martes, 22 de diciembre de 2009

Cuando miras atrás

Es curioso, cuando miras atrás y ya apenas recuerdas. Como si nunca hubieras tenido una vida. Tal vez vivir sea una forma de olvido: nacer, crecer y acumular hasta que has llegado a un punto en que has llenado la mente y el corazón de cientos, miles, millones de cosas que te hacen ser lo que eres en el momento cumbre de tu vida. Luego, pasado un tiempo, de pronto un día comprendes que te has equivocado en casi todo, y que ha llegado la hora de perder. Y empiezas a perder. Primero vienen las pérdidas mayores, las pérdidas fundamentales: un día pierdes a un amigo, de una maldita enfermedad, o de otro modo estúpido -las drogas, un disparo, un accidente…-, luego pierdes a otro, y otro, y otro... Catástrofes absurdas, sin sentido. Luego, tal vez pierdes a un familiar, alguien a quien querías. Abuelos, padres, tíos… Las grandes pérdidas que te hacen reconocer ese dolor fatal que encierra todo lo que se roza con la muerte. Luego llegan las pérdidas alternativas, las que revolotean alrededor de esas pérdidas grandes que ocasiona la muerte. Tragedias y tragedias que te van desgastando. Y cada día buscas en tu interior una respuesta que de sentido a eso. Cada vez más adentro. Luego, más tarde, un día cualquiera, te despiertas y pierdes tu trabajo, después a tu mujer, tus hijos, tu casa, tu autoestima… Y cada día pierdes alguna cosa nueva, y tu instinto comprende que esa inercia ya no se detendrá, que todo ha terminado. Te preguntas porqué durante un tiempo, hasta que comprendes que no hay una buena respuesta. Tu vida es una historia que se hace a base de destino, de buenas y malas decisiones, de sueños donde se mezclaba la buena y mala suerte. Al final, cuando ya no te queda nada –ni recuerdos, ni casa, ni trabajo-, vienen las otras pérdidas. Las pérdidas pequeñas. Un día se para tu reloj y de pronto comprendes que has perdido una parte que te unía de un modo imperceptible a tu pasado, y lloras por tu reloj que ha muerto, como mueren al fin todas las cosas, y lloras como un niño pequeño por ese maldito reloj estropeado; y ya no te compras otro reloj porque ahora ya da igual, porque todo da igual. Y otro día muere otra cosa –un viejo ordenador, una pluma, tus libros…-, y ya no sientes nada, porque no queda ya nada por sentir. Y un día te abandonas. Y sigues o te matas, pero eso ya da igual porque, de un modo u otro, desde ese mismo instante estás completamente muerto. Entonces resulta fascinante comprobar como son estas pequeñas pérdidas, las últimas pequeñas pérdidas, las que al final te acabaron matando de verdad.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Sentir de otra manera

Regreso al sitio donde vivo. No tengo prisa: la ciudad duerme. En mitad de la noche el viento me trae a la memoria escenas del pasado. La nieve helada cruje bajo las ruedas de la bicicleta. Avanzo en medio de la noche, la nada y el vacío. Avanzo hacia ningún lugar. No voy a ningún sitio. Tampoco regreso de ninguna parte. Sólo me muevo, avanzo. Intento no pensar. Mis pensamientos salen de mi cabeza y van quedando atrás. Sobre la ciudad se ha desplegado un cielo completamente blanco que sobrecoge el alma. Vuelve a nevar. No hay un alma en las calles. Ni siquiera la mía. La ciudad duerme.
Algunas veces desearía ser alguien más normal. No hacer este tipo de cosas. Salir y entrar como cualquiera. Sentir de otra manera. Pero eso -ahora ya lo sé y estoy seguro-, nunca sucederá. Recuerdo tantas crisis navideñas. Respiro hondo y descargo gran parte de mi desolación en los pedales. Tan sólo el alma de mi bicicleta me acompaña. ¿Cuántas veces, si busco en mi pasado, se ha repetido esta maldita escena? La noche es larga y fría. La nieve llena el espacio de luz que dejan las farolas de la calle. La bicicleta es mi único nexo de unión con el planeta. Siento por cada poro de mi piel como esta forma de vivir es un continuo deslizarse por un camino helado que sigue y continúa en medio de la noche y no lleva a ninguna parte. Mientras, transcurre el tiempo, y yo hago lo único que sé, y que he hecho desde siempre, que es resistir al frío de la soledad hasta el día siguiente.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Desesperanza

