martes, 30 de septiembre de 2008

Eva

Cuando se despertó le costó recordar lo que había sucedido. Durante un espacio de tiempo que a ella le pareció eterno, miró al techo de la habitación. Le dolía la cabeza mientras trataba desesperadamente de pesar. Después se incorporó un poco y observó al hombre que estaba junto a ella. Dormía boca abajo. Roncaba levemente. Debía tener unos cuarenta años; tenía el pelo negro y llevaba una alianza de oro en su mano derecha.
Lo he vuelto a hacer, pensó. Maldita sea, lo he vuelto a hacer, y se vistió deprisa.
Eva salió de allí cerrando la puerta con cuidado. No llamó al ascensor: bajó por la escalera y salió a la calle. Era un apartamento en el centro de la ciudad. Cruzó de acera, pasando entre los coches, mientras intentaba reconocer algún detalle que le diera una idea de dónde estaba. Caminó calle abajo hasta que pudo reconocer una avenida, la siguió, luego torció por una calle estrecha y se metió en un bar.
Pidió un vaso de whisky. “Doble”, dijo antes de que la sirvieran. Miró el reloj: eran las once de la mañana. Él ya habría llevado a las niñas al colegio. Maldita sea, pensó. Mierda, mierda.
Unos albañiles alborotaban al fondo de la barra. Bebió un par de tragos. Encendió un cigarrillo. Inspiró el humo profundamente y luego lo dejó salir despacio, como si estuviera ejecutando el punto culminante de un rito religioso. Ya se sentía mejor. Se giró y dio la espalda al grupo ruidoso. A su lado, un tipo la miraba. Era un hombre elegante, bien vestido, de unos cuarenta años. Tenía el pelo negro y llevaba una alianza de oro en su mano derecha. Eva pensó que no debía llevar mucho tiempo casado. A sus pies había dejado un maletín y en su mano derecha sujetaba una blackberry. “Hola”, le dijo, con su mejor sonrisa. “Me llamo Eva”. “Yo, Carlos”, respondió él, tendiéndole la mano.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Marisela

Cae la tarde en la Plaza Mayor de la ciudad. El cielo ha adquirido una tonalidad violeta. Sentada en la terraza del café, Marisela se arregla el pelo con un gesto automático que repite miles de veces cada día. Marisela es joven aún, aunque en las comisuras de sus labios se advierte un gesto de cansancio que ella se encarga de ocultar cuando la mira un hombre. Su madre es colombiana y su padre era alemán. Tal vez fue la mezcla de estas dos sangres tan opuestas la que hizo de ella una mujer exuberante. Mide casi un metro noventa y posee un cuerpo escultural. Tiene la piel morena, el pelo liso, de un color intensamente negro, la cara ovalada, la nariz chata –un día, quizás se operará-, y los ojos grandes y también negros. Su cuerpo hace que los hombres se vuelvan cuando pasa y a ella le encanta ese poder que ejerce desde siempre con naturalidad.
A su lado, en la mesa, junto a ella, está sentado un hombre. Tiene muy buen aspecto: sesenta años, pelo blanco, abundante, traje chaqueta azul, zapatos italianos. Alto, delgado, pulcro, impecable. El tipo de hombre que uno ve en las revistas acompañando a una mujer madura, rica y famosa, en un yate de lujo.
Los dos contemplan a la gente. Llevan un rato sin hablar. Luego el hombre la mira y dice algo. Marisela se ríe. Le acaricia la cara y dice algo también. El hombre la besa en los labios. Un beso rápido, que es sólo un gesto de complicidad, exento de pasión.
Un músico se para frente a ellos y se pone a tocar. Marisela sonríe. Recuerda esa canción de cuando era pequeña. Marisela recuerda su casa de Colombia, el patio, la fuente de la plaza, los niños, el colegio. Mientras tanto, el hombre, disimuladamente, busca en el bolsillo de su chaqueta, saca una pastilla de Viagra, rompe el precinto de plástico, que se resiste un poco, se la mete en la boca y bebe un largo trago de agua.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Loli

Viernes, tres de la madrugada. La avenida del centro de la ciudad está desierta. Han regado y las luces de la ciudad se reflejan en el asfalto. En la acera, allá en la intersección de las dos calles, junto al viejo edificio abandonado, camina vacilante una pareja. Ella va unos pasos por delante. Es una mujer mayor, gruesa y corpulenta. Lleva el pelo teñido de rubio o de un color cobrizo indefinido. Va exageradamente bien peinada lo que le da un aspecto artificial, de muñeca barata. Lleva puesto un vestido blanco, y en la mano sujeta un bolso de color negro, con una hebilla dorada que le hace juego con la pulsera de oro que lleva en la muñeca.
El hombre –de unos sesenta años, pulcramente vestido, con traje y corbata, camisa blanca, zapatos negros, y gemelos dorados en los puños de la camisa-, es un hombre pequeño, delgado, de aspecto triste, que, a duras penas consigue mantenerse en pie-.
Ella se vuelve y su rostro compone un gesto hosco cuando le mira. Le dice algo y continúa camino del semáforo.
Por los ocho carriles de la avenida no pasa ningún coche. El silencio es total. En el suelo, el agua, sucia de aceite y restos de papeles, desciende calle abajo camino del túnel que atraviesa la plaza. Ella cruza la calle muy despacio. Mientras cruza, sin dejar de mirar hacia atrás, le dice:
-¿Tú qué te crees, que yo soy idiota? ¿Te crees que yo soy idiota?
El hombre llega al semáforo. Aprieta el botón para que cambie a verde. Se tambalea y, a punto de caer, se agarra al poste.
-Loli, ¡No cruces!, ¡no seas gilipollas! –dice angustiado.
-¡Tú a mi no me dices lo que tengo que hacer! ¿Te enteras? –responde la mujer, se da la vuelta, y avanza un par de pasos. Un taxí le pasa por detrás y se pierde por la avenida abajo.
El hombre mira a su derecha. Ve las luces de un coche que avanza hacia ella a gran velocidad.
-Loli, ¡joder! ¡No seas gilipollas! –dice con la voz ronca.
La mujer avanza un par de pasos. El hombre mira las luces deslumbrado. Un coche negro, con cuatro jóvenes dentro, pasa rozando a la mujer. Su vestido blanco se agita con el viento y el bolso cae al suelo. La mujer permanece de pie, desconcertada, en mitad de la calle, sin saber qué ha pasado. Luego, despacio, se da la vuelta y sonríe amargamente. La avenida se queda en silencio. El hombre está de rodillas en la acera, Ella continúa caminando. El semáforo se pone en verde. El hombre se levanta. Despacio, tambaleándose, avanza hasta cruzar la calle. Ya en la otra acera, los dos se abrazan. Se besan, se separan, y siguen su camino. Ella va un par de pasos por delante. Se vuelve y dice algo. Un poco más allá, los basureros riegan la calle. Bajo sus pies, el agua, sucia de aceite y restos de papeles, desciende calle abajo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Esther

