martes, 11 de noviembre de 2008

Un hombre gris

Toda su vida fue un hombre gris. Nadie le vio entrar en un banco, ni hablar con un amigo, ni tener una relación. Por no tener, no tenía ni un sólo rasgo que le hiciera un poco singular. Siempre vivió con su difunta madre, una mujer anciana, viuda desde que él tuvo uso de razón. Ella murió de pronto, de esto hacía un par de años. Después nada cambió. De día trabajaba de cartero, de noche veía la televisión.
Nunca llegó a saber porqué hizo aquello. El día que cumplió sesenta años, salió de casa. Recorrió algunas calles. Entró en una farmacia, y la atracó. Ni él mismo se creía que estuviera viviendo aquello. Tres calles más abajo entró en otra farmacia. No había que hacer nada especial. Entraba, decía que aquello era un atraco, pedía lo que necesitaba, y luego continuaba su camino. Aquello duró toda la noche.
Empezaba a salir el sol. Pasaba sobre un puente de una conocida vía de circunvalación. Miró las bolsas que había conseguido en las farmacias. Sacó una caja; leyó lo que ponía: “Acinetil”. Sonrió, y una detrás de otra, se tragó las pastillas. Tenía la boca seca. Miró a su alrededor. Cerca había una fuente. Muy bien, pensó. Llenó de agua una litrona que alguien había dejado abandonada. Regresó y se sentó en lo alto del puente. Balanceó las piernas que colgaban en el vacío. Eran las seis y media, los coches pasaban bajo él. Alguien tocó de pronto el claxon. Se le había caído un zapato. Pensó que eso que había allí a sus pies era la gente. La gente gris que iba a trabajar, y se sintió feliz y diferente. El zapato saltaba de un lado para otro, atropellado, cada pocos segundos, por un coche. Respiró hondo. El aire estaba cargado de humedad. Sacó otra caja de una de las bolsas. “Antiobes”. En tres tandas vació la caja en su garganta. Luego bebió dos tragos de agua. Tosió: se había atragantado. Abrió otra caja: “Apsedón”. Muy bueno, dijo, e hizo lo mismo y después continuó. Tragaba las pastillas y leía : “aceglutamida, piritinol, deanol, lisina...”... “Agudil”, sí; éste sabía mejor, “Alsocal”... Hombre, jarabe, todo un detalle... “Aminofilina”... No, éste lo descartó (nunca había soportado eso de los supositorios)... “Fenproporex”... ¡Ah! Éstas sabían muy amargas...”Apsedón”... Atención, abuso peligroso, murmuró, mientras bebía otro trago. Tuvo que regresar hasta la fuente. Se había terminado el agua de la botella. Metió la cabeza bajo el chorro de agua, y con el pelo chorreando y la botella llena, regresó de nuevo al puente. “Denubil”... Perfecto. Se bebió seis ampollas. Después bebió otro trago de agua.
Miró a su alrededor. Estaba amaneciendo. Sintió como le latía muy fuerte el corazón. El cielo ardía en un maravilloso amanecer de un día de otoño. Sobre la ciudad, partículas de humo y polvo se desplazaban aquí y allá, mecidas por las turbulencias que generaban los coches a su paso. En los edificios, cada ventana, le lanzaba un mensaje de una profundidad maravillosa. Sintió que percibía en su interior cada ruido del mundo, como si él fuera el depositario de todos los sonidos y su cuerpo la caja de resonancia de todo ese murmullo universal. El parque olía a musgo, a pino, a materia vegetal en descomposición, todo eso entraba en su nariz y allí, inmediatamente, era clasificado. Al instante toda esa sensación llegaba hasta su alma en avalanchas y cobraba la forma de inmensas olas de calor. A cada instante su cerebro encontraba una palabra para definir de un modo nuevo todo aquello. La vida, la ciudad, el cielo... De pronto comprendió que todo era como el sonido de un gigantesco corazón. Todo era demasiado hermoso, demasiado excitante, demasiado bello, como para sentirlo y más tarde seguir viviendo. Cada átomo del mundo era luz y oscuridad, sonido y silencio, materia y vacío, color e intensidad. Entonces, de pronto, sintió una sensación que no supo expresar. El cielo se había oscurecido. Echó el cuerpo hacia atrás. Sintió que era lo gris que avanzaba hacia él. Luchó por escapar pero no consiguió moverse. No encontraba el nombre de aquello en su cerebro. Buscó desesperadamente. Se puso de pie sobre la barandilla y se lanzó al vacío. Eran las nueve, una hora punta de un día de trabajo, y claro, como sucede siempre en estos casos, dijeron mal su nombre en las noticias, ni una persona le acompañó en su entierro, pero les puedo asegurar que el atasco que se formó aquella jodida mañana de un día doce de noviembre, nunca lo olvidaremos ninguno de los que estábamos debajo de aquel maldito puente.

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