jueves, 23 de octubre de 2008

Willow in sunset

Puede que hiciera mucho calor aquella tarde, o tal vez no, pero Vincent pintó el cuadro con los colores más calientes que encontró en el caos de sus botes de pinturas. Luego le dio un toque frío al paisaje pintando el río azul y esparciendo reflejos de ese mismo color sobre los troncos de los árboles.
Al ver aquel azul sintió una punzada de soledad en el fondo de su alma. Entonces, a fin de equilibrar el cuadro, mezcló un poco de sangre con tierra del camino y sacó un color carmín garanza oscuro, que usó para dar unas pinceladas, aquí y allá, entre la hierba.
Se acababa la luz y el cuadro estaba terminado. Todo estaba en su sitio; el suelo estaba abajo, el cielo arriba. Detrás de los árboles, vibraba el río azul, y, frente a él, crecían unos sauces. Un día más había sobrevivido a la lenta agonía de vivir. Vincent sintió que, en aquel cuadro, todo era mucho más real que el mundo en que vivía. Se quedó un rato pensativo. Aún brotaba sangre del corte que se había hecho en la muñeca. Al fondo del paisaje, en el margen izquierdo, pintó unas montañas inexistentes, pequeñas, muy pequeñas, apenas una línea de color ocre claro. Contempló el resultado. No estaba mal. Las montañas quedaban lejos. No se entretuvo más. Comenzó a andar. Tenía un largo camino hasta llegar a ellas.

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