lunes, 7 de diciembre de 2009

Travesía

A pesar de todo –el cansancio, el deseo, el desaliento…-, continué caminando a través de aquel vacío blanco. El silencio llenaba el paisaje y desde las cimas de las montañas bajaba una neblina helada. Quedaban veinte minutos para que se pusiera el sol; el aire caliente de la superficie se elevaba deprisa hacia el cielo y era sustituido por otra forma de aire, un aire frío, de una dureza atroz. Una vez más me pregunté que me había llevado hasta este sitio. ¿Por qué necesitaba de esta infinita soledad? El silencio era casi total, sólo el ruido de las ráfagas de viento lo interrumpía. Caminé y caminé envuelto en el vacío y la neblina. El sol se fue y la oscuridad cerró los ojos al paisaje. Se helaron los guantes, las botas, el pelo, las pestañas. Todo se heló despacio hasta que no quedó un lugar caliente en mí. Entonces comprendí que mi alma era también otro lugar helado. Ascendí por un corredor de nieve. Cuando salí de allí sentí que había empleado mucho tiempo. Entonces amaneció a mi espalda y la luz rosada y violácea de la mañana me encontró allí, justo en la cima; en ese punto mágico donde se concentran los secretos del mundo. A mis pies se extendían otras montañas, valles, glaciares, ríos, y al fondo, casi al final del horizonte, las tierras bajas donde habían permanecido desde el principio del tiempo el resto de los hombres. Sentado allí, me pregunté si alguna vez había pertenecido a ese lugar, si alguna vez mi alma había tenido un hogar que no fuera este desierto helado. El viento había cesado, el mundo, el universo empezaba a escribir la historia de otro día.

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