Esther esperó junto al fuego a que subiera el café. Luego, regresó a la mesa, sirvió a su marido y se sentó frente a él. Eran las ocho de la mañana. Había dormido mal. Tenía los ojos hinchados y el pelo enredado.
─¡Qué asco! ¿Será posible? –la voz de su marido le llegó desde detrás del periódico. ¿Sabes cuánto hemos perdido ya?... Más de setenta y dos mil euros. Si la bolsa no remonta la próxima semana no sé lo que voy a hacer.
Esther no respondió: se hizo un silencio espeso. Nunca se había preocupado de dónde invertía el dinero su marido. Tenía un buen trabajo y en los doce años que llevaban casados su economía había ido de bien a mejor.
─He comprado una alfombra nueva para el salón. Mañana me la traen –su voz le sonó extraña mientras decía eso.
Su marido dejó el periódico a un lado y se puso a untar mantequilla en la tostada. Le observó mientras la extendía. Llevaba puesta una camisa azul y una corbata a juego con el traje. Notó que le apretaba el cuello. En los últimos cinco años había engordado quince kilos, se había ganado a sus suegros y había conseguido un buen puesto en la compañía. Se habían comprado una casa de lujo y un todoterreno, y aunque no habían tenido hijos [esta noche, sin falta, pensaba hablar con él de eso], podía decirse que eran felices.
Su marido apuró la taza de café, se levantó, la dio un beso al pasar, y salió por la puerta. Antes de salir, se volvió y la recordó que a las diez tenían una cena.
Esther se quedó sola en la cocina. Encendió un cigarrillo y se puso a ojear una revista. Media hora más tarde sonó el timbre de la puerta y salió a abrir. Era el perito del seguro. Estuvieron revisando algunos detalles de la casa: había una pequeña gotera en la buhardilla, una mancha de agua en la pared del garaje… Era un muchacho joven, de unos veintinueve años. Vestía un traje barato. Tenía el pelo negro y unas manos delicadas con unos dedos largos. Ella pensó que tal vez tocaba el piano o algún otro instrumento.
Se acercaron al cuarto de baño. El joven se puso de rodillas para ver lo que le comentaba ella. Era la tubería de detrás. Por alguna parte había una filtración que manchaba la pared del pasillo, pero no veía nada. Ella se agachó y le intentó señalar el lugar por donde parecía que salía el agua. No había espacio. No encontraban nada. Su pecho rozó el costado del joven y ella sintió una sensación extraña, pero por algún motivo no se separó. Él se acercó aún más. Los dos estaban agachados entre la taza del váter y el armario. Notaba el calor de su cuerpo. De pronto el se volvió y la besó en los labios. Se volvieron un poco más, el uno contra el otro. Sintió que la boca del joven sabía a cerveza. Él le acariciaba un pecho con la mano. Ella esperó un momento así, hasta que sintió que le explotaba la cabeza. Le apartó un poco. Torpemente, chocando el uno con el otro, se pusieron de pie.
─Perdón! –dijo él─, yo…
─No, no… ─dijo ella─, no te preocupes, es que… No sé…
─Lo siento, disculpa, no sé como he podido…
─Vamos a la cocina –dijo ella, mientras intentaba tomar algo de aire. La sangre le latía en la cabeza. Estaba muy nerviosa. Apenas podía respirar.
─Le acompañó a la cocina. Él joven rellenó el parte de desperfectos y se lo dio. Ella lo firmó sin mirar. Le temblaba la mano de un modo que no podía controlar. Comenzó a sentirse terriblemente ridícula. Le acompañó, casi empujándole, hasta la puerta.
Eran las diez de la noche cuando llegó su marido. Esther estaba todavía en la cocina. Miraba fijamente el cristal del microondas. La besó de pasada.
─Vamos a llegar tarde a la cena –dijo él, mientras se perdía por el pasillo.
Esther no respondió. Se levantó, sacó una cerveza de la nevera, bebió un trago. Sintió el sabor frío y amargo de la cerveza. De nuevo se sentó en la silla y se quedó allí, sin decir nada, mirando el microondas.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Sylvia

