martes, 11 de mayo de 2010

En los pozos del tiempo

Justo a las cuatro de la madrugada, con la última pastilla que quedaba en el bote, las cosas recuperaron su tristeza de siempre, y un color plateado de muerte. El viento giró en la esquina llevándose consigo los recuerdos, las vidas, las voces del pasado. Una voz de mujer me decía al oído: “yo seré tu reina” y al instante un perro ladró.
Desde el enorme reloj que brillaba en lo alto del edificio nos observaba el cadáver del dios de los hombres, y en la puerta cerrada había un ángel que miraba con los ojos vidriosos un sueño que hacia un tiempo que ya terminó.
Eran las cuatro de la madrugada y yo estaba cruzando una calle cualquiera, esquivando los charcos, cabalgando en un mundo de muerte, repitiendo los gestos de siempre, de agonía y dolor.
Y la vida era sólo un lugar empapado de muerte en el que un hombre en la acera de enfrente manejaba de un modo mecánico una manguera y el agua que corría calle abajo era el agua del río del tiempo, y la vida, y el mundo, olía a suciedad, vertedero, calor y humedad.
Eran las cuatro de la madrugada y una voz de mujer cargada de tristeza resonaba en mi mente y decía que yo era su ángel, que yo era su ángel, que yo era su ángel…, pero no había un ángel más muerto, más helado y distante, y mis labios guardaban el sabor de la muerte, y la muerte esperaba a la muerte, tras de mi, en la calle, en la acera, en el viento, y mi alma apenas conseguía avanzar.
Eran las cuatro de la madrugada y en ese instante comprendí que el amor no era un templo, que la muerte o la vida no eran suficientes, y entonces todo el dolor del mundo regresó a mi corazón en ese instante y se quedó a vivir conmigo, pero todo ese dolor tampoco era aún suficiente para llegar a ti y yo seguí buscándote en los pozos del mundo, en los pozos del alma, en los pozos del tiempo, como el que persigue una jodida maldición mientras la noche seguía su eterno viaje hacia el vacío.

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