Siete de la mañana, invierno: cuánta gente sin luz en su mirada. El frío del ambiente hiela mi corazón. En el vagón de metro, atestado de gente, las horas sin dormir pasan factura. Nadie habla. La gente no respira. Yo observo este pequeño mundo con el alma dormida, con la mente embotada, con el frío metido en el cuerpo. Y me parezco a ellos, y soy uno de ellos. Tristeza.
Pasan las horas, cae la noche. El día ha terminado. Algunas madrugadas, cuando regreso al cuarto donde duermo, demasiado tarde o temprano como para cenar, dormir o hacer cualquier cosa sensata, me siento a hacer recuento de todas esas experiencias que luego, sin remedio, reúno y tiro a la basura, y siento como otro día se escapa sin remedio. Y quisiera cambiar, hacer algo, tomar alguna decisión: dejar de beber, de fumar, de comer, de buscar. Dejar de creer, dejar de amar o respirar... Vivir, o morir, o empezar a moverme, o desaparecer definitivamente. Pero al final comprendo que no queda ni un solo lugar donde pueda buscar. El lago de mi mundo se ha secado. No queda ya un espacio donde el tipo que fui, o que quisiera ser, pueda instalarse para esperar con un poco de calma a que regrese de nuevo la luz a mis pupilas. Desesperanza.
Invierno. Es de noche. Muy tarde. En el vagón de metro. A mi lado una mujer habla sola, murmura, a veces grita. Golpea el cristal de la ventana. Es drogadicta. Es agresiva. Ha perdido del todo la razón. ¿Que quieres? -digo-. Lleva un papel con una dirección escrita a lápiz. La gente ha desaparecido del vagón. Estamos solos. Son casi la una de la madrugada. Miro la dirección. Tiene que hacer varios transbordos. No llegará en toda la noche. Yo te aviso cuando lleguemos -digo-, ella se tranquiliza, se da la vuelta. Aplasta la frente en el cristal. Llora, murmura. Cada estación pregunta: ¿es esta? Y me enseña el papel. Es la siguiente -respondo siempre-. El túnel es negro y no tiene final. El ruido del vagón siempre es el mismo. Da igual a la estación que vayas.

Abrirse al mundo

Abrirse al mundo, atravesar las cosas. Sentir como la escarcha cubre la hierba con su maravillosa capa de agua y de cristal. En la ciudad, el humo de los coches se agita en el aire de un modo vehemente. La gente se apresura. Siete de la mañana. A trabajar. El tren de cercanías llega hasta la estación. Copos de nieve en el foco de luz. En la avenida un autobús no espera. Carreras. Sube el último pasajero. El autobús se va. Semáforo en rojo: parar. Pasa la gente. Las cosas se suceden. El caos avanza, la multiplicidad. Los fenómenos se mezclan. Una mujer hermosa. Chirriar de ruedas. Un viejo. Dos niños cogidos de la mano. No hay pájaros. Nieva.
Abrirse al mundo. El silencio, la espera... No hay tal silencio. Ruidos en el pasillo, murmullos de una conversación entrecortada. Caótica escalera que da acceso a un patio central. Muros. Carga y descarga. No aparcar. Todos corren: llegan tarde. Trabajo. Oscurecer a solas las cosas y la vida. La hora de comer. Ruido de bandejas. Gritos, risas, llamadas. Entrar, salir, entrar, salir. Torre de vigilancia. Entrar. Se pone el sol. Abrirse al mundo. Atravesar las cosas. Desplazarse de un instante hasta el siguiente. Aurora Boreal en algún lado, seguramente en otra parte, inalcanzable, demasiado lejos de aquí. Ruido de rejas que se cierran. Seis mil años a oscuras. Correr detrás de todo. Se resquebraja el alma. Silencio. Apagan las luces. Hoy he pensado en ti. Abrirse al mundo. Ruido de pasos. Frío. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Huir del tiempo y del pasado. No pensar. Abrirse al mundo. Atravesar las cosas. Salir de esta prisión que tú mismo has creado. Vivir, soñar, amar, vivir, vivir…