El hombre estaba apoyado en la barra, tomándose una copa. Miraba alrededor y algunas veces, al cruzar su mirada con la de alguna joven, sonreía. A su lado, de espaldas a él, una mujer alta, rubia, con un diminuto vestido rojo que resaltaba sus formas generosas, hablaba con un hombre. Sonó su móvil. Miró el número, hizo un gesto de disgusto con la cabeza, y a continuación congeló una sonrisa forzada en el rostro. Pulsó la tecla de descolgar.
-Dime –dijo cortante.
-Hola ¿qué tal estás? –la voz del otro lado del auricular sonaba alegre.
-Bien –respondió, entornando los ojos. La música atronaba en el local.
-¿Dónde estás? –dijo ella.
-En un bar, acabando de cerrar un negocio.
-Te echo de menos –la voz ahora sonó apagada-. ¿No se te olvida nada?
El hombre esbozó un gesto de fastidio. ¿Qué coño querrá ahora? –pensó.
-Mañana sólo nos quedarán quince días y estaremos casados –continuó ella.
Se hizo un silencio. El hombre miró por encima del hombro de la rubia. El otro hombre se había levantado.
-Lo sé. ¿Cómo se me iba a olvidar? No pienso en otra cosa. Oye, cariño, te tengo que dejar. Estoy trabajando, mañana hablamos.
-Sí, sí, no te preocupes. He estado viendo un vestido. Es rojo, muy bonito. ¿Sabes? He oído una canción en la radio. Se titula: “el amor es un vestido rojo”. He pensado que mañana volveré a la tienda y me lo compraré. ¿No te parece un título precioso para una canción?
-Sí, si, precioso… Esto… Oye… Te tengo que dejar… -el hombre que estaba con la rubia pagó la cuenta y se marchó. La mujer se quedó sola. La tocó un hombro suavemente... Oye –dijo, separando el móvil de su oído-, que tengo que colgar. ¡Adiós!, –ella le respondió algo que él ya no pudo escuchar. La mujer rubia se había vuelto y sonreía.
-Hola -dijo, mirando a la mujer rubia a los ojos-. Muy bonito ese vestido que llevas. ¿Has oído alguna vez una canción que se titula “el amor es un vestido rojo”?
La mujer sonrió.
-No –respondió-, pero suena romántico –sacó un paquete de cigarrillos de su bolso.
-¿Me invitas a una copa? –dijo ella.
-Por supuesto, querida. ¿Sabes que eres preciosa?
La mujer sonrió de nuevo y su cuerpo se relajó un poco. Se apoyó con un brazo en la barra. Tenía los ojos claros y llevaba pintados los labios de color rojo intenso, a juego con el color de su vestido. En el local sonaba una canción lenta que él no conocía. Era una canción triste. El hombre sonrió también. La mujer era hermosa y tenían toda la noche por delante.

martes, 23 de septiembre de 2008

Alma

Alma tejió una red con sus sueños y con sus pesadillas y se quedó atrapada allí durante muchos años. Quiso querer a un hombre como nunca antes le hubiera querido nadie, quiso tocar el cielo junto a él, pero escogió fatal, y el resultado fue que ella perdió una buena cantidad de años y se quedó vacía para continuar.
Luego todo siguió con una inercia extraña: pastillas, desengaños…, días, meses y años. Dejó de mirarse cada mañana en el espejo. Le di mi corazón –decía-, ¿dónde estuvo mi error? Bebió hasta emborracharse, se marchó a otra ciudad –no soportaba verle, con otra, de su brazo-. Buscó el amor por los bares y las esquinas hasta que un día, dejó ya de buscar.
Ayer, Alma cumplió cincuenta años. Su móvil sonó sólo una vez. Era su hombre de siempre. Hablaron de los hijos de él, del trabajo de él, de la suerte que había tenido al encontrar a esa buena mujer. Alma vive sola en un piso alquilado, trabaja hasta muy tarde los domingos, y lo único que hace por ella en todo el año, es pasar quince días en un hotel barato, de un pueblo que está cerca del mar.
Alma cuelga el teléfono, sonríe levemente, se va pronto a la cama. Esta noche no le apetece cocinar.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Las Islas Olvidadas

Le sucedió de pronto, el día que cumplió cincuenta y cuatro años. Era un quince de diciembre. Estaba sentada en una cafetería del centro, sola frente a una taza de café, partiendo un trozo de croissant con un cuchillo. Fue una revelación pequeña, pero fundamental para todo lo que vendría luego. Había sido una isla. Durante toda su vida había sido una isla donde habían venido a naufragar los hombres de su vida. Y ella los había acogido así, sin más, con la misma calidez impersonal que una isla recibe a cualquier visitante que llega de la mar hasta sus playas.
A todos aquellos hombres les había dado lo mismo: un bonito escenario de luz y arenas blancas, de mar azul y bosques de palmeras. Un sitio acogedor donde ellos se quedaban a descansar un tiempo, hasta que un día aparecía un barco que los sacaba de allí y se los llevaba a su destino real, con su mujer real de niños e hipotecas, de atascos y colegios.
Carmen lo comprendió. Comprendió con una lucidez pasmosa que ese había sido su papel. Miró el reloj: él no vendría ya. Pagó la cuenta y salió de la cafetería. El tiempo había cambiado y hacía demasiado frío para llevar ese vestido rojo. Había cumplido cincuenta y cuatro años. Sintió un intenso frío. Atravesó un par de calles así, sin saber dónde iba. En el escaparate de una agencia de viajes vio un cartel con la foto de una playa paradisíaca. Debajo de la foto habían escrito: “Crucero a las Islas Olvidadas”.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Cuando se despertó

