viernes, 4 de junio de 2010

Los peces del cielo, las aves del mar

Aquella tarde tu mundo estaba en calma. Los rasgos de tu rostro se habían suavizado y estabas otra vez en medio de las cosas. Tu cuerpo se mezclaba con la brisa, y el orden de nuestro universo se había restablecido. Te brillaban los ojos cuando me dabas la mano y decías: “te quiero”, y había un mundo en paz después de la batalla.
Eran las cinco de la tarde cuando nos paramos a media ladera. La tarde se dormía en un recodo del camino. Una nube pasó sobre nosotros y el cielo se cubrió.
De pronto se levantó una brisa fresca que bajaba de las montañas. Todo el bosque se estremeció, y en ese instante, nubes de polvo amarillo emergieron de las copas de los árboles. Fue un momento de magia y de silencio. El tiempo se paró para nosotros. El bosque entero ardía en un instante extraño de pasión. La brisa empujó aquella nube hacia los valles. Columnas de polen emergían del mar oscuro y verde de los pinos y luego se unían a la gran nube principal. El cielo se cubrió de polen. Era como si el bosque entero hubiera enloquecido. Nos quedamos mirando aquello mucho rato. Más tarde, cuando cesó la brisa, toda esa furia de la supervivencia desatada se posó sobre todas las cosas: en las aguas del lago, en los remansos del río, en las piedras, sobre el prado de hierba, cubriéndolo todo con un manto amarillo de futuro.
Tú mirabas aquello y todo era un misterio. Regresamos despacio hasta el centro del mundo, caminando entre campos de luz y margaritas. Parábamos en cada flor, en cada pez –aquel inmenso pez de labios amarillos-, en cada tela de araña, en cada lagartija.
Parecías feliz, me sonreías. Yo te observaba, y a ratos trataba de entender lo que sentías, pero ¿quién puede entender el universo? Te brillaban los ojos y en ellos yo veía los peces del cielo, las aves del mar. Los mundos que llenaban nuestro mundo, el polen de tus días y tus noches, la dulce suavidad de todo tu universo enamorado.

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