jueves, 19 de noviembre de 2009

Un día

…Un día miré a mi alrededor y, de pronto comprendí que todo aquello por lo que había luchado hasta ese momento ya no me resultaba necesario. No era feliz: vivía rodeado de seres neuróticos, enfermos, débiles, decadentes... Atrapado en la loca carrera de mi vida, sin darme apenas cuenta, en algún punto del camino, había perdido poco a poco mi alma. Cuando lo comprendí decidí escapar de la inercia del mundo, y huí a toda prisa. Quería recuperar mi alma perdida. Sabía que eso tenía un precio, y decidí pagar. Estudié la estrategia, busqué el modo de hacerlo; mi mente se llenó de ideas, de viajes, de proyectos. Así pasaba el tiempo. Un día me di cuenta que había olvidado quién era realmente. No sabía adónde ir porque no sabía donde podía buscarme, pero desde que comencé a desarrollar mi plan las cosas de la vida tenían un aspecto diferente. Si hacía frío intentaba abrigarme, si hacía calor me quitaba la ropa. Un día descubrí que el cielo estaba arriba y la tierra debajo, que el agua del arroyo estaba fría, que el fuego calentaba. Nunca antes había sentido de un modo tan profundo la loca intensidad de estas cosas fundamentales. No poseía nada y de ese modo no tenía nada que perder. Yo mismo me quedaba sorprendido algunas veces de lo poco que ahora necesitaba. Mi cuerpo estaba sano y yo tenía dos manos y ahora, por fin, era consciente de la fuerza que encierra esto. El mundo, los objetos, la noche, el firmamento, la calma, los deseos, los hombres, las mujeres… Las cosas corrientes de la vida eran bellos misterios que yo ahora, entusiasmado, me esforzaba por descifrar. Perdido entre la gente, alejado de todos, pero rodeado de ellos; a cien mil años luz del suelo que pisaba, mi corazón viajaba de instante en instante, fascinado ante la infinita multiplicidad de realidades que ahora, de pronto, era capaz de percibir. Mis sentidos se iban agudizando. Las cosas me llamaban pero yo aún no descifraba sus mensajes. No era feliz, ni era capaz de comprender, pero estaba en camino. Y todo era un tremendo desafío que me arrastraba a ciegas a algún lugar desconocido. Una noche de invierno, parado en el andén de una estación de tren en las afueras de una ciudad cualquiera, supe con toda claridad que, un día encontraría el alma que yo, en mi insensatez, había perdido. Compré un billete y me subí en un tren. Allí empezó el viaje. Hoy aún sigo en camino.

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