miércoles, 2 de junio de 2010

Hundirse, regresar

En mi corto viaje por la felicidad, un día, de pronto, sentí un dolor profundo, algo como una sensación de fatalidad que me aplastaba el alma, y en ese instante, como el que sigue un destino que no puede evitar, decidí regresar.
La plaza estaba como siempre: los mismos borrachos armando jaleo en la esquina, la misma ambulancia con las luces encendidas, los mismos policías, los jóvenes, los viejos…
Los mendigos también seguían allí, tirados en el suelo, como barcos embarrancados. El olor a orines y a maría, los restos de botellas rotas, las mierdas de los perros, la basura… Sentí de nuevo todo el dolor el mundo en las miradas de aquellos seres que habían quedado atrapados en ese lugar sin tiempo, y de nuevo sentí la vieja sensación que me decía que aquel era mi sitio. La yonki me reconoció y me pidió dinero. Tenía la cara amarillenta y un corte profundo bajo su ojo izquierdo.
Leo estaba en el banco. El mismo banco en el que lo dejé hacía más de dos meses. Seguía sentado allí, en medio de la plaza, con el mismo cartón de vino y la misma mirada. Me senté junto a él. No hablamos.
Pensé que Leo era el destinatario de alguna maldición, sentí todo el peso de su destino. Alguien o algo le había condenado de por vida. Nunca sería feliz. Nunca tendría a nadie, nunca saldría de allí.
Leo miraba fijamente el rastro de la luna por el cielo. Sólo él sabía lo que estaría pensando. La yonki se acercó otra vez y me dijo que llevaba más de quince días sin hablar, mirando al cielo. “La vida es una mierda”, me dijo, y me ofreció un trago de su mugrienta botella de cerveza. Bebí: le cerveza estaba caliente. Aquella noche la vida pesaba demasiado. Todos queríamos desaparecer pero no había manera. Algo en nuestra naturaleza nos mantenía atrapados allí, como muertos en vida; algo que era muy fuerte, mucho más fuerte que nuestro nulo deseo de existir. Mientras tanto, las horas transcurrían y el aire se hacía más pesado. El alma se nos iba llenando de un sentimiento oscuro mientras a nuestro alrededor el destino tejía su telaraña. Quedaba mucho tiempo para el amanecer, demasiado tiempo como para pensar en cualquier cosa que no fuera el rastro que dejaba la luna en ese sucio cielo. Sentí que no había forma de escapar, que lo único que podíamos hacer era seguir allí, hundidos para siempre en la basura, perdidos, derrotados. La botella se deslizó de sus manos y cayó al suelo. Se rompió con estrépito. La yonki se rió y era una risa atroz, metálica, descolocada. Una risa que salía de las más frías entrañas de la muerte. Pensé que todos los demonios de la muerte y del mundo se reían de mí. Miré en el fondo de sus ojos. La yonki no paraba de reír. Respiré hondo; estaba tan cansado… Pensé que ahora habría que comenzar de nuevo. Me levanté y me fui de allí. No miré atrás. Leo no hablaba. Miraba fijamente a esa asquerosa luna. La noche continuaba. Todos seguíamos vivos, si es que eso era alguna forma de vida.

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