He estado de viaje. Una huida hacia el norte. Hacía frío. Aeropuertos, ciudades, carreteras y gente -esa gente infinita que sobrevive y existe, y ama y envejece igual en todas partes-. Y allá, en ese lugar del mundo tampoco he encontrado nada especial. Dolor y soledad, y muros. Los mismos muros de siempre, destrozados por el paso del tiempo, pero aún en pie, eternamente en pie. Lo irremediable mezclado con un extraño deseo de esperanza. El sabor y el dolor de otro desastre. No hay nada que resulte tan triste como una navidad a solas en una esquina del mundo. Tres músicos: un hombre, una mujer y un niño, tocan sus instrumentos y esa música es un canto a la soledad.
Hay una muchacha sentada en una acera. Tendrá unos veinte años. Mira al suelo. Tiene el pelo rubio y se cubre el cuerpo con una manta. La gente pasa a su alrededor sin verla. Ya he visto a esa muchacha antes. Es la misma olvidada en todas partes, la pequeña mujer que perdió su vivir en un instante cargado de maldición y de destino. Hace frío. La última noche que pasé en la ciudad seguía allí. Estaba sola, sentada en la misma calle ahora desierta. Era de madrugada y hacía demasiado frío como para vivir o respirar. Un hombre se paró a su lado, le dio un puntapié y ella se levantó. Se fueron juntos. Dejó una pequeña mancha de sangre sobre la acera.
Hay una muchacha sentada en una acera. Tendrá unos veinte años. Mira al suelo. Tiene el pelo rubio y se cubre el cuerpo con una manta. La gente pasa a su alrededor sin verla. Ya he visto a esa muchacha antes. Es la misma olvidada en todas partes, la pequeña mujer que perdió su vivir en un instante cargado de maldición y de destino. Hace frío. La última noche que pasé en la ciudad seguía allí. Estaba sola, sentada en la misma calle ahora desierta. Era de madrugada y hacía demasiado frío como para vivir o respirar. Un hombre se paró a su lado, le dio un puntapié y ella se levantó. Se fueron juntos. Dejó una pequeña mancha de sangre sobre la acera.
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