Cuando se despertó le dijeron que estuviera tranquilo, que intentara no moverse demasiado. Más adelante, el médico le dijo que habían pasado catorce años. La enfermera sonreía todo el tiempo. Parecía que le hacía mucha ilusión que hubiera despertado, sin embargo él estaba bastante confundido. Sentía que no podía compartir con ella esa complicidad extraña.
Dedicó el mes siguiente a la rehabilitación, luego salió al jardín –hacía un hermoso día de sol que a él le agobió bastante-, y tres meses después le dieron de alta. No recordaba nada de su vida anterior. Al parecer tenía una casa y una asistente social. Aquel año pasó mucho tiempo sentado en la cocina, mirando gotear el grifo, como si en ese objeto se hallara la respuesta a todas sus preguntas.
Algunas veces salía a pasear por un parque cercano. Observaba a los niños, a las mujeres. Le fascinaban las mujeres. ¿Habré tenido alguna vez una mujer entre mis brazos? –se preguntaba.
Los días dieron paso a los meses, los meses a los años y nunca sucedía nada. Su vida estaba tan vacía como su memoria o su pasado. Su presente era un espacio en blanco que no sabía cómo llenar.
Un día se encontró con ella. Cruzaba una calle y la siguió. No estaba muy seguro de si debía hacerlo, pero al final se decidió y la abordó. Ella fue muy amable, hablaron, le contó algunas cosas de cómo era su vida en el hospital, de cómo le había cuidado cada noche durante aquellos años. También le dijo que algunas veces le leía en voz alta cuentos de Chéjov. La acompañó hasta su casa y cuando se despidieron, sin saber bien porqué lo hacía, la intentó besar en los labios. Estaba muy nervioso. Ella se resistió amablemente. Dijo algo así como que era un poco mayor para ella. Creo que él lo comprendió. Se disculpó muchas veces. Estaba avergonzado. Ella dijo que no importaba. De vuelta a casa él se preguntaba donde estarían todos esos años que le habían hecho mayor. También pensó que iría a una librería y compraría un libro de Chéjov.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Marcharse

Rebeca buscaba un buen lugar donde encontrar refugio para un desastre temporal. Trataba de encontrar un sitio acogedor donde sentirse a salvo de las cosas mezquinas de la vida. Rebeca tenía diecisiete años, doscientas cicatrices en el alma, catorce desengaños, un buen montón de golpes en la espalda, y una maleta gris, que hacía juego con el cielo de aquel día de octubre de Madrid.
Llegó de madrugada a la estación de Atocha. Anduvo algunos pasos, y se quedó parada en el primer semáforo. Buscaba algún indicio que le indicara un camino a seguir, pero nada le sugería nada. Se quedó mucho tiempo allí, esperando una señal que no llegaba. En ese lugar nos conocimos. Los dos perdidos para el mundo, cansados de la vida. Allí juntamos nuestros sueños; los contamos sobre la acera, y entre los dos sacamos los besos suficientes para una habitación. Compramos dos botellas, tocamos la guitarra, cantamos, nos drogamos. Salíamos cada noche a navegar, en un viejo contenedor de la basura, por los bares de la ciudad, y alguna vez el día, nos encontró en un parque, dormidos y abrazados, soñando el mismo sueño.
Pasamos juntos algún tiempo y luego se marchó. El día que se fue me dijo, con esos ojos suyos, tan vibrantes: “toma, que seas muy feliz”, y me puso en la mano unos gramos y una sonrisa.
Rebeca, aquella tarde me enseñó, que la vida es una constante despedida, y que por eso es muy importante saber marcharse a tiempo, y saber marcharse bien.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Comenzar

Esa mañana su alma estaba triste. No quedaba ni rastro de cualquier cosa conocida a la que pudiera aferrarse. Gabriel se despertó sin comprender donde estaba. Luego, miró a su alrededor y, lentamente, su cerebro le situó. El camastro, las paredes, los barrotes… Estaba claro. No había sido un sueño. Su mundo se había derrumbado. Había tocado fondo. Se prometió a si mismo que iba a cambiar. Tenía un largo camino por delante, pero ¿por donde comenzar? Desde el corredor le llegaron los ruidos de los otros internos, junto a la claridad del sol. Pensó que debía haber unas enormes claraboyas en el techo. Se sentó en la cama y observó largo rato a su compañero, que aún dormía. La cárcel, a primera hora de la mañana, era un lugar tan malo como cualquier otro, y Gabriel tenía cinco años por delante para adaptarse. Mientras pensaba esto sintió un retortijón tremendo. Se sentó en la taza del váter. Buscó con la mirada pero no encontró lo que buscaba. Respiró hondo, se tapó el rostro con las manos. Suspiró. Lo primero que haría sería conseguir un rollo de papel.

martes, 16 de septiembre de 2008

La melancolía del diablo

Salgo de tu alma: camino hacia ningún lugar. Siento que soy el pasajero de una piedra redonda y desolada. Llevo cien años instalado aquí, ejerciendo mi papel de “okupa” en este infierno. Desde mi corazón, un día, lejano ya, perdido entre las sombras, llamé con un lamento al tiempo, al mundo, a la belleza. He cargado con todo mi equipaje un largo trecho pero, esta noche, he arrojado al río de la soledad todas mis pertenencias. Ahora, mientras recorro la ciudad, comprendo que las calles han cambiado, que ya no puedo cantarle mi vieja canción de amor a aquella camarera. Esta noche las calles del pasado han desaparecido, se han cargado de nombres que no me dicen nada. Tal vez yo he sido el responsable de todo el mal del mundo, eso dicen de mí, nadie me quiere bien y por eso me oculto en las sombras del mar y en la tormenta. Quisiera regresar a mi pasado, pero siempre me encuentro con ese Dios cruel que no perdona, y tengo que seguir así, como he hecho siempre, perdido, interpretando mi papel. La vida no me da una tregua. Curiosa vida esta, llena de páginas absurdas de un diario desolado. A veces me acompaña un poco el existir de este vivir intenso del fracaso, y entonces, me bebo el vino amargo y dulce de los desesperados. Dentro de un par de horas me sentaré en silencio a contemplar esa forma de amanecer que permanece oculta a todas las miradas. Algo bueno tenía que tener mi triste condición. Ahora la recuerdo, siempre sucede así cuando se acerca este momento. Ella también tenía su carácter, y decidió que todos eran buenos menos yo. Nunca podré culparla. Tenía la piedad sin corazón de los verdugos, y ahora, después de tanto tiempo, aún conservo intensamente vivo su recuerdo. Sus caderas al viento, entre las llamas, llenan esta noche mis ojos de lágrimas y luz. El aire levanta su vestido. Rugen furiosas las llamas del deseo en mi cerebro. Sacudo la cabeza. Es mi momento: camina por la acera un hombre. Al doblar la siguiente esquina espera un delincuente. Ahora a trabajar, que se hace tarde, y el mal no pierde el tiempo.

