miércoles, 29 de abril de 2009

La pasión del tiburón

Caía la tarde cuando el escualo se encaminó hacia aquel lugar. Igual que cada día, llegaba desde mar abierto hasta las aguas cálidas próximas a la laguna de coral. Se acercaba despacio, con todos los sentidos alerta, atento a cada movimiento. No era un sitio de paso para los tiburones y en el agua poco profunda, no se encontraba a gusto, pero no podía evitar volver allí. Como hacía cada atardecer escudriñó el agua hasta que la localizó.
Esperó casi inmóvil, con su cuerpo apoyado en el fondo, moviendo ligeramente su aleta caudal, hasta que se aseguró de que no había nadie más. Frente a él, la mujer se sumergió y él animal se acercó hasta ella. Notó el contacto de su mano pasar sobre su flanco, y su áspera piel, cubierta de cicatrices de antiguas dentelladas, se estremeció. Cuatrocientos años de evolución habían conseguido que todos sus sentidos pudieran comprender el alcance de ese pequeño gesto. El gran macho de tiburón la contemplaba girando su cabeza a un lado. Sus ojos, diez veces más sensibles a la luz que los de ella veían cada matiz del color de su pelo, los infinitos destellos de la luz que atravesaba el agua, el brillo blanco de su piel, el color de sus ojos, cada mínimo gesto de su cara, los matices de fuego del coral, toda la increíble belleza e intensidad de aquel instante. Sus orificios nasales se abrieron para detectar el rastro de cada componente químico que se desprendía de ella, moléculas de su olor, restos apenas perceptibles ya, de una antigua sangre… Ella, mientras le acariciaba, cambiaba cada mínimo aspecto de su mundo, el sabor del agua del mar, su percepción del tiempo, y hasta los campos magnéticos que surgían de la tierra. En su alegría el escualo la rodeó sintiendo las ondas de baja frecuencia que desprendía el agua al rodear su cuerpo, los flujos de electricidad que llegaban desde su cuerpo, mezclados con los de algunos otros peces pequeños que se hallaban enterrados bajo la arena. Todo eso emborrachaba sus sentidos. Dio un par de vueltas muy despacio, cuidando de no golpearla. Las células sensoriales de sus costados detectaban las diminutas olas de presión que el agua producía al rodear su cuerpo. El tiburón ya no estaba cazando. En lo más hondo de su primitivo corazón, aquel atardecer, ese fabuloso animal buscaba comprender la cadencia del universo, su orden, su significado.

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