lunes, 10 de mayo de 2010

Nada

Aquella tarde de primavera, sentado en un banco de piedra frente al mar, Leo comprendió de un modo demoledor que nunca cambiaría nada, que todo en su destino estaba hecho para la destrucción. Trató de encontrar una sola razón para continuar y no lo consiguió. Desde ese presente vacío en el que vivía observaba un mundo donde la muerte lo llenaba todo, una forma de muerte horrible que habían creado estando todos juntos, y que era la forma de muerte del rebaño; una muerte cargada de derrotas y de desolación. Un rebaño donde una multitud de vidas desperdiciadas llenaba el aire con el hedor maloliente de un fracaso total e irreparable.
La existencia era una basura. Los seres humanos no sabían sentir. El mundo había perdido la batalla. El vivir no era más que una maldita historia cargada de derrotas, de muerte, de vacío. Y el dejar de existir tal vez era la única salida, la única forma de escapar de esta infelicidad total.
Aquella tarde de primavera, Leo, sentado en el paseo marítimo de una ciudad cualquiera frente al mar, sintió que cada uno tenía su sitio reservado en el fracaso; un espacio de muerte en vida desde donde desarrollar las múltiples formas del dolor. Cada cosa del mundo encerraba en sí un trágico final, triste y aterrador.
Leo había dedicado muchos años a estudiar las historias del mundo, y esa tarde, por fin, comprendió que todas las historias acababan irremediablemente mal.
Leo se levantó despacio y caminó hacia una puesta de sol indiferente, que nadie, ni él mismo, era capaz de ver. En su mente vacía ya no cabía nada, excepto un gran dolor, un dolor diferente a cualquier otro. Un dolor tan profundo que lo llenaba todo, que no dejaba espacio a nada más.
Mientras tanto, el mundo seguía su camino entre las sombras, como si se cumpliera el destino de una terrible maldición.

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