60.000

-Hola ¿has visto las noticias?
-Si; vaya papelón. Corren tiempos difíciles para todos.
-Claro, tiempos difíciles.
-60.000 puestos de trabajo es el precio que va a pagar la sociedad por sus manejos.
No hay principios morales ni consideraciones éticas capaces de controlar las estrategias del poder monetario.
-No estoy de acuerdo: la base del capitalismo está en que el mercado se autorregula, en que la dinámica que genera es su propio control... Aunque, claro, habría que preguntar a los 60.000 empleados que van a perder su trabajo... La economía solo se resiste cuando se lee en los titulares de los periódicos, la micro real, la de la gente, es terrible.
-No seas ingenua: ¿cómo se va a autorregular un mercado que es manejado por bancos y sistemas financieros que consiguen sus inmensos capitales a través de las corporaciones y el crimen organizado, y que evaden sus fortunas en paraísos fiscales?
-Eres demasiado radical, yo, ya sabes que soy mas positiva con las grandes compañías. Creo que están formadas mayoritariamente por gente que quiere transformar la realidad ganando dinero en el intento, pero claro... En una economía tan globalizada... Los desmanes de unos son pagados por muchos... Lo que es más doloroso, para mi, es que las economías anglosajonas aún consideran que el seguro de desempleo es un freno al crecimiento económico, que el mejor estado es el mas pequeño.... Y luego salen al rescate de grandes bancos mal gestionados. Al final sucede lo de siempre: las ganancias se privatizan y las pérdidas se colectivizan.
-Esto tiene muy mal arreglo: los dirigentes políticos están sometidos a la ley del mercado, que está por encima de cualquier norma ética, y se limitan a acatar lo que les ordenan desde los poderes económicos para intentar mantener la necesaria seguridad que precisan los intereses de las grandes corporaciones. Ése es el escenario y las grandes corporaciones la única realidad que entienden es su propia realidad: beneficios por encima de cualquier otra cosa.
-Bueno, ahora la realidad nos muestra el papel del estado incluso en entornos ultraliberales... Es curioso como esta crisis hace tambalearse incluso los fundamentos de los que critican el capitalismo porque si. En las universidades americanas no se explica a Keynes, (y pronto no se exlicara a Darwin). Quisiera ver como esos mismo profesores justifican la conferencia que dio ayer el Treasury chef (como el ministro de economía) de la administación Bush.
-Las grandes corporaciones sólo sirven para construir una sociedad más injusta e inhumana. No hay más. La que no juega a ese juego, directamente se hunde, porque no puede competir, y los estados no tienen fuerza, porque dependen del poder económico y están atados a él.
-Hoy la realidad nos esta mostrando otra cara... Había solución para todo, pero no para esto. Había solución para compañías tiranas, para eso montamos el Estado y Europa,
pero no hay solución para ésto.
-Todo está muy bien trabado, de un modo muy simple y eficaz, porque está basado en un defecto humano fundamental: la codicia. Codicia a todos los niveles. Por eso todos, de una manera u otra, ayudamos a fortalecerlos en su juego, con nuestras pequeñas miserias y miedos, cediendo día tras día una pequeña porción de nuestra dignidad, diciéndonos: "no pasa nada", aguantaré un poco más, a pesar de todo aguantaré un poco más. Y seguimos el juego queriendo creer en lo que nos dicen, porque es lo más cómodo y seguro, y porque no se nos ocurre una manera mejor de continuar manteniendo nuestra forma de vida, pero la verdad sólo es una y no hay otra. Hace falta mucho carácter, y volver a darle un valor profundo a nuestra dignidad, y decir que no a tanta miseria. Yo no sé cómo, pero tiene que haber una manera. Si es preciso renunciando a esta seguridad de mierda en la que vivimos y renunciando a seguir en el sistema.
¿Crees que exagero? Míranos: ya casi no queda nada de nosotros, de lo que un día pudimos ser y no hemos sido. Yo lo veo así, no puedo evitarlo, es mi forma de ser.
-Yo, en cambio, nunca he sido nihilista, y creo que este sistema ha traído niveles de bienestar a la población como jamás la historia a conocido. Jamás tantos vivimos tan bien como vivimos hoy. Queda camino, sin duda... pero el avance es imparable.
-Lo sé, pero vivir cómodamente no es vivir bien. La gente vive en un mundo cómodo y superficial donde se tienen cubiertas las necesidades básicas y donde la esperanza de vida es mucho mayor, pero ¿que hacemos con esa esperanza?: desesperarnos. Cargar nuestro espíritu de estúpidos anhelos que nunca podremos cumplir. Hay muchas cosas buenas, pero yo creo que nuestra sociedad ha perdido el contacto con la realidad del mundo. La gente cada día sonríe menos y sufre más emocionalmente. Somos como esos perros que, a base de cruces y consanguineidad, han dejado de ser perros, y se han convertido en objetos de lujo. Perros ridículos que duermen en una cama con almohadones y llevan un collar de perlas. Perros neuróticos que ladran a todo lo que se mueve. A veces pienso que ya no queda casi nada de todo lo que un día debió hacer que tuviéramos un espíritu grande.
-Somos 6.700 millones de personas en la tierra... Los avances en educación y salud son incuestionables, la "paz perpetua" de Europa es, probablemente, uno de los mayores logros de la civilización... Sin duda la sociedad padece de insatisfacción vital, pero no colectiva, sino individual. Como individuos no somos lo que queríamos ser pero... Ni que decir tiene, el actual sistema es el que menos barreras nos pone para cambiar nuestro destino de los conocidos en la Historia. Hay que enfrentarse a nuestro propio fracaso, y echarle la culpa al sistema ya no aguanta ni el panfleto universitario.
Quiero decir que la mayoría de las cosas están ahí fuera, que hay que salir fuera y cogerlas, porque no nos están prohibidas, solo hay que ganárselas. Sin duda para algunos es mas difícil que para otros, pero casi nada esta vetado.
-Probablemente tienes razón. No sé. Yo no soy tan positivo como tú. Yo sólo sé que algunas veces, estos años pasados, he sentido que no era mucho más que un cerdo en un corral, a la espera de que alguien decidiera que había llegado mi momento de ir al matadero. Hoy ya no me preocupa eso, lo único que me fastidia es no haber hecho nada mientras tanto, no haber roto la valla y haberme largado del maldito corral. Hoy ya no importa. ¿Sabes? Esta mañana me han llamado los de Recursos Humanos. Me han despedido. Soy uno más de esos 60.000.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Un cuenco de arroz

