde paraba.
─¿Estás loco? ─decían sus amigos─ ese tío te va a matar. Pero él estaba decidido. Al menos tenía que hacerse respetar, de lo contrario, le pasaría lo mismo cada día.
Nadie le quiso acompañar. Pedro cruzó solo un barrio de las afueras, luego, con la cabeza hirviendo, cruzó también un descampado, y ya en el poblado gitano, se fue derecho al bar. Allí, en la barra, rodeado de colegas y de un par de fulanas, estaba el tipo aquél. Tenía treinta años, era enorme y tenía fama de ser un animal. Pedro se le quedó mirando, parado en medio del local, y entonces dijo:
─¡El que me ha robado las piezas de mi moto es un hijo de la gran puta y si tiene “güevos” que salga a la calle a partirse la cara conmigo!
Todo el bar se quedó en silencio, mirando al hombretón aquél. Pedro, temblando por la indignación, repitió de nuevo su amenaza.
El tipo se levantó despacio, se acercó un poco a él, y después de un momento de silencio, dijo:
─No te reviento la cabeza a ostias aquí mismo porque tienes cojones. Más cojones que ninguno de éstos ─dijo, señalando con su mano llena de anillos, al resto de sus compañeros, luego se dio la vuelta, regresó hasta la barra, pidió otra copa y se sentó de nuevo.
Pedro continuó:
─Lo dicho –dijo mirando a la gente del bar─, vosotros sois testigos: el que me ha robado las piezas de la moto es un hijo de puta ─y sin decir ni una palabra más, se dio la vuelta y salió del local.
Mientras cruzaba el descampado, con el corazón brincándole en el pecho, aún podía oír las risas saliendo de aquel bar. Pedro no pudo volver a reparar su moto, ni volvió a trabajar. Como solía suceder en aquel tiempo con tantas otras motos, la suya se pudrió sin arreglar. Se jugó el pellejo por nada, pero, curiosamente, después del día aquél, no se sabe porqué, a Pedro le adoraban las fulanas.

lunes, 20 de octubre de 2008

En un lugar sin tiempo

Cuentan que el día en que el señor Bouillard desembarcó en la Isla de Saint James encontró, semienterrados en la arena de la playa, los restos de un viejo galeón del siglo XV. Extrañado y molesto, pues había imaginado ser el primero en poner los pies en esas tierras, regresó a su goleta, y reanudó su travesía hasta alcanzar otra isla, situada unas millas en dirección sureste. La rodeó sin encontrar ningún rastro de civilización y al caer la noche decidió fondear en una amplia bahía.
Al día siguiente, con las primeras luces del alba, el señor Bouillard se puso su mejor camisola y encima una casaca. Ordenó que doce de sus hombres, armados con alabardas y espontones, subieran a uno de los botes y, convencido de que iba a conseguir al fin su anhelado objetivo, se dirigió a tomar posesión de aquella inexplorada tierra para honra, gloria y honor del rey de Francia.
Apenas habían abandonado el barco cuando, de pronto, oyeron un estruendo atronador. Algo inmenso, tan grande como nunca habían visto antes, había encallado en el arrecife, junto a ellos. El objeto infernal había surgido de la nada y parecía un barco a medio terminar, pues carecía de mástiles y velas.
Ajeno a la perplejidad del bueno del señor Bouillard, sobre el puente de mando del navío de la armada americana Cyclops (AC-4), el lugarteniente G.W Worley, y tres de sus suboficiales, perplejos, miraban a su alrededor, mientras se preguntaban cómo demonios habían ido a parar a ese lugar y porqué había fondeada junto a ellos una vieja goleta.

