martes, 1 de junio de 2010

Cuando se terminó la tierra

Cuando se terminó la tierra nos quedamos mirando aquel vacío. La brisa llegaba hasta nosotros y tú la recibías con los ojos cerrados. Llegamos hasta ese punto caminando, a través de espesuras y caballos, habitaciones cerradas, vértigos en la luz, brezos, revelaciones… La nada sólo era un tren camino de cualquier parte, una montaña blanca, el lápiz de algún suicida, la máquina de la vida.
Siglos de desencanto nos contemplaban: ruinas, batallas, nieblas… El mundo era una espesura de árboles descompuestos, cadáveres de animales, ballenas embarrancadas, aves que no sabían volar, ojos que no comprendían.
Yo pensaba en el tiempo y en cómo habíamos atravesado kilómetros de luz y de distancia. Una gaviota pasó frente a nosotros. Parecía flotar entre dos sueños. A nuestros pies, las rocas y la hierba murmuraban. Tú deseabas poseer el horizonte, pero se hacía de noche.
Vimos ponerse el sol. Sobre el agua del mar flotaban los deseos. Aguardamos sentados a que la luna viniera a contarnos cualquier cosa. Hablamos mucho tiempo con la luna. Tú querías vivir entre miles de estrellas y yo sólo quería estar contigo. La tierra y el cielo se mezclaron. Los peces regresaron a las profundidades. El silencio se desplegó como una bendición sobre todas las cosas. Era la noche, con su carga de inmensa melancolía.
Yo pensaba en el tiempo. Al fondo del abismo, el agua del mar nos contemplaba. Comprendí que habíamos llegado a un punto desconocido, el lugar donde el alma decide de algún modo su destino. ¿Y ahora qué?, pensé, pero mi mente era incapaz de imaginar lo que sucedería después de todo aquello. La noche se extendía infinita y lenta sobre todas las cosas. Tú no decías nada, te empapabas de mundo, con los ojos cerrados.

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