martes, 8 de diciembre de 2009

La culpa

Pasada la alambrada, a un lado y otro de la avenida desierta, se levantaban inmensos bloques de viviendas, todas iguales. De vez en cuando se veía alguna fábrica en ruinas, que seguía tal cual, olvidada por todos, desde el último bombardeo. Las paredes de las casas aparecían llenas de impactos de balas y metralla. El silencio era sobrecogedor. Sentí como si aquella maldición que en su momento asoló este lugar siguiera viva, como si yo formara parte de ella o hubiera tenido algo que ver. Sentí vergüenza ante todo el dolor que había producido el ser humano. Sentí culpa y perplejidad ante la estupidez del hombre que tardaba tantos años en disiparse. Allí el silencio se había apoderado del ambiente, pero en cualquier lugar del mundo se repetía la misma historia. ¿Cómo podía eludir la parte de culpa que me correspondía por ser miembro de la raza humana? ¿Cómo podía ser feliz, o tener esperanza mientras todo ese sufrimiento crecía alrededor? Paré un camión y accedieron a llevarme trescientos kilómetros al norte. Pasamos la zona restringida que ahora, después de tanto tiempo, ya no guardaba nadie. Aquella noche sentía en cada poro de mi piel cómo nos íbamos adentrando en lo más profundo de una desolación sin fin. Un niño cruzó la carretera en medio de la noche. Nevaba y el niño resbaló y cayó. Pasamos a su lado, casi rozándole, sin detenernos. Salió de la nada y se perdió en la nada. El conductor bebía un trago tras otro mirando la carretera fijamente, como un alucinado. Su compañero dormía junto a mí golpeándome con su cuerpo que se tambaleaba al ritmo de las sacudidas del camión. Se había formado escarcha en el salpicadero, los cristales de las ventanas laterales se habían helado completamente. Entonces me quedé dormido y tuve un sueño horrible. Soñé que una central nuclear ardía y que todo aquel sitio helado se convertía de pronto en un infierno. Soñé que el mundo había perdido el último resquicio de cordura y que no había esperanza.

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