miércoles, 1 de abril de 2009

Y sin embargo

Y sin embargo, un halo de infelicidad rodeaba todo aquello. El rostro apagado y pálido de las muchachas, las conversaciones… Los hombres tampoco se libraban. En aquel club social había mucho dinero, pero no había vida. Algunos matrimonios jugaban a las cartas y parecían satisfechos, como si hubieran desistido ya de encontrar nada mejor que hacer con el tiempo gastado de sus vidas, que esas partidas a la luz mortecina de las lámparas del aquel viejo salón.
Los jóvenes, en cambio, añoraban aún algo mejor. Aburridos, apenas hablaban entre ellos. Una muchacha se levantó y pidió al camarero ─un anciano que llevaba toda la vida allí─, que le pusiera un refresco. El camarero la sirvió y ella regresó a la mesa con la botella en la mano. Dejó el vaso tras ella, en la lujosa barra de madera. Beber directamente de la botella era el gesto de rebeldía de la tarde; al otro lado del ventanal la curva del río describía un amplio círculo y si uno se fijaba bien, podía ver los ojos diminutos de algunos hipopótamos sobresaliendo a duras penas sobre la superficie del agua teñida de barro. La tarde transcurría despacio y en silencio en medio de un aburrimiento atroz. El sitio era un rincón del paraíso. Aquella gente lo tenía todo, y sin embargo un halo de infelicidad impregnaba el ambiente como la niebla que flota sobre el río antes de amanecer. África no era un buen lugar para sus sueños.

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