martes, 15 de diciembre de 2009

Madrid, lunes catorce de diciembre

La ciudad dormía y junto a ella dormía la soledad. Los esclavos del mundo regresaban a sus casas después de trabajar. Persecución de gigantes. Peces sin agua. Cada cosa tenía su sitio, cada pobre había encontrado su lugar. Encarcelados todos en la estación del metro. Las viejas murmuraban plegarias que a nadie lograban consolar. El viejo rencoroso había huido de la plaza, esquivando la nieve y el frío. Las calles estaban desiertas. Siempre era demasiado tarde para volver a empezar. Habían pasado algunos años desde que ella se fue. Las cosas no encajaban en su sitio. Las sumas no cuadraban, el tipo aquel que un día hizo la gracia de convertir el agua en vino se marchó una mañana y nunca regresó. Desde mi corazón noté como arreciaba el viento y vi cómo se helaban, una tras otra, todas las cañerías. En el balcón del sexto, se moría de pena una guitarra sin haber encontrado su canción. Nevaba.
El poeta regresaba demasiado tarde para cenar. La vida era la muerte, la muerte era la vida. La conexión con lo que un día fue su sitio se había perdido para siempre. Perecieron las rosas a causa de la fiebre, no existían pastillas para este nuevo dolor. Todo un tren de tristeza paró en la estación convenida, y ella no llegó. Ahora él la recordaba, la recordaba siempre, de pie, fumando y esperando sola, pero no en un andén, sino en la esquina del callejón que daba a la puerta trasera de un local de mala reputación. Buscaron nuevas formas, construyeron sus tumbas con cuidado. Fundieron una estatua de bronce para darle un improvisado carácter a su corazón. Clasificaron papeles, esparcieron regueros de pólvora, migas de pan, revistas, arena, caracolas, y un par de poesías que no consiguieron borrar de su memoria. Nadie reconoció los signos. Cada caja vacía era un nicho perfecto, cada contenedor de hierro, de noche, servía de panteón. Era invierno y hacía demasiado frío. La ciudad dormía como si nada sucediera y la calle era el escenario de la desolación. Mantenernos con vida requería demasiado esfuerzo. Algo que nadie estaba dispuesto a realizar. Nos fuimos apagando muy despacio, tal vez de un modo noble -ahora no recuerdo-, sin gritos, tranquilos y en silencio, tirados en el suelo, cada uno por su lado, sin hacer grandes gestos, como mueren los animales...

lunes, 14 de diciembre de 2009

Lánguida y azul

Lánguida y azul se despliega la noche. Hay un manto de escarcha y de frío. El mundo sería un lugar desolador sino fuera porque en sus ojos se esconde un destello fugaz, una chispa encendida, una luz, un latido, un pequeño rincón de calor. Caminamos despacio, uno al lado del otro, rodeados de niebla. Caminamos, como lo hicieron desde el principio de los tiempos los hombres y mujeres de este mundo. Hay algo esencial, primitivo y eterno, en este caminar nuestro a través de la noche. Caminamos despacio, intuyendo el camino, navegando en la atmósfera helada, con el alma encogida, escuchando el silencio cargado de olvido.
Yo la observo y comprendo que algo en ella ha cambiado con el paso del tiempo, y ahora, esta noche, me parece aún mejor.
Es muy tarde: en el bosque no se ven las estrellas, ni la tierra, ni el cielo, y hasta el pasado y el futuro se han perdido de pronto en un punto, en mitad del vacío. La luz de mi frontal rebota en la pared de niebla. Dentro de la capucha de su abrigo, ella se ha tapado la cara con un pañuelo blanco. Sólo se ven sus ojos ahora completamente negros y un mechón de su pelo mojado. Bajo mis pies noto el latir mundo. Da vueltas la rueda de la vida. Me mira y sus ojos ríen como sólo pueden reír unos ojos cargados de lo eterno. Ríen sus ojos y todo el universo ríe también con ellos. Los cielos y la tierra se estremecen mientras atravesamos el bosque solitario, siento el latir del mundo, y de pronto comprendo, con una intensidad inesperada, que en este mismo instante todo gira en el infinito sólo para nosotros dos. Sonrío yo también, al ver esos ojos tan repletos de vida. Todo en ella lleva el signo de lo que es especial y es diferente. Esta noche, en mitad de la niebla y el frío, en un instante extraño, comprendo que es perfecta.

