miércoles, 22 de abril de 2009

Agua

El señor Osaki se levantó temprano y, mientras se vestía, observó el cuenco y sintió que la eternidad estaba allí, completa y perfecta en ese instante. ¡Qué importante es saber estar en lo profundo mientras alrededor la superficie hierve!, pensó para sus adentros, y una sonrisa se dibujó en sus labios. Tomó el cuenco, hundió la yema de sus dedos en el agua y se mojó ligeramente el rostro. Nunca antes de ese día el agua había sido tan increíblemente agua. Agua impregnando todos sus pensamientos, su vida, sus anhelos, agua sobrepasando el límite de cualquier otra percepción. El señor Osaki levantó la vista y le dio gracias al cielo por el agua; apuró con cuidado la que había en el cuenco, se vistió y salió a la calle. En su mano tintineaban las llaves de un camión cisterna. Allí, en ese lugar, al sur de Etiopía, había llegado a comprender, por fin, el valor infinito de un sorbo de agua. A veinte kilómetros de allí, en la cuneta de una carretera polvorienta, una fila de niños esperaba, cada uno con un cuenco igual, a que él llegara.

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