viernes, 9 de julio de 2010

La chica de mis sueños

Las once y treinta y cinco de la noche: creo que llego un poco tarde, te busco entre la gente, estás sentada al fondo, en una esquina. Eres perfecta, guapa, inteligente… No sé lo que me pasa hoy, pero me gustas. Me gustas tanto que creo que me voy a derretir. Avanzo entre las mesas; todo está abarrotado. El tipo del acordeón no para de tocar.
Mientras me acerco, pienso que no hay ninguna duda, que eres la mejor, que estás buena a rabiar, que tienes estilo y personalidad, carácter, fuerza y ganas de vivir; que eres simpática –seguro que te gusta viajar, que te gustan los lagos, las montañas, montar en bicicleta, caminar…-, que te gusta lo que me gusta a mi -nos parecemos tanto-. Doy un rodeo, la terraza del bar está completamente llena; no se puede pasar.
Te imagino dormida. Pareces un ángel sobre una nube azul o una sirena tendida en la arena caliente de una playa -¡Qué guapa cuando duermes! Ay, pienso, es que me matas; ¿cómo puedo pensar en descansar contigo al lado?-. Eres sensible, inteligente, te gusta conversar, amas como las fieras, lloras como las cataratas, me das lo que es mejor de ti: tus ojos, tus labios, tus miradas… Me muero por estar contigo, me muero por besarte, me muero por beberme tus sonrisas, me muero por estar sobre tu cama. Ya llego junto a ti, busco una silla. Me siento –te has puesto esta noche un vestido rojo-. Me miras y no entiendes. Siento que no puedo pensar en otra cosa, que si no estoy contigo me deshago, que no puedo vivir sin ti, que esta noche me tienes atrapado, que creo que estoy enamorado. Te miro fijamente, me deslumbras, y luego, con voz de hombre de mundo, me presento: “me llamo Ángel, perdona: ¿tú no serás la chica de mis sueños?” Me miras fijamente, y otra vez me deslumbras, esperas un instante, me dices que soy un gilipollas, te levantas, llamas al camarero, pagas, te vas, me dejas, me abandonas.

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