La cantante de Jazz

Aparece en escena y en su melena rubia aún lleva enredadas las notas de una melodía que ayer interpretó al piano. Va vestida de negro y tiene su alma atrapada en la nube de alguna maldición. Conoce la dureza del suelo que pisa y tal vez por eso, quizás tal vez por eso, cada cosa que pasa a su lado se esfuma en un susurro y al instante se transforma en canción. Cuando uno la tiene delante comprende que todo en ella es alma y sentimiento. Sentada frente a un gran piano, mira hacia atrás ligeramente, levanta un poco la mirada, cierra los ojos y comienza a cantar. Muy suave, de un modo misterioso y dulce, que hace vibrar el aire, abre su corazón y saltan a la bóveda del cielo las notas tristes de una canción. Todo es perfecto en ella. Todo es pasión; pasión y música en ese cuerpo que ha perdido en algún punto extraño del pasado su calor. El mundo no respira mientras mueve sus manos. Acaricia las teclas del piano y cada nota es un cielo que la acoge sin prisas, su país y su lengua, su principio y su fin. No habla nunca con nadie, sólo vive con eso. Esa fuerza que se agita y la envuelve de una forma salvaje en su interior. No se deja besar, nadie duerme con ella. Hace tiempo que ha desaparecido en su música y no tiene pensado regresar.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Merry Crisis

Feliz Navidad. La gente cava y cava hacia abajo, hacia abajo y no se dan cuenta. Se arrancan las uñas a fuerza de cavar. De vez en cuando levantan la cabeza, miran alrededor, suspiran, dicen cosas como: ¡Ay, Dios mío! Y luego siguen cavando. Brindan, se quieren de pronto, están muertos, sus rostros están muertos, todo en ellos ha muerto pero siguen cavando. Guardan colas inmensas, colas sin esperanza. Cavan con miedo y con docilidad. Mira, espera un momento: ¿Escuchas el murmullo de la tierra cuando los llama?
Pero nosotros -tú y yo, quiero decir-, somos un poco diferentes. No demasiado, tan sólo somos un poco diferentes. No queremos cavar. No esperamos cola por un cochino décimo de lotería. A la mierda con eso de cavar. A la mierda con esa lotería. Que caven ellos, los que no se plantean la vida, los que no levantan la mirada, los que no se enfrentan, no dudan, no andan. Los que han decidido apostar por la muerte. Feliz Navidad. Son esclavos. Su cielo tiene el aspecto de un centro comercial. Feliz Navidad.
Yo pateo la bota. Pateo la bota que patea. Pateo mi mundo y mi destino y escupo en las cuencas vacías de los ojos de los tiranos. Yo tengo alma de perro callejero. Camino cada día y cada noche, y caigo y me levanto y reviento a cada instante, y me siento en silencio a contemplar el mundo desde el abismo sin fondo de mi propio destino. Y en mitad de la nada recompongo mis restos maldiciendo la fuerza de todo aquello contra lo que un día luché y que me hizo reventar a mí, ahora, esta noche, en este preciso momento.
Yo amo la vida verdadera y por eso maldigo las cosas funestas del mundo, y a pesar del silencio y del frío aún conservo ese brillo especial de tus ojos y el calor y el sabor de tus labios, y mantengo guardado un recuerdo, una duda, un pequeño dolor, una herida, una voz que se marcha y se pierde, una piel que se escapa, una idea y un gesto. Feliz Navidad. No te apagues. Feliz Navidad, no te apagues y sigue luchando, por favor, no me jodas. No te apagues y sigue luchando. Te quiero.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Tacheles

