jueves, 2 de septiembre de 2010

Aquella tarde

Aquella tarde fuimos a un centro comercial. Por el camino llovía ligeramente y el aire olía a lluvia. Yo observaba a la gente. Veía pasar a algunas parejas de jóvenes recién casados, a matrimonios con niños, a hombres y mujeres solitarios que iban de un lado a otro, buscando aquí y allá, en los escaparates de las tiendas, algo inconcreto, abstracto e inmaterial para sus almas, algo que nunca podrían encontrar allí.
Vidas y vidas cruzándose conmigo a cada paso. Tantos destinos dejando su estela en aquel viento. Marcas de huellas, pisadas de alquitrán, vidas que vienen de muy lejos y van a no se sabe dónde.
Aquella tarde yo observaba a la gente y sentía que nadie era feliz. Sus caras reflejaban el cansancio, el vacío y la desolación, de unas vidas frustradas, de unos sueños perdidos, olvidados para siempre en algún punto lejano de sus vidas, en su pasado, muy lejos, muy atrás.
Y luego estaba yo. Caminando cogido de su mano esa tarde de lluvia.
Allí, en la puerta de aquel inmenso centro comercial, sentí que yo había dejado atrás cientos, miles de cosas. Respiré hondo. Sentí el vértigo del tiempo en mi interior y un escalofrío me recorrió la espalda. A mi lado estaba esa mujer y aquello era importante. Yo no era un ser humano más perdido en medio de los seres humanos. Yo era un privilegiado: amaba a esa mujer y eso me convertía en un hombre feliz, en alguien diferente. Había burlado a mi destino pues poseía el secreto de aquel que sabe y guarda en su interior la clave del misterio. Estaba, en ese instante, libre de aquella enfermedad mortal que mataba el alma de los seres humanos. Yo estaba enamorado y me sentía vivo, y era feliz aquella tarde; amaba a esa mujer con toda mi alma y eso me convertía en alguien que está cerca de Dios. Luego, unos cuantos pasos después, me dije que nadie puede burlar a su destino, pero en aquel instante una sonrisa de ella apartó de mi mente ese tipo de pensamientos. Era difícil sentir el peso del destino cuando ella estaba al lado.
Miré a mi alrededor: respiré hondo. Ella llevaba en una de sus manos un cacharro metálico: era uno de esos que se utilizan para escurrir verdura. Recuerdo que pensé: ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre en una sola vida? Respiré hondo. Había refrescado, el aire olía a lluvia. Y seguí caminando.

No hay comentarios: