lunes, 3 de noviembre de 2008

Tarde de octubre

Cuatro y media de la tarde en el parque. Sentado bajo la estatua del lago contemplo la ola de frío que sacude Madrid. Inmensas nubes negras cubren el cielo. El viento agita las hojas del cuaderno en el que escribo. En la orilla opuesta, el aire se deshilacha en una cortina de agua que desciende hasta cubrir las copas de los árboles. Mis manos se hielan.
La gente se ha ido. Sólo permanece, suspendida en el aire, la melodía del saxo de un músico ambulante. Un fragmento de ¨Strangers in the Night¨, que se repite, una y otra vez, como un lamento, bajo un cielo que amenaza caer sobre la tierra.
En esta parte del lago el tiempo se detiene. La soledad es total. Al rato, atravesando el frío, llegan hasta mí un par de muchachas, con abrigos y gorros de lana. Una de ellas tararea la canción. Al paso de una nube, el agua se oscurece y parece aún más fría. Algunos pájaros cruzan el cielo. Dejo de escribir. ¿Qué hora es? Saco el móvil. Fastidiado, compruebo que se me ha estropeado y me pongo a pensar.
Esperar; como siempre. Esta tarde, todo se reduce a esperar en el frío. Pasa el tiempo y las nubes también. Arrastradas por el viento del norte se dirigen al sur, junto a mis recuerdos. Miro al cielo. Dentro de poco, el sol disipará toda esta oscuridad y regresará el calor. Sólo hay que esperar.
Bajo la estatua, sentado en la base de piedra, mi trasero se ha helado. Pasa una mujer. Arrastra una pesada maleta que salta y se retuerce sobre los adoquines del suelo. Es como un animal atado a una correa que no quisiera atravesar este lugar.
Ahora, sin embargo, mientras espero, el tiempo se transforma y cobra vida, y se materializa en una carpa que salta en el lago, en una hoja que flota en el agua, en una rama caída, en un vagabundo enajenado que busca a su gato, en una mujer que ha perdido los dientes en una batalla librada en alguna pensión. Y luego, sin ninguna razón, la tarde se despliega en el cielo y el sol aparece. La gente regresa despacio y se sientan. Uno aquí, otro allá, otro un poco más lejos. Despacio, en silencio, cada uno ocupa su lugar y se vuelven estatuas. Ya no viven: se limitan a estar. A lo lejos suena una sirena.
Intento escribir. Ahora una paloma blanca, se ha posado a mi lado. Tiene manchas marrones en los extremos de las plumas de sus alas. Está cerca, tan cerca, que por un momento pienso, que va dar un salto y se va a posar sobre mí. La paloma me mira con sus ojos de pájaro y después picotea en el suelo. Regreso al cuaderno. Se ha levantado viento. La luz del sol se refleja en el lago. Una barca atraviesa la luz. No se puede mirar. Deslumbrado, las estatuas de bronce parecen vibrar en color verde oscuro. Hace frío. Una pareja de policías pasa a caballo. Huele a lluvia y a tierra mojada. Hace frío, hace frío. Cubro mis manos con las mangas de la chaqueta. Duelen. Me arde la cara. En el embarcadero, a lo lejos, se oye gritar a unos chavales. Cae la tarde. El sol se pone definitivamente. Mi escritura está en paz. Lo he intentado de nuevo, y de nuevo he desistido. Resulta imposible describir la magia y el misterio que esconde la vida.

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