En el Tacheles de Berlín hay poca gente. Las salas, los pasillos, están completamente vacíos. Subo hasta el garito de la azotea y encuentro a tres personas. Observo la ciudad sumergida en una nube de oscuridad y frío. Berlín parece una ciudad perdida en el pasado y rodeada de sombras. Hay algo de catástrofe flotando en el ambiente mientras subo por la escalera. A un lado y otro, cientos, miles, millones de pintadas de colores cubren el techo y las paredes. Tantas manos anónimas haciendo su trabajo. Cerebros de artista, que en su búsqueda de expresión han transformado este antiguo edificio en un lugar ajeno a nuestro mundo, una especie de decorado de ciencia ficción, caótico, siniestro, hermoso, apocalíptico...
Estoy un rato allí, en esa terraza, y luego de nuevo desciendo a los infiernos; montañas de papeles tirados por el suelo, paredes desconchadas, ruidos de sierra que corta, desgarra, rompe y da una nueva forma. Chispas, fuegos de soldadura, martillazos, estruendo. Son los artistas del hierro y del metal; lo más extremo de todo este mundo infernal de catacumbas, corredores y puertas. Todo parece demoníaco y sin embargo, hay algo que impregna de un halo de hermosa intensidad cada rincón de este lugar, cada mínimo espacio. Este edificio es un punto perdido en el espacio, un sitio de búsqueda, de intento, de camino. Murmullos en la oscuridad. Algo se cuece en el ambiente en una de las salas. Habitaciones oscuras, bombillas rotas, pasillos que no llevan a ninguna otra parte. Salgo por este soportal de un mundo extraño. Me voy de allí despacio, sin comprender muy bien que dejo atrás, que sensaciones he experimentado. He llegado a este sitio desde la oscuridad y ahora regreso a ella. Mientras camino por las calles bajo una lluvia helada pienso que esta noche Berlín tiene el alma llena de soledad, de lucha y de pasado.

martes, 8 de diciembre de 2009

La culpa

Pasada la alambrada, a un lado y otro de la avenida desierta, se levantaban inmensos bloques de viviendas, todas iguales. De vez en cuando se veía alguna fábrica en ruinas, que seguía tal cual, olvidada por todos, desde el último bombardeo. Las paredes de las casas aparecían llenas de impactos de balas y metralla. El silencio era sobrecogedor. Sentí como si aquella maldición que en su momento asoló este lugar siguiera viva, como si yo formara parte de ella o hubiera tenido algo que ver. Sentí vergüenza ante todo el dolor que había producido el ser humano. Sentí culpa y perplejidad ante la estupidez del hombre que tardaba tantos años en disiparse. Allí el silencio se había apoderado del ambiente, pero en cualquier lugar del mundo se repetía la misma historia. ¿Cómo podía eludir la parte de culpa que me correspondía por ser miembro de la raza humana? ¿Cómo podía ser feliz, o tener esperanza mientras todo ese sufrimiento crecía alrededor? Paré un camión y accedieron a llevarme trescientos kilómetros al norte. Pasamos la zona restringida que ahora, después de tanto tiempo, ya no guardaba nadie. Aquella noche sentía en cada poro de mi piel cómo nos íbamos adentrando en lo más profundo de una desolación sin fin. Un niño cruzó la carretera en medio de la noche. Nevaba y el niño resbaló y cayó. Pasamos a su lado, casi rozándole, sin detenernos. Salió de la nada y se perdió en la nada. El conductor bebía un trago tras otro mirando la carretera fijamente, como un alucinado. Su compañero dormía junto a mí golpeándome con su cuerpo que se tambaleaba al ritmo de las sacudidas del camión. Se había formado escarcha en el salpicadero, los cristales de las ventanas laterales se habían helado completamente. Entonces me quedé dormido y tuve un sueño horrible. Soñé que una central nuclear ardía y que todo aquel sitio helado se convertía de pronto en un infierno. Soñé que el mundo había perdido el último resquicio de cordura y que no había esperanza.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Travesía

A pesar de todo –el cansancio, el deseo, el desaliento…-, continué caminando a través de aquel vacío blanco. El silencio llenaba el paisaje y desde las cimas de las montañas bajaba una neblina helada. Quedaban veinte minutos para que se pusiera el sol; el aire caliente de la superficie se elevaba deprisa hacia el cielo y era sustituido por otra forma de aire, un aire frío, de una dureza atroz. Una vez más me pregunté que me había llevado hasta este sitio. ¿Por qué necesitaba de esta infinita soledad? El silencio era casi total, sólo el ruido de las ráfagas de viento lo interrumpía. Caminé y caminé envuelto en el vacío y la neblina. El sol se fue y la oscuridad cerró los ojos al paisaje. Se helaron los guantes, las botas, el pelo, las pestañas. Todo se heló despacio hasta que no quedó un lugar caliente en mí. Entonces comprendí que mi alma era también otro lugar helado. Ascendí por un corredor de nieve. Cuando salí de allí sentí que había empleado mucho tiempo. Entonces amaneció a mi espalda y la luz rosada y violácea de la mañana me encontró allí, justo en la cima; en ese punto mágico donde se concentran los secretos del mundo. A mis pies se extendían otras montañas, valles, glaciares, ríos, y al fondo, casi al final del horizonte, las tierras bajas donde habían permanecido desde el principio del tiempo el resto de los hombres. Sentado allí, me pregunté si alguna vez había pertenecido a ese lugar, si alguna vez mi alma había tenido un hogar que no fuera este desierto helado. El viento había cesado, el mundo, el universo empezaba a escribir la historia de otro día.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Verde musgo

