viernes, 7 de mayo de 2010

Veintiocho de abril

Creo que fue un veintiocho de abril del año dos mil diez. La humanidad entera había desaparecido en una especie de agujero negro y había vuelto a aparecer una hora o dos más tarde, en un montón de bares, frente a un televisor. Ella y yo atravesamos patinando una ciudad vacía que apenas respiraba. Se celebraba la semifinal de la Copa de Europa. La luna estaba llena, el cielo estaba en calma, ella estaba preciosa, y yo la contemplaba, y a cada instante sentía que estaba junto a una persona muy especial.
Recuerdo como me fascinaba mirar a esa mujer. No me cansaba de hacerlo. Mientras la contemplaba, pensaba en el poder que ejercía sobre todas las cosas. Manejaba a su antojo la medida del tiempo, el pasado, el presente, el futuro, y ese salto imposible hacia la eternidad.
En sus ojos guardaba mil lagos plateados, un viaje interminable, un cielo y diez infiernos, dos gatos, cuatro perros, diecisiete recuerdos y un corazón perdido entre la almohada. También guardaba dentro el secreto de un alma incomprendida y un abismo de amor pendiente de entregar si alguien lo encontraba. Yo la quería entonces sin remedio –aún la quiero ahora-, mientras, a las tres de la madrugada, metía en el horno para ella un trozo de pizza enamorada.
Amaba su sonrisa, amaba su mirada. Recuerdo sobre todo como era su sonrisa… Una sonrisa extraña y fascinante como sólo puede tenerla una mujer que vive enamorada… Creo que fue un veintiocho de abril del año dos mil diez. La humanidad entera había desaparecido. Sus labios sonreían todo el tiempo. Solo estábamos nosotros dos, el resto del mundo ya no estaba.

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