domingo, 19 de octubre de 2008

Cécile

Cécile y yo nos habíamos embarcado en ese viaje de una manera alocada y alegre. Cécile tenía veinte años y yo tenía veintiséis. Atravesamos media Europa en viejos trenes oxidados. Una noche, la lluvia nos sorprendió en un estrecho valle, entre los Cárpatos y los montes Apuseni. El valle estaba recorrido por un río bastante caudaloso. Hacía frío y las aguas bajaban desbordadas. Se había levantado un viento frío y comenzó a llover. Corrimos a refugiarnos bajo unos árboles. Fue entonces cuando vimos la mansión. Estaba en la otra orilla.; y un poco más abajo se divisaba un puente y un camino de tierra que ascendía hasta ella.
Atravesamos el río por el viejo puente de piedra. La lluvia arreciaba y corrimos por el camino como almas que lleva el diablo hasta llegar a la puerta de la mansión. El cielo se había oscurecido y no quedaba apenas luz. Llamamos pero nadie salió a abrirnos. Nos dimos cuenta de que la puerta estaba abierta y entramos.
Dentro de la mansión había una inmensa escalera de mármol blanco, adornada con un par de estatuas. Subimos y llegamos a un salón. Nos quedamos extasiados. Era una estancia inmensa, de techos altos. Había dos lámparas de bronce con globos de cristal en los extremos. Las luces estaban encendidas. Una de las paredes estaba cubierta de libros de todos los tamaños. Había viejas ediciones de libros clásicos de gran valor, libros modernos, antiguos, libros de todos los tamaños escritos en lenguas diferentes. En la pared del fondo había una chimenea. El frente de la chimenea estaba fabricado de una madera negra, semejante al ébano, finamente tallada, A los lados había estatuas, y arcos, y columnas, todo ello de madera, junto con dos leones recostados. Todo ello parecía antiguo y muy valioso. La chimenea estaba encendida y nos sentamos junto a ella. Estábamos empapados y el calor que despedía era tan agradable nos hizo olvidar cualquier sentimiento de miedo o aprensión que hubiéramos podido tener por el hecho de estar allí, a solas, por la noche.
Miré a mi alrededor: Cécile estaba muy hermosa, con su pelo mojado y su rostro brillando a la luz de las llamas. Detrás de ella había un gran sofá, sobre él había un libro abierto, y unas gafas doradas. Había almohadones de tela roja, estampada, por todas partes, y nosotros estábamos sentados sobre una gruesa alfombra tejida a mano. Alrededor de la estancia había candelabros diseminados por todos los rincones, con velas encendidas, que daban un ambiente aún más cálido a todo aquel lugar. En una bandeja había una botella con licor y cuatro vasos de cristal tallado. También un frutero de plata con fruta. Junto a los vasos había un jarrón de porcelana blanca decorado con flores azules. Por todas partes había estatuas de todos los tamaños de bronce y de madera, y en cada rincón que miraba encontraba nuevas y diferentes cosas cada vez. Era como si los objetos del salón a cada instante se multiplicaran con la única intención de proporcionar felicidad a los ojos de quienes los contemplaban.
Cécile estaba entusiasmada. Nunca antes la vi tan feliz. Los dueños de la casa aparecieron justo cuando el reloj de la pared marcó las doce. Él era un conde del que nunca conseguí aprenderme el nombre y ella se apellidaba Ionebskaya. Eran muy jóvenes los dos y parecían felices. Eran una pareja tremendamente amable.
Pasamos cuatro meses en su casa. Un día a la semana, después de media noche, subíamos los cuatro a un carruaje tirado por diez caballos negros y, alegres y despreocupados, nos íbamos a alguna fiesta. Pronto fuimos muy populares. Nuestros anfitriones nos presentaron a todos los otros fantasmas del valle y los alrededores. Eran una comunidad de gente inmaterial y divertida. Los había muy pintorescos: nobles que poseían castillos, viejos terratenientes, condesas, cortesanas, hombres que habían participado en la guerra de los cien años... Todos gente extremadamente interesante con muchas historias que contar. Aquella temporada no paramos. Luego, una noche, Cécile se enamoró de un joven campesino que había muerto doscientos años antes. Yo me sentí celoso y dije que me marchaba. Cécile dijo que se quedaba. Yo, despechado, proseguí mi viaje. Crucé solo los Cárpatos, llegué hasta Kiev, y como allí tampoco conseguí olvidarla, seguí aún más lejos mi viaje. Atravesé los helados Montes Urales y anduve años perdido por las inmensas llanuras de la Siberia Occidental. Una tarde llegué a una ciudad llamada Mirny. Conocí a una mujer y nos casamos. Tengo dos hijas y una pequeña granja. ¿Cécile? Nunca más he vuelto a saber nada de ella, pero, aún hoy, después de tanto tiempo, no puedo mirar el fuego de una chimenea sin que mis recuerdos vuelvan de nuevo a ella.