En el Gendarmenmarkt el frío desaparece y el alma se transforma en un suspiro de caros broches de diseño y luces de colores. Me regala un colgante. Es un sencillo cordón de cuero con una piedra que llaman Unaquita. La piedra tiene el color del musgo que cubre los árboles del bosque. El mismo bosque que atravesamos ayer por la mañana en bicicleta. Tonalidades de magia verde y tintes anaranjados. Extraño contraste de color, tan cargado de vida como ese matiz verde o azulado que brilla en los ojos de estas mujeres, Color de Navidad y de regalos. Mujeres que transforman el mundo en su mirada. Infinito poder de la mujer que se sabe capaz de transmitir la vida. Verde de piedra, de bosque y de viaje. Mujer verde esperanza, mujer de bosque y río, mujer de amor y de escapada. Me emborracho de vino, de mundo y de miradas.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Aún más al norte

Cansancio de horas de viaje, de seres humanos desconocidos. También cansancio de experiencias. Cada cosa tiene su ritmo y su forma de moldear el alma. Dejo un rastro de mi paso en el viento. Hablo con la gente: transformaciones pequeñas, caos, mundos rotos. Pequeño mundos perdidos ahora en el pasado, para siempre, rotos mundos fundidos en la nieve. Cruje el suelo bajo mis pies. Fragmentos de hielo y de cristal sobre la acera. Intercambiar de miradas desde lo más adentro.
Hay un punto final en el que todo se junta y se convierte en alma. Levedad de las horas pasadas y este silencio que solo existe aquí, donde un día todo fue frontera final, desesperanza. Desolación sin nombre ni lugar. Ceguera de la nieve.
Mujer rusa: habla español, me enseña toda su mercancía. Mujer rusa, muñeca, madre rusa. Destrozada muñeca de otros tiempos, muñeca de madera dentro de otra muñeca y otra y otra. Desangrarse en una continua división de vidas que se hacen cada vez más pequeñas. Destino de mujer condenada a vivir dentro del frío. Pasar de años hasta que al fin no queda nada. Pobre madre, mujer, muñeca rusa. ¡Quién hubiera podido protegerte de este lugar tan frío!

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Al Norte

He estado de viaje. Una huida hacia el norte. Hacía frío. Aeropuertos, ciudades, carreteras y gente -esa gente infinita que sobrevive y existe, y ama y envejece igual en todas partes-. Y allá, en ese lugar del mundo tampoco he encontrado nada especial. Dolor y soledad, y muros. Los mismos muros de siempre, destrozados por el paso del tiempo, pero aún en pie, eternamente en pie. Lo irremediable mezclado con un extraño deseo de esperanza. El sabor y el dolor de otro desastre. No hay nada que resulte tan triste como una navidad a solas en una esquina del mundo. Tres músicos: un hombre, una mujer y un niño, tocan sus instrumentos y esa música es un canto a la soledad.
Hay una muchacha sentada en una acera. Tendrá unos veinte años. Mira al suelo. Tiene el pelo rubio y se cubre el cuerpo con una manta. La gente pasa a su alrededor sin verla. Ya he visto a esa muchacha antes. Es la misma olvidada en todas partes, la pequeña mujer que perdió su vivir en un instante cargado de maldición y de destino. Hace frío. La última noche que pasé en la ciudad seguía allí. Estaba sola, sentada en la misma calle ahora desierta. Era de madrugada y hacía demasiado frío como para vivir o respirar. Un hombre se paró a su lado, le dio un puntapié y ella se levantó. Se fueron juntos. Dejó una pequeña mancha de sangre sobre la acera.