martes, 11 de mayo de 2010

El buda infeliz

Una tristeza de lluvia llenaba los paisajes de la tarde mientras un buda infeliz me observaba sentado en la rama de un árbol. Había un sol a la espera detrás de las nubes. Un sol que encerraba respuestas, pero el tiempo pasaba, mientras todos los cofres del mundo permanecían cerrados con llave.
No había forma de hablar, de encontrarse. En las gotas de lluvia, cada cosa tenía su destello privado, su luz. Había un pez que nadaba en el aire, un viento que barría la alfombra, un amor enterrado en ceniza, un rescoldo de fuego en el mar, una nube gigante que no se marchaba.
Aquella tarde de lluvia yo pensaba que la vida es un juego en la nada. Un juego peligroso y absurdo donde todos los jugadores, en la hora en la que se apaga la última estrella, comprenden de un modo fatal que no había forma humana de ganar la partida porque el destino cambiaba las reglas en cada jugada.
Pero ahora no es un buen momento para hablar de estas cosas, así que dejémoslo estar. Esa tarde de lluvia, comprendí que al final, cuando no queda nada, sólo queda el talento, y no importa la belleza de un rostro encendido, el olor de una almohada, el calor de otro cuerpo. Al final sólo queda el talento y tu mundo, y ¿quién podría seguirme a mi mundo? Da igual lo que corras, da igual con quien vayas, la realidad de los otros te alcanza y entonces sólo puedes morirte o luchar.

No hay comentarios: