martes, 13 de abril de 2010

Unas palabras para Bea

Una vez conocí a una mujer. No se parecía a ninguna otra, tal vez por eso resulta tan difícil contaros cosas de ella. Recuerdo que nunca tuve tiempo de amarla toda entera, tan grande era mi amor que la quería por partes. Una noche amaba sus manos, otra noche su pelo, otra noche sus labios… Tenía que dedicar todo el tiempo del mundo para amarla. Cada puesta de sol, cada instante de luz, cada paisaje… Su piel tenía el sabor de un helado de tarta de nata con frambuesas, un parque en un día de sol de primavera, un beso con amor bajo la almohada. Ella me hacía vivir de acuerdo a unos principios elevados. Junto a ella yo era alguien diferente, un tipo con talento, con alma y sin dinero –para decirlo claro: un tipo pobre, pero jodidamente enamorado-.

Ella, con su mirada, apagaba las llamas del infierno. Tenía entre sus manos el destino final de mi universo, la sangre de mis días, los sueños de mis noches. De eso hace tanto tiempo ya ─dos días han pasado desde que la perdí la pista─, que casi no puedo soportar este dolor profundo que siento al recordarla.

Una vez conocí a una mujer: de esto hace mucho tiempo. Había algo escondido en el fondo de sus dos ojos infinitos, un misterio final, una respuesta. La magia de un sueño inalcanzable. Yo miraba en su rostro y hallaba las respuestas: ella era la esperanza, el calor de mi sangre, el vértigo de todo lo que existe, lo que es bueno y es sabio, mi paz y su alegría, el río que nos lleva hacia la eternidad. En cada rincón de su cuerpo se escondía la rosa de los vientos, la espuma de la mar, la lentitud del día y el sueño de mil noches…
En fin, para decirlo claro, mientras miro ese par de zapatillas que se ha dejado tiradas por mi casa, llego a la conclusión de que, ¡joder!, estoy enamorado hasta las trancas.

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