Era la undécima luna del año y la hojarasca cubría el jardín. La choza de bambú, oculta entre los árboles, parecía más sola que nunca, y en el silencio del alba, la montaña era un lugar extraño, ajeno a cualquier huella de los hombres. Dentro, sobre una estera de cañas, el anciano vivía el aislamiento de un viejo cuerpo helado arrasado por una mente en llamas. Un pequeño rebeco se acercó hasta la puerta de la choza parándose a probar la hierba aquí y allá. El anciano observaba sus movimientos y en cada reflejo de sus ojos veía renacer un universo. Mientras, la luz de la mañana ganaba espacio al mundo de las sombras. Despacio, la montaña despertaba a la vida. El aire, cargado de humedad, traía el olor de los pinos de la ladera, de la tierra mojada, de la vegetación del valle y de las viejas, antiguas flores del pasado, ya marchitas. En el aire se respiraba el presente, el pasado, el futuro del mundo.
Todo era paz y sin embargo, algo no se sentía tranquilo aún en el cansado corazón de aquel anciano. Llegaba el primer frío del invierno y sentía que no había hallado la respuesta. La vida es sólo esto, se decía, pero a su corazón no le servía ese argumento. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer para desentrañar el misterio profundo de la vida?
El rebeco se dio la vuelta y se alejó abriéndose paso entre la espesa vegetación del bosque. Un pájaro cantó en la parte posterior de la choza. En el cielo, muy alto aún, una pareja de águilas aprovechaba las primeras corrientes de aire de la mañana. Era un día más en el planeta tierra. Un día más para, pensar, esperar, ayunar, y tratar de salvar una pequeña parte de su alma del naufragio. Mientras, cientos de metros más abajo, el tiempo había cambiado y un mar de nubes avanzaban deprisa hacia la choza, cubriendo la ladera, haciendo desaparecer bajo su misterioso manto blanco las copas de los pinos.
El anciano se levantó despacio. Tenía el cuerpo entumecido, calentó un poco de agua y preparó un cuenco de arroz.

La multitud y el frío

…Un niño chino se me acercó. Yo estaba sentado en el banco, junto a los otros. Llevaba una sudadera negra de skater con capucha, unas gafas extravagantes y un pañuelo en la cabeza. Le debí parecer un tipo duro. Se sentó junto a mí, me miró y cruzó los brazos copiando mi gesto. Llevaba puestos unos patines viejos que alguien le había regalado. Se había levantado un viento frío. A nuestro alrededor la multitud bebía.
-¿Cómo te llamas? -dije.
-Christian –respondió, mirándome con sus ojos rasgados.
Me sorprendió que un niño chino se llamara Christian... Charly, tal vez, pero Christian... Me di cuenta de que yo no sabía nada de niños chinos. Estábamos sentados en uno de los bancos de la plaza. Eran las tres de la madrugada y a nuestro alrededor la gente bebía y charlaba de sus cosas.
-¿Sabes Christian? -continué-: cuando seas mayor podrás venir con nosotros.
Christian sonrió con esa sonrisa típica de los niños chinos de las películas y se acercó mucho a mí. Me agarró del brazo y se quedó allí, acurrucado a mi lado.
Miré a mi alrededor. Un grupo de hombres y mujeres orientales discutía acaloradamente en otro banco, al fondo de la plaza. ¿Cuál de ellas será su madre? –pensé-.
Era viernes: la noche en la plaza continuaba. Algunas adolescentes llegaban con cara de sueño y se unían a uno de los grupos. Hacía cada vez más frío. Un mendigo enajenado caminaba de un lado para otro sin rumbo, hablando solo. Unas voces llamaron mi atención: eran los borrachos. Los mismos borrachos de siempre, que se pegaban al fondo. Alguien lanzó una botella al aire que se rompió con estrépito en alguna parte, entre la multitud. Unos bikers saltaban y hacían piruetas sobre el plano inclinado de la alcantarilla mientras un coro de jóvenes gays se besaban y cantaban canciones antiguas que hablaban de amor y libertad. Desde el pequeño cuadrado de cielo que cubría la plaza, la luna nos contemplaba, lanzando una luz triste y plateada sobre todos nosotros. Aquello era una noche más, sólo una fría noche más de una vida que ya se hacía eterna, y que continuaría así, sin ningún cambio, hasta que se enfriara completamente el mundo. Christian dormía sus sueños de niño sobre el banco. La multitud bebía.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Starry Night Over the Rhone

