miércoles, 22 de septiembre de 2010

Historia de un medio aniversario de una historia de amor contada a toda prisa

Nos encontramos en uno de mis sueños. Yo le dije: “el verdadero cielo guarda sus llaves en el cajón segundo de mi armario”. Ella me miró fijamente un momento y luego sonrió. Yo pensé: te lo juro, te quiere, te quiere un poquito. ¡Caramba! No las tenía yo todas conmigo, la verdad, ¿cómo puede quererte a ti, un viejo amargado-demacrado-y-gruñón, una mujer princesa sirena que echa chispas de sus ojos marrones con calcetines a rayas impares discontinuas?, ¡pero qué luminosidad, amigos! Os cuento: el sol se ponía en las peceras del mundo tiñendo de colores las nubes y los peces (aunque los peces de colores siempre parecen estar teñidos, y eso, a ellos, también les da igual, porque están a sus cosas, pero esa es otra historia y no voy a contarles ahora –lo siento, de verdad, lo siento, no puedo-, sus secretos).
Era el veinte de abril del año dos mil diez a las diecinueve y veinticuatro horas de la tarde, y mientras dios, buda o la Naturaleza, estaban a su rollo, ocupados en teñir los peces de colores pasamos al siguiente valle, discutiendo un poquito –lo voy a contar un poco más abajo-, y ascendimos por un paisaje agreste (rocas, nieve y todo eso, tú ya sabes). Algunos pájaros cantaban a lo lejos, escondidos entre las copas de los árboles, y se decían todo ese tipo de cosas que se dicen los pájaros cuando no los molestan, y mientras tanto unos ciervos o lo que sea de eso que se oye pero que nunca se ve hasta que lo ves, ¿lo ves?, ¿lo ves?, escaparon corriendo, pero bueno, vamos a lo importante: ella me enseñó a caminar despacio entre los brezos. “Este es mi paraíso”, decía, y se la veía orgullosa (le brillaban los ojos muy adentro). Yo también observaba el lugar con mis mejores ojos de experto creidillo enterado color gris montaña, y al andar trataba de no aplastar los brezos, la hierba, ni ninguna otra cosa de su monte porque ella me miraba de reojo todo el tiempo. ¡Cuidado no la fastidies ahora!, me decía a mí mismo, entre dientes, mientras avanzaba. Un momento, que me tomo un café y continúo, ¡qué sueño!.. Ya está.
Había nieve. “Vamos por aquí, no; vamos por allá, que no: vamos mejor por aquí, por ahí no se puede, que sí, por allá… “¡Oye, que esta es mi montaña!”. Listilla. ¡Mi ángel! (un beso). Me quería. Seguimos. Hacía frío. Se nos hizo de noche. Te cuento: poco a poco fuimos subiendo hasta que nos bajamos y la nieve crujía. Muy abajo había un lago y aquello era la gloria, la verdad, y yo no imaginaba que un tipo como yo tuviera tanta suerte y la quería y hoy, esta mañana, a las siete cincuenta y nueve horas, medio muerto de sueño aún la quiero y por eso lo escribo y en fin… Fin.

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