jueves, 16 de octubre de 2008

Amanecer a solas en la autopista

¿Azar o destino? Miré el rastro de soledad que había dejado su corazón marcado en el asfalto. Unos cientos de metros más allá un hombre fotografiaba los restos de metal producto del naufragio.
Viajaba solo. Se estrelló en la autopista, contra el pilar de un puente, justo en esa hora extraña en que empieza a amanecer un día cualquiera. Estaba tapado con una de esas mantas de aluminio que nunca tapan nada. Tenía un brazo estirado. Se le había desabrochado la correa del reloj. Llevaba un anillo de casado. Junto a él, alguien había dejado una cartera, sin fotos de familia, sin dinero. Su mano estaba abierta, con la palma vuelta hacia arriba, en actitud de espera. Diríase que a pesar de estar muerto, aún le pedía una limosna de tiempo al nuevo día. El cielo estaba encapotado, el sol, hacía un momento, había salido. Salió muy brevemente, lo justo para deslumbrarle, luego se había vuelto a dormir, casi al instante, tras de la línea gris de un horizonte lejano, inalcanzable.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Otoño, en una esquina del universo

Recuerdo, en la otra orilla, la ladera del monte cubierta de árboles y rocas. Era a principios de otoño, y en la naturaleza se mezclaban los colores calientes con los fríos. Algunas hojas dejaban en el aire manchas verdes. Las rocas eran negras, con fuertes sombras grises, y en las zonas por donde discurría el agua saltaban reflejos plateados. Las copas de los árboles del bosque eran un entramado confuso de manchas amarillas, ocres, siena, granate. Todo flotaba sobre una nube vegetal de color verde oscuro, peinada por el viento. Era un viento ligeramente frío que anunciaba que todo ese color formaba parte de un latido fugaz que acabaría con las primeras nieves del invierno.
Recuerdo aquel otoño, en la otra orilla, el prado estaba cubierto de lavandas, y un poco más arriba, de extensas manchas verdes de gayuba. El agua del lago reflejaba todo el color de ese maravilloso mundo, y en la parte más alejada, el sol doraba el pasto como una bendición.
Te tumbaste a mi lado. Estabas fascinada con el calor del sol. Mirabas el azul del cielo. Te vi desabrocharte la camisa. Llevabas un sujetador de color blanco. Te di un beso en el pelo y me quedé observando. Todo estaba en silencio. Yo pensaba en cometas cruzando el firmamento, volcanes, glaciaciones, galaxias, universos... Estrellas y planetas. Azares y destinos, nacimientos y muertes, dioses, demonios, guerras... Cuántos fenómenos se habían materializado en el inmenso caos de nuestro espacio-tiempo, para que ese sujetador, tú y yo, llegáramos por fin a coincidir en la orilla de un lago de montaña.