Aquella noche Vincent no conseguía dormir. Su espíritu estaba inquieto. Dio vueltas por la habitación y al fin, molesto y aturdido, como si atendiera a una llamada secreta que no pudiera eludir, se puso su chaquetón y salió a la calle.
No quería pintar. Su mente divagaba y no conseguía centrarse en un pensamiento concreto. Sin darse cuenta se encaminó a la orilla del mar, a un lugar que había visto hacía un par de días, desde el que se divisaba una playa cercana, y al fondo, la ciudad.
Hacía frío. Vincent sintió que era un ser absurdo una vez más. Encontró un buen lugar junto a unas piedras y se sentó a fumar. La vida le dolía dentro. Aquella noche, podía sentir en su alma todo ese sufrimiento que hacía de su existencia una herida constante, interminable, una herida profunda, abierta al infinito, que no dejaba de sangrar.
La noche avanzaba mientras el azar y el destino llenaban de estrellas el cielo. Vincent miró la noche y comenzó a pintar.
Pasó algún tiempo y ahora, desde la celda de su corazón, contemplaba una noche intensamente azul. Las estrellas brillaban en el cielo y en la línea del horizonte las luces de la ciudad brillaban también de un modo que aturdía su mente y sus sentidos. Ese juego de luces lanzaba destellos en el agua, dibujaba líneas, marcaba contornos y creaba cientos, miles, millones de matices de color. Todo aquello estalló en su mente. Estaba sofocado de la excitación. De pronto, un universo azul crecía ante sus ojos con una fuerza como nunca antes había sentido.
Vincent pintó aquel cuadro, encendido, con la certeza, la urgencia y la desesperación del sabio que sabe que nunca se volvería a repetir aquel instante. Cuando se iba a marchar, en el último instante, pasó una pareja y Vincent los pintó también. Ella iba cogida del brazo del hombre. Vincent sintió su soledad de un modo tan sólido e intenso que algo se desgarró por dentro. Cuando acabó tenía los ojos rotos y el alma cargada de dolor, y al mismo tiempo sentía una extraña sensación de paz. Había hecho su trabajo, lo único que sabia hacer y eso le redimía un poco.
Vincent sintió que pintar aquella escena de una noche estrellada sobre el Rhone había sido desde siempre el único sentido de su vida. Ahora, en ese instante, comprendió por fin que, de algún modo, aquella noche se había cumplido su destino. Ya no existía ninguna diferencia entre su obra y él. La noche, el cuadro y él eran lo mismo. En aquel lienzo Vincent había compuesto una última canción de amor para sus sueños.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Sunflowers Run to Seed

Vincent una noche tuvo un sueño: soñó que era una marioneta. Las olas le habían arrastrado hasta una playa y ahora yacía allí, sobre la arena, junto a las algas que se secaban lentamente al sol.
Aquella noche, Vincent soñó que su dios había perdido la batalla, que no existía un lugar a ras del suelo donde un hombre pudiera encontrar un buen destino, que todo era un vacío aterrador. Soñó que en su viaje hasta esa orilla había oído cantar a las sirenas, gemir a las ballenas, llorar por sus muertos a la gente del mar.
Miró hacia el horizonte y vio que el cielo había desaparecido, que el mar era un desierto, que él, con sus pinceles, lo único que hacía era pintar una trágica canción de cuna para un muerto. Aquella noche comprendió que hacía mucho tiempo que el mundo le había colocado unos ojos opacos de cristal, el alma azul de un marginado, el corazón de una manzana amarga, el gesto de un loco desesperado.
Bajo un cielo de nubes de piedra se sentó a contemplar el paisaje, la playa, el silencio, y pensó en su pasado, en su absurda ruptura con la gente y el mundo. Buscó un lugar feliz en sus recuerdos, pero no lo encontró. Angustiado, miró hacia el mar que le había devuelto a la arena y sintió que nadie vuelve igual de ese viaje, que el mar nunca perdona sus naufragios, que el amor, la belleza y la vida siempre terminan mal.
Estaba amaneciendo. Vincent se levantó de la cama. De un trago terminó el resto de líquido que aún quedaba en la botella. Colocó un par de girasoles secos sobre una mesa y comenzó a pintar.

martes, 9 de septiembre de 2008

The Starry Night

Vincent lo comprendió un día, de pronto. Necesitaba intensidad. Sentir que estaba sucediendo algo a cada instante. Algo trascendente y vital. Algo que diera forma a su existir. Comprendió que no estaba preparado, que no soportaba las relaciones de baja intensidad. Cuando sucedía eso, perdía todo interés. Entonces, su espíritu, su alma, se esfumaban, y Vincent se convertía en un ser lejano e inaccesible. Vincent, en su locura, creía tan sólo en la pasión, en el arte y en el conocimiento. Sin embargo, ahora, en medio de la noche, la recordó de nuevo, posando para él. Sonrió y un gesto de amargura se dibujó en sus labios. Esa mujer, perfecta e inalcanzable en su belleza, no tenía que hacer nada. Se limitaba a estar, y el mundo giraba a su alrededor enloquecido, como un insecto cegado por su luz.
Vincent siguió pensando en ella largo tiempo, luego sintió que ya era tarde, que ahora ya no esperaba nada del mundo o de la vida, que hacía mucho que había dejado de esperar. Vivía ferozmente, con rabia, atormentado. Se había convertido en un hombre sin tierra, en un vagabundo emocional. Vincent miró hacia el horizonte, respiró hondo y murmuró algo que yo no acerté a comprender. El cielo de la noche se iluminó con un relámpago a lo lejos. Aquella noche las estrellas brillaban para él. Sintió que amaba todo aquello. El aire cargado de humedad, los árboles, el campo, las casas, el cielo… El tejado del campanario de la iglesia lanzaba sus plegarias a un dios indiferente que dormía desde el principio de los tiempos de su inmortalidad sobre el paisaje. Las nubes se arremolinaron en sus ojos. Dejó que penetrara cada pequeño matiz de color de ese mundo infinito en lo más hondo de su cerebro y, sin secarse las lágrimas de los ojos, comenzó a pintar.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Noche de lluvia

