martes, 22 de diciembre de 2009

Cuando miras atrás

Es curioso, cuando miras atrás y ya apenas recuerdas. Como si nunca hubieras tenido una vida. Tal vez vivir sea una forma de olvido: nacer, crecer y acumular hasta que has llegado a un punto en que has llenado la mente y el corazón de cientos, miles, millones de cosas que te hacen ser lo que eres en el momento cumbre de tu vida. Luego, pasado un tiempo, de pronto un día comprendes que te has equivocado en casi todo, y que ha llegado la hora de perder. Y empiezas a perder. Primero vienen las pérdidas mayores, las pérdidas fundamentales: un día pierdes a un amigo, de una maldita enfermedad, o de otro modo estúpido -las drogas, un disparo, un accidente…-, luego pierdes a otro, y otro, y otro... Catástrofes absurdas, sin sentido. Luego, tal vez pierdes a un familiar, alguien a quien querías. Abuelos, padres, tíos… Las grandes pérdidas que te hacen reconocer ese dolor fatal que encierra todo lo que se roza con la muerte. Luego llegan las pérdidas alternativas, las que revolotean alrededor de esas pérdidas grandes que ocasiona la muerte. Tragedias y tragedias que te van desgastando. Y cada día buscas en tu interior una respuesta que de sentido a eso. Cada vez más adentro. Luego, más tarde, un día cualquiera, te despiertas y pierdes tu trabajo, después a tu mujer, tus hijos, tu casa, tu autoestima… Y cada día pierdes alguna cosa nueva, y tu instinto comprende que esa inercia ya no se detendrá, que todo ha terminado. Te preguntas porqué durante un tiempo, hasta que comprendes que no hay una buena respuesta. Tu vida es una historia que se hace a base de destino, de buenas y malas decisiones, de sueños donde se mezclaba la buena y mala suerte. Al final, cuando ya no te queda nada –ni recuerdos, ni casa, ni trabajo-, vienen las otras pérdidas. Las pérdidas pequeñas. Un día se para tu reloj y de pronto comprendes que has perdido una parte que te unía de un modo imperceptible a tu pasado, y lloras por tu reloj que ha muerto, como mueren al fin todas las cosas, y lloras como un niño pequeño por ese maldito reloj estropeado; y ya no te compras otro reloj porque ahora ya da igual, porque todo da igual. Y otro día muere otra cosa –un viejo ordenador, una pluma, tus libros…-, y ya no sientes nada, porque no queda ya nada por sentir. Y un día te abandonas. Y sigues o te matas, pero eso ya da igual porque, de un modo u otro, desde ese mismo instante estás completamente muerto. Entonces resulta fascinante comprobar como son estas pequeñas pérdidas, las últimas pequeñas pérdidas, las que al final te acabaron matando de verdad.

No hay comentarios: