martes, 14 de septiembre de 2010

Cuento de invierno

Ella leía mis libros. Los días se sucedían. El verano pasó muy deprisa y ahora, enfundados en un par de mantas, nos disponíamos a pasar el invierno. Nuestro primer invierno sobre un planeta helado.
Yo miraba por la ventana y observaba la tristeza del mundo exterior, luego la contemplaba a ella. Su rostro era el lugar donde brillaba el último rayo de sol de aquel verano. Los días se acortaban poco a poco. Algunas veces veía pasar a un hombre solitario por la calle, otras, veía pasar a una mujer. La niebla lo cubría todo esa mañana. Ella cerraba los ojos y suspiraba en sueños. Yo pensaba: ahora duerme tranquila, y mientras tanto, la casa se enfriaba muy despacio.
Lo primero que observé fue que el agua del grifo salía mucho más fría: era duro fregar los platos. Las manos me dolían y tuve que dejarlo. Más tarde llegó el viento, las hojas de los árboles vinieron a posarse en la ventana. Se marcharon los gatos, la tortuga ivernó. Los cubos de basura permanecieron vacíos.
Algunos días después, todo el silencio del mundo nos fue rodeando en aquella puesta de sol definitiva. Los pájaros dejaron de cantar. Dormíamos abrazados. El hielo fue cubriendo los paisajes. Yo la quería a ella y ella me quería a mí. Yo creo que, al final, eso fue lo que nos salvó. Pasó el invierno, amanecimos solos. Murieron todos los demás. En el mundo no quedó nadie. Nuestra cama era el único lugar caliente del planeta.

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