Ajeno al devenir del mundo
Bajo el cielo camino hasta tu cuerpo
Ha llovido, los objetos relucen en la noche
Paciente, el nuevo amanecer espera
Que regrese la luz de su lugar perdido.
Ella y yo estamos juntos en la noche infinita
Dos almas cargadas de destino
En silencio, a la espera
De que un capricho de la naturaleza
Nos descubra el camino
De un cielo acogedor o de un infierno.
.
…Vincent vivía en el mundo y lo amaba. El mundo era su sitio y durante muchos años se tuvo que alejar de él para cumplir con una obligación que no podía eludir, pero durante aquellos años su espíritu soñaba cada noche con regresar a él.
El mundo que Vincent amaba –ahora lo recordaba bien-, no existía en ningún lugar concreto. Estaba en todas partes. Todo ese mundo formaba un universo sólido e inmaterial; imaginario, fascinante y real al mismo tiempo. Un sitio donde uno podía luchar por comprender y comprenderse, pintar un cuadro, escribir unos versos, crecer, crear, amar… Allí, en medio de todo aquello, Vincent renacía de nuevo a cada instante y se descubría en un gesto desconocido y nuevo cada día.
Algunas noches se encontraba escribiendo poesías y entonces, febril, se olvidaba del tiempo y escribía durante horas sin parar, y de nuevo sentía que aquellas poesías estaban cargadas de decisión y vida. La libertad, la vida, el mundo, eran maravillosos desafíos. Vivir con toda el alma requería carácter y determinación. Vivir, en ese instante, era no mirar hacia atrás, lanzarse a un salto en el vacío… Vincent miró el reloj: eran las seis de la mañana. Quería escribir más pero ya no quedaba tiempo, debía salir fuera. Cogió un lienzo y una caja con algunas pinturas. El mundo había despertado y empezaba a crearse un nuevo día.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Van Gogh's Chair

Vincent estaba cansado. La llama de las dos últimas velas que aun continuaban encendidas apenas servía para distinguir los tonos de color. Alargó el brazo y acercó la botella de absenta a sus labios. Bebió un largo trago y suspiró. No le gustaba el cuadro. A un lado, en la silla, descansaba su pipa y un puñado de hebras de tabaco sobre un papel arrugado. En el papel, Vincent había escrito: “Allá donde los hombres levantan un muro impenetrable de tristeza, y donde el corazón se quiebra de dolor. Allá donde hace un nido la inquietud, y la vida, de pronto, se convierte, en algo que a todos les resulta indiferente. Allá donde diez mil senderos cruzan tu recorrido, y ninguno de ellos conduce a un buen final. Allá donde el árbol pierde todas sus hojas y se seca la orilla de los ríos. Allá donde el destino habita un sórdido lugar, se encuentra el reino en llamas de un alma estremecida, un alma, que siempre está buscando y no sabe encontrar”.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Agosto terminó

Agosto terminó y la gente regresó de nuevo en masa a la ciudad. Aquella muchedumbre volvió a llenarlo todo y el caos se apoderó del tiempo y de la vida. La humanidad corría de un lado para otro levantando tras ella grandes nubes de un polvo espeso, cargado de dolor y de monotonía.
Agosto terminó y yo contemplaba como la gente construía casas, naciones, cementerios… Miles de seres nacían y morían cada día. La humanidad luchaba a su manera contra el paso del tiempo y, para hacerlo, la mayoría optaba por adorar el mito de alguna estatua de barro y de cartón. Buscaban el significado oculto de lo que nunca significa nada. Mientras tanto, el planeta giraba en el espacio, ajeno e indiferente, cada día.
Agosto terminó y los hombres luchaban por su inmortalidad en los pozos de fango de la vida. Los niños no reían. Las mujeres perdían su belleza, como flores cortadas y puestas a secar en el rincón oscuro de la melancolía. Todos sufrían por insignificancias, morían mil veces cada día, y cuando parecía que habían conseguido burlar a su destino, eran conscientes de que, desde el principio, habían corrido en una dirección equivocada.
Agosto terminó y el mundo entero agonizaba. Mientras, sentada en la hierba del parque, ajena a todo esto, una mujer leía un libro de David Sedaris y reía.

martes, 2 de septiembre de 2008

En ese momento


La gente me dice que no existes, que sólo eres producto de mi imaginación, pero algunas mañanas, justo en ese momento extraño, antes de amanecer…
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Cuando la gaviota abandona la orilla y el lomo del dragón aparece y rompe la calma de la superficie, cuando el cisne se acerca despacio y me mira, intrigado, y el mundo hace lento su eterno latido, y se esconde a escuchar. Cuando la eternidad retrocede y se hace pequeña, y el sabio, confuso, no sabe qué pensar. Cuando el amanecer se recuesta en la hierba mojada y el soplo de la soledad se apodera de todas las cosas, cuando todo termina y se extingue la vida, entonces, en ese momento, a veces regreso al sagrado calor de tu piel y recuerdo que existes y que estás siempre ahí, tal vez leyendo esto, en este mismo instante, al otro lado del mundo.