martes, 14 de octubre de 2008

Montaña Fría

Era temprano: todo estaba en silencio. Tan sólo el crujido de mis crampones clavándose en el hielo rompía la calma del lugar acentuando aún más la soledad de la montaña. El día había amanecido encapotado, hacía demasiado frío y las nubes no me dejaban ver más que una parte de las inmensas paredes que rodeaban el glaciar. Me dirigí hacia una de ellas. La ladera se iba inclinando progresivamente hasta convertirse en un tubo de nieve casi vertical, entonces, en ese punto, bajo una enorme piedra, se encajonaba un poco, y uno debía ascender por una canal de hielo que se perdía de vista en la base de un espolón de roca.
Estaba solo. A mi derecha, el muro de piedra brillaba cubierto por una fina capa de nieve y algo más arriba empezaba una inmensa cascada de hielo vítreo, de color azulado, que ascendía hasta perderse de vista entre las nubes. Contemplé muy despacio el viejo desafío. A los lados de la cascada, la pared de granito era de color negro y brillaba a pesar de la grisácea luz del día. Caía agua por todas partes. Colgado de mis piolets me estremecí ligeramente. ¡Tantas veces había soñado con subir por ahí!
Ascendí ganando altura hasta llegar a un paso estrecho, en penumbra. El hielo estaba tan duro que tenía que golpear varias veces con cada piolet antes de dar el siguiente paso. Sentía bajo mis pies el vacío total de la pared de hielo. Superé ese tramo y, jadeando, llegué hasta una repisa. Tenía la boca seca. Me relajé, probé un poco de nieve. Miré hacia abajo. La vista era espectacular. Pensé que no debía subir solo por estos sitios. Me di la vuelta y miré de nuevo a mi derecha. Entonces sucedió. Le vi caer cabeza abajo desde algún punto de la cascada y se estrelló en la nieve que el viento de la noche anterior había acumulado sobre una repisa inclinada que había en mitad de la pared. Luego, como a cámara lenta, se deslizó de lado, alrededor de quince metros, hasta parar justo al borde del abismo.
No había acabado de entender lo que pasaba cuando noté el golpe de adrenalina en mi interior. Golpeé con los piolets el hielo de la pared, ascendí algunos metros, busque una grieta y la seguí. Avancé en diagonal por ella y salí a una canal de nieve algo más blanda. Luego hice una travesía a la derecha que a mi me pareció eterna. Allí paré un instante. Intenté tranquilizarme un poco. Se me había acelerado tanto la respiración que me estaba asfixiando. Tranquilo, pensé, concéntrate en lo que tienes que hacer. Por fin alcancé la repisa, bajé hasta él, y le agarré de la chaqueta. Pensé: ¡Dios, está inconsciente! ¡Maldita sea! Miré hacia arriba. No había nadie. No se veía ni rastro de una cuerda, pero llevaba puesto el arnés, y colgado de él, gran cantidad de material. Tiré de su cuerpo porque se iba resbalando. Intenté apartarme del borde del barranco, pero me resbalaba en la nieve blanda. ¡No lo muevas!, pensaba, ¡no lo muevas!, pero se me hundían los pies y no podía dejar de tirar. De pronto oí un ruido a mi espalda. Me sobresalté como si hubiera oído el sonido de una avalancha. Casi solté su cuerpo.
Era su compañero. Había rapelado y estaba tras de mí. Gritaba: ¡joder! ¡joder! ¡joder!, y se tapaba el rostro con las manos.
¡Ayúdame!, le dije. Le sujetó y yo monté un anclaje en la pared y me puse a cavar con el piolet una repisa. Le colocamos boca arriba. Entonces le miré a los ojos: tenía las pupilas negras, terriblemente dilatadas. Está muerto, pensé. Le tomé el pulso. No tiene pulso, dije. Hay que hacerle un masaje cardíaco, dijo su amigo, y puso las dos manos en su esternón y comenzó a aplicar presión. Un estertor de muerte indescriptible llegó de sus pulmones encharcados. ¡Para! ¡Para!, le dije. ¡Está reventado! ¡Para!
Nos quedamos los dos mirándonos un momento en silencio. Sólo se oía el jadear de nuestra respiración. Miré su cuerpo más despacio. Su pierna estaba rota en algún punto y caía de un modo inverosímil hacia un lado. Tenía roto su pantalón de nieve y se había orinado. Volví a tomarle el pulso mientras le miraba a los ojos. Está muerto, dije. No se puede hacer nada. Tenemos que bajar a buscar ayuda. Yo bajo, dijo su amigo, y sin decir nada más recuperó su cuerda y descendió perdiéndose por la pared.
Me quede solo en la repisa, junto a ese chico del que no conocía el nombre. Tenía el pelo rizado, de color negro, y una barba de adolescente que apenas le cubría su rostro. Parecía dormir, aunque tenía los ojos completamente abiertos. La montaña estaba vacía y en silencio. Las nubes habían descendido y una humedad terrible se estaba apoderando de todo aquel lugar. Me quité mi plumífero y cubrí con él su cuerpo. No soy médico, pensé, igual sucede algún milagro, pero a continuación pensé también que aquello no era más que un gesto absurdo y, sin embargo, me sentía mejor viendo ese cuerpo así, más abrigado. No le tapé la cara, parecía mirar a algún punto lejano. Nos envolvió la niebla. No se veía nada. Sentí un frío terrible. La montaña estaba vacía, nunca antes había estado tan vacía.

