martes, 15 de diciembre de 2009

Madrid, lunes catorce de diciembre

La ciudad dormía y junto a ella dormía la soledad. Los esclavos del mundo regresaban a sus casas después de trabajar. Persecución de gigantes. Peces sin agua. Cada cosa tenía su sitio, cada pobre había encontrado su lugar. Encarcelados todos en la estación del metro. Las viejas murmuraban plegarias que a nadie lograban consolar. El viejo rencoroso había huido de la plaza, esquivando la nieve y el frío. Las calles estaban desiertas. Siempre era demasiado tarde para volver a empezar. Habían pasado algunos años desde que ella se fue. Las cosas no encajaban en su sitio. Las sumas no cuadraban, el tipo aquel que un día hizo la gracia de convertir el agua en vino se marchó una mañana y nunca regresó. Desde mi corazón noté como arreciaba el viento y vi cómo se helaban, una tras otra, todas las cañerías. En el balcón del sexto, se moría de pena una guitarra sin haber encontrado su canción. Nevaba.
El poeta regresaba demasiado tarde para cenar. La vida era la muerte, la muerte era la vida. La conexión con lo que un día fue su sitio se había perdido para siempre. Perecieron las rosas a causa de la fiebre, no existían pastillas para este nuevo dolor. Todo un tren de tristeza paró en la estación convenida, y ella no llegó. Ahora él la recordaba, la recordaba siempre, de pie, fumando y esperando sola, pero no en un andén, sino en la esquina del callejón que daba a la puerta trasera de un local de mala reputación. Buscaron nuevas formas, construyeron sus tumbas con cuidado. Fundieron una estatua de bronce para darle un improvisado carácter a su corazón. Clasificaron papeles, esparcieron regueros de pólvora, migas de pan, revistas, arena, caracolas, y un par de poesías que no consiguieron borrar de su memoria. Nadie reconoció los signos. Cada caja vacía era un nicho perfecto, cada contenedor de hierro, de noche, servía de panteón. Era invierno y hacía demasiado frío. La ciudad dormía como si nada sucediera y la calle era el escenario de la desolación. Mantenernos con vida requería demasiado esfuerzo. Algo que nadie estaba dispuesto a realizar. Nos fuimos apagando muy despacio, tal vez de un modo noble -ahora no recuerdo-, sin gritos, tranquilos y en silencio, tirados en el suelo, cada uno por su lado, sin hacer grandes gestos, como mueren los animales...

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