martes, 4 de noviembre de 2008

Yua

Yua estaba sentada en mitad de la sala. Doblada sobre sí misma, se tapaba el rostro con las dos manos. Pasó una nube y la luz desapareció por un instante. Yua levantó la cabeza y varios de sus pensamientos cayeron sobre el suelo. Yua los contempló allí, tirados sobre las frías baldosas de color amarillo, abandonados en ese lugar, igual que ella.
¿He dicho que Yua era preciosa? Tras las rejas de hierro de la séptima planta, a veces Yua contemplaba la ciudad. La ciudad; ese universo recostado en su sillón de humo. La ciudad que bramaba belleza y miseria... Yua, a veces, dejaba que los pájaros picotearan el inmenso laberinto de azoteas sin alma, mientras ella pasaba por encima de todo aquello, con sus gestos sin luz, con sus voces sin voz... Sin embargo, daba igual lo que hiciera, para Yua, todo era entonces un espacio de una irrealidad pastosa y deprimente.
Subí en el ascensor. En la sexta planta se bajó el último pasajero. Estaba claro que algo no funcionaba bien en ella. Yo no conocía a otra que se la pareciera, lo que me hacía pensar que Yua debía ser sólo un problema, un defecto, o una aberración. Algo que la naturaleza había dejado caer, en un gesto de azar, sobre la tierra.
Le pedí al guarda de seguridad que me abriera la puerta.
-Muéstrame el pase -dijo.
-Siempre la misma coña -respondí-, ¿es que nunca te vas a cansar de hacerme pasar por esto?
Igual que cada día, el guarda miró con atención mi foto, me miró a mí, y soltó una carcajada.
-¡Te estás quedando calvo! –dijo, mientras me devolvía el pase.
-¡Ábreme de una vez! -le dije, y di una patada a la puerta de hierro.
-Tranquilo, hombre -me respondió-, no hagas ruido, que me los vas a alterar.
Traspasé la puerta y avancé por el pasillo. Varios pacientes caminaban aquí y allá. Algunos estaban acostados. Entré en la sala. Yua estaba sentada en medio. Miraba a una pared.
En la pared alguien había colgado dos cuadros. Yo no los había visto hasta ahora, y eso que había permanecido junto a ella, sentado frente a esa pared, más de tres meses. Eran dos acuarelas que representaban escenas difusas con flores: un portalón de hierro que daba acceso a un lugar amarillo, una cesta, y a un lado, una especie de tonel de tonos verdes y azulados. Eran dos pinturas detestables. ¿Quién pudo comprar esos absurdos cuadros? -me pregunté-, pero no quise saber la respuesta porque esos cuadros formaban parte de mi vida, aunque yo nunca los hubiera visto antes. Ahora, esos cuadros eran lo único tangible y material que poseía para acercarme a ella, además de mi pasión por traerla de vuelta.
-Las flores... -dije, acercando una silla y sentándome a su lado.
-Las flores... -respondió.
Yua esa tarde necesitaba desahogarse, pero yo no creía ya en los psiquiatras. Sólo creía en las pastillas. Las pastillas que atontan a Yua, que entumecen su mente, que la matan el espíritu y la creatividad.
¿He dicho que Yua era preciosa?
Ahora la nube había desaparecido; el sol entraba por la ventana y rebotaba en sus ojos de color verde. Sentí calor. Por fin calor -pensé-, después de estar helado toda la tarde. Me quité el jersey que me hacía sentir como un anciano y me quedé sólo con una camiseta, pero, al instante, volví a sentir el mismo frío. Yua permanecía inmóvil sobre la silla. Miraba las flores. Tenía en la mano un papel arrugado. No sé muy bien porqué pero pensé en Lázaro y en su “levántate y anda”. Luego pensé en cómo debió apestar aquello y el pensamiento pasó a segundo plano. Matalamuerte -pensé-, ¿no vas a venir a visitarnos? Abrí el frasco, me tomé sus pastillas, y comencé:
-Hola Yua: ¿que tal estás esta mañana?
-Muy bien doctor -me respondió-, ¿y usted?

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