lunes, 13 de octubre de 2008

Sin riego

Probablemente estaba ahí desde siempre, pero ella no se había dado cuenta, hasta que, esta mañana, la había visto por primera vez y se había quedado parada frente a ella. La estuvo contemplando un largo rato.
La planta casi llegaba al techo. Era una especie de arbolillo. Una de esas clásicas plantas de interior. Tenía unas hojas grandes que en algún otro momento de su vida debieron ser de un intenso color verde, pero que ahora caían blandamente, a los lados del tronco, marchitas, como si la soledad y el tiempo hubieran descargado el peso de una inmensa tristeza sobre ellas. Alguien la había situado en un espacio muerto, junto a una columna, en un tiesto de plástico de color blanco, a medio camino entre su mesa y el ahora vacío departamento de legal. ¿Cómo he podido pasar todos estos años sin verla? Pensó, mientras caminaba por el pasillo.
Una vez en su puesto de trabajo, no pudo quitarse la imagen de la planta de su cabeza. Si se asomaba un poco podía verla allí, al fondo del pasillo. Sola, perdida y olvidada, pasando su existencia en este lugar tan poco apropiado a su naturaleza.
¿Cuánto tiempo llevaba esa planta allí? Hizo un esfuerzo, intentó recordar, pero no consiguió recordar nada. En esa zona de la oficina que ahora aparecía desolada, solían celebrarse cumpleaños, ascensos, despedidas… Intentó recordar y su memoria le trajo la imagen de ella misma, sentada allí, en ese mismo sitio. ¿Cuántos años hacía de eso?
No pudo volver a trabajar. Miraba el reloj continuamente y según avanzaba la mañana, sintió que una ansiedad profunda se iba apoderando de ella. Una ansiedad cargada de amargura que llegó a ser tan intensa que apenas la dejaba respirar. Un hombre joven pasó a su lado. Buscaba a alguien. Por un momento pareció que iba a detenerse y preguntar, pero en el último momento pasó de largo sin mirarla. ¿Cuántos años llevaba sentada en esta mesa? Hizo un esfuerzo pero no consiguió recordar. Sintió que iba a llorar. Quería huir de allí, marcharse y desaparecer, pero algo la impedía moverse de esa mesa. Miró a su alrededor: la gente conversaba sobre cosas normales. Mi niño tiene fiebre, me ha llegado el recibo de la luz, se me ha estropeado el coche…

