martes, 8 de junio de 2010

Aquella primavera

Aquella primavera, mientras la humanidad envejecía hundida en una espesa mancha de petróleo, yo vivía una experiencia extraña, ajeno a todo aquello.
Cada noche, en mitad del silencio del mundo –de mi mundo, compuesto de sueños, de búsquedas y de palabras-, yo me desplegaba y creaba un espacio final entre mis brazos; un pequeño universo, repleto de vida, de cielo y de aire por ti. Tú venías entonces: recuerdo cada gesto, cada giro en la brisa, tus miradas profundas, tus besos, el sonido y la paz de tu respiración… Esa forma de amarme en las estrellas, en lo eterno, maravilloso, etéreo e invisible de las cosas.
Y entonces, en la hora más lejana en el tiempo, se desplegaba la magia de todo ese existir –se fundían entonces tus sueños, mis sueños, los sueños de los hombres, mujeres y animales de este mundo. Los sueños de la creación y del misterio-, y se hacían materia y adquirían una forma concreta, se materializaban, y tú los hacían crecer en el brillo de tu mirada.
Había en esas horas de la noche un tacto tibio en tu piel, como una calidez de puesta de sol en medio del invierno; una esfera escondida entre las cosas, un destino final donde uno podía contemplar lo hermoso, lo sencillo, lo bello y lo importante de este mundo.
Yo esperaba en silencio; trataba de entender cada mensaje y luego escribía palabras en mi mente que me hablaran de ti.
Y la vida seguía para todos. Yo miraba sin comprender: ¿cómo podían vivir esos otros seres humanos sin conocer este estado del alma? En aquel tren todos parecían estar completamente muertos. La soledad de un desencanto inmenso mataba sus miradas. Yo observaba todo aquello como si no fuera conmigo. Yo no pertenecía al mundo. Estaba enamorado. Te amaba y vivía todo el tiempo en ese espacio nuestro que yo había creado para ti. Un espacio donde tú me esperabas cada noche, perfecta, intacta, eterna. A salvo del tiempo y la rutina. Un espacio donde nunca nos podría alcanzar esa tristeza atroz de los seres del mundo.
Aquella primavera, mientras el mundo entero parecía morir de aburrimiento, nosotros vivíamos nuestras vidas con todo el corazón. Con hambre de vivir con toda el alma, como solo pueden vivir los sabios, los amantes, los libres, los valientes, los que luchan por conseguir sentir que han vivido una vida verdadera.

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