miércoles, 9 de junio de 2010

Y mi alma acarició la eternidad

Era muy tarde: empezaba a llover. Te bajaste del tren en mitad de una hora sombría. Yo te esperaba en el andén, o fuera, en medio de la calle. Ya no recuerdo bien -tal vez la eternidad sólo sea esta forma de recuerdo, difusa, leve, intemporal-. Me sonreíste. Llevabas un vestido rojo. Pensé que poseías una especie de don, una magia capaz de hacer de cada cosa un gesto del destino. Te acompañé a una tienda en algún lugar de esta ciudad terrible en la que vivo. Llevaba tanto tiempo solo, viviendo en mi interior, que casi había perdido esa capacidad de hablar que tuve en el pasado.
¡Cómo son los recuerdos! Ahora que lo pienso mejor tal vez aquella noche no llovía. Tal vez no era muy tarde, tal vez tú no llevabas ese vestido rojo que imagino, ni fuimos a una tienda. Lo que recuerdo bien –eso sí que no lo he olvidado-, es que cenamos juntos en uno de esos pequeños restaurante chinos que existen escondidos en las calles pequeñas, uno de esos que sí son chinos de verdad. Que hablamos, que te quise desde tu primera palabra, que te besé en los labios justo antes de pagar la cuenta, que luego dimos un paseo –adoro la Gran Vía por la noche-, que me sentí feliz llevándote cogida de mi brazo, y que en algún momento, unas horas después, justo cuando el amanecer pinta el cielo de ese color violeta cargado de esperanza, mi alma acarició por fin la eternidad junto a tu cuerpo.

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