domingo, 12 de octubre de 2008

El mundo de los otros

Carlos tenía programado su despertador para que sonara a las siete, pero a las seis le despertó un estrépito. Su vecina de arriba se había levantado y estaba pasando el aspirador, cinco minutos más tarde abrió la ventana, sacudió la alfombra y dejó caer un jarrón de cristal, que se rompió al estrellarse contra el suelo. Apagó el aspirador, se puso unos zapatos, fue al otro extremo de la casa, y regresó. Volvió a poner en marcha el aspirador. A continuación encendió el equipo de música. Un rap repetitivo sonó a través del techo.
Carlos se resignó. Estaba claro que no iba a dormir más. Se levantó, fue al baño y se vistió. Salió a la calle. Era de noche y hacía frío. Cogió su coche y condujo por la autopista camino del trabajo. Carlos era prudente, respetaba las normas, detestaba enfrentarse con la gente. Un coche hizo una maniobra peligrosa. Pensó: la gente ha perdido la cabeza. Miró el cuadro de mandos: correcto, voy justo al máximo de la velocidad permitida, pensó, y se puso en el carril de la derecha, mientras el resto de los coches le pasaban.
Ya en su trabajo, ─Carlos trabajaba en una pequeña empresa familiar de material de construcción─, aguantó un par de impertinencias de la cuñada de su jefe, que ese día parecía estar de peor humor que de costumbre. Carlos podía haberle dicho algo, pero detestaba enfrentarse con la gente. Desde pequeño, sus padres le habían enseñado ese tipo de educación que está fundada en la prudencia y el respeto a los demás.
Carlos aguantó el día como pudo. Era un mal día. El encargado le llamó al despacho y le comunicó que este año tampoco le subiría el sueldo. También le dijo ─mientras lo decía miraba fijamente unos papeles─, que si no quería tener problemas era mejor que se llevara bien con su compañera de trabajo. “Es su cuñada, ¿entiendes?”, dijo muy serio. Carlos no respondió, se limitó a asentir con la cabeza.
La jornada terminó. Carlos cogió su coche y condujo de nuevo por la autopista. El día había empeorado. La temperatura había descendido y el cielo tenía un aspecto amenazador. Estaba encapotado y tenía un color blancuzco que auguraba una fuerte tormenta.
Las luces de emergencia del coche de delante le indicaron que había que parar. Había habido un accidente. Paró el motor. Al rato pasó por el arcén una ambulancia. Había comenzado a nevar y los copos se acumulaban en el cristal del coche. Esperó. Había un silencio sepulcral. Carlos, de pronto, se sintió perdido en un lugar de un universo al que había dejado de pertenecer hacía mucho tiempo. Un policía golpeó el cristal con los nudillos. Carlos bajó un poco el cristal. El viento helado le devolvió a la realidad. El policía dijo:
─¿Tiene usted una manta o algo parecido? Hay que tapar unos cadáveres.
Carlos le dio su abrigo. Fuera nevaba cada vez más fuerte.

jueves, 9 de octubre de 2008

Futuro

Mañana cumpliré sesenta años -pensó-, mientras miraba el techo de la habitación. Pasó mucho tiempo pensando en eso. Sesenta años… Hacía tres semanas, una mañana, se había sentido algo indispuesto. Un dolor de estómago continuo, en el lado derecho, que no se le pasaba. Fue al medico. Le hicieron un análisis de sangre, luego una ecografía, más tarde un scáner y, cuatro días después, una biopsia. Le dijeron que tenía cáncer de hígado y le mandaron a operar. Le abrieron, le cerraron, y allí estaba ahora, en esa habitación mirando al techo. Su hija entró en mientras pensaba en esto.
─¿Qué tal estás? –le dijo.
─Estoy bien, no te preocupes ─respondió─, regresa a casa, llevas aquí toda la noche.
Su hija estuvo un rato más y luego se marchó. La habitación quedó en silencio, sólo se oía el zumbido del aire.
Mañana cumpliré sesenta años –pensó-. Ayer discutía con ella porque nunca venía a verme, y ahora que ha venido, lo único que pienso es cómo demonios me las voy a ingeniar para que me vea morir con un poco de dignidad.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Gaviotas

Llegué a la estación de madrugada. Faltaba poco tiempo para que comenzara a amanecer y decidí salir a buscar algún lugar donde tomar algo caliente. Me adentré en la ciudad extraña. Eran las cinco y media, y en la calle peatonal los comercios permanecían cerrados. La luz grisácea del crepúsculo daba a la escena un ambiente frío, irreal, que me hizo estremecerme dentro del abrigo. Unas gaviotas chillaban en el cielo. Al llegar a un punto que formaba una esquina con una estrecha calle transversal, me llegó hasta la nariz un olor agrio, intenso. Junto al escaparate de una tienda, un vagabundo dormía sobre un cartón, tapado con una manta. Bajo él se extendía una mancha oscura, mezcla de orines y vino derramado. Un silencio pesado flotaba en el ambiente. Mientras caminaba el eco devolvía el sonido de mis pasos. Al fondo de la calle, las gaviotas se habían posado sobre la acera y caminaban erráticas, graznando, como si discutieran unas con otras. Cuando llegué hasta donde se habían agrupado me paré a contemplarlas. No se asustaban. Pasaron a mi lado ignorándome, sin apartarse, como si no existiera. De pronto se pusieron en marcha. Ahora parecían saber muy bien adónde iban. Me llamó la atención su gran tamaño. La penumbra del día le otorgaba a su plumaje blanco un aspecto extraño y sobrenatural, que me hizo sentirme más solo de lo que nunca antes me había sentido. Noté como el frío me calaba hasta los huesos. Esos seres ya no me parecían pájaros, sino alguna especie de espíritus capaces de sobrevivir a una catástrofe universal. Sus ojos amarillos miraban fijamente a un punto. Todas miraban hacia allí, de un modo tan intenso, que parecían estar hipnotizadas. Me di la vuelta, miré en su dirección y vi al vagabundo. Eran las cinco y media, aún no había amanecido y la calle estaba desierta.

