jueves, 15 de julio de 2010

Pero al salir la luna

Aquella noche fui poco más que un triste deseo perdido en medio de las olas del olvido, pero al salir la luna volvieron a llover estrellas y me sentí mejor. Habíamos viajado más al norte de lo que cualquier ser humano hubiera viajado nunca, y hacía frío, y al rato también hacía calor, y el mundo era un lugar húmedo y tenebroso, cargado de humedad y de tinieblas. El aire bramaba al doblar cada esquina de nuestros corazones, y mientras avanzábamos, el porche de una casa amenazaba con acogernos de un modo permanente. Sentí un escalofrío: nunca llegaría a ser como esos humanos sedentarios que se sientan en uno de esos porches a pensar. Pasamos de largo entre setos de tejos y campos de margaritas. Teníamos hambre; tú llevabas la luz de un pensamiento azul prendida en el fondo de tus ojos, y era una luz intensa. Tal vez, por eso, yo no podía evitar mirarte todo el tiempo. No habíamos vuelto a hablar desde que el desconsuelo nos hizo abandonar la carretera que bordeaba el círculo del mar y ahora llevábamos cien horas sin parar, empujando las viejas bicicletas, contra el viento. Tu pelo ondulaba en el aire y era como un presagio. Tu pelo, largo y fino como un cristal tallado por cuatro duendes locos. Se oía llegar hasta nosotros el ruido de nuestros propios pasos. Llegaba a través de los troncos de los árboles del bosque, a través de la oscuridad, a través de la sangre y el tiempo. Los oíamos llegar con la misma cadencia con que late cualquier corazón. La danza de las horas sonreía. Recuerdo que pensé: demasiadas palabras en el agua del río. ¡Para!,-dije-, quiero beber -pero tú dormías mientras caminabas. “Para” -repetí-, y tú te detuviste de repente y sacudías un poco la cabeza, como diciendo: no.
“¿Donde estamos?” -dijiste-“No sé, probablemente muy arriba” -contesté-, y vi que el cielo estaba por debajo de nosotros. Entonces un pájaro nocturno se posó en una rama y tú te quedaste mucho tiempo contemplándolo. En ese instante supe que tú ya no eras tú, que el viaje nos había cambiado de algún modo. No sentí angustia, tampoco sentí miedo. Lo único que podíamos hacer era continuar. No me pertenecías; nadie es dueño de nadie. ¿Cuánto tiempo habíamos necesitado para regresar? Volver a comenzar no era sencillo. Recordé que ya no era capaz de recordar y me sentí muy triste. El viaje se estaba prolongando demasiado, sentí que no era más que un pequeño deseo perdido entre las olas del olvido, un hombre entre los hombres, nadie especial que mereciera nada, como uno de esos seres sedentarios que mueren lentamente mientras pasan el tiempo pensando en uno de esos porches junto a la carretera. Aquella noche fui poco más que un triste deseo en medio de las olas, pero al salir la luna volvieron a llover estrellas y me sentí mejor. Habíamos viajado más al norte de lo que cualquier ser humano hubiera viajado nunca, y hacía frío…

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