lunes, 16 de noviembre de 2009

Con sus noches en blanco

Qué curioso resultaba entonces vivir en ese instante, tan parado en el tiempo. Esperar cada día a que pasara a mi lado el destino, con sus noches en blanco y su hambre de fin. Las cosas se hacían sentir en el orden de lo que era inmediato y todo era sutil y necesario; un libro era un libro y también mucho más; algo que podía salvar una vida o matar un recuerdo. Cada hora te reclamaba, pero de un modo extraño. Apenas llegabas a las cosas y ya te estabas yendo, y en los ojos de las mujeres se veía con toda claridad la forma como se estrellaban las olas de la mar. Había tanto instante latiendo en cada ser que casi no podía respirar en el aire cargado de luna de las noches del mundo. Realmente todo aquello no era más que una gran pasión, y esa pasión ejercía en mi alma una fuerza descomunal, era la eterna fuerza con la que la naturaleza te empuja hacia el borde de sus abismos, donde el tiempo te aguarda y espera su momento. Ese extraño momento en el que las cosas del mundo se funden de un modo misterioso con nuestra eternidad, tan cálida y amable para todos los que, como tú y yo, andábamos a tientas buscando una respuesta, vagando sin rumbo ni sentido por las alcantarillas de la vida. Todo eso era destino; destino irremediable que no podíamos cambiar. Y allí estábamos tú y yo, con todo ese futuro por delante.

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