martes, 7 de octubre de 2008

Sofía

Carlos apareció un día de agosto, justo cuando Sofía ya no esperaba nada de la vida. Tal vez lo trajo el viento, la lluvia o el sueño de una noche de verano. Nunca lo averiguó. Era alto, moreno, inteligente, con un cuerpo flexible y fuerte, y un carácter excepcional. Charlaron y sin saber porqué, Sofía le contó algunas cosas oscuras de su vida. Se volvieron a ver al día siguiente.
Sofía dejó mal aparcado, al borde del camino, su estado de autismo habitual, en un desesperado intento de ver si aquello era real o sólo estaba siendo un sueño, y él, sin darse apenas cuenta, consiguió hacerla regresar a aquel perdido paraíso en que vivía, antes de convertirse en un objeto muerto sin mundo emocional.
Sofía se sorprendió a sí misma surgiendo de la niebla del olvido. Salieron, conversaron… Él también le contó cosas de su pasado… Todo aquello se hallaba tan cargado de gestos, de futuro, que resultaba extraño, embriagador, sentir en ese instante, de un modo tan intenso, todo aquello.
Así pasó el verano. Carlos era estupendo y era italiano. Un día regresó a su tierra. Ni siquiera se despidió. Sofía, cansada de que cualquier historia suya siempre acabara mal, esa noche se tomó unas pastillas y regresó también a su tierra natal, pero de un modo bastante más rotundo, terrible y literal.

lunes, 6 de octubre de 2008

Todo va a ser mejor

A media mañana sonó el móvil. Era su mujer. Escuchó lo que decía y, de nuevo, descendió al fondo del pozo de su depresión. Cuando colgó, salió a la calle y se metió en un bar. Tomó una copa, y a la una, salió del bar. Estaba un poco más tranquilo, como si la bebida hubiera puesto un poco de orden en su cabeza. No tenía sentido seguir pensando en ella. Se dirigió al hotel donde había quedado con B.
B. estaba preciosa, como siempre. B. le contó que su marido había salido de viaje, que le ponía los cuernos con una chica veinte años menor que ella. B. estaba deprimida. Hicieron el amor sin ganas. Cuando terminaron, se sentaron a los pies de la cama, y en silencio, sin hablar, se bebieron varias de esas pequeñas botellas de licor que había en el mueble bar. Salieron, ella un poco antes, y luego él.
A las cuatro de la tarde entró en un restaurante. Comió solo. Bebió dos martines. Pidió una sopa de la que apenas probó dos cucharadas, y una dorada a la sal, que dejó sin tocar. Bebió dos vasos de vino. Pagó y salió de allí.
A las seis pasó por su despacho. Su secretaria dijo que ella le había llamado. Dudó si llamarla o no. Se sirvió un vaso de güisqui. Llamó.
Quedó con ella a las ocho. R. estaba preciosa, como siempre, aunque se le iba notando el exceso de retoques en la cara. A las nueve y media tomaron una copa, luego fueron a un hotel. Ella le indicó la dirección. Estaba en las afueras. R. le contó que ya habían firmado los papeles del divorcio. Que ahora todo iba a ser mucho mejor entre los dos. Ella puso interés pero él hizo el amor sin ganas. No pudo terminar, y al final, agotados, lo dejaron. Sentados a los pies de la cama bebieron algunas de esas pequeñas botellas de licor que había en la nevera de la habitación. Ella le dijo que le amaba. Él estaba borracho. Ella se vistió y salió de la habitación. Él se quedó a dormir.