lunes, 14 de junio de 2010

Seis nombres

Aquella mañana me desperté intranquilo, pensando en un inmenso viaje: un viaje interminable que haríamos juntos, en busca de un lugar en el que ser felices –las cosas, las esferas, los centros, las esencias… Todo me recordaba a ti. -Era sólo un lunes por la mañana y ya pensaba en ti- . Luego, bajo la lluvia, busqué seis nombres con los que definirte. Seis nombres con los que trataría de llegar hasta ti, pero solo encontré un paisaje cubierto por las nubes. Era normal: los lunes no son un buen día para buscar seis nombres.
Mientras atravesaba el caos de la ciudad pensé que en poco tiempo recorreríamos juntos caminos por cielo, destinos y lugares, paisajes imposibles, oasis con palmeras, mundos donde a los sueños ya no se los distingue de nuestra realidad.
Recuerdo que, al final, casi a las diez de la mañana, pinté seis nombres sobre un paso de cebra y luego los dejé caer en el agua del mar -el mar era un lugar amable donde nunca llegaban esas tontas historias del los seres mezquinos que agotaban la tierra-.
Era demasiado temprano y los ángeles dormían. Los aviones no podían volar a causa del humo y las cenizas de un volcán. La bolsa fluctuaba, las luces se encendían.
Aquel fin de semana compramos un colchón. Era como una isla. De noche te oía respirar, en la orilla del mundo, al lado de las olas, y todo alrededor de ti era un espacio azul, bello, inmenso, perfecto, donde permanecías tú, siempre bajo la luna, el centro de todo el universo…
Aquella mañana me desperté temprano, demasiado temprano como para escribir ni siquiera una sola línea de un poema, pero daba lo mismo, las cosas te querían. No hacía falta escribir nada más. El mundo era un árbol inmenso, un jardín en la tarde, una puesta de sol. Oscuros nubarrones pintaban el paisaje, pero eso daba igual. Estábamos sentados en una colina de hierba. Muy lejos, los aviones, aterrizaban, uno detrás del otro, huyendo de la tempestad. Aquello era el diluvio. Cortinas de lluvia caían sobre todo el paisaje. Mientras tanto, nosotros, tomábamos el sol. El mundo estaba en paz, el cielo estaba en orden. Entramos los dos en ese paraíso cogidos de la mano –sentí un ligero escalofrío, la puerta me quedaba un poco grande-. El aire olía a Jazmín y a millones de flores, todas enamoradas. Había granados en flor.
Buscaste un rincón especial en el jardín de Dios. Me dijiste que si un día desaparecías te buscara en ese lugar, pero yo pensé que si un día desaparecías no me daría tiempo a buscarte. Me moriría y punto.
Recogí unas semillas del suelo –adoro la textura de esos frutos, como adoro también esa textura tuya-, las contemplé un momento. Tú andabas perdida entre las flores. Recuerdo que pensé en el frío: ese frío lejano que ahora parecía haberse marchado de este mundo, muy lejos, para siempre. Tú parecías feliz y aquello –no había duda-, aquello era estar en el cielo. Y a nosotros, no sé muy bien porqué, nos habían dejado entrar.

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