martes, 27 de abril de 2010

Cada amanecer

Cada amanecer sucedía lo mismo: los fantasmas de la realidad regresaban a mi y me apabullaban con sus gritos. Yo miraba a otro lado, trataba de recordar, cavaba agujeros profundos en la tierra y me ocultaba. Luego, cuando presentía que ya se habían marchado, salía a la luz y me arrastraba a tientas, en un aire espeso como el aceite, mientras trataba de avanzar a lo largo del día. Así pasaban las horas infinitas y llegaba la noche, y de pronto de nuevo hacía calor, y su cuerpo dormido tenía la calidez de una tierra cargada de misterio, un océano abisal, un universo azul impenetrable.
En mis sueños yo veía en cada pequeño detalle de su cuerpo las formas infinitas de la Vida, los misterios sagrados de la muerte, el comienzo y el fin de todo lo que es bello y tiene un espacio de luz y eternidad en este mundo. Y la noche se iba llenando con su cuerpo y aquel era mi único lugar, lejos de cualquier cosa real o imaginada.
Todo se detenía entonces en medio de la noche. El tiempo se paraba en ella y en la penumbra de aquella habitación su piel se destacaba nítida y blanca, como un nevero en medio de la oscuridad, y había algo salvaje e indescriptible en ese cuerpo tan cargado de Vida. Y yo la contemplaba sintiendo en lo más hondo de mi viejo y cansado corazón que nunca más después de aquello podría volver a sentir de un modo tan intenso. Quería a esa mujer de un modo irremediable.

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