domingo, 11 de abril de 2010

Cuando ella se fue

Cuando ella se fue lo único que hice fue sentarme en una mesa frente a una taza de café y escribir mil formas diferentes de hacerla feliz. Pero ella se había ido y aquello no tenía vuelta atrás. Daba igual lo que escribiera. Cuando terminé, salí de allí y caminé sin rumbo por las calles. Eran las doce de la mañana y el sol brillaba entre las hojas de los árboles. La primavera seguía haciendo de las suyas, pero ahora era un espectáculo que sólo disfrutaban los demás. De nuevo me movía en un mundo distante; un mundo que contemplaba con una despersonalización total. Ella seguía allí. Notaba su presencia en todas partes, en el árbol y el cielo, en la nube y el pájaro, en el agua de la fuente, en el rayo de sol... Aquello iba a ser duro. Demasiados recuerdos marchando tras de mi. Ahora se trataba de aguantar. Buscaba su mirada en los rostros de las mujeres esperando encontrar un gesto parecido, pero no había nada. Ella se había ido y ya no había vuelta atrás. ¿Que hacer? Nada se parecía a ella. La cosa no era tan sencilla como meter un mensaje en una botella y lanzarlo al mar. Aquello era un naufragio diferente. Un naufragio sin isla, sin botella y sin mar. Me había quedado absolutamente vacío. Pensé en aquellos días pasados y entonces comprendí que nunca antes me había dolido tanto una separación. Por la noche, ya en casa, seguían apareciendo esas pequeñas notas suyas que decían: “te quiero”. Las había dejado en todas partes y aparecían siempre, cuando menos te lo esperabas, en los sitios más insospechados: dentro del tarro de azúcar, en la funda de las gafas, en el ordenador, en el bolsillo de un viejo pantalón, entre la ropa interior, en los zapatos... Había notas de esas por todas partes. Cuando encontraba alguna, me quedaba pensativo mirando el pequeño fragmento de papel; entonces recordaba que ella se había ido y cada una de esas notas dolía como un disparo en el centro del corazón.

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